V

Tirano Banderas salió al claustro, y encorvado sobre una mesilla de campaña, sin sentarse, firmó, con rápido rasgueo, los edictos y sentencias que sacaba de un cartapacio el Secretario de Tribunales, Licenciado Carrillo. Sobre la cal de los muros, daban sus espantos malas pinturas de martirios, purgatorios, catafalcos y demonios verdes. El Tirano, rubricado el último pliego, habló despacio, la mueca dolorosa y verde en la rasgada boca indiana:

—¡Chac-chac! Señor Licenciadito, estamos en deuda con la vieja rabona del 7.° Ligero. Para rendirle justicia debidamente, se precisa chicotear a un jefe del Ejército. ¡Punirlo como a un roto! ¡Y es un amigo de los más estimados!

¡El macaneador de mi compadre Dominicano de la Gándara! ¡Ese bucanero, que dentro de un rato me llamará déspota, con el ojo torcido al campo insurrecto! Chicotear a mi compadre, es ponerle a caballo. Desamparar a la chola rabona, falsificar el designio que formulé al darle la mano, se llama sumirse, fregarse.

Licenciado, ¿cuál es su consejo?

—Patroncito, es un nudo gordiano.

Tirano Banderas, rasgada la boca por la verde mueca, se volvió al coro de comparsas:

—Ustedes, amigos, no se destierren: Arriéndense para dar su fallo. ¿Han entendido lo que platicaba con el Señor Licenciado? Bien conocen a mi compadre. ¡Muy buena reata y todos le estimamos! Darle chicote como a un roto, es enfurecerle y ponerle en el rancho de los revolucionarios. ¿Se le pune, y deja libre y rencoroso? ¿Tirano Banderas —como dice el pueblo cabrón— debe ser prudente o magnánimo? Piénsenlo, amigos, que su dictado me interesa. Constitúyanse en tribunal, y resuelvan el caso con arreglo a conciencia. Desplegando un catalejo de tres cuerpos reclinóse en la arcada que se abría sobre el borroso diseño del jardín, y se absorbió en la contemplación del cielo.

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