XI

 

Con la invasión del amor ¡qué marea de melancolía! Es un sentir la vida como un derretimiento, es un soñar en dormirse para siempre en brazos de Clarita.

Va de paseo á orillas del río; de los blancos álamos nievan aladas semillas, copos de vida. Y ve que se agolpan las gentes á contemplar algo. Es que va flotando en las aguas, llevado por la corriente, un hombre muerto. Parece dulcemente dormido, mecido por las ondas suaves. Va á posarse sobre él una de las mullidas simientes de los álamos.

«El hombre vivo va al fondo, muerto flota»—piensa Apolodoro, y empieza al punto á cavilar, con la sangre paterna, en el principio de Arquímedes—«pesa ahora menos que el agua... peso específico menor que cero; de vivo pesaba más que ella, por encima de cero... luego la vida pesa... la vida pesa y la muerte aligera... ¡Duerme! duerme...

Duerme, niña chiquita,

que viene el Coco

á llevarse á las niñas

que duermen poco...

¡pobre madre!...» «Ya te tengo dicho que no le cantes esos desatinos, que no le mientes al Coco, ¡Marina!...» Esta es la letra, letra paterna, mientras la música, música materna, va cantándole por debajo: «vida... sueño... muerte... muerte... sueño... vida... vida... sueño... muerte... muerte... sueño... vida...»

«¿Y si esa alada simiente posara en él y en él prendiese y fuera flotando el cuerpo por el océano, isla errante, llevando plantas? La circulación universal... omne vivum ex ovo... ex nihilo nihil fit... el círculo vital... trasformación de materia y fuerza... conservación de la energía...

Duerme, niña chiquita,

que viene el Coco...

lo Inconocible... lo Inaccesible...»

—Es un espectáculo bien poco artístico.

Vuélvese y se encuentra de manos á boca con Federico. Reprime un gesto de impaciente porque le inquieta y desasosiega este Federico, sonriente siempre, pero con sonrisa de máscara.

—¿Usted por aquí, por el campo, Federico, usted?

—¡Psé! de vuelta de una visita. Además conviene verlo de vez en cuando para mejor apreciar luego los encantos únicos de la ciudad, única morada digna del ser racional, pues el campo lo es del animal humano.

Apolodoro procura distraerse; no puede resistir la roja corbata de Federico, esponjosa é hinchada, que le revienta del cuello.

—Algún melancólico—dice Apolodoro como hablando consigo mismo,—monomanía... lipemanía...

—No—contesta Federico,—alguno á quien aterraba la muerte.

—¿Pues cómo?

—Se entregó á ella sin duda porque la odiaba, como se entregan á la mujer algunos hombres...

—¡Paradojas!

—¡Tal vez! Sólo se suicida el que odia á la muerte; los melancólicos enamorados de ella viven para gozar en esperarla, y así cuanto más tiempo la esperan, más tiempo gozan, y el melancólico es ante todo y sobre un sensual, un... ¡cuerpo de Baco, qué crimen!

—¿Cuál es el crimen?—y se vuelve Apolodoro.

Pasa un joven dando el brazo á una muchacha cuyos ojos, fijos en él, parecen flores de vida. Apóyase la muchacha perezosamente en su hombre.

—¡Qué chica más hermosa era!—exclama Federico.

—Y lo es.

—Ya no; ha perdido la virginal inmadurez; ese bárbaro la ha hecho fructificar... ¿Ve usted ese talle? Eso es un crimen, un crimen que debiera castigarse...

—Pero si es su marido...

—Eso es un crimen, digo. Hay que restablecer las vestales y que quemen de continuo incienso en el altar de Citerea... ¡bárbaro!

—Pero si es un excelente sujeto...

—Todo el que se apodera y hace dueño de una mujer hermosa es un bruto. Una belleza debe ser el noli me tangere, el «mírame y no me toques» del vulgo, es para los ojos tan sólo.

—No pensaba usted así...

—Hace tres días, ¿no es eso? ¡Exacto! Las ideas duran como las corbatas, hasta que se gastan ó pasan de moda.

Apolodoro se queda mirándole á la insolente corbata.

—El otro día conocí al fin á su padre de usted, á don Avito. Es un sujeto interesante. Le felicito...

Siente Apolodoro que algo así como una bola le tapona el gaznate, y le entran ganas de arrancar á Federico la corbata y de tirársela al río.

—Sus concepciones pedagógicas ofrecen tanto atractivo como las concepciones opuestas... Eso de la pedagogía no ha entrado aún en un campo verdaderamente experimental, aunque, por lo visto, algo ha intentado en tal sentido su señor padre de usted...

Y como Apolodoro calla, dice de repente Federico:

—¿De modo y manera que queremos á Clarita?

—¿Queremos?—preguntó Apolodoro al notar que el otro recalcaba la palabra.

—Queremos, sí.

—Pero es que queremos...

—Es primera persona del plural del presente de indicativo, plural de yo, según dicen, aunque no veo porque ha de ser más plural de yo que de tú, puesto que se trata ahora de usted, que es un tú y de mí...

—Los dos somos yos...

—Y los dos tús.

—Sin duda.

—Luego si por una parte es usted un yo y yo otro yo, y por otra parte usted un tú y yo otro tú, resultamos ser los dos yo y tú á la vez. Bien dijo el filósofo, que todo es uno y lo mismo. De donde resulta que queremos los dos á Clarita.

—¿Queremos?

—¡Sí, la queremos, usted... y yo!

—¿Y usted?

—¡Sí, yo!

—¿Usted?

—Sí, yo; y la cosa es clara, amigo Carrascal, usted la quiere, yo la quiero, ella es querida por los dos y decide entre ambos...

—Pero...

—Sí, hombre, sí, que no reconozco aquí el derecho de primer ocupante ó pretendiente á ocuparla y que aspiro también, como usted, á la posesión de Clarita. Simple cuestión de concurrencia.

—Es que...

—Es que no tienen usted y ella celebrado ningún contrato y no sé por qué, aunque estén ustedes en relaciones, no he de intentar yo romperlas.

—¿Pero en tal concepto la tiene usted?

—Hombre, usted me es útil, me ha preparado el terreno, la ha aficionado á tener novio, es mi precursor...

—¿Y sería usted capaz de estropearla, si llegase el caso?—exclama de pronto, como por súbita inspiración, Apolodoro.

—¡Bah! Esa obligación del respeto á las vírgenes hermosas sólo reza, como tantas otras cosas, con los demás...

«Pero ¿por qué no le pego?—piensa Apolodoro—debo pegarle... Y para qué... para qué... papá dice que no hay por qué ni para qué sino cómo... Y ¿cómo le pego?»

—Quedamos, pues, amigo Apolodoro, en que la queremos los dos y será menester que ella se decida por uno...

«¿Por quién me tomará este hombre?»

—Bueno, que decida ella...

—Es sin duda la posición más despejada y más gallarda. Además, si se decide por mí dejándole á usted, en tal caso, claro está, no merece que usted se inquiete ni lo tome á pechos, porque una novia que deja así á su novio, sin más que por atravesarse otro en el camino... Pero ¿en qué piensa usted, amigo Carrascal?

—¡Ah, es verdad! ¿decía usted?

—Hombre, bien podía su padre que tantas otras cosas le ha enseñado, haberle enseñado educación.

—¿Educación?

—Sí, educación. ¿No sabe usted lo que es?

—No ocupa puesto en la clasificación genética de las ciencias.

—Pero qué guasón está usted...

—¿Guasón? No sé lo que es eso.

—¿Y usted pretende á Clarita?

«Pero por qué no le pego... para qué no le pego... cómo no le pego...» Y llegan así á la entrada de la ciudad.

—Conque quedamos en remitir á ella el pleito y que lo decida, ¿no es eso? ¡Y tan amigos! Hasta más ver.

¡Qué laxitud! ¡qué enorme laxitud! ¡qué ganas de derretirse con la ciencia toda acumulada en su cerebro! «Y toda esta ciencia, cuando yo muera y mi cerebro se descomponga bajo tierra, ¿no se reducirá á algo? ¿en qué forma persistirá? porque nada se pierde, todo se trasforma... Equivalencia de fuerzas... ley de la conservación de la energía... ¡Ay, Clarita, mi Clarita! ¡Qué vida ésta, Virgen Santísima, qué mundo! Y todo ¿para qué? ¿qué más da? Ese Federico, ese Federico... ¿habrá querido burlarse de mí? ¿llevará á cabo sus propósitos? ¿la pretenderá? Pero ella no me dejará, no puede dejarme, no debe dejarme, no quiere dejarme... ¿Me quiere? ¿Hay modo de saber cuándo una mujer nos quiere? ¿Quiere de veras una mujer? ¿me quiere? Ese Federico... ese Federico...»

—Luis, Luis mío...

—¿Mamá?

—La he visto, la he conocido, Luis, la he conocido... me gusta.

—¿Te gusta?

—Sí, Luis, me gusta... Aquí está papá, Apolodoro.

Y Apolodoro se retira á trabajar en un cuento largo ó pequeña novela, sentimental y poética, que trae entre manos, porque le ha entrado, á despecho de su padre, una gran comezón por ser literato, puro literato, no pensador, ni filósofo, ni sociólogo, sino poeta, aunque sea en prosa, y cuenta las angustias de un primer amor y lima y acaricia la forma que quiere salga amorosa y dulce al oído y se esmera en los remates psicológicos, y á tal propósito analiza sus propios sentimientos y va ya á sus entrevistas de amor con una finalidad artística. Empieza á amar para hacer literatura y ha erigido dentro de sí el teatro y se contempla y se estudia y analiza su amor.

«Porque... vamos á ver; después de todo, ¿no me aburro con Clarita? ¿no es estúpida la conversación que me da? ¿tiene acaso algún ingenio la pobre muchacha? ¿dice más que gansadas y vulgaridades? La quiero por inercia, por hábito; soy una víctima del amor. Sé todo esto, pero así que me encuentro á su lado lo olvido ya y no discurro. Y en cuanto á guapa... no, no es guapa; es como tantas otras... pero, sí, ¡es la más guapa! ¿No será que me he acostumbrado á su cara?»

 

 

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