XXXV

 

Tomaba al niño su abuela Antonia, que era quien le cuidaba, y apechugándolo como para ampararlo y cual si presintiese alguna desgracia, le decía: «Duerme, hijo mío, duerme, que cuanto más duermas mejor. Así crecerás sano y fuerte. Y luego también, mejor dormido que despierto, sobre todo en esta casa. ¿Qué va a ser de ti? ¡Dios quiera que no riñan en ti dos sangres!» Y dormido el niño, ella, teniéndole en brazos, rezaba y rezaba.

Y el niño crecía a la par que la Confesión y las Memorias de su abuelo de madre y que la fama de pintor de su abuelo de padre. Pues nunca fue más grande la reputación de Abel que en este tiempo. El cual, por su parte, parecía preocuparse muy poco de toda otra cosa que no fuese su reputación.

Una vez se fijó más intensamente en el nietecillo, y fue al verle una mañana dormido, exclamó: «¡Qué precioso apunte!» Y tomando un álbum se puso a hacer un bosquejo a lápiz del niño dormido.

-¡Qué lástima! -exclamó- no tener aquí mi paleta y mis colores! Ese juego de la luz en la mejilla, que parece como de melocotón, es encantador. ¡Y el color del pelo! ¡Si parecen rayos de sol los rizos!

-Y luego -le dijo Joaquín-, ¿cómo llamarías al cuadro? ¿Inocencia? -Eso de poner títulos a los cuadros se queda para los literatos, como para los médicos el poner nombres a las enfermedades, aunque no se curen.

-¿Y quién te ha dicho, Abel, que sea lo propio de la medicina curar las enfermedades?

-Entonces, ¿qué es?

-Conocerlas. El fin de la ciencia es conocer.

-Yo creí que conocer para curar. ¿De qué nos serviría haber probado del fruto de la ciencia del bien y del mal si no era para librarnos de este?

-Y el fin del arte, ¿cuál es? ¿Cuál es el fin de ese dibujo de nuestro nieto que acabas de hacer?

-Eso tiene su fin en sí. Es una cosa bonita y basta.

-¿Qué es lo bonito? ¿Tu dibujo o nuestro nieto?

-¡Los dos!

-¿Acaso crees que tu dibujo es más hermoso que él, que Joaquinito?

-¡Ya estás en las tuyas! ¡Joaquín, Joaquín!

Y vino Antonia, la abuela, y cogió al niño de la cuna y se lo llevó como para defenderle de uno y de otro abuelo. Y le decía: «¡Ay, hijo, hijito, hijo mío, corderito de Dios, sol de la casa, angelito sin culpa, que no te retraten, que no te curen! ¡No seas modelo de pintor, no seas enfermo de médico!... ¡Déjales, déjales con su arte y con su ciencia y vente con tu abuelita, tú, vida mía, vida, vidita, vidita mía! Tú eres mi vida; tú eres nuestra vida; tú eres el sol de esta casa. Yo te enseñaré a rezar por tus abuelos y Dios te oirá. ¡Vente conmigo, vidita, vida, corderito sin mancha, corderito de Dios!» Y no quiso Antonia ver el apunte de Abel.

 

 

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