III

 

Ya tenemos al niño, al sujeto, y ahora surge el primer problema, el del nombre. El nombre que á uno le pongan y que tenga que llevar puede hacer su felicidad ó su desgracia; es una perpetua sugestión. ¿No se oye decir á muchos: «me debo á mi nombre»? ¡Cosa ardua el cómo me llamen y cómo me llame á mí mismo!

El nombre tiene que ser griego por ser la lengua griega la de la ciencia, sonoro y significativo además. Relee Carrascal la carta en que el singular filósofo don Fulgencio ha contestado á su pregunta y que dice así:

«Hay quien lleva como un castigo su nombre, como joroba que al nacer le impusieron. En rigor debía aguardarse á que el hombre diese sus frutos para ponerle nombre á ellos ajustado; mientras no ostente carácter propio no debía tener más que nombre provisional ó interino, ya que no fuese anónimo. Los pseudónimos y los motes son más verdaderos que los nombres legales, ya que apenas hay cosa legal que sea verdadera, y la que verdadera resulte será á pesar de su legalidad, jamás merced á ella.» Y luego propone don Fulgencio varios nombres, entre los cuales Fisidoro, don de la naturaleza; Nicéforo, vencedor; Filaletes, amante de la verdad; Aniceto, invencible; Aletóforo, portador de la verdad; Teodoro, don de Dios, y Teoforo, portador de Dios, entendiendo por Dios lo que por él entiende el singular filósofo; Apolodoro, don de Apolo, de la luz del Sol, padre de la verdad y de la vida... Avito vacila; inclínase á Apolodoro por lo simbólico y sobre todo por empezar como Avito con A, lo que ha de permitir que se sirvan padre é hijo de un mismo baúl y que no haya que cambiar las iniciales de los cubiertos: A. C. Sólo tiene el inconveniente de eso de Apolo, una deidad pagana, una forma de superstición, dígase lo que se quiera. Aunque por otra parte lo de Apolo no puede entenderse ya más que como un símbolo, un símbolo del Sol, de la luz, del generador de la vida. Va á decidirse por Apolodoro, y la voz interior: «caíste ya y vuelves á caer, y caerás cien veces y estarás cayendo de continuo; transigiste con el amor, con el instinto, con lo carnal, transigirás con la superstición pagana y tu hijo llevará siempre como un estigma ese nombre y le llamarán abreviándoselo: Apolo; mejor es que le llames Teodoro, que al cabo es nombre más corriente y llano y equivale á lo mismo, pues ¿qué va de Apolo á Dios?» Y Avito contesta á ese importuno demonio que al enamorarse le entró, diciéndole: «No, no es lo mismo Apolo que Dios, no equivale Teodoro á Apolodoro, porque en Apolo no cree ya nadie y no pasa de ser una mera ficción poética, un puro símbolo, mientras aún quedan quienes creen en Dios, y así si le llamo Apolodoro nadie supondrá que pueda yo creer en la existencia real y efectiva de Apolo, mientras que si le bautizo, digo, no, si le denomino Teodoro podrá creerse que creo en Dios. De Dios se podrá hablar, podremos hablar los hombres de razón, cuando nadie crea en él, cuando sea un puro símbolo... ¡entonces sí que nos será útil!» Y la voz: «has caído, has caído y volverás á caer cien veces, y estarás cayendo sin cesar... ¿Si pudieras llamarle A. B. C. ó X. como por álgebra? Tan derogación es llamarle Apolodoro como Teodoro: ponle un nombre sin sentido, algébrico, llámale Acapo ó Bebito ó Futoque, una cosa que nada signifique y á que dé significado él; mete en un sombrero sílabas, saca tres y dale así nombre.» Y Avito replica: «¡cállate! ¡cállate! ¡cállate!» y se queda con Apolodoro, salvo confirmárselo ó rectificárselo según los frutos que dé.

El sueño de Marina se hace más profundo, baja á las realidades eternas. Siéntese fuente de vida cuando da el pecho al hijo. Desprende el mamoncillo la cabeza y quédase mirándola, juega con el pezón luego. Y cuando en sueños sonríe se dice la madre: es que se sueña con los ángeles. Con su ángel se sueña ella, apretándoselo contra el seno, como queriendo volverlo á él, á que duerma allí, lejos del mundo.

Avito no hace sino preguntarla: «¿Qué tal? ¿tienes leche suficiente? ¿te sientes débil?» Y no satisfecho con las seguridades que su mujer le da, envía á que se analice la leche, que se analice escrupulosamente, á microscopio y á química.

—Porque mira, si el criar te perjudicara ó perjudicara al niño, tenemos el biberón, el biberón perfeccionado...

—¿Biberón?

—Sí, biberón, pero biberón moderno y con leche esterilizada, lactancia artificial, el gran sistema, mejor que la lactancia natural, créemelo...

—¿Mejor? Pero si lo natural...

—Déjate de lo natural. La naturaleza es una chapucería, una perfecta chapucería, como dice don Fulgencio...

—Pues yo creo que en esto lo más natural...

—¿Y qué has de creer tú? ¿qué has de creer tú que al fin y al cabo eres naturaleza? Te digo que no hay como el biberón...

—Pues mientras yo tenga leche...

—Si no me opongo, pero... mira, la pedagogía misma, ¿qué es sino biberón psíquico, lactancia artificial de eso que llaman espíritu por llamarlo de algún modo?

«Has caído, sigues cayendo—le dice la voz interior—le dejas criar; así le transmitirá más de su sangre; el pecado del amor da sus frutos.»

—Y esas mantillas, esas mantillas... ya te he dicho que no le envuelvas así; las mujeres sois las sacerdotisas de la rutina.

—¿Pues qué he de hacer?

—Mira este dibujo, vístele por él.

—Yo no sé hacerlo, hazlo tú.

—Hazlo tú... hazlo tú... Estos primeros cuidados los confía la pedagogía á la madre...

—¿Y el darle de mamar no?

—¡Lógica femenina! El darle de mamar no; el biberón mismo es cuidado de la madre.

—Pues mira, como yo no sé hacerlo de otro modo...

—Bueno, mujer, bueno... sigue...

Hoy ha averiguado Avito que á escondidas de él, en connivencia la madre con Leoncia, se han llevado al niño para que lo bauticen. Su principio de autoridad, base y fundamento de toda sana pedagogía, ha sido conculcado; y ¿cómo? ¡por consejo de la deductiva! No se puede dejar pasar esto así, sin protesta.

—¿No te tengo dicho, Marina, que no quiero que le metas esas cosas al niño?

—Así se ha hecho siempre—contesta la mujer con un resto de independencia que le brota de las entrañas.—Tú no quieres más que poner leyes nuevas...

—¿Quién te ha dicho eso?—y como Marina calla, prosigue elevando la voz:—¿quién te lo ha dicho? repito; ¿quién es el majadero ó la majadera que te lo ha dicho? Vamos, contesta. ¿No sabes que soy tu marido?

La pobre Materia, oprimiendo al genio contra su seno, siente que una bola de cuajada angustia le levanta primero por dentro los henchidos pechos, que le tupe la garganta después y empieza á ver á su marido á través del amargo humor que le purifica los ojos lavándoselos.

—Tienes la desgracia de haber nacido imbécil y no estás en edad...

Óyese apenas, como quejumbre de animal herido, estas palabras escapadas de entre dientes: Eres un bruto.

—¿Un bruto? ¿un bruto yo?—la coge del brazo y la sacude;—¿un bruto? si no fuese por...

Y ella rompiendo á llorar ya: Virgen Santísima...

—¡Calla, no blasfemes!

Apolodoro mira fijamente á su madre. Y el padre paseándose se dice: «He estado torpe, poco razonable, poco científico, se me ha vuelto á rebelar el animal, este animal al que tenía dominado y así que me enamoré despertó; esta infeliz no tiene la culpa... ¿Le ha bautizado? ¿y qué? ¡cosas de mujeres! que se diviertan en algo las pobres.» Y volviéndose á Marina, con su voz más dulce:

—Vamos, Marina, he estado fuerte, lo reconozco, pero...—y se le acerca ofreciéndole la boca, á la vez que la voz interior le murmura: «caíste, vuelves á caer y caerás cien veces más...»

Déjase besar Marina apretando contra el seno al niño, y recae en el sueño de su vida.

—Sí, he estado fuerte, pero... pero es menester cumplir mi voluntad... ¿Y bautizarle? ¿para qué? ¿para limpiarle del pecado original? ¿pero tú crees que esta inocente criatura ha pecado?

Y la voz del demonio familiar: «sí, no ha pecado, pero trae pecado, trae pecado original: el de haber nacido de amor, de enlace de instinto, de matrimonio inductivo; amor y pedagogía son incompatibles; el biberón exige complemento...»

—No le beses, no le beses así, Marina, no le beses; esos contactos son semillero de microbios.

Y la voz: «¿por qué la besabas tú á ella? te ha contagiado, te ha contagiado con sus microbios, con los microbios de su personalidad, porque cada uno de nosotros tiene su microbio, su microbio especial y específico, el bacillus individuationis, como le llama don Fulgencio, y te ha contagiado... ¡Caíste, caíste y volverás á caer!»

Esto fué ayer y hoy encuentra Marina á su marido pinchando al niño con una aguja, é irrumpiendo del sueño su corazón de madre, exclama:

—¿Pero estás loco, Avito? ¿qué haces?

Y el padre sonríe, vuelve á pincharle y contesta:

—Tú no entiendes...

—Pero, Avito—añade con mansedumbre.

—¡Es que estudio los actos reflejos!

—¡Qué mundo este, Virgen Santísima!—y recae en el sueño.

Y aun le queda por ver esto otro, y es que haciendo que Apolodorín se coja con ambas manos del palo de la escoba le levanta su padre así en alto. La madre tiende los brazos ahogando un grito, y el padre con enigmática sonrisa dice:

—Esta fuerza de prensión, propiamente simiana, la perderá luego. Nuestro tatarabuelo el antropopiteco y nuestro primo segundo el chimpancé...

—¡Qué mundo este, Virgen Santísima!—y adéntrase aun más en el sueño.

Otras veces es ponerle una vela ante los ojos y observar si la sigue con los ojos, ó hacer ruido para llamarle la atención. Y en estas y las otras he aquí que al arrimar el niño su manecita á la lumbre de la vela se quema y rompe á llorar y tiene su madre que acallarle dándole el pecho. Y mientras la madre le tapa la boca con la teta para que no pueda llorar, Avito:

—Déjale que llore; es su primera lección, la más honda. No la olvidará nunca, aunque la olvide—y como la madre parece no fijarse en el profundo concepto, prosigue el padre:—Así aprenderá que el dedo es suyo, porque ese llanto quería decir: mi dedo ¡ay! mi dedo. Y del mi al yo no hay más que un paso, un solo paso hay del posesivo al personal, paso que por el dolor se cumple. Y el yo, el concepto del yo...

Al ver con qué ojazos desorientados le mira Marina, se calla Avito, envainándose el yo.

Carrascal vigila la evolución del pequeño salvaje, meditando en el paralelismo entre la evolución del individuo y la de la especie, ó como decimos entre la ontogenia y la filogenia. «Su madre le hará fetichista—se dice—¡no importa! Como la especie, tiene el individuo que pasar por el fetichismo; yo me encargaré de él. Ahora, mientras siga siendo un invertebrado psíquico, un alma sin vértebras ni cerebro, allá con él su madre, pero así que se le señale la conciencia reflexiva, así que entre en los vertebrados, así que se me presente de amfioxus psíquico, le tomo de mi cuenta.»

Marina, por su parte, sonambuliza suspirando: ¡Qué mundo este, Virgen Santísima! y aduerme al niño cantándole:

Duerme, duerme, mi niño,

Duerme enseguida,

Duerme, que con tu madre

Duerme la vida.

Duerme, sol de mis ojos,

Duerme, mi encanto,

Duerme, que si no duermes

Yo no te canto.

Duerme, mi dulce sueño,

Duerme, tesoro,

Duerme, que tú te duermes

Y yo te adoro.

Duerme para que duerma

Tu pobre madre,

Mira que luego riñe

Riñe tu padre.

Duerme, niño chiquito,

Que viene el coco

A llevarse á los niños

Que duermen poco...

Y Apolodoro va aprendiendo, bajo la dirección técnica de su padre, el manejo del martillo de su puño, de las palancas de sus brazos, de las tenazas de sus dedos, de los garfios de sus uñas y de las tijeras de los recién brotados dientes. Y por sí solo, ¡cosa singular! sin dirección alguna, adelantando la cabeza cuando quiere, sí, cuando quiere comer de lo que le presentan y sacudiéndola de un lado á otro para que no se lo encajen en la boca, cuando no lo quiere, no, no quiere comerlo, aprende á decir mudamente sí y no, las dos únicas expresiones de la voluntad virgen.

Su padre, sin embargo, se dedica un rato todos los días á frotarle bien la cabeza por encima de la oreja izquierda para excitar así la circulación en la parte correspondiente á la tercera circunvolución frontal izquierda, al centro del lenguaje, pues algo de la excitación ha de atravesar el cráneo y ayudar al niño á romper á hablar.

 

 

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