II


En nuestro estado mental llevamos también la herencia de nuestro pasado, con su haber y con su debe.
No se ha corregido la tendencia disociativa; persiste vivaz el instinto de los extremos, á tal punto, que los supuestos justos medios no son sino mezcolanza de ellos. Se llama sentido conservador al pisto de revolucionarismo, de progreso ó de retroceso, con quietismo; se busca por unos la evolución pura y la pura revolución por otros, y todo por empeñarse en disociar lo asociado y formular lo informulable.
Esta tendencia disociativa de visión caleidoscópica se revela hasta en los más menudos detalles, como en lo de hacer un artículo para ensartar chistes previos, en lugar de que éstos broten orgánicamente de aquél. Y á tal tendencia disociativa van aparejadas sus consecuencias. Viste bien el construir períodos sintácticos sin sustancia alguna y alinear frases; so admira un pensamiento coherente aunque no cohiera nada, se sacrifica á la consecuencia la vida concreta del antecedente y del consiguiente, al hilo las perlas que debiera engarzar.
Una de las disociaciones más hondas y fatales os la que aquí existe entre la ciencia y el arte y los que respectivamente los cultivan. Carecen de arte, de amenidad y de gracia los hombres de ciencia, solemnes lateros, graves como un corcho y tomándolo todo en grave, y los literatos viven ayunos de cultura científica seria, cuando no desembuchan, y es lo peor, montón de conceptos de una ciencia de pega mal digerida. Se cuidan los unos de no manchar la inmaculada nitidez del austero pensamiento abstracto, y huyendo de ponerle flecos y alamares, le esquematizan que es una lástima; huyen los literatos de una sustancia que no han gustado, y todavía se arrastra por esas cervecerías del demonio la bohemia romanticoide. Se cultiva lo ingenioso, no ya el ingenio, y so da vuelta á los cangilones en pozo seco. Se fabrica frases sangrientas para que corran de circulo en circulo, y otros se entretienen en pintar arabescos afiligranados en cayuela que se descascarilla al punto de ponerla á la intemperie. Creen muchos que se aprende á hacer dramas leyendo otros, á escribir novelas dándose atracones de ellas; que para ser literato no precisa otra cosa que lo que llaman, por exclusión, literatura. Y en el cultivo de la ciencia todo se vuelve centones, trabajos de segunda mano y acarreo de revistas; la incapacidad para la investigación directa va de mano con la falta de espontaneidad. Y así pasamos de latas cientificoides á fruslerías pseudo-literarias. Y aquí no puede separarse una de otra la literatura y la ciencia, porque ésta ha de venir concretada en ameno ropaje para que penetre y aquélla tiene que tener entre nosotros función docente. En el estado de nuestra cultura toda diferenciación y especialismo son fatales, hay que ser por fuerza enciclopedistas; todo el que aquí se sienta con bríos está en el deber de no encarrilar demasiado unilateralmente sus esfuerzos. Nos hallamos en punto á cultura en la situación que en punto á comercio se hallan esos lugarejos en que un mismo tenducho sirve para el despacho de los géneros más diversos entre sí.
Lo que alienta vivo y revivo es el intelectualismo de los conceptos cuadriculables y con él la ideofobia. Las ideas son las culpables de todo, de la Sistema con sus consecuencias todas. ¡Cuánta simpleza! Este conceptismo es militante y dogmático, y hasta tal punto nos corroe el dogmatismo, que le hay del anti-dogmatismo. Se malgasta y derrocha esfuerzo y tiempo en polemiqueos escolásticos y leguleyescos; la disputa es la salsa de la prensa de provincias.
Sobre todo esto se cierne la suprema disociación española, la de Don Quijote y Sancho. Este anula á aquél. ¡Qué rozagante vive el sancho-pancismo anti-especulativo y anti-utopista! ¡Qué estragos hace el sentido común, lo más anti-filosófico y anti-ideal que existe! El sentido común declara loco en una sociedad en que sólo se emplea la simple vista, la vista común, á quien mira con microscopio ó telescopio; el sentido común emplea argumenta ad risum para hacer ver la incongruencia de una opinión con nuestros hábitos mentales. « No, lo que es á mi no me la pegan, ni me vuelven á tomar de primo », exclama hoy Sancho, perdido lo más hermoso que tenía, su fe en Don Quijote y su esperanza en la ínsula de promisión. Si Sancho volviera á ser escudero, mejor aún que escudero de Don Quijote, criado de Alonso el Bueno, ¡cuánto no podría hacer con su sano sentido común!
Es un espectáculo deprimente el del estado mental y moral de nuestra sociedad española, sobre todo si se la estudia en su centro. Es una pobre conciencia colectiva homogénea y rasa. Pesa sobre todos nosotros una atmósfera de bochorno; debajo de una dura costra de gravedad formal se extiende una ramplonería comprimida, una enorme trivialidad y vulgachería. La desesperante monotonía achatada de Taboada y de Cilla es reflejo de la realidad ambiente, como lo era el vigoroso simplicismo de Calderón. Cuando se lee el toletole que promueve en Paris, por ejemplo, un acontecimiento científico ó literario, el hormiguear allí de escuelas y de doctrinas y aun de extravagancias, y volvemos en seguida mientes al colapso que nos agarrota, da honda pena.
Cada español cultivado apenas se diferencia de otro europeo culto, pero hay una enorme diferencia de cualquier cuerpo social español á otro extranjero. Y sin embargo, la sociedad lleva en si los caracteres mismos de los miembros que la constituyen. Como á los individuos de que se forma, distingue nuestra sociedad un enorme tiempo de reacción psíquica, es tarda en recibir una impresión, á despecho de una aparente impresionabilidad que no pasa de ser irritabilidad epidérmica, y tarda en perderla; los advenimientos son aquí tan tardos como lo son las desapariciones, en las ideas, en los hombres, en las costumbres.
No hay corrientes vivas internas en nuestra vida intelectual y moral; esto es un pantano de agua estancada, no corriente de manantial. Alguna que otra pedrada agita su superficie tan sólo, y á lo sumo revuelve el légamo del fondo y enturbia con fango el pozo. Bajo una atmósfera soporífera extiende un páramo espiritual de una aridez que espanta. No hay frescura ni espontaneidad, no hay juventud.

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