XII

 

¿No está hoy Clarita displicente? ¿no se distrae sin motivo justificado? Contesta, no á lo que Apolodoro le pregunta, sino á lo que ella cree que le iba á preguntar, y aunque esto sea genuinamente femenino ¿no indica algo? Mas no se puede hablarle de Federico, ni siquiera dejarle presumir que se presume algo. Y don Epifanio mismo ¿no parecía hace poco con cara de pocos amigos? Hay que redoblar la ternura.

—Tú, tú eres la verdadera Pedagogía, mi pedagogía viva, mi pedagogía—y se le acerca.

—No me pongas ese nombre tan feo...

—¡Es verdad, Clara, mi Clara, Clarita!

Silencio. «Pero ese Federico...»—piensa Apolodoro, á quien saca de su ensimismamiento este disparo:

—¿Oyes misa, Apolodoro?

—Como tú quieras, Clarita—y al decirlo álzansele las figuras de su padre y de don Fulgencio, como dos nubarrones, sobre la conciencia.

—Como yo quiera... como yo quiera no... ¿la oyes?

—Pues no, no la oigo, pero la oiré—y piensa: «acaso oyéndola disipe á Federico...»

—¿Rezas por las mañanas al levantarte y al acostarte por las noches?

—Rezaré.

—Pero tu madre...

—Mi madre no es nadie en casa...

—Debes ir á ver á don Martín, no te quiero judío...

—Es que...

—Es que no te quiero judío.

—Bueno, Clarita, pero mira...

—¿Irás á ver á don Martín?

—¿Para que me convierta?

—¿Irás á ver á don Martín?

—¿Pero para qué?

—¿Irás á ver á don Martín?

«¡Qué irracional es una mujer!» piensa, y en voz alta:

—Iré á ver á don Martín.

—¿Conque irás á ver á don Martín?

—Sí, mujer, sí, iré á verlo.

—Bueno, así te quiero.

—¿Así me quieres? ¿me quieres así? ¿me quieres? ¿me quieres, dí? ¿me quieres? No bajes los ojos; vamos, Clarita, sé buena; ¿me quieres?

—Ya lo sabes...

—Ya lo sabes, no; ¿me quieres?

—Pero, hombre, eso no se pregunta.

—Sí, se pregunta, se pregunta eso; te he prometido ir á ver á ese don Martín; dí, ¿me quieres?

—Pues bueno, sí.

«Pues bueno, sí... este «sí» con ese «pues bueno»... ese Federico... ese Federico...»

Sepáranse y apenas separados se pone Clarita, cándidamente, á contestar á Federico. Y piensa: «Me gusta ese chico y presenta la cuestión muy clara; quiere que despache á Apolodoro para tomarle á él. Apolodoro ¡pobrecillo! ¡es tan bueno, tan infeliz! ¡me quiere tanto! Y yo ¿le quiero? Y ¿qué es eso de querer? ¿qué será eso que llaman querer? No, no está bien hecho despacharle así, después de haberle admitido, pero... ¿por qué no está bien hecho? Ellos nos dejan por otra cuando esta otra les gusta más: ¿hemos de ser nosotras menos que ellos? Y el otro ¿me gusta más acaso? A papá creo que no le hace mucha gracia Apolodoro, le parece algo estrafalario, pero... ¡es tan bueno! ¡tan infeliz! ¡me quiere tanto! Federico es más elegante, parece más listo, es menos raro, es más... En fin, allá ellos, que lo arreglen; le diré á Federico que sí y que no, que estoy comprometida pero que no estoy comprometida, y no le daré esperanzas ni se las quitaré tampoco. Y luego que riñan ellos y á ver quién puede más; que será Federico, de seguro... Me parece más hombre.» Y contesta á Federico unas cuantas ambigüedades que le esperanzan.

Y el pobre Apolodoro quiere ser algo, quiere ser algo por ella y para ella, y trabaja en tanto en su novelita. Tras horas de meditación se levanta desesperanzado diciéndose: «jamás seré nada». Y al salir de su cuarto ve pasar la imagen de su madre, con un suspiro mudo en los labios y la indiferencia del estupor crónico en los ojos.

«Voy esta noche á provocar una escena que me hace falta, la escena en cuya descripción estoy atascado... No puede dudarse de que una novia, aparte de otras cosas, es un excelente sujeto de experimentación literaria. Tiene razón Menaguti, los grandes amores tienen por fin producir grandes obras poéticas; los amores vulgares terminan en hacer hijos, los amores heroicos en hacer poemas ó cuadros ó sinfonías. Veremos esta noche.»

He aquí la noche y Apolodoro, en el portal, se siente más osado, atrayéndole su novelita por delante mientras la sombra de Federico le empuja por detrás. Empieza el corazón á martillearle la cabeza, coge á Clarita y de buenas á primeras la abraza, dejándose ella hacer. «Estoy conquistador, resuelto, masculino.»

—¿Me quieres?

—Ya lo sabes, pero déjame... déjame...

Y apretándola contra su pecho, con voz sofocada:

—Ya lo sabes, no; ¿me quieres?

Se le escapa á ella un sí.

—¿Sí, nada más?

—Pues ¿qué quieres que te diga? pero déjame... déjame...

Apolodoro le mira á los ojos y ella los cierra para que no hablen. Le besa y ella tiembla; aprieta sus labios contra uno de los ojos de la muchacha, y ésta, de pronto, azorada:

—¡Mi padre!

Y se separan.

«¡Pobrecillo! ¡pobrecillo! ¡cuánto me quiere! ¡Y habrá creído lo de que venía mi padre!»

Y él: «no ha resultado el experimento, no ha resultado; esto no es lo que necesito; hay que repetirlo.»

Cuando llega don Epifanio llama aparte á su hija, que acude con el pecho anhelante, y le dice:

—Mira, hija mía, allá tú, que esas son cosas vuestras; pero que sepas que estamos al cabo de todo. Tú verás, digo, pero no estás ya en edad de juegos, aunque tú creas otra cosa, que no la crees. Piénsalo en serio. Los dos son buenos chicos, pero alguno será mejor. Este es tan raro... En fin, tú verás, Clara, tú verás; pero la cosa es que te decidas y les hagas que se decidan, porque así no podemos estar. Resuélvete de una vez y juega limpio.

—Es que...

—Es que eso es cosa tuya y eres tú quien tiene que decidirlo. La cuestión es que no digan—y dejando aquí plantada á su hija, se sale.

Y rompe á llorar la muchacha, invadida por una vergüenza enorme. ¿Es que la creen una chiquilla, una coquetuela? Entra la madre y entonces Clarita se deja sentar ahogando los sollozos.

—Vamos, boba, no te pongas así, que todo ello no vale la pena. Decídete de una vez. Las demás también hemos pasado por trances parecidos. Para casarme con tu padre tuve que dar calabazas á un estudiante de minas, y no me pasó nada, ni le pasó nada á él. Ese hijo de don Avito...

—Pero, mamá...

—Sí, sí, si ya lo comprendo y es natural; pero hay que ponerse en las cosas...

—Es que...

—¡Quiá! tú no le quieres; te equivocas. Quererle... quererle... sí, todos nos queremos unos á otros, es natural. Es un prójimo al fin y al cabo y hay que querer á todos; pero querer, lo que se llama querer, mira, eso viene después de casada, con los años, cuando una menos se lo figura.

Clarita oculta la cara entre las manos y llora, llora de vergüenza; no sabe bien por qué llora. Levanta al cabo la frente y dice: «¡bueno!» Y se decide que sea esta noche la primera entrevista con Federico.

Y esta misma tarde llama don Avito en casa de don Epifanio; entrevístanse y se saludan. Viene Carrascal á pagarle la última mesada de su hijo.

—Y le comunico, don Epifanio, que no va á poder seguir viniendo al dibujo con usted.

—Está bien.

—No estaba del todo descontento de su enseñanza.

—Muchas gracias.

---No, no estaba del todo descontento de su enseñanza, para lo que aquí se usa, pero tengo mis planes respecto á mi hijo, amigo don Epifanio.

—Es natural.

—Y usted comprenderá que teniendo yo planes...

—Claro está.

—Acaso usted mismo...

—No, no, yo no los tengo; ¿para qué?

—Pero querrá para su hija...

—Lo que ella más quiera.

—Es que...

—Es que eso es cosa de ellos.

—Pero mis planes...

—¿Planes? ¿qué más da? Cada cual es cada cual y por todas partes se va á Roma...

«Este hombre es un imbécil», piensa don Avito y levantándose:

—Pues bueno, yo sabré qué hacer...

—Me parece bien, señor Carrascal, me parece bien.

—¡Usted siga bueno!

—Beso á usted la mano.

Y ya en la calle se dice don Avito: «No tengo carácter... teorías, nada más que teorías... Me está saliendo cualquier cosa... Marina... Marina... esta Marina... ¡oh, la herencia!» Y sin saber cómo, por atracción del abismo sin duda, se encuentra en casa de don Fulgencio.

—Déjele, por Dios, amigo Carrascal, déjele que adquiera la experiencia del amor, y como el amor no da fruto de ciencia más que muerto, como el grano de que la Buena Nueva nos habla, déjesele que se le muera. Necesita desengaños para que aprenda á conocer el mundo; le es precisa la muerte de la vida, tiene derecho á la muerte de la vida. ¿Tiene apetito?

—Cada vez menos.

—Buena señal.

Y al salir de casa del filósofo, se dice don Avito: «Pero este hombre... este hombre... este hombre me está engañando... me ha engañado... ¡la ciencia! ¡la ciencia!» Se encierra en su cuarto y se pone á leer un tratado de fisiología.

Se ha publicado en una revista la novelita de Apolodoro y ha sido recibida con absoluta indiferencia, menos por su padre, que ignorante del caso, no sale de su asombro. «Me he equivocado—se dice—me he equivocado; de aquí no sale nada; me ha faltado voluntad para imponer la pedagogía; la pedagogía no me ha enseñado á tener voluntad; esta Marina... esta Marina...» Pero se rehace, vuelve á leer el trabajo de su hijo y va encontrándole algo. «Sí, es indudable, tiene cosas; todavía se puede hacer de este muchacho, si no un genio, algo que se le parezca, y ¿por qué no un genio? El genio es la paciencia, su aparecer es cosa de largo proceso. ¿Y es que acaso se han acabado los genios literarios? Esperaré.»

A Clarita, que ha empezado á leerla y que está ya á punto de dejar á Apolodoro por Federico—para hacerlo pidió un plazo á sus padres y á su nuevo novio,—le ha aburrido soberanamente la tal novelita, y como ha adivinado haber servido de materia literatizable, acaba diciéndose: «pero este Apolodoro, este Apolodoro... ¡pobrecillo!»

Y Apolodoro sufre con el fracaso, con el absoluto fracaso; ni un ataque violento, ni una censura, no más que una mención de obligado elogio de Menaguti, que alaba lo que hay de él en la obra. Parece que desde la publicación de la novelilla hay más ironía en las miradas de los amigos y conocidos, porque es indudable que todos se ríen de él por dentro. Y Clarita, cada vez más fría, cada vez más reservada, nada de eso lo dice, pero lo ha leído.

¿Y sigue queriendo á Clarita? ¿la ha querido alguna vez de veras? Ahora, luego de haberla aprovechado para hacer literatura, parece que el amor se le desvanece.

Mas la herida honda la recibe de don Fulgencio, á quien hace tiempo que no veía.

—Bien, Apolodoro, bien, bien merecido lo tienes. Un fracaso, un completo fracaso. Eso no es nada. ¿Has querido ser artista? Bien merecido lo tienes. Porque no creas que he dejado de comprender que tu preocupación principal ha sido la forma, la factura, el estilo, ¡cosas de Menaguti! Allí aparece tu novia, hacia la mitad, pero es tu novia vista por ojos de Menaguti. Ni aun á tu novia has sabido ver por ti mismo. Bien, bien merecido. ¿Conque estilo, forma, eh?

—En la forma consiste el arte.

—¿En la forma? ¿en la forma dices? Saber hacer... saber hacer... ¡mezquindad! La cosa es como dicen por ahí, pensar alto y sentir hondo, y perdona que...

—Es que eso impide...

—Sí, no sigas, lo impide, sí, lo impide. Ya sé lo que ibas á decir, si un pensamiento elevado ó un sentimiento hondo pierden su elevación ó su hondura por estar bien dichos. ¿No es eso?

—Yo creo que las realzan.

—Pues crees mal. Apolodoro, crees mal. La pierden, pierden su elevación y su hondura por estar bien dichos, eso que llamamos bien dichos, que es á medida de las tragaderas del común de los mortales que ni se elevan ni ahondan, ni quieren fatigarse en pensar ni en sentir, sino que se les dé todo hecho. Has querido ser clásico... ¡buen provecho te haga! Lo clásico es repugnante; el saber hacer es repugnante. Shakespeare fundido con Racine sería un absurdo. ¡El arte es algo inferior, bajo, despreciable, despreciable, Apolodoro, despreciable! Y el buen gusto es más despreciable aún. ¿El arte por el arte? ¡porquerías! ¿el arte docente? ¡porquerías también! Es preferible sacudir las entrañas ó las cabezas de cuatro semejantes, aunque sea lo menos artísticamente posible, á ser aplaudido y admirado por cuatro millones de imbéciles. Métete, métete á artista. Bien merecido lo tienes.

Apolodoro sale de casa del maestro diciéndose: «¡me ha fastidiado! ¡fracaso! ¡fracaso completo! Nadie me hace caso; todos se burlan de mí aunque me lo ocultan; Clarita no me quiere; ese Federico... ese Federico... Y luego que me venga Menaguti con todo eso del arte... ¡El arte! ¿tendrá razón este hombre? ¿será una porquería?»

 

 

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