XXXVI

 

Joaquín seguía con su enfermiza ansiedad el crecimiento en cuerpo y en espíritu de su nieto Joaquinito. ¿A quién salía? ¿A quién se parecía? ¿De qué sangre era? Sobre todo cuando empezó a balbucir.

Desasosegábale al abuelo que el otro abuelo, Abel, desde que tuvo el nieto, frecuentaba la casa de su hijo y hacía que le llevasen a la suya el pequeñuelo. Aquel grandísimo egoísta -por tal le tenían su hijo y su consuegro- parecía ablandarse de corazón y aun aniñarse ante el niño. Solía ir a hacerle dibujos, lo que encantaba a la criatura. «¡Abelito, santos!», le pedía. Y Abel no se cansaba de dibujarle perros, gatos, caballos, toros, figuras humanas. Ya le pedía un jinete, ya dos chicos haciendo cachetina, ya un niño corriendo de un perro que le sigue, y que las escenas se repitiesen.

-En mi vida he trabajado con más gusto -decía Abel-; ¡esto, esto es arte puro y lo demás... chanfaina!

-Puedes hacer un álbum de dibujos para los niños -le dijo Joaquín.

-¡No, así no tiene gracia; para los niños... no! Eso no sería arte, sino...

-Pedagogía -dijo Joaquín.

-Eso sí, sea lo que fuere, pero arte, no. Esto es arte, esto; estos dibujos que dentro de media hora romperá nuestro nieto.

-¿Y si yo los guardase? -preguntó Joaquín.

-¿Guardarlos? ¿Para qué?

-Para tu gloria. He oído de no sé qué pintor de fama que se han publicado los dibujos que les hacía, para divertirlos, a sus hijos, y que son lo mejor de él.

-Yo no los hago para que los publiquen luego, ¿entiendes? Y en cuanto a eso de la gloria, que es una de tus reticencias, Joaquín, sábete que no se me da un comino de ella.

-¡Hipócrita! Si es lo único que de veras te preocupa...

-¿Lo único? Parece mentira que me lo digas ahora. Hoy lo que me preocupa es este niño. ¡Y será un gran artista! -Que herede tu genio, ¿no?

-¡Y el tuyo!

El niño miraba sin comprender el duelo entre sus dos abuelos, pero adivinando algo en sus actitudes.

-¿Qué le pasa a mi padre -preguntaba a Joaquín su yerno-, que está chocho con el nieto, él que apenas nunca me hizo caso? Ni recuerdo que siendo yo niño me hiciese esos dibujos...

-Es que vamos para viejos, hijo -le respondió Joaquín- y la vejez enseña mucho.

-Y hasta el otro día, a no sé qué pregunta del niño, le vi llorar. Es decir, le salieron las lágrimas. Las primeras que le he visto.

-¡Bah! ¡Eso es cardiaco!

-¿Cómo?

-Que tu padre está ya gastado por los años y el trabajo y por el esfuerzo de la inspiración artística y por las emociones, que tiene muy mermadas las reservas del corazón y que el mejor día...

-¿Qué?

-Os da, es decir, nos da un susto. Y me alegro que haya llegado ocasión de decírtelo, aunque ya pensaba en ello. Adviérteselo a Helena, a tu madre.

-Sí, él se queja de fatiga, de disnea, ¿será...?

-Eso es. Me ha hecho que le reconozca sin saberlo tú, y le he reconocido. Necesita cuidado.

Y así era que en cuanto se encrudecía el tiempo Abel se quedaba en casa y hacía que le llevasen a ella el nieto, lo que amargaba para todo el día al otro abuelo. «Me lo está mimando -decía Joaquín-, quiere arrebatarme su cariño; quiere ser el primero; quiere vengarse de lo de su hijo. Sí, sí, es por venganza, nada más que por venganza. Quiere quitarme este último consuelo. Vuelve a ser él, él, él, que me quitaba los amigos cuando éramos mozos.»

Y en tanto Abel le repetía al nietecito que quisiera mucho al abuelito Joaquín.

-Te quiero más a ti -le dijo una vez el nieto.

-¡Pues no! No debes quererme a mí más; hay que querer a todos igual. Primero a papá y a mamá y luego a los abuelos y a todos lo mismo. El abuelito Joaquín es muy bueno, te quiere mucho, te compra juguetes...

-También tú me los compras...

-Te cuenta cuentos...

-Me gustan más los dibujos que tú me haces... ¡Anda, píntame un toro y un picador a caballo!

 

 

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