VII.

Peregrino del mundo, si miras con todos los ojos amarás con todos los corazones, y tu intuición será un círcul

YO CONOCÍ Á UNA SANTA SIENDO niño, y nunca me fué acordada mayor ventura. Después de muchos años he vuelto como un peregrino á visitar el huerto de rosales donde en la tarde azul, la tarde que es como el símbolo de toda mi infancia, tuve la revelación de aquella santidad. Al final del camino de cipreses, en la escalinata de piedra, estaba sentada mi Madrina. Leía bajo un vuelo de palomas con el libro devoto abierto en la falda. Aun recuerdo cómo me sentí penetrado de la gracia de su mirar ideal y cándido. Aun evoco y revivo en mí la emoción sagrada. Otras muchas veces había visto á mi Madrina en igual actitud, al término del camino de cipreses que se juntaban en una sucesión de pórticos, y solamente en aquella tarde de leyenda piadosa gusté tan inefable alegría al contemplarla. Bajo la sombra de los viejos cipreses, mi alma de niño enlazaba la emoción estética y la emoción mística, como se enlazan en la gracia de la rosa color y fragancia. Acaso fué aquella mi primera intuición literaria: Yo había llegado á encarnar en la substancia de la vida y en sus sombras más bellas las historias piadosas y los cuentos de princesas que mi abuela me contaba.

La tarde azul en el huerto de rosales fué el momento de una iniciación donde todas las cosas me dijeron su eternidad mística y bella. Yo guardé aquel secreto de emociones con el recelo del niño que advierte cómo no puede ser entendido el misterio de su alma y teme profanarlo. Así callando, celando un día y otro día, el secreto infantil y cándido se convirtió en un anhelo doloroso que llenó de angustia mi infancia, que hizo gemir como un arco mi adolescencia, que ahora en la vejez me salva y me vuelve á Dios. A los nueve años me enamoré de mi Madrina. Y no he comprendido jamás cómo aquella sombra amable y bella que pasó tan de prisa por el mundo se me reveló en la tarde lejana con su encanto de azucena celeste, cuando tantas veces la había visto sin alcanzar nada de su perfume ni de su gracia. Pero desde aquel momento todos sus actos se me aparecieron llenos de un divino significado. Mi Madrina me mostraba las estampas de su libro devoto, cortaba las rosas, sonreía mirando una estrella, y todas sus acciones, al sucederse me parecían la misma, porque todas estaban ungidas de una emoción igual y única. Mi Madrina era llena gracia, y ninguna cosa en el mundo podía cambiar el sentido de su vida, que decía siempre Amor. Contemplando á mi Madrina durante horas enteras, yo experimentaba una sola emoción inefable y sutil que ascendía por luminosa escala á divinas estancias: Tránsito, Arrobo, Deliquio, Extasis. Mi alma era entonces en su amanecer de cristal y hallábase apta para comprender el sentido esotérico del mundo: Todo nacía para ella y todo le contaba el misterio del nacer. Y mi Madrina, en la más leve de sus sonrisas, decía su destino celeste, como si en cada una de ellas volviese á ser y se contuviese toda entera. Tal en la forma eucarística la substancia eterna.

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