VIII

 

Ha corrido tiempo, Apolodoro ha crecido y cree don Fulgencio que ha llegado por fin el día de dirigírsele directamente. No le conoce más que de vista, de rápidas inspecciones.

Es día miliar para el futuro genio. Espérale el maestro en su sillón de vaqueta, al pie del Simia sapiens, medio oculto tras un rimero de libros, en la misteriosa penumbra del despacho. Entra Apolodoro con el corazón alborotado, y como viene de más claro ámbito, apenas ve nada, no más que, en la sombra, el rostro hierático de don Fulgencio, ribeteado por la leve luz cernida, con ojos que parecen no mirar, con el bigote lacio. El maestro contempla á este muchacho pálido y larguirucho, de brazos pendientes como si, aflojados los tornillos, colgaran de los hombros, de labio superior recogido que le deja entreabierta la boca.

—¡Mi hijo!—exclama don Avito tendiendo á él los brazos como quien muestra un género de mercancía.

—¡Nuestro Apolodoro!—añade con calma don Fulgencio, y como el muchacho calla—¡bueno... bueno... bueno... está crecido!

—¡Muchas gracias!—murmura Apolodoro sin moverse.

—Bueno, hombre, bueno—y el maestro se levanta para ponerse á pasear la estancia,—¡siéntate!

—¿Y yo?—dice don Avito.

—Usted... mejor es que nos deje solos.

El padre se va al maestro y le aprieta efusivamente la mano como diciéndole: «ahí queda eso; trátemelo con mimo», y sin atreverse á mirar á su hijo, sale. Apolodoro se ha dejado sentar y espera con las piernas juntas y las manos sobre las rodillas.

—Bueno, hombre, bueno—y se detiene el filósofo un momento ante Apolodoro, le pone una mano sobre la cabeza, á lo que el mozo tiembla de pies á ella, le examina escudriñador, mientras los latidos del corazón sofocan al futuro genio, que mira al vacío,—bueno, hombre, bueno: ¿conque Apolodoro? ¿nuestro Apolodoro?

El mozo se sofoca y el sofoco le trae el recuerdo del pobre conejillo de antaño; esa mirada le desasosiega en lo más íntimo.

—¡Pero, hombre, di algo!

Y como un eco repite Apolodoro:

—¡Algo!

—¡Demonio de mozo, tiene gracia!

Y se sonríe el maestro.

El chico, repuesto ya algo, mira al Simia sapiens.

—¿Pero no se te ocurre nada más, muchacho?

—¿Y qué quiere usted que se me ocurra, don Fulgencio?

—Hombre, como querer...

—Mi padre...

—Pues bueno, sí, ataquemos las cosas de frente. En primer lugar que se te quite de la cabeza...

Detiénese el maestro; va á decirle que se le quite de la cabeza lo de ir para genio, pero al recordar que sólo aspirando á lo inaccesible puede cada cual llegar al colmo de lo que le sea accesible, se lo calla. En esto asoma la cara plácida y sonrosada de doña Edelmira, orlada por su rubia peluca, y después de envolver al mozo en una de sus inquisitivas miradas de presa, dice:

—Fulge, haz el favor de salir un momento; enseguida vuelves.

—Mira, Mira, no me llames Fulge—dice el filósofo á su mujer, cuando no les oye el chico.

—Sí, te entiendo; no importa.

Y quedan cuchicheando un rato. Entre tanto Apolodoro contempla en su memoria ese rostro sonrosado y plácido, aniñado, bajo la rubia peluca y sobre aquella figura corpulenta. Mira en derredor, al Simia sapiens y al Homo insipiens, ¿qué va á decir todo esto?

Entra don Fulgencio, se va derecho á su sillón en el que se sienta, y luego de haber escrito en su cuadernillo esta sentencia: «el hombre es un aforismo» empieza:

—Querido Apolodoro: Vienes iniciado ya, preparado á la nueva y grande labor que se te ofrece... ars longa, vita brevis que dijo Hipócrates en griego y en latín lo repetimos... Voy á hablarte, sin embargo, hijo mío, en lenguaje exotérico, llano y corriente, sin acudir á mi Ars magna combinatoria. Eres muy tiernecito aún para introducirte en ella, á gozar de maravillas cerradas á los ojos del común de los mortales. ¡El común de los mortales, hijo mío, el común de los mortales! El sentido común es su peculio. Guárdate de él, guárdate del sentido común, guárdate de él como de la peste. Es el sentido común el que con los medios comunes de conocer juzga, de tal modo que en tierra en que un solo mortal conociese el microscopio y el telescopio diputaríanle sus coterráneos por hombre falto de sentido común cuando les comunicase sus observaciones, juzgando ellos á simple vista, que es el instrumento del sentido común. Líbrate, por lo demás, de mirar con microscopio á las estrellas y con telescopio á un infusorio. Y cuando oigas á alguien decir que es el sentido común el más raro de los sentidos, apártate de él; es un tonto de capirote. ¡Zape!—y sacude al gato que se le ha subido á las piernas,—¿qué estudias ahora?

—Matemáticas.

—¿Matemáticas? Son como el arsénico, en bien dosificada receta fortifican, administradas á todo pasto matan. Y las matemáticas combinadas con el sentido común dan un compuesto explosivo y detonante: la supervulgarina. ¿Matemáticas? Uno... dos... tres... todo en serie; estudia historia para que aprendas á ver las cosas en proceso, en flujo. Las matemáticas y la historia son dos polos.

Detiénese á escribir un aforismo y prosigue:

—Te decía, hijo mío, que no frecuentes mucho el trato con los sensatos, pues quien nunca suelte un desatino, puedes jurarlo, es tonto de remate. Una jeringuilla especial para inocular en los sesos todos un suero de cuatro paradojas, tres embolismos y una utopia y estábamos salvados. Huye de la salud gañanesca. No creas en lo que llaman los viejos experiencia, que no por rezar cien padrenuestros al día le sabe una vieja beata mejor que quien no le reza hace años. Es más, sólo nos fijamos en el camino en que hay tropiezos. Y de la otra experiencia, de la que hablan los libros, tampoco te fíes en exceso. ¡Hechos! ¡hechos! ¡hechos! te dirán. ¿Y qué hay que no lo sea? ¿qué no es hecho? ¿qué no se ha hecho de un modo ó de otro? Llenaban antes los libros de palabras, de relatos de hechos los atiborran ahora, lo que por ninguna parte veo son ideas. Si yo tuviese la desgracia de tener que apoyar en datos mis doctrinas los inventaría, seguro como estoy de que todo cuanto pueda el hombre imaginarse ó ha sucedido ó está sucediendo ó sucederá algún día. De nada te servirán, además, los hechos, aun reducidos á bolo deglutivo por los libros, sin jugo intelectual que en quimo de ideas los convierta. Huye de los hechólogos, que la hechología es el sentido común echado á perder, echado á perder, fíjate bien, echado á perder, porque lo sacan de su terreno propio, de aquel en que da frutos, comunes, pero útiles. Ni por esto te dejes guiar tampoco por los otros, por los del caldero de Odín. Son éstos los que llevan á cuestas á guisa de sombrero, como el dios escandinavo, un gran caldero, enorme molde de quesos, cuyo borde les da en los talones y que les priva de ver la luz; van con una inmensa fórmula, en que creen que cabe todo, para aplicarla, pero no encuentran leche con que hacer el queso colosal. Es mejor hacerlo con las manos.

Detiénese para escribir: «La escolástica es una vasta y hermosa catedral, en que todos los problemas de construcción han sido resueltos en siglos, de admirable fábrica, pero hecha con adobes.» Y prosigue:

—Extravaga, hijo mío, extravaga cuanto puedas, que más vale eso que vagar á secas. Los memos que llaman extravagante al prójimo ¡cuánto darían por serlo! Que no te clasifiquen; haz como el zorro que con el jopo borra sus huellas; despístales. Sé ilógico á sus ojos hasta que renunciando á clasificarte se digan: es él, Apolodoro Carrascal, especie única. Sé tú, tú mismo, único é insustituible. No haya entre tus diversos actos y palabras más que un solo principio de unidad: tú mismo. Devuelve cualquier sonido que á ti venga, sea el que fuere, reforzándolo y prestándole tu timbre. El timbre será lo tuyo. Que digan: «suena á Apolodoro» como se dice: «suena á flauta» ó á caramillo, ó á oboe ó á fagot. Y en esto aspira á ser órgano, á tener los registros todos. ¿Qué te pasa?

—¡Nada, nada... siga usted!

—Hay tres clases de hombres: los que primero piensan y obran luego, ó sea los prudentes; los que obran antes de pensarlo, los arrojadizos; y los que obran y piensan á la vez, pensando lo que hacen á la vez misma que hacen lo que piensan. Estos son los fuertes. ¡Sé de los fuertes! Y de la ciencia, hijo mío, ¿qué he de decirte de la ciencia? Lee el aforismo—y le mostró el cartel que decía: «el fin del hombre es la ciencia».—El Universo se ha hecho, fíjate bien, se ha hecho y no ha sido hecho ni lo han hecho, el Universo se ha hecho para ser explicado por el hombre. Y cuando quede explicado...

Irradian los fulgurantes ojos del filósofo y con tono profético continúa:

—¡La ciencia! Acabará la ciencia toda por hacerse, merced al hombre, un catálogo razonado, un vasto diccionario en que estén bien definidos los nombres todos y ordenados en orden genético é ideológico, órdenes que acabarán por coincidir. Cuando se hayan reducido por completo las cosas á ideas desaparecerán las cosas quedando las ideas tan sólo, y reducidas estas últimas á nombres quedarán sólo los nombres y el eterno é infinito Silencio pronunciándolos en la infinitud y por toda una eternidad. Tal será el fin y anegamiento de la realidad en la sobre-realidad. Y por hoy te baste con lo dicho; ¡vete!

Apolodoro se queda un instante mirando al maestro y recordando tras él á doña Edelmira. ¿Qué es todo esto? Al salir, en la calle, al pie de la puerta, encuéntrase con dos viejas que hablan; la de la cesta dice á la otra: «que más da, señora Ruperta, para lo que hemos de vivir...» El mozo recuerda el «¡qué mundo, Virgen Santísima, qué mundo!» de su madre, y los abrazos de ésta á su hermanita Rosa. Y luego se le representa esa muchachuela pálida, clorótica, á la que encuentra casi todos los días cuando va á clase de matemáticas, esa muchachuela que le mira con ojos de sueño. Y acuérdase enseguida cuando de niño vió á otros niños coger un murciélago, clavarle á la pared por las alas y hacerle fumar y cómo se gozaban con ello.

—¿Bien, y qué?—le pregunta su padre con ansia así que llega á casa.

El hijo calla y el padre se dice: «este chico es una esfinge... ¿germinará?»

Acaba de conocer Apolodoro á Menaguti, al melenudo Menaguti, sacerdote de Nuestra Señora la Belleza, ó como su tarjeta de visita dice:

Hildebrando F. Menaguti

poeta

poeta sacrílego, entiéndase bien.

—El amor, el amor lo es todo; toda grande obra de arte en el amor se inspira; no hay más tábano poético—Menaguti traduce estro—que el del amor; todos los trillamientos del alma—sabe que de tribulare vino «trillar»—del amor vienen; el amor es el gran principio hupnótico—aspirando la h—la Iliada, la Divina Comedia, el Quijote mismo y hasta el Robinsón en el amor se inspiran, tácita ó expresamente. Hay que hacer obra de amor, obra de arte; no hay más genio que el genio poético. Haz poesía, Apolodoro.

 

 

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