V

 

Así como todo principio tiene un fin, todo fin implica un principio, y en este se halla Apolodoro todavía. Va destetándose ya con mezcla de pesar y agrado por parte de Marina. Le hace comer su padre á reló, á tal hora y tantos minutos, pesando la comida que le da y luego le pesa á él, tres veces al día. La higiene y la educación física ante todo; por ahora hay que hacer un buen animal y tupirle de habas; fósforo, mucho fósforo.

Empieza á andar. Para que lo logre le deja su padre en una gran pieza muellemente tapizada, que se las componga, ofreciéndole sillas y otros objetos á que se agarre y un palo que le sirva de bastón. Y si Marina quiere acudir á él, al verlo vacilar, tendiendo los bracitos:

—Quieta, quieta, déjale que se caiga, que no pasará del suelo.

—¡Qué mundo éste, Virgen Santísima!—y sigue soñando la madre.

La madre, que á hurtadillas coge en brazos al hijo y le dice: «di mamá, querido, di mamá.»

Las fricciones superauriculares han dado resultado; Apolodorín rompe á hablar y el padre espía la primera palabra, su expresión natural, individuante. Y hete aquí que es ésta: ¡gogo! ¡Gogo! ¡solemne misterio! ¡gogo! fórmula cabalística acaso de la personalidad del nuevo genio... Porque si eso de la grafología tiene, como parece, su fundamento y le tienen otras misteriosas relaciones psicofisiológicas, ¿no ha de tenerlo la primera palabra que cada cual de nosotros pronuncia? ¡Gogo! Consulta con don Fulgencio al punto. La sonora gutural g, seguida de la o, la vocal media de las tres a-o-u que no tienen más que una nota específica, y repetido por dos veces... ¡gogo! ¡gogo! ¡gogo! ¿Qué relación habrá entre este misterioso gogo y el futuro momento metadramático?

Don Fulgencio recuerda la experiencia que nos cuenta Herodoto hiciera el rey egipcio Psamético para comprobar cuál fué el lenguaje primitivo, cuando entregó dos niños recién nacidos á un pastor con encargo de que los criara sin que oyesen hablar á nadie, y al trascurso de dos años entrando un día el pastor á verlos los oyó decir becos, que era como los frigios llamaban al pan, con lo cual se convencieron los egipcios de que era el de los frigios y no el suyo el pueblo primitivo. Las investigaciones de don Fulgencio dan por resultado que en el idioma vascuence ó eusquera gogo equivale á «deseo, ganas, humor, ánimo» y acaso por extensión, voluntad.

—El niño desea algo, sólo que lo desea en vascuence...

Luego aprende papa, mama, pa, aba, titi, chicha... y un día sorprende don Avito á Apolodorín pronunciando misteriosas sílabas, á solas, como hablando consigo mismo: puchulili, pachulila, titamimi, tatapupa, pachulili.

—No lo entiendo, no acabo de entenderlo, no lo entiendo—se dice el padre, camino de la casa del filósofo;—¿serán fatales indicios? Fué una caída... una caída... la sangre materna... Y este hombre...—mas reponiéndose, añade entre dientes: «¡cállate! ¡cállate!»

En tanto el niño juega al creador, forjando de todas piezas palabras, creándolas, afirmando la originalidad originaria que para tener más tarde que entenderse con los demás habrá de sacrificar; ejerce la divina fuerza creadora de la niñez, juega, egregio poeta, con el mundo, crea palabras sin sentido: puchulili, pachulila, titamimi... ¿Sin sentido? ¿no empezó así el lenguaje? ¿no fué la palabra primero y su sentido después?

Don Avito observa los solitarios juegos del geniecillo, estos tanteos de actividad, este palpeo espiritual, ese recorrer en todas direcciones el bosque por si se le presenta un nuevo camino. Observa qué efecto le hace el enseñarle una pulga á simple vista primero y al microscopio después. El hule que cubre la mesa es de esos en que están representados los principales inventos con los retratos de los inventores. A Montgolfier le llama papá porque se parece á don Avito, su padre.

Mientras el padre se encierra con el filósofo, enciérrase la madre con el hijo y allí es el besuquear al sueño de su sueño.

—Mamá, di querido.

—¡Querido! ¡querido mío! ¡rico! ¡rey de la casa! ¡cielo! ¡querido! ¡querido...! Luis, Luisito, Luisito, mi Luis...

Porque al bautizarle hizo le pusieran Luis, el nombre de su abuelo materno, del padre de Marina, en vez de aquel feo Apolodoro, y es Luis el nombre prohibido, el vergonzante, el íntimo.

—Luis, mi Luis, Luis mío, Luisito, mi Luisito—y se lo come á besos.

Le aprieta la boca contra la boca sacudiendo la cabeza á la vez, la separa luego de pronto, quédasele mirando un rato, y gritando «¡Luis! ¡mi Luisito!», vuelve á unir boca á boca con ahinco.

—¿Di, mamá, me quieres?

—Mucho, mucho, mucho, Luisito, mi Luis, mucho, mucho, mucho, sol, cielo, mi Luis, ¡Luisito...! ¡Luis!

—¿Me quieres mucho, mamá?

—Mucho... mucho... mucho... Luis, sol de mi vida... ¡Luis!

—¿Cuánto me quieres?

—Más que todo el mundo.

—¿Más que á papá?

Núblase la frente de Marina, ¡si viese esto Avito...!

Con el remordimiento de un furtivo crimen, aterrada ante la aparición invisible del Destino, se levanta de pronto y deja al niño para seguir soñando.

Y aquí ahora otra vez que apretándole contra su seno exclama: «Mío, mío, mío, mío, mi Luis, mi Luisito, Luis, Luis mío, mío, mío, sol, cielo, rey, mi Luis, Luis mío, mío, mío», mientras el niño la mira sereno, como se mira al cielo cuando se va de paseo. En estas furtivas entrevistas le habla la madre de Dios, de la Virgen, de Cristo, de los ángeles y de los santos, de la gloria y del infierno, enseñándole á rezar. Y luego: «no digas nada de esto á papá, Luisito; ¿has oído, querido?» Y al sentir los pasos del padre, añade: «¡Apolodoro!»

Acaba de persignarse Apolodoro ante su padre y empieza el corazón á martillearle á Marina el pecho, mas ¡oh lógica del sueño! una vez más lo inesperado.

—Me lo suponía, Marina, me lo suponía, y no voy á reñirte, pues he hablado ya con don Fulgencio acerca de ello. El embrión pasa por las fases todas por que ha pasado la especie, el proceso ontogénico reproduce el filogénico, es infusorio primero, casi pez después, mamífero inferior luego... La humanidad pasó por el fetichismo; pase por él cada hombre. Yo me encargo de sacarle más adelante de este estado convirtiendo en potencias ideales sus actuales fetiches. Háblale del Coco, que ya verás en qué se le convierte ese Coco al cabo...

Vuelve Marina á someterse al sueño, con su soñada lógica.

Más que la influencia de la madre teme Avito la de las niñeras, los cuentos de brujas, las preocupaciones populares. Y ¿por qué estima estos cuentos y estas preocupaciones más graves que aquellas tradicionales leyendas que su madre le imbuye? «Mira, Avito—le dice la voz interior—que al temer más que le hablen del Coco que de Dios, al no inquietarte de que le imbuyan la creencia en ángeles y sí la creencia en brujas, mira que al hacer eso los pones en distinta esfera... Mira, Avito, mira bien», y se le revuelve el poso de su niñez, de esa niñez de que nunca habla. «¡Cállate! ¡cállate! ¡cállate, impertinente!» le dice Avito.

Con la facultad de hablar empieza á ejercer Apolodorín su imaginación, inventando mentirijillas; adiéstrase en la única potencia divina, burlándose de la lógica. Despiértasele el santo sentido de lo cómico, se recrea en toda incongruencia y en todo absurdo. Ríe de todo corazón, de corazón de niño, echando hacia atrás la cabecita, todo ensarte de palabras sin sentido, goza con romper el nexo lógico de la asociación de ideas y el cincho de su enlace normal; espacíase por el campo de lo incongruente.

Acaba de sorprenderle hoy su padre recitando este relato, aprendido de la niñera, acaso, ó de otros niños:

Teresa,

de la cama á la mesa;

Confites,

de los que tú me distes;

Tabaco,

no lo gasta mi majo;

De hoja,

para meterme monja;

Del Carmen,

para servir á un fraile;

Francisco,

por las llagas de Cristo;

Barbero,

sángrame, que me muero;

De lado,

de dolor de costado;

Arriba,

hay una verde oliva;

Abajo,

hay un verde naranjo;

En medio,

hay un niño durmiendo.

Y ahora le sorprende esto otro:

Chúndala, que es buena,

Chúndala, que es mala,

Ha comido berros,

Ha bebido agua,

Y por eso tiene

La barriga hinchada.

Cuando Carrascal, todo alarmado, cuenta esto á don Fulgencio, frunce el maestro la frente ladeando la pensadora cabeza, contrariado porque al apoyarse Avito contra la mesa le movió los cachivaches que llenan su bufete. Pónelos en orden el filósofo, porque tiene cada objeto, tintero, lápices, tijeras, reló, fosforero, plumas, adscrito á su lugar, y exclama:

—¡Esfuerzos por salirse del escenario, por sacudirse de la verosimilitud, ley de nuestra tragicomedia!

—¿Y qué hacer?

—¿Qué hacer? dejarle, dejarle que vuele, que él tendrá que volver á tierra, á picar el grano pisando en suelo firme. No se cogen granos volando. Sólo la lógica da de comer.

Y mientras se detiene para escribir este aforismo, que como los más de ellos, se le ocurren hablando, pues es hombre el filósofo que piensa en voz alta, se dice don Avito: «¡dejarle! ¡siempre que se le deje! ¡á todo que se le deje! ¡extraña pedagogía! ¿qué se propondrá este hombre?»

—¿Dejarle?

—¡Sí, dejarle! ¿Ha sido usted alguna vez niño, Carrascal?

Avito vacila ante esta pregunta y responde:

—No lo recuerdo al menos... Sí, sé que lo he sido porque he tenido que serlo, lo sé por deducción, y sé que lo he sido por los que de mi niñez me han hablado, lo sé por autoridad, pero, la verdad, no lo recuerdo, como no recuerdo haber nacido...

—Aquí, aquí está todo, Avito, ¡aquí está todo! ¿Usted no recuerda haber sido niño, usted no lleva dentro al niño, usted no ha sido niño, y quiere ser pedagogo? ¡pedagogo quien no recuerda su niñez, quien no la tiene á flor de conciencia! ¡pedagogo! Sólo con nuestra niñez podemos acercarnos á los niños. Conque

¿Arriba

hay una verde oliva,

Abajo

hay un verde naranjo?

Eso, eso, eso, porque no tiene sentido, sí, porque no tiene sentido... Tampoco las morcillas tienen sentido, porque no están en el papel. ¿Pues qué quiere usted que cante? ¡Dos por dos, cuatro; dos por tres, seis; dos por cuatro, ocho...! ¿No es eso? Ya le llegará su hora, ya le llegará la hora terrible de la lógica. Ahora déjele, déjele, déjele...

«Que le deje—se dice Avito en la calle—que le deje... que le deje... le dejaré, sí, pero repitiéndole, aunque no me entienda, otras cosas. ¿Por qué habrán fracasado cuantos han intentado componer canciones de corro con lógica y buen sentido y que los niños las adopten? ¿por qué ama el niño el absurdo?»

Llega á casa, oye á su hijo una absurda conseja y le pregunta:

—Pero vamos á ver, Apolodoro, ¿crees eso?

El niño se encoge de hombros. ¡Vaya una pregunta! ¡Que si cree en ello...! ¿Sabe acaso el niño lo que es creer en algo que se dice?

—Vamos, dímelo, ¿crees en eso? ¿crees que eso es verdad?

¿Verdad? El niño vuelve á encogerse de hombros. ¿Será que para el futuro genio no hay aún pared entre lo real y lo fingido? ¿Será que inventa las cosas y las cree luego, como asegura don Fulgencio? ¿Será el principio de la morcilla?

Y he aquí que al oir un día el niño á la niñera que le acusa de una picardigüela, exclama:

—¡Eso lo habrás soñado!

Vuelve á quedar encinta la Materia, con estupor de la Forma, que no contaba con semejante contratiempo. Y maldice una vez más del instinto, porque el nuevo ser ¿estorbará ó ayudará á la formación del genio? ¿no conviene acaso que éste se críe solo? ¿será genio también?

—Anda, anda—exclama Apolodorín un día,—¡qué gorda se está poniendo mamá!

Y mientras la pobre Marina se enciende en rubor, el padre dice:

—Mira, Apolodoro, de ahí, de esa gordura, va á salirte un hermanito ó hermanita...

—¿De ahí?—exclama el niño,—¡qué risa!

—¡Avito!—suspira en sueños, suplicante, la Materia.

—Sí, de ahí. Nada de eso de que los traen de París y otras bobadas por el estilo; la verdad, la verdad siempre. Si fueras mayor, hijo mío, te explicaría cómo brota la mórula del plasma germinativo.

La Materia, sofocada, empieza á rezumar lágrimas de los ojos.

Y ahora que Carrascal cuenta, satisfecho, lo ocurrido á don Fulgencio, recibe una nueva sorpresa.

—Dotes de observador no le faltan, por lo visto, al chiquillo—dice el maestro,—pero no veo por qué había de haberle usted dicho eso, ó no haberle dicho una mentira...

—¡Una mentira!—exclama Carrascal ensanchando los ojos.

—Sí, una mentira... provisional.

—Aunque sea provisional... ¡una mentira!

—¿Pero aun está usted en eso, Carrascal? ¿Hay acaso mayor mentira que la verdad? ¿No nos está engañando? ¿No está engañando la verdad nuestras más genuinas aspiraciones?

«Pero este hombre... pero este hombre...», se dice Carrascal en la calle, confundido. La imperfecta realidad es un muro de bronce contra sus planes; no tiene voluntad. «Pero este hombre...» mas al recordar lo de: «¿Aun está usted en eso, Carrascal?» reacciona y se dice: «sí, ¡tiene razón!»

«¿Y si da á su madre? ¿Puede la pedagogía trasformar la materia prima? ¡No hice acaso un disparate al ceder al... al... al...—se le atraganta en el gaznate mental el concepto—al... confiésatelo, Avito, al amor!» Y una vez aceptado el concepto, acallando la voz del demonio familiar que le murmura: «¿lo ves? caíste, caíste y caerás cien veces», prosigue pensando: «¡El amor! el pecado original, la mancha originaria de mi hijo, ¡oh, qué simbolismo más hondo encierra eso del pecado original! No me va á resultar genio; he fiado con exceso en la pedagogía, he desdeñado la herencia y la herencia se venga... La pedagogía es la adaptación, el amor la herencia, y siempre lucharán adaptación y herencia, progreso y tradición... mas ¿no hay tradición de progreso y progreso de tradición, como dice don Fulgencio? ¿no hay pedagogía de amor, pedagogía amorosa y amor de pedagogía, amor pedagógico á la vez que pedagogía pedagógica y amor amoroso? ¡Lo que se pega en el contacto con este hombre! ¡es mucho hombre! Tengo que vencer en mi hijo toda la inercia que de su madre ha heredado; sé claro, Avito, toda la irremediable vulgaridad de tu mujer... El Arte puede mucho, pero ha de ayudarle la Naturaleza... Tal vez como un torpe impulsivo he sacrificado mi hijo al amor en vez de sacrificar el amor á mi hijo... La Humanidad vivirá sumida en su triste estado actual mientras nos casemos por amor, porque el amor y la razón se excluyen... Padre y maestro no puede ser; nadie puede ser maestro de sus hijos, nadie puede ser padre de sus discípulos; los maestros deberían ser célibes, neutros más bien, y dedicar á padrear á los más aptos para ello; sí, sí, hombres cuyo solo oficio fuera hacer hijos que educarían otros, dar la primera materia educativa, la masa pedagogizable... Hay que especializar las funciones... ¡El amor... el amor...! Pero es, Avito, ¿que has amado alguna vez á Marina...? ¿La he amado? ¿Y qué es esto de amar?»

Al llegar á este punto de sus meditaciones, tropieza su vista con un niño que está meando en un hoyo que ha hecho.

«¿Qué significa esto? ¿por qué hace eso? Y si me hubiese casado con Leoncia, ¿cómo sería Apolodorín, mi Apolodoro? y si ese Medinilla que va á casarse con Leoncia se hubiera casado con Marina, ¿cómo sería Apolodorín, su Luis? Y...» Al llegar á este punto ocúrrele á la mente aquella paradoja de don Fulgencio, de qué habría sido de la historia del mundo si en vez de habernos descubierto Colón América hubiera descubierto á Europa un navegante azteca, guaraní ó quichúa.

«¿Qué será mi Apolodoro?» piensa al subir las escaleras de casa, y le sale el niño al paso exclamando:

—¡Papá, quiero ser general!

Exclamación que cae como un bólido en sus meditaciones.

—No, hombre, no; no puedes querer eso... te equivocas, hijo mío... ¿Quién te ha enseñado eso? ¿quién te ha dicho que quieres ser general? ¡Ah, sí! ¿porque has visto hoy pasar la tropa? No, Apolodoro, no; mi hijo no puede querer eso... interpretas mal tus propios sentimientos... La sociedad va saliendo del tipo militante para entrar en el industrial, como enseña Spencer; fíjate bien en este nombre, hijo mío, Spencer, ¿lo oyes? Spencer, no importa que no sepas aún quién es, con tal que te quede el nombre, Spencer, repítelo, Spencer...

—Spencer...

—¡Así... así! no, no puedes querer eso...

—¡Sí, papá, quiero ser general!

—¿Y si te dan un tiro en la guerra, hijo mío?—insinúa dulcemente Marina desde el fondo de su sueño.

Mira Carrascal á su mujer y á su hijo, baja la cabeza y dice: «¡dejarle! ¡dejarle! que le deje... pero ese hombre... ese hombre... ¡Hay que proceder con energía!»

 

 

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