III


He aquí la palabra terrible: no hay juventud. Habrá jóvenes, pero juventud falta. Y es que la Inquisición latente y el senil formalismo la tienen comprimida. En otros países europeos aparecen nuevas estrellas, errantes las más y que desaparecen tras momentánea fulguración; hay el gallito del día, el genio de la temporada; aquí ni esto: siempre los mismos perros y con los mismos collares.
Se dice que hay gérmenes vivos y fecundos por ahí, medio ocultos, pero está el suelo tan apisonado y compacto, que los brotes tiernos de los granos profundos no logran abrir la capa superficial calicostrada, no consiguen romper el hielo. Un hombre que entre nosotros conserva en edad más que madura fe, vigor y entusiasmo juveniles, sostiene que aquí los jóvenes prometen algo hasta los treinta años, en que se hacen unos badulaques. No se hacen, los hacen; caen heridos de anemia ante el brutal y férreo cuadriculado de nuestro ordenancismo y nuestra estúpida gravedad; nadie les tiende á tiempo una mirada benévola y de inteligencia. Se les quiere de otro modo que como son; á nuestro rancio espíritu de intolerancia no le entra el dejar que se desarrolle cada cual según su contenido y naturaleza.
Hace poco pedía un crítico un cuarto turno en el Español para los autores noveles y desconocidos, algo así como un teatro libre. ¡Generosa ilusión! ¿Es que se sabe distinguir el brote nuevo? Nos falta lo que Carlyle llamaba el heroísmo de un pueblo, el saber adivinar sus héroes. Fundan unos muchachos una revistilla, y en seguida veréis en sus planas los nombres de tanda y de cartel. En la vida intelectual, lo mismo que en el toreo, apestado también de formalismo, hay que recibir la alternativa de manos de los viejos espadas; to demás no se sale de novillero.
Junto á este desvío para con la juventud se halla un supersticioso servilismo á los ungidos. Se ha ejercido con implacable saña la tarea de achuchar y despachurrar á los retoños tiernos, sin discernir el tierno tallo de la broza en que crecía, y no se ha tocado al muérdago y á los tumores y excrecencias de las viejas encinas, ungidas é intangibles. ¡Cuántos jóvenes muertos en flor en esta sociedad que sólo ve lo hecho y recortado, ciega para lo que se está haciendo! ¡Muertos todos los que no se han alistado en alguna de las masonerías, la blanca, la negra, la gris, la roja, la azul!...
Añádase á esto que la pobreza de nuestra nación hace duro el ganarse la vida y echar raíces; el primum vivere ahoga al deinde phiosophari. Los jóvenes tardan en dejar el arrimo de las faldas maternas, en separarse de la placenta familiar, y cuando lo hacen derrochan sus fuerzas más frescas en buscarse padrino que les lleve por esta sábana de hielo.
Para escapar á la eliminación, ponen en juego sus facultades todas camaleónicas hasta tomar el color gris oscuro y mate del fondo ambiente, y lo consiguen. No es adaptarse al medio adaptándoselo á la vez, activamente; es acomodarse á las circunstancias, pasivamente.
Vivimos en un país pobre, y donde no hay harina todo es mohína. La pobreza económica explica nuestra anemia mental; las fuerzas más frescas y juveniles se agotan en establecerse, en la lucha por el destino. Pocas verdades más hondas que la de que en la jerarquía de los fenómenos sociales los económicos son los primeros principios, los elementos (1).
Y no es nuestro mal tanto la pobreza cuanto el empeño de aparentar lo que no hay. La pobreza de la olla de algo más vaca que carnero, el salpicón las más noches, los duelos y quebrantos de los sábados, y las lantejas de los viernes, no pudieron por menos que concurrir con las noches pasadas de claro en claro en la lectura de los libros de caballerías á secar el cerebro al pobre Alonso el Bueno. Y aún corre vigente entre nosotros el aforismo del dómine Cabra de que el hambre es salud, recluta prosélitos el doctor Sangredo, y sigue asegurándose en grave que los tumores son de la fuerza de la sangre, y exceso de salud los ataques de epilepsia. Y nos recetan dieta. Y ¡mucha cuenta con decir la verdad! Al que la declare virilmente, sin ambajes ni rodeos, acúsanle los espíritus entecos y escépticos de pesimismo. Quiérese mantener la ridícula comedia de un pueblo que finge engañarse respecto á su estado.
No hay Joven España ni cosa que lo valga, ni más protesta que la refugiada en torno á las mesas de los cafés, donde se prodiga ingenio y se malgasta vigor. Y esos mismos oradores protestantes de café, briosos y repletos de vida no pocos, al verse en público se comprimen, y perlesiados y como fascinados á la mirada de la bestia colectiva, rompen en ensartar todas las mayores vulgaridades y los cantos más rodados de la rutina pública.
Se ahoga á la juventud sin comprenderla, queriéndola grave y hecha y formal desde luego; como Dios á Faraón, se la ensordece primero, se la llama después, y al ver que no responde, se la denigra. Nuestra sociedad es la vieja y castiza familia patriarcal extendida. Vivimos en plena presbitocracia (vetustocracia se la ha llamado), bajo el senado de los sachems, sufriendo la imposición de viejos incapaces de comprender el espíritu joven y que mormojean: « no empujar muchachos », cuando no ejercen de manzanillos de los que acogen á su sombra protectora. « Ah, usted es joven todavía, tiene tiempo por delante... », es decir: « no es usted bastante camello todavía para poder alternar ». El apabullante escalafón cerrado de antigüedad y el tapón en todo.
Los jóvenes mismos envejecen, ó más bien se avejetan en seguida, se formalizan, se acamellan, encasillan y cuadriculan, y volviéndose correctos como un corcho pueden entrar de peones en nuestro tablero de ajedrez, y si se conducen como buenos chicos ascender á alfiles.

Share on Twitter Share on Facebook