VII

 

El segundo hijo que ha dado á Avito Marina ha sido hija. Ni la ha pesado ni medido ni abierto expediente al nacer; ¿para qué? ¿Hija? Carrascal vuelve á pensar en eso del feminismo al que jamás ha logrado verle alcance. ¿Hija? Allá por dentro le encocora la cosa, es decir, la hija.

Tiempo hace que se formara convicciones respecto á lo que la mujer significa y vale. La mujer es para él un postulado y como tal indemostrable; un ser eminentemente vegetativo. La galantería es enemiga de la verdad, piensa, y debemos á la mujer, en su pro mismo, la verdad desnuda y aun más que desnuda descarnada, porque ¿es acaso verdad una verdad que no esté en huesos, demostrable?

—No hay cuestión feminista—decía años hace don Avito á su fiel Sinforiano, de sobremesa, en casa de doña Tomasa;—no hay cuestión feminista; no hay más que cuestión pedagógica y en ésta se refunden todas...

—Pero habrá cuestión pedagógica aplicada á la mujer...—se atrevió á insinuar Sinforiano.

—¡Psé! vista así la cosa... Lo peor es, amigo Sinforiano, eso de que la hayan puesto los hombres en un altar y la tengan allí, sujeta al altar, en mala postura, molestándola con incienso...

—¡Oh, muy bien, muy bien!...

—El fin de la mujer es parir hombres, y para este fin debe educársela. Considérola, amigo Sinforiano, como tierra dispuesta á recibir la simiente y que ha de dar el fruto, y por lo tanto es preciso, como á la tierra, meteorizarla...

—¡Qué teorías, oh qué teorías, don Avito!

—Meteorizarla, sí; mucho aire, mucho sol, mucha agua... De aquí que yo crea que es la mujer la que principalmente debe dedicarse á la educación física...

Teorías en que se afirma ahora Carrascal, después de su matrimonio. La mujer representa la Materia, la Naturaleza; material y naturalmente hay que educarla por lo tanto.

—Con la niña, Marina, mucho aire, mucho sol, mucho paseo, mucho ejercicio, que se haga fuerte... Yo tengo mis ideas...

Y la pobre Materia mira á esta su Forma, que, tiene sus ideas, apretando contra el seno á la pequeñuela, á la pobre hija, á la que será mujer al cabo, ¡pobrecilla! Se la dejan, se la dejan para ella sola, le dejan la flor de su sueño, la triste sonrisa hecha carne. Es un encanto de niña sobre todo cuando en sueños parecen mamar sus labios de invisible pecho. Entranle entonces á la madre, que la contempla, con golpe de apoyadura, ansias de hartar de besos á esta flor de su sueño; mas por no despertarla, ¡que duerma! ¡que duerma! ¡que duerma lo más que pueda! Por no despertarla se los tiene que guardar, los besos, y allí se le derraman por las entrañas cantándole extraños cánticos. ¡Oh, la niña! ¡la niña! ¡vaso de amor!

Y la niña, Rosa—porque don Avito deja ahora á su mujer que le dé nombre, ¿qué importa cómo se llame una mujer?—crece junto á Apolodoro, crece mimosa, apegada al regazo materno. Y rompe á andar y á hablar antes que á ello rompió su hermano.

—Me sorprende, don Fulgencio, la cosa; la niña parece más despierta que el niño...

—Cuanto más inferior la especie, amigo Carrascal, antes llega á madurez; según se asciende en la escala zoológica, es más lento el desarrollo de la cría...

—Sin embargo, suelo pensar si las hijas heredarán del padre la inteligencia y de la madre la voluntad, y si será cierto lo que aseguraba Schopenhauer de que los hombres heredan la inteligencia de la madre y la voluntad del padre...

—Eso lo dijo el terrible humorista de Danzig porque su padre se suicidó y su madre escribió novelas, cuando acaso el suicidio fué la novela de su padre y las novelas fueron el suicidio de su madre.

Cuando Rosita, que es muy caprichosa, llora, exclama el padre:

—Déjala llorar, mujer, déjala llorar que así se le desarrollan los pulmones. Que los meteorice con el llanto. Trae al despertarse su tensión nerviosa que ha de descargar y lo hace llorando. Y como tiene que llorar tanto ó cuanto inventa motivo. Te pide ese dedal y se lo das; te pedirá luego el reló y se lo darás, y luego otra cosa y al cabo la luna sabiendo que no se la puedes dar, para motivar sus lágrimas. Déjala llorar, mujer, déjala llorar; que se meteorice.

Y son los besos á enjugar las lágrimas mientras don Avito frunce las cejas, son los besos de inconciente protesta, son los besos con que á las barbas del pedagogo regala á su hija, llenándola de microbios mientras desde un rincón mira de reojo Apolodorín, con tristes ojos de genio abortado.

Esta niña, estos lloros, estos besos... ¡oh, el feminismo!

Y pasa tiempo y la niña empieza ya á coger cepillos, un barómetro, lo primero que encuentra y lo envuelve en un babero y lo arrulla apretándolo contra el seno, y le mece cantándole. Y el padre espía cómo arrulla y mece al barómetro y se empeña en que lo acuesten con él, con el guingo ó niño. ¡Oh, el instinto! ¡el instinto! ¡palabra que inventó nuestra ignorancia!

Acaba de llegar Carrascal á presencia de don Fulgencio cuando éste, con la jícara de chocolate, frío ya, al lado, medita un aforismo.

—¡Nada, no acabo de resolverlo!—exclama de pronto el filósofo, rompiendo el silencio con que ha recibido á su fiel don Avito;—aforismo le hay, no me cabe la menor duda, aforismo le hay, pero ¿en qué sentido? ¿hemos de decir que la mujer nace y el hombre se hace ó viceversa, que nace el hombre y se hace la mujer? ¿es la mujer de herencia y el hombre de adaptación ó por el contrario? ¿cuál es el primitivo? ¿ó se han diferenciado de algo primitivo que no era ni hombre ni mujer?

—Precisamente...—empieza Carrascal, asombrado de esta concordancia de preocupaciones.

—Porque—continúa el filósofo volviéndose ya al chocolate—la mujer es rémora de todo progreso...

—Es la inercia, la fuerza conservadora...—agrega don Avito.

—Sí, ella es la tradición, el hombre el progreso...

—Apenas si discurre...

—Hace que siente...

—Como no parimos, exagera los dolores del parto...

—Como discurrimos, finge discurrir...

—Es un hombre abortado...

—Es el anti-sobre-hombre.

Óyense pasos de doña Edelmira, métese en la boca el filósofo una sopa de chocolate y callan los dos hombres.

—Acuérdate, Fulgencio—dice, luego de saludar á don Avito, doña Edelmira—de que hoy tienes que ir á casa del notario...

—¡Ah, es cierto, memoria mía!; pero ¡qué cabeza...!

—¡Qué memoria tienes, chico! Mira que si lo dejas...

—Nada, que si lo dejo me perdía cinco mil pesetas...

—Y luego hubieras dado contra mí... Pero ¡qué memoria!...

—Mi memoria eres tú...

—Y tu voluntad...

—¡Hombre, hombre...! ¡digo, mujer!

—Sí, aunque esté aquí este señor...

—Nada, que podía haberme perdido cinco mil pesetas... ¡Que Dios te lo pague, memoria mía!

—¿Dios?—pregunta don Avito así que se ha retirado doña Edelmira.

—Ya le tengo dicho cien veces que no tenga esa manía á Dios, que no padezca de teofobia que es mala enfermedad, y sobre todo á cada cual hay que hablarle en su lenguaje, so pena de que no nos entendamos; ¿qué más da, después de todo, decir Dios que decir...?

—Sin embargo...

—¿Y cómo hablar, si no, á las mujeres?

—¡Ah, las mujeres, rémora de todo progreso...! apenas si discurre...

—Hace que siente...

—Es un hombre abortado...

—Es el anti-sobre-hombre...

Y continúa el dúo, al acabar el cual, exclama don Fulgencio pensando en el Sócrates de los diálogos platónicos:

—¿No quedamos, Carrascal, en que es el hombre lo reflexivo y lo instintivo la mujer?

—Quedamos.

—¿No parece que sea la mujer la tradición y el hombre el progreso?

—Así parece.

—¿No resulta ser la mujer la memoria y el hombre el entendimiento de la especie?

—Resulta así.

—¿No decimos que la mujer representa la naturaleza y la razón el hombre, Avito?

—Eso decimos.

—Luego la mujer nace y el hombre se hace—agrega triunfalmente don Fulgencio.

—¡Luego!

—Y el matrimonio, mal que nos pese, amigo Carrascal, es el consorcio de la naturaleza con la razón, la naturaleza razonada y la razón naturalizada; el marido es progreso de tradición y la mujer tradición de progreso.

Carrascal mira, sin responder ya, al Simia sapiens, que parece reirse y luego al cartel de «si no hubiera hombres habría que inventarlos», mientras el filósofo se enjuga, con frote trasverso, la boca.

Cuando don Avito llega á casa está su anti-sobre-hombre besando en la garganta á Rosita que se agita riéndose á carcajadas, bajo el cosquilleo de la caricia, mientras lo contempla desde un rincón, con sus tristes ojos de genio. Apolodorín.

Y en tanto entra doña Edelmira en el despacho de su marido.

—Vamos á ver, Fulgencio, qué demonio traéis aquí los dos encerrados las horas muertas y charlando de tonterías...

—¿De tonterías, mujer?

—¿Y de qué otra cosa más que de tonterías pueden hablar dos hombres solos que se están dale que le das á la sin hueso?

—Mira que tú...

—Sí, hombre, que yo entiendo muy bien de todo; te lo he repetido mil veces, hasta de tus extravagancias...

—Es que tú eres una excepción...

—No, la excepción eres tú, Fulgencio... ¿Cuánto va á que murmuráis de nosotras, de las mujeres?

—¡Pero qué cosas se te ocurren...!

—Vamos, Fulge, seme franco; ¿á qué estabais murmurando?

—Hablábamos de ciencia...

—Bien, vosotros los hombres llamáis ciencia á la murmuración...

—¡Pero qué cosas se te ocurren, Mira! ¡Y qué guapetona te conservas todavía...!

—Bueno, sí, te entiendo... ahora me vienes con piropos para despacharme ó para no contestarme... Vaya, deja eso, y ven á leerme un poco y luego á coserme unas cosas en la máquina.

—Pero...

—No, hombre, no, nadie lo sabrá, no tengas cuidado. Anda, deja eso, hombre, déjalo.

 

 

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