IV

 

Ahora en que el alma de Apolodoro se acerca, merced á las fricciones superauriculares, al anfioxus psíquico, ahora ha venido á habitar en nuestra ciudad el verbo de Carrascal, el insondable filósofo don Fulgencio.

Es don Fulgencio Entrambosmares hombre entrado en años y de ilusiones salido, de mirar vago que parece perderse en lo infinito, á causa de su cortedad de vista sobre todo, de reposado ademán y de palabra en que subraya tanto todo que dicen sus admiradores que habla en bastardilla. Jamás presenta á su mujer por avergonzarse de estar casado y sobre todo de tener que estarlo con mujer. El traje lo lleva de retazos hábilmente cosidos, intercambiables, diciendo: «esto es un traje orgánico; siempre conserva las caderas y rodilleras, signos de mi personalidad, mis caderas, mis rodilleras.»

Tiene en su despacho, junto á un piano, un esqueleto de hombre con chistera, corbata, frac, sortija en los huesos de los dedos y un paraguas en una mano y sobre él esta inscripción: Homo insipiens, y al lado un desnudo esqueleto de gorila con esta otra: Simia sapiens, y encima de una y de otra una tercera inscripción que dice: Quantum mutatus ab illo! Y por todas partes carteles con aforismos de este jaez: «La verdad es un lujo; cuesta cara.» «Si no hubiera hombres habría que inventarlos.» «Pensar la vida es vivir el pensamiento.» «El fin del hombre es la ciencia.»

Son, en efecto, los aforismos uno de sus fuertes, y el Libro de los aforismos ó píldoras de sabiduría su libro exotérico, el que ha de dar como ilustración al común de los mortales. Porque el otro, su Ars magna combinatoria, su gran obra esotérica, que irá escrita en latín ó en volapük, la reserva para más felices edades. Trabaja en ella de continuo, mas decidido á encerrarla, desconocida, en un hermético cofrecito de iridio ó de molibdeno, cuando muera, ordenando que la entierren con él y dejando al Destino que al correr de los siglos aparezca á flor de tierra un día, entre roídos huesos, cuando sea ya el género humano digno de tamaño presente.

Porque es lo que se dice á solas: «¿Trabajar yo para este público donde han caído como en el vacío mis más profundos y geniales estudios? ¿para este público que tarda tanto en admitir como en despedir á aquel á quien una vez ha ya admitido? Esto es como caminar en un arenal; esto es romperse el brazo del alma al ir á dar con todo esfuerzo y encontrarse con el aire nada más. Hay aquí cien escritores, publica cada cual cien ejemplares de cada una de sus obras y las cambian entre sí, como cambian los saludos y las envidias. El que no escribe no lee, y el que escribe tampoco lee como no le regalen lo que haya de leer. Como ninguno se halla sostenido por público compacto, numeroso y culto, ni creen en sí mismos ni en los otros—pues necesitamos de que los demás nos crean para creernos—y á falta de esa fe, de la fe en la popularidad, única de nuestro escritor, desprécianse mutuamente ó creen despreciarse más bien.»

Hechas estas consideraciones se vuelve á trabajar en su Ars magna combinatoria, labor que ha de ser un día asombro de los siglos. No es, en efecto, la filosofía, según don Fulgencio, más que una combinatoria llevada á los últimos términos. El trabajo hercúleo, genial, estribaba en dar, como él ha dado, con las cuatro ideas madres, dos del orden ideal y dos del real, ideas que son, las del orden real: la muerte y la vida; y las del orden ideal: el derecho y el deber, ideas no metafísicas y abstractas, como las categorías aristotélicas ó kantianas, sino henchidas de contenido potencial. A partir de ellas, coordinándolas de todas las maneras posibles, en coordinaciones binarias primero, luego ternarias, cuaternarias más adelante y así sucesivamente, es como habrá de descifrarse el misterio del gran jeroglífico del Universo, es como se sacará el hilo del ovillo del eterno Drama de lo Infinito. Está en las coordinaciones binarias ó simplemente combinaciones, como él, aunque apartándose del común tecnicismo, las llama estudiando el derecho á la vida, á la muerte, al derecho mismo y al deber; el deber de vida, de muerte, de derecho y de deber mismo; la muerte del derecho, del deber, de la misma muerte y de la vida; y la vida del derecho, del deber, de la muerte y de la vida misma. ¡Qué fuente de reflexiones el derecho al derecho, el deber del deber, la muerte de la muerte y la vida de la vida! ¡qué fecundas paradojas las de la vida de la muerte y la muerte de la vida! Ibsen ha presentido á don Fulgencio al hacer decir al Obispo de su drama «Madera de reyes» (Kongs-Aemnerne) aquello de: «¿Pero con qué derecho tiene derecho Hakon y no vos?» (Men med hvad Ret fik Hakon Retten og ikke I?) Luego que acabe con las binarias se meterá don Fulgencio con las coordinaciones ternarias ó más bien conternaciones, que es como él las llama, tales cuales las de la vida de la muerte del derecho, el derecho á la muerte de la vida, el deber del derecho al deber, y ¡oh fuente de paradójicas maravillas! el derecho al derecho al derecho, ó la muerte de la muerte de la muerte. Hanle presentido, además de Ibsen, Ihering con eso de que no hay derecho á renunciar los derechos, y todos los que hablan del derecho á la pena, es decir, á la muerte. Las conternaciones son sesenta y cuatro y luego vienen las doscientas cincuenta y seis concuaternaciones y las mil veinticuatro conquinaciones más tarde y... ¡qué porvenir se abre á la Humanidad! Esta ha de ser inacabable, eterna, pues no basta la infinita consecución de los tiempos para agotar la infinita serie de las infinitas coordinaciones.

El método coordinatorio es, sin duda, la fuente de toda filosofía, el modo de excitar el pensamiento. ¿Oyes decir que el amor es el hambre de la especie? pues inviértelo y dí que el hambre es el amor del individuo. Ya Pascal, como buen filósofo, volvió aquello de que el hábito es una segunda naturaleza en lo de que la naturaleza es un primer hábito. ¿Te hablan de la libertad de conciencia? pues compárala al punto con la conciencia de la libertad; ¿te proponen la cuadratura del círculo? medita en la circulación del cuadrado.

Cuando se pone don Fulgencio á pensar en esto, de noche y oscuras, descansando sobre la almohada su cabeza, junto á la de doña Edelmira, su mujer, desciende á él el sueño al peso de tan graves meditaciones. Con razón llama filosofía rítmica sobre-humana á la suya.

Profesa un santo odio, un odium philosophicum, al sentido común, del que dice: «¿el sentido común? ¡á la cocina!» y cuando llega á sus oídos esa estúpida conseja de que es una olla de grillos su cabeza, recítase este fragmento poético que para propio regalo tan sólo ha compuesto:

Amados grillos que con vuestro canto

De mi cabeza á la olla dais encanto,

Cantad, cantad sin tino,

Cumplid vuestro destino,

Mientras las ollas de los más sesudos

De sentido común torpes guaridas,

De sucias cucarachas, grillos mudos,

Verbenean manidas.

Resuenen esas ollas con el eco

Del canto de lo hueco.

Tal es el guía á quien para la educación del genio se ha confiado don Avito.

Han anunciado á don Fulgencio que Carrascal le busca, sale el filósofo en chancletas, echa á don Avito una mano sobre el hombro y exclama:

—¡Paz y ciencia! amigo Avito... cuanto bueno por aquí...

—Usted siempre tan magnánimo, don Fulgencio... Vengo algo sudoroso; está tan lejos esta casa... Se pierde mucho tiempo en recorrer espacio...

—Casi tanto como el espacio que se pierde en pasar el tiempo... ¿Y qué tal va el papel?

Don Avito queda confundido ante esta profundidad de hombre, y como al entrar en el despacho, le salta á la vista lo de que «el fin del hombre es la ciencia», vuélvese al maestro y se decide á preguntarle:

—¿Y el fin de la ciencia?

—¡Catalogar el Universo!

—¿Para qué?

—Para devolvérselo á Dios en orden, con un inventario razonado de lo existente...

—A Dios... á Dios...—murmura Carrascal.

—¡A Dios, sí, á Dios!—repite don Fulgencio con enigmática sonrisa.

—¿Pero es que ahora cree usted en Dios?—pregunta con alarma el otro.

—Mientras Él crea en mí...—y levantando episcopalmente la mano derecha, añade:—dispense un poco, Avito.

Frunce los labios y baja los ojos, síntomas claros del parto de un aforismo, y tomando una cuartilla de papel escribe algo, tal vez un trozo del padrenuestro, ó unos garrapatos sin sentido. Entre tanto la voz interior le dice á Carrascal: «caíste... has vuelto á caer, caes y caerás cien veces... éste es un mixtificador, este hombre se ríe por dentro, se ríe de ti...» y Avito, escandalizado de tan inaudita insolencia, le dice á su demonio familiar: «¡cállate, insolente! ¡cállate! ¡tú que sabes, estúpido!»

—Puede usted seguir, Avito.

—¿Seguir? ¡Pero si no he empezado...!

—Nunca se empieza, todo es seguimiento.

Confuso Carrascal ante tamaña profundidad de hombre, le explana de cabo á rabo la historia toda de su matrimonio y lo que respecto á su hijo proyecta. Le oye don Fulgencio silencioso, interrumpiéndole por dos veces con el gesto episcopal para asentar algún aforismo ó escribir cualquier cosa ó ni cosa alguna. Al concluir su exposición quédase Carrascal bebiéndose con la mirada el rostro del maestro, sintiendo que á su espalda tiene al Simia sapiens y delante, sobre la augusta cabeza del filósofo, lo de «si no hubiera hombres habría que inventarlos.» Mantiénese don Fulgencio cabizbajo unos segundos, é irguiendo su vista, dice:

—Importante papel atribuye usted á su hijo en la tragicomedia humana; ¿será el que el Supremo Director de escena le designe?

Responde Carrascal con un pestañeo.

—Esto es una tragicomedia, amigo Avito. Representamos cada uno nuestro papel; nos tiran de los hilos cuando creemos obrar, no siendo este obrar más que un accionar; recitamos el papel aprendido allá, en las tinieblas de la inconciencia, en nuestra tenebrosa preexistencia, el Apuntador nos guía; el gran tramoyista maquina todo esto...

—¿La preexistencia?—insinúa Carrascal.

—Sí, de eso hablaremos otro día; así como nuestro morir es un des-nacer, nuestro nacer es un des-morir... Aquí de la permutación. Y en este teatro lo tremendo es el héroe...

—¿El héroe?

—El héroe, sí, el que toma en serio su papel y se posesiona de él y no piensa en la galería, ni se le da un pitoche del público, sino que representa al vivo, al verdadero vivo, y en la escena del desafío mata de verdad al que hace de adversario suyo... matar de verdad es matar para siempre... aterrando á la galería, y en la escena de amor ¡figúrese usted! no quiero decirle nada...

Interrúmpese para escribir un aforismo y prosigue:

—Hay coristas, comparsa, primeras y segundas partes, racioneros... Yo, Fulgencio Entrambosmares, tengo conciencia del papel de filósofo que el Autor me repartió, de filósofo extravagante á los ojos de los demás cómicos, y procuro desempeñarlo bien. Hay quien cree que repetimos luego la comedia en otro escenario, ó que, cómicos de la legua viajantes por los mundos estelares, representamos la misma luego en otros planetas; hay también quien opina, y es mi opinión, que desde aquí nos vamos á dormir á casa. Y hay, fíjese bien en esto, Avito, hay quien alguna vez mete su morcilla en la comedia.

Cállase un momento; mientras Carrascal se recrea en interpretarle el pensamiento, irrádianle los fulgurantes ojos y mirando al enchisterado Homo insipiens, prosigue:

—La morcilla, ¡oh, la morcilla! ¡Por la morcilla sobreviviremos los que sobrevivamos! No hay en la vida toda de cada hombre más que un momento, un solo momento de libertad, de verdadera libertad, sólo una vez en la vida se es libre de veras, y de ese momento, de ese momento ¡ay! que si va no vuelve, como todos los demás momentos y que como todos ellos se va, de ese nuestro momento metadramático, de esa hora misteriosa depende nuestro destino todo. Y ante todo, ¿sabe usted, Avito, lo que es la morcilla?

—No—contesta Carrascal pensando en su matrimonio, en la hora aquella misteriosa de su visita á Leoncia, cuando se encontró con Marina, en aquel momento metadramático en que los tersos ojazos de la hoy su mujer le decían cuanto no se sabe ni se sabrá jamás, en aquel momento de libertad... ¿de libertad? ¿de libertad ó de amor? ¿el amor, da ó quita libertad? ¿la libertad, da ó quita amor? Y la voz interior le dice: «caíste y volverás á caer.»

—Pues morcilla se llama, amigo Carrascal, á lo que meten los actores por su cuenta en sus recitados, á lo que añaden á la obra del autor dramático. ¡La morcilla! Hay que espiar su hora, prepararla, vigilarla y cuando llega meterla, meter nuestra morcilla, más ó menos larga, en el recitado y siga luego la función. Por esa morcilla sobreviviremos, morcilla ¡ay! que también nos la sopla al oído el gran Apuntador.

Interrúmpese don Fulgencio para escribir este aforismo: «hasta las morcillas son del papel», y continúa:

—Prepararle para su morcilla ha de ser la labor pedagógica de usted. Lombroso...

Al oir este nombre vuelve Avito hacia atrás la vista, mas al encontrarse con la mirada de los huecos ojos del esquelético Simia sapiens, torna á atender.

—Lombroso, ese filósofo del sentido común, dirá del genio lo que quiera, pero genio es aquel cuya morcilla se ve obligado á aceptar el Supremo Dramaturgo. Es, pues, menester obligar al Autor Supremo á que meta en el papel nuestras morcillas, ya que del papel mismo surgen. O hablando exotéricamente, genio es el que corrige la plana al Supremo Autor, y como este Autor sólo en nosotros, por nosotros y para nosotros los cómicos es, vive y se mueve, genio es el Autor mismo encarnado en comediante y corrigiéndose á sí mismo la comedia por boca de éste...

Carrascal medita; las palabras de don Fulgencio le han invadido á borbotones el alma, como aguas de inundación que entran en honda sima, formando remolino en su conciencia.

—Es decir que...—dice como quien despierta de un sueño.

—¡A preparar, á espiar su momento metadramático!—añade don Fulgencio.

Esto es demasiado para Avito; excede de su ciencia. Es una tan sublime filosofía que sólo en parábolas puede encarnar.

—Se lo traeré á usted, don Fulgencio...

—No, no, de ninguna manera—exclama vivamente el filósofo, que no tiene hijos;—no, yo no debo verle ni debe él verme hasta que llegue la hora. Es conveniente que haya una mano, aunque humana, oculta é invisible, en su sendero; nos entenderemos nosotros dos, y cuando le juzgue en sazón vendrá á oir mis revelaciones para disponerse así al momento de la libertad...

—¿Y si le llega éste antes?

—No, ese momento sé bien hacia qué edad llega.

Siguen algún tiempo más planeando la educación del niño, cuyo principio consiste en que lo vea todo, lo experimente todo, de todo se sature y pase por todo ambiente. «Intégrese, intégrese en busca de su morcilla», repite el filósofo. Pero todo debidamente explicado, con su glosa y comentario científico. La Naturaleza—la naturaleza con letra mayúscula, se entiende—es un gran libro abierto al que ha de poner el hombre notas marginales é ilustraciones, señalando á la vez con lápiz rojo los más notables pasajes. «Lápiz rojo, mucho lápiz rojo, y como todo es en realidad notable, lo mejor sería dar de rojo al libro todo», dice don Fulgencio, que publica en cursiva todo.

Quedan, además, en que apuntará don Avito todo lo digno de mención que haga ó diga el futuro genio, para estudiarlo luego los dos y proveer en vista de ello.

Retírase ahora Carrascal y se encuentra con doña Edelmira en el pasillo. Mujer alta, serena, estatuaria, entrada en años ya, sonrosada, de rostro plácido; gasta peluca. Se saludan ceremoniosamente, y Carrascal sale.

—¿Es ese don Avito Carrascal, Fulgencio?

—Sí, ¿pues?

—No, nada; parece un buen hombre.

El filósofo coge con la mano la barbilla de su solemne esposa y le dice:

—Vamos, Mira, no seas mala.

—El malo eres tú, Fulgencio.

—Los malos somos los dos, Mira.

—Como quieras, pero yo creo que somos muy buenos...

—Acaso tengas razón—añade el filósofo pensativo, y luego:—¡Caramba! pero qué guapetona te me conservas á pesar de tus...

—Chist, chist, Fulgencio, que las paredes oyen... y ven...

«Caíste, caíste y volverás á caer cien veces»—le dice la voz interior á Carrascal mientras va á su casa;—«ese hombre, Avito, ese hombre... ese hombre...» Mas al entrar en su casa y ver la rueda montada sobre el ladrillo de la ciencia se aquieta.

 

 

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