VI

 

El filósofo insiste en que se dé al niño educación social, en que se forme en sociedad infantil, que se le mande á que juegue con otros niños, y al cabo Carrascal, aunque á regañadientes primero, cede. Pero es terrible, oh, es terrible, es terrible la escuela. ¡Qué de cosazas trae de ella!

—Papá, el sol les dice á los planetas por dónde tienen que ir...

«¡Oh, la escuela, la escuela! ¡Le están enseñando en ella antropoformismo! ¿Que el sol dice...? Y ¿cómo le desarraigo esto? ¿desarraigar? ¿pero es que tiene raíces? ¡desarraigar! La lengua misma con que hacemos la ciencia está llena de metáforas. Mientras no la hagamos con álgebra no habrá cosa buena. Decididamente, tengo que intervenir ya, y aunque vaya á la escuela, instruirle yo.»

—Papá, todos quieren ser ladrones y á mí me ponen de guardia civil siempre, porque soy el más chiquito...

—Mejor, hijo mío, mejor; vale más ser guardia civil que ladrón...

—¡No, no es mejor; los ladrones se divierten más!

«¡Oh, esta educación socio-infantil! ¿qué buscará con ella don Fulgencio? ¡es terrible! ¡verdaderamente terrible!»

Y ahora, al pasar por la plaza, acaba de oir que una madre dice á su hijo que le viene llorando de una pelea: «¡Antes con las tripas fuera que llorando! ¡Coge un canto y rómpele la cabeza!» «¡Oh, los niños, los desgraciados niños sin pedagogía alguna...! ¿para qué sirven como no sea para que con el contraste se ponga de relieve el valor de la pedagogía de los que la tienen?» Y al llegar á casa:

—Mira, Apolodoro, tú no pegues nunca á ninguno, déjate antes pegar ó mejor aun huye...

—Es porque me pueden, que cuando sea grande...

Y he aquí que acaba de encontrarle su padre trabado á moquetes con otro muchacho.

—¡Pero, Apolodoro, ven acá! ¡acá te he dicho!

—Es que siempre me andan burlando: «¡Apolo! ¡bolo, bolo, boliche...! ¡Polodoro... boloro... boloriche!» siempre me andan burlando con el nombre—y rompe á llorar.

«¡Oh, no, no, esto es anti-científico, tengo que imponerme... hora es ya de aplicar mis principios!»

Se decide á enseñarle á hablar, á leer y á escribir como se debe. Y para enseñarle á hablar, por leyes y no por reglas, pónese á estudiar lingüística y á los pocos pasos tropieza. «¡Qué absurda es una lengua! ¡Se ahogó en el río, v. gr. ahogarse... de ad-focare se, de focus, fuego, como quien dice enfogarse, y enfogarse... en agua! Es como si dijéramos: se enaguó en fuego... Otra cosa: es probable... y probable es lo que puede probarse, y nada hay más seguro que lo probable... Lástima que tengamos que hablar en lenguajes así y no en álgebra.» Y renuncia á enseñarle á hablar por leyes.

Pero no á enseñarle á escribir con ortografía fonética, la del porvenir, la única racional. Duda primero si optar por la q ó por la k para la gutural fuerte, si escribir Qarrasqal ó Karraskal, pero se queda al fin con la k para no quitar á las palabras kilómetro y kilogramo su tradicional y científico aspecto. Además Kant, Kepler, etc., empiezan con k, y con q ¿qué grande hombre hay? No recuerda más que á Quesnay y á Quetelet. I así es komo empezó el niño á berter su pensamiento en forma gráfika, i en la únika berdaderamente zientífika ke ai, por lo menos oí, asta ke no adoptemos el áljebra.

«Pero... ¿no hubiera sido mejor dejarle que ideara jeroglíficos y ayudarle en el proceso evolutivo de ellos, hasta que hallase por sí la escritura? La escritura científica sería escribir con las curvas mismas que la palabra registra en el cilindro del fonógrafo; mas para llegar á eso tenemos que acabar de entrar en la edad positiva.»

Pónele también á aprender dibujo, á que adquiera el sentido de la forma, único camino para llegar á adquirir el del fondo. Y el método de enseñanza es ingenioso si los hay. Le hace dibujar pajaritas de papel en todas posturas y proyecciones, pues las pajaritas, sobre ser objetos de bulto, afectan formas geométricas.

Y paseos á diario, pues es paseando como mejor le instruye. Detiénese de pronto don Avito, levanta una piedra del suelo y dice:

—Mira, Apolodoro—suelta la piedra,—¿por qué cae?

Y como el chico le mira silencioso, repite:

—¿Por qué cae y no sube cuando la suelto?

—Si fuera un globo...

—Pero no lo es... Vamos, ¿por qué cae?

—Porque pesa.

—¡Ahaha! ¡ya estamos en camino! porque pesa... ¿y por qué pesa?

El chico se encoge de hombros, mientras allá, en sus entrañas espirituales, su demoñuelo familiar—pues también le tiene—le dice: «este papá es tonto.»

—¡Papá, tengo frío!

—¡El frío no existe, hijo mío!

«Es tonto, decididamente tonto.»

Otras veces toca preguntar al chico, para tormento del padre. «Papá, ¿por qué no tienen barbas las mujeres?» A punto estuvo Carrascal de responder: «porque la tienen los hombres; para diferenciarse en la cara», pero se calló.

—Mira, hijo, en un triángulo que tenga dos ángulos desiguales, á mayor ángulo se opone mayor lado...

—Sí, ya lo veo, papá.

—No basta que lo veas, hay que demostrártelo.

—Pero si lo veo...

—No importa; ¿de qué sirve que veamos las cosas si no nos las demuestran?

Y así empieza á dar vueltas en la cabeza de Apolodoro Carrascal el caleidoscopio, en que cada figura tiene trampa; un mundo de vistas con su inscripcioncilla, que hay que descifrar, debajo de cada una.

Hoy pregunta Apolodoro:

—Papá, ¿para qué es este ladrillo en que dice «Ciencia» y la ruedecita de encima?

—¡Gracias á Dios, hijo, gracias á Dios!—y mientras al demonio familiar que le susurra: «¿á Dios? ¿á Dios, Avito? ¿á Dios? caíste, caíste y seguirás cayendo», le contesta en su interior: «¡cállate, tonto!», prosigue:—¡al fin te fijaste en ello! Hace tiempo que lo esperaba. Mira, Apolodoro, hay que dar algo á la imaginación, sí, hay que dar algo á la imaginación, creadora de las religiones; necesita su válvula de seguridad. Ese es el altar de la religión de la cultura.

—¿Altar?

—Sí. Mira, el ladrillo cocido fué, según Ihering, el principio de la civilización asiria, fué el principio de la civilización; supone el fuego, la invención que hizo al hombre hombre, y permitió la escritura, pues las más antiguas inscripciones se nos conservan en ladrillos cocidos. Los primeros libros eran de ladrillos...

—¿De ladrillos? ¡Oivá! y ¿cómo los llevaban?

—La casa era el libro; hoy es el libro nuestra casa. El ladrillo hizo posible la escritura; por eso lleva ese ladrillo escrita la palabra Ciencia.

—¿Y la ruedecita?

—¿La ruedecita? ¡Ah, la rueda! ¡la rueda, hijo mío, la rueda! La rueda es lo específico humano, la rueda es lo que de veras ha inventado el hombre, sin tomarlo de la naturaleza. En los organismos vivos verás palancas, resortes, pero no verás ruedas. De aquí que el medio más científico de locomoción es la bicicleta. Este es el altar de la cultura, ¿no sientes tu imaginación satisfecha?

De paseo llevan la brújula para orientarse, y algún día el sextante para tomar la altura del sol, y termómetro, barómetro, higrómetro, lente de aumento.

Y es tiempo de que el niño empiece á llevar sus cuadernitos, la contabilidad de su experiencia, y nota de la temperatura y la presión máximas y mínimas, y que haga gráficas estadísticas de todo lo gráfico-estadisticable.

Ahora van á ver en un museo de historia natural la Evolución, pues no bastan los grabados de casa. Entran en la sala en que trasciende á enjuagues y drogas y allí, tras las vitrinas, pellejos rellenos de algodón, pajarracos, avechuchos, bichos de todas clases en actitudes cómicas ó trágicas, sujetos á sus peanas; algunos conservados en frascos de alcohol. Apolodoro se agarra fuertemente á su padre.

—¿Son de verdad, papá? ¿son de carne?

Y cuando se ha serenado:

—¿Cómo los han cogido?

—Mira, mira aquí, hijo mío; mira el oso hormiguero ó mejor dicho Myrmecophaga jubata; mira, tiene esa lengua así para...

—¿Puede más que el leopardo?

—Tiene esa lengua así para coger hormigas, las garras...

—¿Quién salta más?

—Pero fíjate en el oso hormiguero, niño, que en nada te fijas, fíjate en el oso hormiguero que es un excelente caso...

—Sí, ya me fijo; ¡qué feo es!... Y éste, éste, ¿cómo se llama éste?

—Este es el canguro; lee ahí, ¿qué dice?

—Ma... ma... cro... cro... macro... macropus... ma... ma... major...

—Macropus major.

—¿Y qué es eso?

—Su verdadero nombre, su nombre científico; les ponen ahí el nombre.

Retíranse al poco rato á casa, cariacontecido el padre y meditabundo; ¡el niño no se fija, no se fija...! De buena gana para abrirle el apetito le daría á leer novelas de Julio Verne si no fuesen novelas, si les quitasen lo novelesco. Así es que queda estupefacto cuando al decir esto á don Fulgencio le contesta el filósofo:

—Pues yo le aconsejaría de buena gana que las diese á leer si fueran novelas, y les quitasen lo científico.

«Este hombre... este hombre...»—le dice el demonio familiar:—«Ten ojo con este hombre, Avito.»

Vuelve don Fulgencio á la carga para que envíe al hijo á la escuela, encargando que no le enseñen nada.

—Pero si el ensayo...

—El ensayo no ha sido malo, diga usted lo que quiera.

—Pero si allí no le han enseñado más que disparates...

—De esos supuestos disparates surgirá la luz.

—Pero si mi hijo tiene tendencias mitológicas y en la escuela en vez de combatírselas se las corroboran.

—¿Tendencias mitológicas?

—Sí, tendencias mitológicas. Un día me salió diciendo que ya sabe quién enciende el sol, que es el solero, y al preguntarle yo cómo sube, me contestó que volando...

—Una especie de Apolo...

—Si en la escuela...

—¡Nada, nada, á la escuela, á la escuela! Luego entraremos nosotros.

—Luego... luego... siempre luego...

Y vuelve Apolodoro á la escuela, y hoy, primer día de su segundo ensayo de escuela, al volver de ella dice á su padre:

—Papá, ya sé quién es el más listo de la escuela...

—¿Y quién es?

—Joaquín es el más listo de la escuela, el que sabe más...

—¿Y crees tú, hijo mío, que el que sabe más es el más listo?

—Claro que es el más listo...

—Puede uno saber menos y ser más listo.

—¿Entonces, en qué se le conoce?

Y el pobre padre, despistado con todo esto, sin lograr reconstruir á su hijo y diciéndose: «¡parece imposible que sea hijo mío!» ¡Qué niño tan extraño! ¡No se fija en nada, no para la atención en nada, nada le penetra, y hasta le estorban los brazos para dormir!

—Vamos, Apolodoro, escribe á tu tía.

—No sé cómo decirle eso, papá.

—Como quieras, hijo mío.

—Es que no sé cómo querer.

«Que no sabe cómo querer... ¡Oh, la pedagogía no es tan fácil como creen muchos!»

—Vaya, aquí está la policlínica del doctor Herrero; vamos á verla, hijo mío, que hay que ver de todo.

—Bueno.

Y una vez dentro:

—¡Oh qué conejito, qué mono! ¡qué ojos tiene! ¡si parecen de ágata, de esa de hacer canicas! y debe de tener frío; ¡cómo tiembla!

—No, pequeño, no tiene frío, es que se va á morir pronto.

—¿A morir? ¡pobrecito! ¡pobre conejito! ¿por qué no le curan?

—Mira, hijo mío, este señor le ha metido esa enfermedad al conejo para estudiarla...

—¡Pobre conejillo! ¡pobre conejillo!

—Para curar á los hombres luego...

—¡Pobre conejillo! ¡Pobre conejillo!

—Pero mira, niño, hay que aprender á curar.

—Y ¿por qué no le curan al conejillo?

Esta noche sueña Apolodoro con el pobre conejillo y Avito con su hijo.

¡Qué escenas silenciosas y furtivas cuando en los raros momentos en que el padre los deja coge la madre á su hijo, lo abraza y sin decir palabra le tiene así abrazado, mirando al vacío, llenándole de besos la cara! El chico abre los ojos, sorprendido; este es otro mundo, tan incomprensible como el otro, un mundo de besos y casi de silencio.

—Ven acá, hijo mío, Luis, Luisito, mi Luis, Luis mío, ven acá mi vida, Luis, mi Luis... ¡Luis! ven, repite: Padre nuestro...

—Padre nuestro...

—Sí, tu padre, el otro, el que está en el cielo... Padre nuestro que estás en los cielos...

—Padre nuestro que estás en los cielos...

—Santificado sea tu nombre... ¡ah! ¡la puerta! Luis, mi Luis, Luisito, Luis mío, mi Luis, ¡vete! ¡calla! no le digas nada; ¿has oído? ¡aquí viene...! ¡Apolodoro!

Y por el espíritu del niño desfila en pelotón: «¿Por qué caen las piedras, Apolodoro? ¿por qué á mayor ángulo se opone mayor lado? ¡Apolodoro! ¡Polodoro... boloro... boloriche...! ¡Apolo... bolo...! ¡Ese Ramiro me las tiene que pagar...! Luis, Luis, mi Luis, Luisito... santificado sea tu nombre... no le digas nada, ¿has oído? ¿por qué me llamará mamá Luis?... El oso hormiguero tiene la lengua así... ¡Pobre conejillo! ¡pobre conejillo!»

 

 

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