IV.

Para el ojo que se abre en el gnóstico triángulo, todas las flechas que dispara el sagitario estan quietas.

EN LOS COMIENZOS de mi iniciación estética sólo tuve ojos para gozar y amar el divino cristal del mundo, ojos como los pájaros que cantan al alba del sol. Todas las formas y todas las vidas me decían el secreto inefable del Paraíso, y me descubrían su lazo de hermandad conmigo. Ninguna cosa me era ajena, pero yo sentía la congoja del místico que sabe engañoso su camino. Las horas aun labraban una continua mudanza en mi conciencia, y el alma, eterna peregrinante, se desarraigaba del goce que conocía, para buscar un goce desconocido. En esta ansia divina y humana me torturé por encontrar el quicio donde hacer quieta mi vida, y fui, en algún modo, discípulo de Miguel de Molinos: De su enseñanza mística deduje mi estética. Yo también quería advertir en la vana mudanza del mundo la eterna razón que lo engendra en cada instante, creando la divina identidad de todos los ayeres con todos los mañanas. Fué una ^áspera disciplina hasta encontrar la norma estética sobre el mismo sendero que conduce á la beata quietud. Estaba solo, sin otra alma que me adoctrinase, y caminaba en noche obscura. Solamente me guió el amor de las musas.

Ambicioné que mi verbo fuese como un claro cristal, misterio, luz y fortaleza. En la música y en la idea de esta palabra cristal, yo ponía aquel prestigio simbólico que tienen en los libros cabalísticos las letras sagradas de los pantáculos. Concebía como un sueño, que las palabras apareciesen sin edad, al modo de creaciones eternas, llenas de la secreta virtud de los cristales. Y años enteros trabajé con la voluntad de un asceta, dolor y gozo, por darles emoción de estrellas, de fontanas y de yerbas frescas. Como un viejo alquimista busqué el rostro de su inocencia en el espejo mágico, y quise verlas nacer de la entraña del día, rosas délficas llenas de luz y llenas de esencia. Me torturé por sentir el estremecimiento natal de cada una, como si no hubiesen existido antes y se guardase en mí la posibilidad de hacerlas nacer.

Fué un feliz momento aquel en que supe purificar mis intuiciones de lo efímero, y gozar del mundo con los ojos divinizados. Igual que en las palabras, escudriñé en las acciones humanas una actualidad eterna, y vi desenvolverse las vidas por caminos sellados como la pauta de las estrellas. En estas horas fue mi maestro Pico de la Mirándola. Iniciado en parte de su ciencia, tuve como dos intuiciones, la mudable de los ojos y otra quieta, que por ser del alma despojaba todas las imágenes de la vana solicitación de la hora que pasa, y las llenaba de eternidad. ¡Pero cuánta aridez y desgana á lo largo del sendero, antes de poder imaginarme esta vida mía en el comienzo y en el final de las edades separada por siglos de siglos, y en los dos polos hallarla una! Obseso de aquella ciencia alejandrina, quería descubrir en las cosas el secreto de lo que habían sido, y el secreto de lo que estaban llamadas á ser, para alcanzar su significado hermético, en la conjunción fugaz que tenían conmigo. Y maceré mis intuiciones con el fervor de descubrir en las formas su razón eterna, y en las vidas su enigma de conciencia. Y un día, por la maravillosa escala de la luz peregrinó mi alma á través de vidas y formas para hacerse unidad de amor con el Todo. Desde una ribera muy remota contemplé mi sombra desencarnada y conté sus pasos sin eco.

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