XXXVII

 

-Mira, Abel -le dijo solemnemente Joaquín así que se encontraron solos-; vengo a hablarte de una cosa grave, muy grave, de una cuestión de vida o muerte.

-¿De mi enfermedad?

-No; pero si quieres de la mía.

-¿De la tuya?

-De la mía, ¡sí! Vengo a hablarte de nuestro nieto. Y para no andar con rodeos es menester que te vayas, que te alejes, que nos pierdas de vista; te lo ruego, te lo suplico...

-¿Yo? ¿Pero estás loco, Joaquín? ¿Y por qué?

-El niño te quiere a ti más que a mí. Esto es claro. Yo no sé lo que haces con él..., no quiero saberlo...

-Lo aojaré o le daré algún bebedizo, sin duda...

-No lo sé. Le haces esos dibujos, esos malditos dibujos, le entretienes con las artes perversas de tu maldito arte...

-Ah, ¿pero eso también es malo? Tú no estás bueno, Joaquín.

-Puede ser que no esté bueno, pero eso no importa ya. No estoy en edad de curarme. Y si estoy malo debes respetarme. Mira, Abel, que me amargaste la juventud, que me has perseguido la vida toda...

-¿Yo?

-Sí, tú, tú.

-Pues lo ignoraba.

-No finjas. Me has despreciado siempre.

-Mira, si sigues así me voy, porque me pones malo de verdad. Ya sabes mejor que nadie que no estoy para oír locuras de ese jaez. Vete a un manicomio a que te curen o te cuiden y déjanos en paz.

-Mira, Abel, que me quitaste, por humillarme, por rebajarme, a Helena...

-¿Y no has tenido a Antonia...?

-¡No, no es por ella, no! Fue el desprecio, la afrenta, la burla.

-Tú no estás bueno; te lo repito, Joaquín, no estás bueno...

-Peor estás tú.

-De salud del cuerpo, desde luego. Sé que no estoy para vivir mucho.

-Demasiado...

-¿Ah, pero me deseas la muerte?

-No, Abel, no, no digo eso -y tomó Joaquín tono de quejumbrosa súplica, diciéndole-: Vete, vete de aquí, vete a vivir a otra parte, déjame con él..., no me lo quites... por lo que te queda...

-Pues por lo que me queda, déjame con él.

-No, que me le envenenas con tus mañas, que le desapegas de mí, que le enseñas a despreciarme...

-¡Mentira, mentira y mentira! Jamás me ha oído ni me oirá nada en desprestigio tuyo.

-Sí, pero basta con lo que le engatusas.

-¿Y crees tú que por irme yo, por quitarme yo de en medio había de quererte? Si a ti, Joaquín, aunque uno se proponga no puede quererte... Si rechazas a la gente...

-Lo ves, lo ves...

-Y si el niño no te quiere como tú quieres ser querido, con exclusión de los demás o más que a ellos, es que presiente el peligro, es que teme...

-¿Y qué teme? -preguntó Joaquín, palideciendo.

-El contagio de tu mala sangre.

Levantóse entonces Joaquín, lívido, se fue a Abel y le puso las dos manos, como dos garras, en el cuello; diciendo: -¡Bandido!

Mas al punto las soltó. Abel dio un grito, llevándose las manos al pecho, suspitó un «¡Me muero!» y dio el último respiro. Joaquín se dijo: «¡El ataque de angina; ya no hay remedio; se acabó!»

En aquel momento oyó la voz del nieto que llamaba: «¡Abuelito! ¡Abuelito!» Joaquín se volvió:

-¿A quién llamas? ¿A qué abuelo llamas? ¿A mí? -y como el niño callara lleno de estupor ante el misterio que veía-: Vamos, di, ¿a qué abuelo? ¿A mí?

-No, al abuelito Abel.

-¿A Abel? Ahí lo tienes..., muerto. ¿Sabes lo que es eso? Muerto.

Después de haber sostenido en la butaca en que murió el cuerpo de Abel, se volvió Joaquín al nieto y con voz de otro mundo le dijo:

-¡Muerto, sí! Y le he matado yo, yo, ha matado a Abel Caín, tu abuelo Caín. Mátame ahora si quieres. Me quería robarte; quería quitarme tu cariño. Y me lo ha quitado. Pero él tuvo la culpa, él.

Y rompiendo a llorar, añadió:

-¡Me quería robarte a ti, a ti, al único consuelo que le quedaba al pobre Caín! ¿No le dejarán a Caín nada? Ven acá, abrázame.

El niño huyó sin comprender nada de aquello, como se huye de un loco. Huyó llamando a Helena: -¡Abuela, abuela!

-Le he matado, sí -continuó Joaquín solo-; pero él me estaba matando; hace más de cuarenta años que me estaba matando. Me envenenó los caminos de la vida con su alegría y con sus triunfos. Quería robarme el nieto...

Al oír pasos precipitados, volviendo Joaquín en sí, volvióse. Era Helena, que entraba.

-¿Qué pasa..., qué sucede..., qué dice el niño...?

-Que la enfermedad de tu marido ha tenido un fatal desenlace -dijo Joaquín heladamente.

-¿Y tú?

-Yo no he podido hacer nada. En esto se llega siempre tarde.

Helena le miró fijamente y le dijo:

-¡Tú..., tú has sido!

Luego se fue, pálida y convulsa, pero sin perder su compostura, al cuerpo de su marido.

 

 

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