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Y se ha concretado al fin el amor de Apolodoro. Ha sido en casa de su maestro de dibujo, á donde acude, con otros mozos, á perfeccionarse.

El bueno de don Epifanio, gran artista fracasado según muchos, ha llegado á cobrar hondo cariño al mozo. Mientras le corrige el dibujo suele decirle:

—Hay que vivir, Apolo, hay que vivir y lo demás son lilailas.

No agradan mucho á don Avito las peculiares ideas ó según él no ideas, anideas, de don Epifanio, pero acaso estorben las ideas para enseñar dibujo. Y transige. ¡Lleva tanto transigido ya!

Alguna vez, al salir ó entrar en el estudio, al que se pasa por las habitaciones privadas del maestro, ha visto Apolodoro pasar, semi-flotante, sin hacer ruido, por la penumbra, una visión de doncella. Otra vez ha descubierto, por una puerta entreabierta, allá en el fondo, junto á un balcón cerrado, envuelta en la mansa luz que los visillos tamizaban, una figura encorvada sobre la blanca labor, algo como eternizado en cuadro de ingenua mano, cosa no de bulto, algo como la flor de aquel ámbito de doméstica penumbra, tranquila violeta de hogar. La luz ribeteaba con luminosa franja los contornos de su rostro, que cual emplomada pintura de vidriera se mostraba, su entreabierta boca parecía orar en silencio, mientras el inclinado seno se le alzaba y bajaba con lento ritmo. Apolodoro se enajenó en la visión.

Y ahora sale Clarita á abrirle la puerta, con una sonrisa desintencionada, con juguetones ojos, ¡qué ojos! ¡qué ojos tan persuasivos, tan sugestivos, tan educativos, tan pedagógicos! ¡viviente invitación á la vida, constante lección de sencillez y de amor! Balbuce Apolodoro sus buenos días y se ruboriza ella al oirle balbucir.

—¡Pase usted, Apolodoro, pase usted!

«¡Que pase! ¡oh, que pase! ¡Qué música de palabras! ¡qué talento de muchacha! ¡qué evolutiva! ¡qué selectiva! ¡qué subconciente! ¡qué inmanente! ¡qué trascendente! ¡qué integral! ¡qué cíclica! ¡Que pase, oh, que pase! En estas palabras se resume todo. ¡Ciencia pura! ¿Ciencia? Algo más, sobre-ciencia. ¡Algo más aún! ¿Algo más?» Y entra Apolodoro tropezando, y al tropezar le roza la mejilla un rizo de la muchacha, pámpano de aquella vid de hogar, y siente luego el mozo comezón allí, y más tarde, á solas, bajo el latido del corazón, se lleva los dedos al punto del roce y los besa y hasta se los lame.

Pero ¿de dónde le sale está súbita resolución, tan poco pedagógica aunque tan genial? Se le altera la sangre; muda de piel espiritual y brota en él un nuevo hombre, el hombre. Emprende ahora su corazón un galope, y este galope le echa á la cabeza un ataque de amor. Sí, son ataques, estallidos de amor, de amor lancinante, accesos que le sobrecogen en cualquier parte, con la amorosa imagen chorreando vida. Sí, «hay que vivir, hay que vivir y lo demás son lilailas», lo dice el padre de la vida. Ya tiene Apolodoro con que hacer sus furtivas escapatorias al triste jardín del deleite. Se le abre el mundo.

—Es menester que te penetres bien de la importancia de la ley de la herencia—le dice don Avito.

—Sí, padre, la estoy estudiando.

—Pero á fondo.

—¡Qué mundo, Virgen Santísima, qué mundo!—suspira la Materia.

Y espía Apolodoro el momento, que ha estado á punto de lograr hace poco, pero habiéndosele desvanecido Clarita, con su sonrisa á que hace de amoroso ámbito el hogar. Porque este hogar ¿es una difusión de su sonrisa, ó es acaso ésta una concentración del hogar? Algo barrunta, sin duda, la doncella, pues sus ojos miran más hondo y sus labios se entreabren más al ver á Apolodoro.

¿Y don Epifanio? Algo debe de saber también, porque ¿no da otro tono á sus plácidas sentencias? ¡Qué sentencias! ¡Qué talento de hombre! ¡haber sabido hacer esta hija! Un talento inconciente, es decir, genial. ¿Cómo va á comparársele don Fulgencio? ¡Para aforismo y Ars magna y filosofía rítmica sobre-humana Clarita, Clarita! «¡Esas son teorías!» como dice con resignación el padre, don Epifanio.

¡Por fin! ¡qué trote el del corazón! No le deja oirse, no le da respiro, le ahoga. Y Clarita, también suspensa, anhelante, espera el parto del solemne silencio.

—Clarita... Clarita... haga el favor... lea esto—y deslizándole la carta, entra al estudio.

—Vamos, hombre—le dice ¿con sorna acaso? don Epifanio;—parece que vienes sofocado... No hay que correr, Apolo, no hay que correr; al paso se llega antes... Anda, acaba esa pierna y no le pongas tan duras las sombras.

Y hoy, trascurrido de esto un día, parece que la casa toda, el colgador del pasillo, los grabados, que todo se le esfuma en torno á ella; todo su cuerpo, su aire, su aliento, son una anhelosa pregunta.

—Bueno, ¿y qué me dice usted?

—¡Que... sí!

¡Oh, se siente genio!

—¡Gracias, Clarita, gracias!

—¿Gracias? ¡á usted!

—¿Usted?

—A...

—A ti—y entra triunfador y resuelto.

Entra en la vida. Los amorosos ataques irán cesando, convirtiéndosele en continuo é incesante hormigueo crónico.

En cuanto á Clarita ya tiene novio como las más de sus amigas, y ahora va á saber qué es eso y de qué hablan los novios y qué se dicen. Tiene ya novio, es mujer.

El Amor, como niño que dicen que es, enseña á Apolodoro una infantil astucia, y es que se haga amigo de Emilio, el hermano de Clarita, y entre así más dentro de la casa. Y don Epifanio como si no lo viese, pero en la mesa, al tiempo de comer:

—¡Vaya con Apolo! ¡vaya con Apolo!

—Es algo raro—dice Emilio.

—¡Psé! cada cual es como le hacen y cada uno con su cadaunada...

—¡Si vieras qué cosas le decía su padre la otra tarde!...

—¡Filosofías! ¿No comes más de eso, Clarita?

—No, no tengo ganas.

—Por tu cuenta, allá tú, pero sin comer ni...

—El otro día me estuvo hablando de dónde venimos y á dónde vamos... ¡qué sé yo!

—¡Psé! de alguna parte vendremos... ¡Déjate de eso!

—¡Y lee unas cosas!

—¡Bah! ganas de perder el tiempo que nos dió Dios para ganarnos la vida.

Y Apolodoro va metiéndose en la casa y empieza á hacer, á excusa de su amistad con Emilio, largas estancias en ella, mientras parece decirse don Epifanio: «¡qué le hemos de hacer!» y don Avito se dice: «¡pero dónde se mete este muchacho!...» y Marina no dice nada.

¿Y de noche, en estas noches de invierno? La roja lumbre del hogar enciende el ámbito en rubor reflejándose en el fuelle, en las tenazas; Clarita ante las llamas que danzan retira con la mano los vestidos para que no se le caldeen y asoman los piececitos; la lumbre le enciende la cara, y resbala por ella, por su tez cual pellejo de albaricoque, de dulce albaricoque de estufa, con su pelusilla para coger y cerner luz. Y los ojos, unos ojos hechos tan sólo para mirar tranquilos. ¡Oh, qué animal! ¡qué gracioso animal doméstico esta muchacha! Una gatita sobona, runruneante, pegajosa, silenciosa... ¿Y cuando habla? ¡qué hermosas simplezas dice! Sobre todo cuando pueden cruzarse la palabra á solas, un momento, en el zaguán.

—Hoy te he visto, Apolodoro.

«¡Hoy me ha visto! ¡que me ha visto hoy! ¡pero qué buena es este ángel de Dios! ¡hoy me ha visto, me ha visto con esos ojos sin mancha; hoy he estado en ellos, chiquitico, patas arriba, acurrucadito en las redonditas niñas de sus ojos virginales!» Y al retirarse se dice: «no he estado bastante tierno, no le he dicho lo que pensaba decirle... volveré... estoy por volver á decírselo... ¡mañana!... ¡mañana!» Y es siempre mañana y ciérnese siempre lo más tierno, lo inefable, en el silencio, sobre el gorjeo del amor.

Emilio por su parte se da aires de protector, parece estar diciendo de continuo á su hermana con su actitud: «mira, que sé tu secreto», mas á la vez empieza á pensar que esto no está bien, que no es serio ni formal, que hay que decir algo á los padres; ¡andar así cuchicheando, á hurtadillas, en el zaguán y en las escaleras! Y ¡qué tontos son estos novios! ¡qué babosos!

«Pero ¿qué es esto? ¿qué le pasa á mi hijo?—piensa don Avito;—parece otro... ¿estará sufriendo alguna enfermedad de la personalidad? ¿tendrá alguna honda perturbación en la cenestesia? ¿estará de muda? ¿tendrá la solitaria? ¿le estará entrando alguna monomanía? ¿será la incubación del genio? ¿estará en el momento metadramático, en el instante de la libertad, próximo á parir su morcilla? ¿se le estará concretando el amor?» Y el demonio familiar le repite: «caíste, caíste, y como tú caíste cae él ahora y volverá á caer y caerán los hombres todos.»

Y Apolodoro siente de noche, en la cama, como si se le hinchase el cuerpo todo y fuera creciendo y ensanchándose y llenándolo todo, y á la vez que se le alejan los horizontes del alma y le hinche un ambiente infinito. Empieza la Humanidad á cantar en él; en los abismos de su conciencia sus pretéritos abuelos, muertos ya, canturrean dulces tonadillas de cuna á los futuros nietos, nonatos aún. Revélasele la eternidad en el amor; el mundo adquiere á sus ojos sentido, ha hallado sendero el corazón, sin tener que galopar á campo traviesa. El ruido de la vida empieza á convertírsele en melodía; medita, comprendiéndolo ya, en aquello de los juicios sintéticos y de las formas a priori de Kant, sólo que el único juicio sintético a priori, el interno ordenador del caos externo es el amor. Toca la substancialidad de las cosas, su tangibilidad por el tacto espiritual; le es ya el mundo de bulto, macizo, sólido, con contenido real. Esto es lo único que no necesita demostrarse, que se demuestra por sí, mejor dicho que no se demuestra, que es indemostrable. Esto no es teatro, diga lo que quiera don Fulgencio; ha entrado al escenario aire de la infinitud, de la inmensa realidad misteriosa que al teatro envuelve.

Y ¡qué lumbre! ¡qué lumbre se le ha encendido en el corazón! ¡cómo alumbra su propio hogar! ¿Hogar? «¡Pobre padre!»—le dice su demonio familiar con voz tenue, mostrándole su hogar á la nueva luz—«¡pobre madre!» ¿Por qué es, porque cogiéndole hoy su pobre madre, la soñadora, cogiéndole en brazos le ha dado un beso, sollozando: «Luis, mi Luis, Luis mío, Luis?...» Un beso intempestivo, ilógico, sin ilación, un beso que ha arrancado lágrimas á madre é hijo.

—¡Oh, tu padre!—ha exclamado la Materia despavorida al oir un rumor.

Y aquí que entra don Avito diciendo:

—Se habla de un ingeniero industrial que ha descubierto la trisección del ángulo...

Esta noche sorpréndese Apolodoro con que las oraciones que de niño anidara en su memoria la madre le revolotean en torno á la cabeza, rozándole los labios á las veces con sus tenues alas. Y tras un «¡pobre padre!» susurrado mentalmente encuéntrase con el padrenuestro en la boca.

Y piensa en su madre y se le va el alma al pensar en ella. Y bajito, muy bajito, en silencio casi, le susurra al oído del alma el demonio familiar: «¿No has notado como se parece Clarita á tu madre?»

 

 

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