XIII

 

Clarita sueña un duelo por su causa, mas no hay tal duelo. En la primera entrevista que tiene á solas con Federico, lo primero que éste hace es cogerla en brazos y besarle furiosamente la boca, y ella, en desmayo, bajo el machaqueo del corazón, piensa: «¡este es un hombre! ¡pobre Apolodoro!» Federico acostumbra hacer lo primero que el cuerpo le pide, lo que le da la real gana, y gracias que ante gente, puesta la irónica máscara, se contenga.

—Y en adelante has de ser mía y sólo mía, ¿has oído?

—Sí.

—¡Ah! y tienes que escribir á ese una carta que voy á dictarte.

—Hombre...

—No tengas cuidado; sé lo que debes decirle.

—Pero ya la haré yo...

—¡Bueno!

Y se encuentra Apolodoro, en una tarde lluviosa, con la carta fatal, y apretándola en el bolsillo, se echa á la calle, á tomar el aire, á andar sin rumbo, bajo los latidos de la cabeza. Y sufre á la vez del fracaso del cuento, y cree que cuantos cruzan con él le miran y se ríen de él por dentro. Y en esto se encuentra con el melenudo Menaguti, el poeta sacrílego, sacerdote de Nuestra Señora la Belleza.

—¿Qué es eso, joven? ¿no disciernes á la gente, amigo Apolodoro?

—¡Ah, dispensa...!

—¿Qué es eso de dispensa? ¿qué te pasa? ¿qué te acaece?

—¡Oh! nada... nada...

—¿Nada? ¿No cosa nada? No te vale ocultarlo... mira que me adiestro en la inquisición psicológica... y esos ojos, ese aspecto...

—Pues bien, sí, que Federico me ha quitado la novia.

—¿Federico Vargas?

—El mismo.

—¿Y á eso denominas nada, no cosa nada, nonada? ¿Y dejas que ese... esportulario del espíritu te birle la novia? ¿Y así lo dejas?

—¿Y qué le voy á hacer?

—¿Qué? Bien se echa de ver que tu genitor te ha empapuzado de ciencia, de esa infame bazofia que con la religión es la causa de nuestra ruina. «Los sabios y los ricos no sirven más que para corromperse mutuamente»; acabo de leerlo en Rousseau. ¡Oh, la libertad! ¡la santa libertad! ¡Virgo Libertas!, para los que merecemos ser libres, se entiende, que somos muy pocos. ¡Oh, la Belleza! ¡la santa Belleza! ¡Alma Venustas! Eres un esclavo, Apolodoro.

—¿Y qué le voy á hacer?

—¿Qué? ¡matarle!

—¿Matarle? ¿pero sabes lo que estás diciendo?

—¡Matarle ó matarte! Justar vuestras vidas ante Helena.

—Se llama Clara, Hildebrando.

—Sé lo que me digo, justar vuestras vidas ante Helena, ante la mujer.

Nam fuit ante Helenam cunnus deterrima belli

Causa, sed ignotis perierunt mortibus illi.

Te lo digo en latín para no escandalizar tus oídos, no avezados á la hermosa sinceridad pagana. Justa tu vida ante Helena, y si no eres capaz de ello... ¡esclavo!—y al decir esto se sacude la melena,—enviar tu dimisión de la vida al

brutto

poter, che ascoso, a comun danno impera

que dijo Leopardi, al Ser Supremo, como le llaman los que pretenden conocerle mejor.

—Pero fíjate en que...

—No me fijo. Anda, vé ahora mismo y provócale, y si no le provocas no eres hombre. Provócale... ¡que le provoques te he dicho! Y no vuelvas á ofertarme la palabra sino después de haberle borrado del libro de la vida ó de haberte borrado de él tú. ¡A provocarle!—y le vuelve las espaldas.

Y se queda Apolodoro suspenso, retintinándole el «¡provócale!» Y recuerda cuando de niño presenció una mañana aquella famosa cachetina entre Pepe y Narciso, y como rodeaban á uno y otro los amigos de ambos, y mientras se miraban los desafiados diciéndose: «¡anda, dame motivo!», les gritaban del corro: «anda con él, ¡cobarde, cobardón! ¡te puede! ¡que te puede! ¡anda! ¡provócale! ¡mójale la oreja! ¡anda! ¡provócale! ¡provócale!» «¡Provócale! ¡teorías! ¡pedagogía también! ¡mátale ó mátate! ¡mátate... mátate...!» y se encuentra de manos á boca con Federico.

—¿Hombre, usted por aquí?

—¡Sí, tenemos que hablar!

—Cuando usted quiera, donde quiera y como quiera: ¿le conviene ahora y aquí mismo, según paseamos?

—Es que...—empieza Apolodoro vencido por esta decisión.

—¿Será por lo de Clarita?

—Tenemos que arreglar eso.

—¿Arreglarlo? ya ella se ha encargado de hacerlo.

—Es que uno de los dos sobramos.

—Usted, si es caso.

—Es que... tenemos que batirnos...—y apenas lo suelta, se dice: «¿pero, quién ha dicho esto? ¿he sido yo?»

—Pero venga acá, infeliz, y no sea ridículo: ¿quién le ha metido eso en la cabeza? ¿á que ha sido el imbécil de Menaguti?

—¿Es que usted cree que necesito de quién me meta en la cabeza nada?

—¡Schsch! no tan alto: no hay que dar gritos.

Y Apolodoro alzando aún más la voz:

—¿Es que cree que soy un maniquí? es que conmigo...

—Le he dicho ya que no tan alto, que si sigue dando voces tendré que meterle el pañuelo en la boca.

—¿Es que cree usted que soy un majadero?

—¡Basta! Y no sea niño ni haga el tonto. Su padre le ha echado á perder con la pedagogía. La verdad es que después de tanto prepararse, salir con esa sandez de novelita, no autoriza á pretender el amor de una joven como Clarita. Aprenda á vivir, tome tila y reflexione. Y ahora déjeme, que llevo prisa.

Y entrando en un portal le deja en medio de la calle. Brótanle las lágrimas, y al través de ellas se le enturbia el mundo, y el gusto á la vida empieza á derretírsele y se queja diciéndose: «sí, dimito, dimito... me mato... oh, este padre... este padre...»

Todos contra él, todos se burlan de él. Va avergonzado, pues le miran todos de reojo diciéndose: «ahí va el hijo de don Avito, el que va para genio... ¡pobrecillo!» El condenado mundo, todo él mentira é injusticia, empieza á estropearle el estómago, produciéndole hipercloridia, y ésta le produce hipocondría y se le envenena la sangre y la sangre le envenena el cerebro. Y llega un día en que un amigo se atreve á preguntarle: «¿Cómo va tu ex-futura?» ¡Ex-futura! ¡llamar á Clarita ex-futura!

Decide ir á vengarse viendo á don Fulgencio, la fascinadora serpiente, el hombre todo ironía y mala intención. Y verá á doña Edelmira, ¡qué buenas carnes todavía! ¡qué sonrosadas y rellenas! y ¡qué peluca!

Ya está en casa de don Fulgencio. ¡Qué extraña seriedad la del filósofo!

—¡Hola, Apolodoro! ¿qué te trae? ¿dónde has andado? ¡pareces preocupado! ¿qué te pasa?

—¡Qué me ha de pasar, don Fulgencio! Me pasa que entre usted y mi padre me han hecho desgraciado, muy desgraciado; ¡yo me quiero morir!—y rompe á llorar como un niño.

—Pero, hijo mío, pero Apolodoro... cálmate, hombre, cálmate... Alguna niñería. ¡Vamos, hombre, no seas así...!

—Que no sea así... que no sea así... ¿Y cómo soy sino como ustedes me han hecho?

—Pero, vamos, dime ¿qué te pasa? ¿Es por el fracaso del cuento? Sí, estuve duro, lo reconozco, mas has de tener en cuenta...

—No, no es eso.

—¡Ah, ya caigo! ¿Es que te ha dejado la novia?—y tras un silencio:—¡Bah!, eso no vale nada.

—No vale nada... que no vale nada... no, para usted no. ¡Y todos se burlan de mí, todos!

—¡Visiones!

—Es que me desprecia todo el mundo...

—Vamos, sé formal, ven acá, ten confianza en mí y ábreme tu pecho. Desahógate, Apolodoro, desahógate.

Y va don Fulgencio y cierra con llave la puerta del gabinete, y en lágrimas y sollozos es toda una confesión auricular de entrecortadas frases. Y al acabarla Apolodoro, se levanta el filósofo y se pasea cabizbajo, y luego acerca su silla á la del mozo, se sienta junto á él y casi al oído, en la penumbra de la caída de la tarde, le dice:

—¿Sabes lo que es el erostratismo, Apolodoro?

—No, ni me importa.

—Sí, te importa, nos importa mucho saberlo. El erostratismo es la enfermedad del siglo, la que padezco, la que te hemos querido contagiar.

—¿Y qué es eso?

—¡Ves cómo te importa! ¿Sabes quién fué Eróstrato? Fué uno que quemó el templo de Éfeso para hacer imperecedero su nombre; así quemamos nuestra dicha para legar nuestro nombre, un vano sonido, á la posteridad. ¡A la posteridad! Sí, Apolodoro—cogiéndole de una mano,—no creemos ya en la inmortalidad del alma y la muerte nos aterra, nos aterra á todos, á todos nos acongoja y amarga el corazón la perspectiva de la nada de ultratumba, del vacío eterno. Comprendemos todos lo lúgubre, lo espantosamente lúgubre de esta fúnebre procesión de sombras que van de la nada á la nada, y que todo esto pasará como un sueño, como un sueño, Apolodoro, como un sueño, como sombra de un sueño, y que una noche te dormirás para no volver á despertar, nunca, nunca, nunca, y que ni tendrás el consuelo de saber lo que allí haya... Y los que te digan que esto no les preocupa nada, ó mienten ó son unos estúpidos, unas almas de corcho, unos desgraciados que no viven, porque vivir es anhelar la vida eterna, Apolodoro. Y se irá todo este mundo y todas sus historias y se borrará el nombre de Eróstrato y nadie sabrá quién fué Homero, ni Napoleón, ni Cristo... Vivir unos días, unos años, unos siglos, unos miles de siglos ¿qué más da? Y como no creemos en la inmortalidad del alma, soñamos en dejar un nombre, en que de nosotros se hable, en vivir en las memorias ajenas. ¡Pobre vida!

Apolodoro, secas ya las lágrimas, tiembla á las palabras del filósofo.

—¿Qué soy yo? Un hombre que tiene conciencia de que vive, que se manda vivir y no que se deja vivir, un hombre que quiere vivir, Apolodoro, vivir, vivir, vivir. Yo tengo voluntad y no resignación de vivir; yo no me resigno á morir porque quiero vivir; no, no me resigno á morir, no me resigno... ¡y moriré!

Esta última palabra suena á lágrima.

—Aquí me tienes, Apolodoro, aquí me tienes tragándome mis penas, procurando llamar la atención de cualquier modo, haciéndome el extravagante... Aquí me tienes, meditando en la eternidad día y noche, en la inasequible eternidad, y sin hijos... sin hijos, Apolodoro, sin hijos...

Los sollozos ahogan sus palabras. Mozo y anciano se abrazan llorando.

—¡Oh, cuántas fantasías! ¡qué ensueños! ¡qué ensueños los de la muerte de la vida y los de la vida de la muerte! ¿Tenemos derecho á la vida? ¿tenemos deber de morir? ¡Ser dioses! ¡ser dioses! ¡ser dioses! ¡ser inmortales! ¡La muerte! ¡Mira!

Y le enseña un papel en que están escritos nombres de sabios, filósofos, pensadores, seguidos de una cifra: Kant, 80; Newton, 85; Hegel, 61; Hume, 65; Rousseau, 66; Schopenhauer, 72; Spinoza, 45; Descartes, 54; Leibnitz, 70; y otros muchos, seguidos de su cifra.

—¿Sabes lo que es esto? Los años que vivieron, hijo, los años que vivieron estos grandes pensadores, para sacar el promedio y hallar mi vida probable. ¿Ves estos papeles de este otro cajón? Proyectos de obras. Y yo me decía: «hasta que las lleve á cabo todas no me muero». ¡Y no poder tener fe... no poder tener fe en mi inmortalidad! ¿Por qué no he de ser yo el primer hombre que no se muera? ¿es acaso una necesidad metafísica la muerte? E inventé aquella broma de que quien tenga fe, robusta y absoluta fe en que no ha de morir nunca, fe sin un instante de chispa de duda, nunca morirá. Mas ¡ay de él si tiene un solo momento, por fugaz que sea, de duda! ¡ay de él si en las ansias mismas de la agonía deja que le pase sombra de duda de que no ha de morir! ¡ay de él si llega á decirse: «¿y si me muriera?»! Porque entonces está perdido, muerto. Jugaba así, ideando estas bromas, con el terrible espectro. Tú sabes que nada se pierde...

—Ley de la conservación de la energía... trasformación de las fuerzas...—murmura Apolodoro.

—Nada se pierde, ni materia, ni fuerza, ni movimiento, ni forma. Cuantas impresiones hieren nuestro cerebro quedan en él registradas, y aunque las olvidemos, y aun cuando al recibirlas no nos hubiéramos de ellas dado cuenta, allí quedan, como en toda pared quedan las huellas que las sombras todas pasajeras sobre ella proyectaran una vez. Lo que falta es un reactivo lo bastante poderoso para provocarlas. Todo cuanto nos entra por los sentidos en nosotros queda, en el insondable mar de lo subconciente; allí vive el mundo todo, allí todo el pasado, allí están también nuestros padres y los padres de nuestros padres y los padres de éstos en inacabable serie...

—¿Cómo?

—Sí, déjame que sueñe. ¿No heredamos de nuestros padres facciones, órganos, raza, especie? Pues lo heredamos todo; llevamos á nuestro padre dentro, sólo que sus más menudos rasgos, sus más personales peculiaridades están sumergidas en lo más hondo de nuestros abismos subconcientes... Y así, cuando entre los nietos de nuestros nietos surja el hombre-espíritu, cuando sea todo él conciencia, conciencia refleja su organismo todo, cuando la tenga de la vida de la última de sus células y del espíritu de ésta, entonces resucitarán en ellos sus padres y los padres de sus padres, resucitaremos todos en nuestros descendientes...

—¡Qué hermosura!—se le escapa á Apolodoro.

—Hermosura, sí, pero ¿es lo hermoso verdad? ¿Y los que no tengamos hijos, Apolodoro? Aquí está el problema que me ha torturado siempre. Los que no tenemos hijos nos reproducimos en nuestras obras, que son nuestros hijos; en cada una de ellas va nuestro espíritu todo y el que la recibe nos recibe por entero. Y ¿qué sé yo si al morirme y deshacerse mi cuerpo no se liberta alguna de mis células y convertida en ameba se propaga y propaga consigo mi conciencia? Porque mi conciencia está toda en mí y toda en cada una de mis células, Apolodoro, que éste es el misterio de la humana eucaristía... Pero... lo más seguro es tener hijos... tener hijos... Ten hijos, haz hijos, Apolodoro. ¡Qué hermosura! ¿no?

—¡Oh, qué ensueños, don Fulgencio!

—Sí, ensueños. Y leo á Weissmann, y quiero pensar que somos ideas divinas, porque necesito á Dios, Apolodoro, necesito á Dios, necesito á Dios para hacerme inmortal... Vivir, vivir, vivir...

¡Morir... dormir! ¡dormir... soñar acaso!

¿De dónde ha nacido el arte? De la sed de inmortalidad. De ella han salido las pirámides y la esfinge que á su pie duerme. Dicen que ha salido del juego. ¡El juego! El juego es un esfuerzo por salirse de la lógica, porque la lógica lleva á la muerte. Me llaman materialista. Sí, materialista, porque quiero una inmortalidad material, de bulto, de sustancia... Vivir yo, yo, yo, yo, yo... Pero, haz hijos, Apolodoro, ¡haz hijos!

Y al conjuro de estas palabras dolorosas siente Apolodoro un furioso deseo de tener hijos, de hacerlos, y se acuerda de Clarita y suspira al acordarse de ella. Al despedirse le abraza don Fulgencio, llorando. Y ya en la calle, piensa Apolodoro: «Soy un genio abortado; el que no cumple su fin debe dimitir... Dimito, dimito, me mato. ¡Pobre don Fulgencio! Me mato... si no ¿cómo voy á presentarme ante Menaguti? Pero antes tengo que asegurarme esa inmortalidad, por si es verdad, pues ¿quién sabe? ¿quién sabe? ¿quién sabrá? Mamá cree en la otra y espera y sufre, sufre á papá... cree en la otra... Ese que pasa también me mira de esa manera especial; ó ha leído mi cuento ó sabe lo de Clarita; debe conocerme ó conocer á mi padre, y por dentro se ríe de mí, como todos. ¡Oh, dimito, dimito!»

 

 

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