IX

 

¡Con qué ansia coge Apolodoro la cama, por las noches! Son entonces sus auroras, las fiestas de su alma. Recógese al frescor de las sábanas, acurrucadito, como estuvo, antes de nacer, en el vientre materno, y así, en postura fetal, espera al sueño, al divino sueño, piadoso refugio de su vida y tierra firme en que recobra ganas de vivir. Antes suele leer de alguno de esos libros que le ha dejado Menaguti y que á hurtadillas de su padre se lleva consigo y que esconde bajo la almohada. Al llegar á ciertos pasajes el corazón le martillea, y con la boca entreabierta, respirando anheloso, tiene que suspender durante un momento la lectura. ¿Es que luego sueña? Ni él mismo lo sabe desde que le hizo leer su padre una doctísima obra acerca del sueño, sus causas y sus leyes.

Espera al sueño y es su más dulce vivir el de esperarlo. El sueño es la fuente de la salud, porque es vivir sin saberlo. No sabe que tiene corazón quien le tenga sano, ni sabe que tiene estómago ó hígado sino quien los tenga enfermos; no sabe que vive el que duerme. En el sueño nadie le enseña nada. ¡Pero no! hasta el sueño, hasta el sueño le viene con ensueños, con pedagogía. ¿Dónde estará uno á salvo? ¿dónde habrá un sueño sin ensueños é inacabable? ¡Qué sueño el de la vida!

Acuéstase casi todas las noches proponiéndose atrapar al sueño en el momento preciso en que le arranque de la vigilia, darse cuenta del misterioso tránsito, pero no hay medio, siempre el sueño llegándole cauteloso y por la espalda, sin meter ruido, le atrapa antes de que él pueda atraparle y sin darle tiempo á volverse para verle la cara. ¿Sucederá lo mismo con la muerte?—piensa y pónese á imaginar qué será eso de la muerte, aun cuando asegura su padre que no es ni más ni menos que la cesación de la vida, la cosa más sencilla que cabe. Para don Avito no hay tal problema de la muerte; eso es un contrasentido; la muerte es un fenómeno vital.

Ese enjambre de ideas, ideotas, ideitas, idezuelas, pseudo-ideas é ideodes con que su padre le tiene asaeteado van despertándole ensueños sin forma ni color, anhelos que se pierden, ansias abortadas. ¡Vaya un caleidoscopio que es el mundo! Pero un caleidoscopio que huele y que huele á perfumes que encienden la sangre, sobre todo en primavera y en la juventud. «Papá ¿por qué huelen las flores?» había preguntado una vez, y su padre: «¡para atraer á los insectos, hijo mío!» Y «¿para qué atraen á los insectos?» «¡Para que llevando el polen de unas en otras flores, las fecunden y den fruto!» Y «¿qué es eso de fecundar?»... ¿Qué le había contestado á esto su padre? No lo recordaba ya. Los libros que le prestara Menaguti sí que lo explican todo, lo hacen sentir. ¡Y pensar que su padre le privara de tales libros...! Poesía, dulce poesía, derretimientos de amor, suspiros y ternezas, crudezas á las veces.

¡Qué caleidoscopio es el mundo! Y todo con su rotulito á la espalda, por el otro lado, por el que no se ve, todo con su correspondiente explicación. ¡Vaya una ocurrencia que es el mundo!

¡Qué de cosas pasan en el campo, y qué de cosas pasan en la calle! Coches, carros, caballos, perros, con sus esqueletos dentro de la carne, hombres, mujeres... ¡mujeres! algunas altas, fuertes, carnosas, corpulentas, de sangre caliente, con corazón y entrañas, con alto seno que al andar les tiembla, y algunas ¡cómo miran al muchachuelo! ¡cómo huele el mundo!

Hoy en que ha ido á recibir la palabra de don Fulgencio se ha colado al encontrar abierta la puerta deteniéndose á la entrada del santuario. Esto está mal hecho, pero... Don Fulgencio, ¿era él? tenía junto á sí á doña Edelmira, ciñéndole con un brazo el robusto talle, acariciándole con la mano del otro brazo la barbilla. La madurez de la venerable matrona respiraba juventud; relucía su peluca.

—Tú, tú sola has creído en mi genio. Mira—y la atraía á sí.

—Sí, un genio tan bueno, tan pacífico, tan complaciente...

—Pero ¡qué cabellera de oro!

Y le pasaba la mano por la peluca.

—¡No seas burlón!—contestaba ella, ruborizándosele la frente.

—¿Burlón? ¿qué, es postizo? ¿y qué? ¿no somos nosotros mismos postizos y quitadizos?

Y le ha dado un beso.

—¡Treinta años. Fulge, treinta años!

—¡Treinta años, Mira!—y la ha abrazado, añadiendo:—¿te acuerdas?

Lo demás no ha podido oirlo Apolodoro porque doña Edelmira se ha levantado de pronto, exclamando: «quién anda ahí?» y ha entrado él enteramente confuso. Así es que el maestro no ha dado hoy pie con bola, y ahora se sueña Apolodoro con doña Edelmira.

Le tiene encargado su padre que le ponga por escrito su concepción del universo, y por más vueltas que le da á la cosa en la cabeza, nada sale. En primer lugar, ¿tiene acaso concepción alguna de semejante universo? ¿Concebirlo? si es que apenas empieza á olerlo.

Y allá va, puesto que está tan buena la tarde, preocupado con lo de la concepción, camino del río, á la alameda. Es un día sereno y tibio de primavera; ábrese al sol cual verde plumoncillo el naciente follaje de los álamos; sonríe el río; está terso el océano del cielo, sin más que ligera espuma de nubes al occidente; sustancioso y henchido de aromas el aire. Siéntase el mozo en el césped; ciérnense vilanos por el aire. Al otro lado del río la ciudad, con sus torres y chapiteles, cual inmensa floración de piedra, primaveral también, refléjase en el espejo tersísimo de las mansas aguas, así como el bruñido azul de que se destaca, y de tal modo se reflejan que parece continuarse el cielo en el río y que es la desdoblada imagen de la ciudad friso en mármol cerúleo burilado, esmalte sin bulto. Es un libro abierto. Y recuerda cuando de niños cogían cabezas de moscas y las aplastaban en un papel doblado para obtener una figura simétrica, el principio del caleidoscopio. Y mira los álamos reflejados en las aguas y recuerda los versos de Menaguti:

En el cristal de las fluyentes linfas

Se retratan los álamos del margen

Que en ellas tiemblan,

Y ni un momento á la temblona imagen

La misma agua sustenta...

El alma de Apolodoro se vierte y empapa en esta visión; no se siente respirar; no tiene el hermoso esmalte inscripción alguna á la trasera, en el lado que no se ve, ni siquiera tiene, por no tener, semejante invisible lado. ¡Qué sueño, qué dulce sueño! ¡qué sueño con los ojos abiertos y abierta el alma á la visión de primavera!

De pronto ahora le llama el corazón con un latido, vuelve la cabeza y tras la ráfaga de esos ojos, sólo ve dos trenzas rubias que por la espalda le caen, como dos ramas de un árbol florecido, y abajo el arranque del tronco. El pobre corazón le toca á rebato, ¿qué es esto? De vuelta á casa se pone á escribir febrilmente su concepción del universo, pero tiene que suspenderla, para escribir versos.

—¿Versos? ¿versitos, hijo mío?—exclama su padre al sorprendérselos, y como él calla, añade:—Como ensayo, para probar de todo... ¡pase!

—¿Es que no hay genios poetas?

—Los había, hijo mío, los había, cuando las gentes apenas se fijaban más que en lo que se les decía en verso, pero el genio moderno no puede ser más que sociológico, y la poesía es un arte de transición, puramente provisional... Y tu concepción del universo, ¿cómo va?

—Poco á poco, padre.

Mas todo recato es inútil; don Avito sorprende al cabo libros, grabados, papeles, dibujos, y se queda perplejo. Y es Marina, la madre, la pobre Materia soñolienta, la que entre sueños dice un día:

—Eso es que el chico está enamorado.

—¿Enamorado? ¿mi hijo enamorado? ¡No digas disparates! No puede ser...—Y como la pobre madre sonríe triste y silenciosa, añade el padre:—¿Es que sabes algo?

—Yo, no.

—¿Entonces?

—¡Bien claro se ve! ¿qué otra cosa va á ser?

—¡Lo verás tú... en soñación! ¡Vaya un desatino! ¿Iba á atreverse á enamorarse á su edad? ¡si apenas es púber...!

Y la voz del demonio familiar: «caíste, y como tú caíste caerá él, y caerán todos y estaréis cayendo sin cesar.» Y da en cavilar y acaba por convencerse de que hay algo y resuelve reñir la más ruda batalla para salvar al genio. Y siente un momentáneo acceso de indignación contra Marina que se le ha adelantado en descubrir el secreto, que ha dado á luz un hijo capaz de enamorarse tan joven, que le enamoró á él mismo antaño. ¡El amor! ¡siempre el amor atravesándose en el sendero de las grandes empresas! ¡qué de tiempo no ha hecho perder á la humanidad ese dichoso amor! Es inevitable tal vez, ¡herencia materna! ¿no se enamoró acaso de él Marina? ¿no sigue después de todo, y bien consideradas las cosas, enamorada todavía?

Fáltale tiempo para ir á ver á don Fulgencio.

—¡Se ha enamorado!

Y cuando espera otra cosa oye la voz flemática del filósofo, que dice:

—¡Es natural!

—Natural sí, pero...

—¿Pero... qué?

—¡Que no es racional!

—La naturaleza supera á la razón.

—Pero la razón debe superar á la naturaleza.

—Sale la razón de la naturaleza.

—Pero debe la naturaleza entrar en razón.

—Es el Hado—replica secamente don Fulgencio, molestado por la contradicción que ahora le hace don Avito.

—¿Y contra el Hado?

—¡El Hado mismo!

—¡Se ha enamorado! ¡se ha enamorado! ¡se ha enamorado! No vamos á tener genio...

—¿Es que los genios no se enamoran?

—No, los genios no pueden enamorarse.

—Y además, quítesele de la cabeza lo de hacerle genio; harto haremos con que se nos quede en talento.

—¡Se ha enamorado! Y ahora, ¿qué hace la pedagogía?

—Pero entendámonos, amigo Carrascal; ¿el mozo está enamorado abstracta ó concretamente?

—No lo entiendo.

Y abre los ojos en espera de algo estupendo.

—Quiero decir si está enamorado de una muchacha ó mujer determinada, individual y concreta, ó si está enamorado tan sólo de la mujer en abstracto.

—¿En abstracto?

Y se queda Carrascal como quien ve visiones.

—En abstracto, sí. El amor, amigo don Avito, no es nominalista sino realista, no sube de lo concreto á lo abstracto, sino que baja de lo abstracto á lo concreto, es más platónico que aristotélico, empieza por enamorarse de la mujer y en cada individuación de ella no ve más que el género; sólo más tarde parece concretarse... Parece, sí, porque en realidad sólo se concreta en las pasiones heroicas, en las históricas, en las que han pasado á la leyenda, porque en ellas se concreta en absoluto lo abstracto. Julieta, Beatriz, Dido, Isabel de Segura, Carlota, Manon Lescaut, son concretos-abstractos...

«¡Qué lío!»—le dice á Carrascal su demonio familiar, y ya en la calle, se dice: «¡Se ha enamorado! ¡se ha enamorado! ¿Y si este amor se concreta?»

 

 

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