Aprendamos á descubrir en cada forma y en cada vida aquel estigma sagrado que las define y las contiene
DOMENICO THEOTOCÓPULI, BAJO la insignificancia de nuestras actitudes cotidianas sabía inquirir el gesto único, aquel gesto que sólo ha de restituirnos la muerte. En el hospital de San Juan Bautista está colgado á la sombra del presbisterio el retrato del Cardenal Tavera. Una figura monástica, de ojos cavados y macerada sien. Domenico Theotocópuli parece ser que no había visto nunca á ese terrible místico, y alguien cuenta que la pintura donde le representa es una evocación hecha sobre la máscara mortuoria calcada por Alonso Berruguete. Confirmado está en papeles viejos que cuando el pintor cretense llegó á la ciudad castellana ya se cumplían treinta años desde que había pasado por el mundo el prócer cardenal Don Juan de Tavera. Pero la máscara donde la muerte con un gesto imborrable había perpetuado el gesto único, debió ser como la revelación de una estética nueva para aquel bizantino que aun llevaba en su alma los terrores del milenario y las disputas alejandrinas.
¡Cuántas veces en el rictus de la muerte se desvela todo el secreto de una vida! Hay un gesto que es el mío, uno solo, pero en la sucesión humilde de los días, en el vano volar de las horas, se ha diluido hasta borrarse como el perfil de una medalla. Llevo sobre mi rostro cien máscaras de ficción que se suceden bajo el imperio mezquino de una fatalidad sin transcendencia. Acaso mi verdadero gesto no se ha revelado todavía, acaso no pueda revelarse nunca bajo tantos velos acumulados día á dia y tejidos por todas mis horas.
Yo mismo me desconozco y quizá estoy condenado á desconocerme siempre. Muchas veces me pregunto cuál entre todos los pecados es el mío, é interrogo á las máscaras del vicio: Soberbia, Lujuria, Vanidad, Envidia han dejado una huella en mi rostro carnal y en mi rostro espiritual, pero yo sé que todas han de borrarse en su día, y que sólo una quedará inmóvil sobre mis facciones cuando llegue la muerte. En ese día de la tierra, cuando los ojos con las pestañas rígidas y los párpados de cera se hundan en un cerco de sombra violácea; cuando la frente parezca huir levantando las cejas; cuando la nariz se perfile con una transparencia angustiosa; cuando la mandíbula, relajada en sus ligamentos, ponga en los labios una risa que no tuvieron jamás, sobre la inmovilidad de la muerte recobrará su imperio el gesto único, el que acaso no ha visto nadie y que, sin embargo, era el mío... Contemplémonos en nosotros mismos hasta descubrir en la conciencia la virtud ó el pecado raíz de su eterna responsabilidad, y la veremos quieta y materializada en un gesto.