IV.

El alma estética deviene centro cuando ama sin mudanza, y por igual, todas las imágenes del mundo en las divinas normas.

LA MENTE DIVINA sella todo el conocimiento, toda la voluntad y todo el amor en una sola luz. Su reflejo, que alguna vez llega á los ojos ingenuos, en otro tiempo también se manifestó en los míos. Era gracia de amor por todas las vidas y todas las formas, era gozo de estremecer y morir. Mis ojos, en aquella hora, estuvieron llenos de supremas intuiciones, pero al peregrinar por los caminos del mundo, creyendo conocer cegaron, y la estela del milagro se quebró en ellos como el rayo de sol en el prisma triangular de cristal. Cuando caminé por caminos, cuando navegué por la mar, todo se desligó como las letras sagradas de los exorcismos, por las artes de brujería. Alboreando á mozo, estuve lleno de violencia y desamor. Fui lobo en un monte de ovejas, y el divino reflejo de la Idea Única, se abrió en un haz de ideas menores. Después, el resto de 1a, vida, ya fué andar á tientas para volver á juntarlas. El mundo perdió su divina transparencia, las formas de las cosas fueron silos herméticos, y la voz del limo, la voz originaria soturna en ellas, sólo me habló con atracción profunda en la forma de la mujer.

Y pasaron áridos los días, caravana de deseos, desierto de sed... Y en medio de un gran dolor han vuelto á cantar en mi oído las alondras del amanecer. Acaso va á cerrarse el círculo de mi vida, y en la noche que acaba se anuncian las estrellas del alba. ¡Maravillosa resurrección! Aun ayer mi alma se dolía como el árbol seco de una cruz sin Cristo. Era en los últimos días de la invernada, una tarde azul ya llena de pájaros: Yo había llegado paseando hasta un campillo verde con oliveras y cipreses, que hace arrodeo á la iglesia de Lugar de Condes. Aromaba el hinojo, aromaba todo el campillo cubierto de flores menudas, llenas de gracia franciscana:—Una cabezuela amarilla entre cuatro hojas inocentes. Me senté á la puerta de la iglesia. Había gran silencio. Después de las eras encharcadas donde pacía alguna vaca, se rizaba el mar. De tiempo en tiempo doblaba la campana y abría en el aire un círculo sonoro que se dilataba y se perdía en el azul de la tarde llena de pájaros. Me sentí asistido de una paz devota, con angustia y gozo, como acontece en los momentos de máxima emoción, cuando la aridez interior se torna duelo de nosotros mismos. Era un estado ascético que yo conocía de otras veces: En él tengo entrevisto todas mis verdades, y en aquella hora aprendí que no hay más acendrada ventura que llorar las propias tribulaciones, como si fuesen ajenas. Yo las lloré en tal hora, no por mías, sino por el conocimiento que mi conciencia entrañaba de aquellas agonías de vida. Era el alma, libertada de los vínculos carnales, la que amaba y lloraba mirándolas desprendidas de su momento, como larvas del humano dolor, eterno sobre los caminos del mundo. Se me representó todo el pasado en un violento girar de torbellino, y mi atención estaba como el grano de arena, suspensa y quieta en el vórtice. Volvían las horas, se materializaban en círculos poblados de espectros, y unos círculos salían de otros. De pronto, al rasgarse el sésamo de los recuerdos infantiles, apareció aquel campillo verde con los pájaros revolando en torno de la iglesia, y las flores inocentes de la manzanilla. Me conmovió un gran sollozo, un eco á través de toda mi vida, un eco que se aleja, que se pierde, que no vuelve más…

Y en aquel momento, como mirase hacia el mar, volví á extasiarme, llenos los ojos de inocencia, y el corazón imantado hacia todas las cosas. Las más espúreas estaban en mí con unidad de amor, allegadas por veredas iguales, que se abrían en círculo como los rayos de una lámpara. Eran de amor todos mis caminos, y todos se juntaban en la luz del alma que se hacía extática. La espina de la zarza y la ponzoña de la sierpe me decían un secreto de armonía, igual que la niña, la rosa y la estrella. Yo gozaba la belleza del mundo penetrado de un sentimiento genesíaco, me sentía nacido de la tierra como las flores del campillo verde. Hablaba en mí la voz melliza de todos los limos, himen de todas las formas, memoria sagrada que pauta el conocer de los sentidos y los llena de bíblicas intuiciones. ¡El alma, amaba su cárcel de tierra porque era un don recibido del Señor!

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