CUARTA PARTE

La fuga

Libro Primero

I

El Coronelito Domiciano de la Gándara, en

aquel trance, se u cardó de un indio a quien

tenía obligado con antiguos favores. Por

Arquillo de Madres, retardando el paso para no

mover sospecha, salió al Campo del Perulero.

II

Zacarías San José, a causa de un chirlo que

le rajaba la cara, era más conocido por Zacarías

el Cruzado: Tenía el chozo en un vasto charcal

de juncos y médanos, allí donde dicen Campo

del Perulero: En los bordes cenagosos

picoteaban grandes cuervos, auras en los llanos

andinos y zopilotes en el Seno de México.

Algunos caballos mordían la hierba a lo largo

de las acequias. Zacarías trabajaba el barro, estilizando las fúnebres bichas de chiromayos y

chiromecas. La vastedad de juncos y médanos

flotaba en nieblas de amanecida. Hozaban los

marranos en el cenagal, a espaldas del chozo, y

el alfarero, sentado, sobre los talones, la

chupalla en la cabeza, por todo vestido un

camisote, decoraba con prolijas pinturas jícaras

y güejas. Taciturno bajo una nube de moscas,

miraba de largo en largo al bejucal donde había

un caballo muerto. El Cruzado no estaba libre

de recelos: Aquel zopilote que se había metido

en el techado, azotándole ron negro aleteo, era

un mal presagio. Otro signo funesto, las

pinturas vertidas: El amarillo, que presupone

hieles, y el negro, que es cárcel, cuando no

llama muerte, juntaban sus regueros. Y recordó

súbitamente que la chinita, la noche pasada, al

apagar la lumbre, tenía descubierta una

salamandra bajo el metate de las tortillas... El

alfarero movía los pinceles con lenta minucia,

cautivo en un dual contradictorio de acciones y

pensamientos.

III

La chinita, en el fondo del jacal, se mete la

teta en el hipil, desapartando de su lado al crío

que berrea y se revuelca en tierra. Acude a

levantarle con una azotaina, y suspenso de una

oreja le pone fuera del techado. Se queda la

chinita al canto del marido, atenta a los trazos

del pincel, que decora el barro de una güeja:

—¡Zacarías, mucho callas!

—Di no más.

—No tengo un centavito.

—Hoy coceré los barros.

—¿Y en el entanto?

Zacarías repuso con una sonrisa

atravesada:

—¡No me friegues! Estas cuaresmas el

ayunar está muy recomendado.

Y quedó con el pincelillo suspenso en el

aire, porque era sobre la puerta del jacal el

Coronelito Domiciano de la Gándara: Un dedo

en los labios.

IV

El cholo, con leve carrerilla de pies

descalzos, se junta al Coronelito: Platican,

alertados, en la vera de un maguey culebrón:

—Zacarías, ¿quieres ayudarme a salir de un

mal paso?

—¡Patroncito, bastantemente lo sabe!

—La cabeza me huele a pólvora. Envidias

son de mi compadre Santos Banderas. ¿Tú

quieres ayudarme?

—¡No más que diga, y obedecerle!

—¿Cómo proporcionarme un caballo?

—Tres veredas hay, patroncito: Se compra,

se pide a un amigo o se le toma.

—Sin plata no se compra. El amigo nos

falta. ¿Y dónde descubres tú un guaco para

bolearle? Tengo sobre los pasos una punta de

cabrones. ¡Verás no más! La idea que traía

formada es que me subieses en canoa a Potrero

Negrece.

—Pues a no dilatarlo, mi jefe. La canoa

tengo en los bejucales.

—Debo decirte que te juegas la respiración,

Zacarías.

—¡Para lo que dan por ella, patroncito!

V

Husmea el perro en torno del maguey

culebrón, y bajo la techumbre de palmas

engresca el crío, que pide la teta, puesto de pie,

al flanco de la madre. Zacarías aseñó a la mujer

para que se llegase:

—¡Me camino con el patrón!

Apagó la voz la chinita:

—¿Compromiso grande?

—Esa pinta descubre.

—Recuerda, si te dilatas, que no me dejas

un centavo.

—¡Y qué hacerle, chinita! Llevas a colgar

alguna cosa.

—¡Como no Lleve la frazada del catre!

—Empeñas el relojito.

—¡Con el vidrio partido, no dan un

boliviano!

El Cruzado se descolgaba el cebollón de

níquel, sujeto por una cadena oxidada. Y antes

que la chinita, adelantóse a tomarlo el Coronel

de la Gándara:

—¡Tan bruja estás, Zacarías!

Suspiró la comadre:

—¡Todo se lo lleva el naipe, mi jefecito!

¡Todo se lo Lleva la ciega ofuscación de este

hombre!

—¡Sí que no vale un boliviano!

El Coronelito voltea el reloj por la cadena, y

con risa jocunda lo manda al cenagal, entre los

marranos:

—¡Qué valedor!

La comadre aprobaba mansamente. Había

velado el tiro con el propósito de ir luego a

catearlo. El Coronelito se quitó una sortija:

—Con esto podrás remediarte.

La chinita se echó por tierra, besando las

manos al valedor.

VI

El Cruzado se metía puertas adentro, para

ponerse calzones y ceñirse el cinto del pistolón

y el machete. Le sigue la coima:

—¡Pendejada que resultare fullero el anillo!

—¡Pendejada y media!

La chinita le muestra la mano, jugando las

luces de la tumbaga:

—¡Buenos brillos tiene! Puedo llegarme a

un empeñito para tener cercioro.

—Si corres uno solo pudieran engañarte.

—Correré varios. A ser de ley, no andará

muy distante de valer cien pesos.

—Tú ve en la cuenta de que vale

quinientos, o no vale tlaco.

—¿Te parés lo lleve mero mero?

—¿Y si te dan cambiazo?

—¡Qué esperanza!

VII

El Coronelito, sobre la puerta del jacal,

atalayaba el Campo del Perulero.

—No te dilates, manís.

Ya salía el cholo, con el crío en brazos y la

chinita al flanco. Suspira, esclava, la hembra:

—¿Cuándo será la vuelta?

—¡Pues y quién sabe! Enciéndele una velita

a la Guadalupe.

—¡Le encenderé dos!

—¡Está bueno!

Besó al crío, refregándole los bigotes, y lo

puso en brazos de la madre.

VIII

El Coronelito y Zacarías caminaron por el

borde de la gran acequia hasta el Pozo del

Soldado. Zacarías echó al agua un dornajo,

atracado en el légamo, y por la encubierta de

altos bejucales y floridas lianas remontaron la

acequia.

La tumbaga

Libro Segundo

I

EMPEÑITOS DE QUINTÍN PEREDA. — La

chinita se detuvo ante el escaparate, luciente de

arracadas, fistoles y mancuernas, guarnecido de

pistolas y puñales, colgado de ñandutís y

zarapes: Se estuvo a mirar un buen espacio:

Cargaba al crío sobre la cadera, suspenso del

rebozo, como en hamaca: Con la mano barríase

el sudor de la frente: Parejo recogía y atusaba la

greña: Se metió por la puerta con humilde

salmodia:

—¡Salucita, mi jefe! Pues aquí estamos, no

mis, para que el patroncito se gane un buen

premio. ¡Lo merece, que es muy valedor y muy

cabal gente! ¡Vea qué alhajita de mérito!

Jugaba sobre el mostrador la mano prieta,

sin sacarse el anillo. Quintín Pereda, el honrado

gachupín, declinó en las rodillas el periódico

que estaba leyendo y se puso las antiparras en la calva:

—¿Qué se ofrece?

—Su tasa. Es una tumbaga muy chulita. Mi

jefecito, vea no más los resplandores que tiene.

—¡No querrás que te la precie puesta en el

dedo!

—¡Pues sí que el patroncito no es

baqueano!

—¡Hay que tocar el aro con el aguafuerte y

calibrar la piedra!

La chinita se quitó el anillo, y, con un

mohín reverente, lo puso en las uñas del

gachupín:

—Señor Peredita, usted me ordena.

Agazapada al canto del mostrador, quedó

atenta a la acción del usurero, que, puesto en la

luz, examinaba la sortija con una lente:

—Creo conocer esta prenda.

Se avizoró la chinita:

—No soy su dueña. Vengo mandada de

una familia que se ve en apuro.

El empeñista tornaba al examen,

modulando una risa de falso teclado:

—Esta alhajita estuvo aquí otras veces. Tú

la tienes de la uña, muy posiblemente.

—¡Mi jefecito, no me cuelgue tan mala

fama!

El usurero se bajaba los espejuelos de la

calva, recalcando la risa de Judas:

—Los libros dirán a qué nombre estuvo

otras veces pignorada.

Tomó un cartapacio del estante y se puso a

hojearlo. Era un viejales maligno, que al hablar

entreveraba insidias y mieles, con falsedades y

reservas. Había salido motín de su tierra, y al

rejo nativo juntaba las suspicacias de su arte y

la dulzaina criolla de los mameyes: Levantó la

cabeza y volvió a ponerse en la frente los

espejuelos:

—El Coronel Gandarita pignoró este

solitario el pasado agosto... Lo retiró el 7 de

octubre. Te daré cinco soles.

Salmodió la chinita, con una mano sobre la

boca:—¿En cuánto estuvo? Eso mismo me dará

el patroncito.

—¡No te apendejes! Te daré cinco soles, por

hacerte algún beneficio. A bien ser, mi

obligación será llamar horita a los gendarmes.

—¡Qué chance!

—Esta prenda no te pertenece. Yo,

posiblemente, perderé los cinco soles, y tendré

que devolvérsela a su dueño, si formula una

reclamación judicial. Puedo fregarme por

hacerte un servicio que no agradeces. Te dará

tres soles, y con ellos tomas viento fresco.

—¡Mi jefecito, usted me ve chuela!

El empeñista se apoyó en el mostrador con

sorna y recalma:

—Puedo mandarte presa.

La chinita se rebotó, mirándole aguda, con

el crío sobre el anca y las manos en la greña:

—¡La Guadalupita me valga! Denantes le

antepuse que no es mía la prenda. Vengo

mandada del Coronelito.

—Tendrás que justificarlo. Recibe los tres

soles y no te metas en la galera.

—Patroncito, vuélvame el anillo.

—Ni lo sueñes. Te llevas los tres soles, y si

hay engaño en mis sospechas, que venga a

cerrar trato el legítimo propietario. Esta alhajita

se queda aquí depositada. Mi casa es muy

suficientemente garante. Recoge la plata y

camínate luego luego.

—¡Señor Peredita, es un escarnio el que me

hace!—¡Si debías ir a la galera!

—Señor Peredita, no me denigre, que va

equivocado. El Coronelito está en un apuro y

queda no más esperando la plata. Si recela

hacer trato, vuélvame la tumbaguita. Ándele,

mi jefecito, y no sea horita malo, que siempre

ha sido para mí muy buena reata.

—No me sitúes en el caso de cumplir con la

ley. Si te dilatas en recoger la moneda y ponerte

en la banqueta, llamo a los gendarmes.

La chinita se revolvió amendigada y

rebelde:

—¡No desmentís el ser gachupín!

—¡A mucha honra! Un gachupín no

ampara el robo.

—¡Pero lo ejerce!

—¡Tú te buscas algo bueno!

—¡Mala casta!

—¡Voy a solfearte la cochina cuera!

—De mala tierra venís, para tener

conciencia.

—¡No me toques a la patria, porque me

ciego!

El empeñista se agacha bajo el mostrador y

se incorpora blandiendo un rebenque.

II

Metíase, vergonzante, por la puerta del

honrado gachupín la pareja del ciego lechuzo y

la niña mustia. La niña detuvo al ciego sobre la

cortinilla roja de la mampara vidriera. Musitó

el padre:

—¿Con quién es el pleito?

—Una indita.

—¡Hemos venido en mala sazón!

—¡Pues y quién sabe!

—Volveremos luego.

—Y hallaríamos el mismo retablo.

—Pues esperemos.

El empeñista se adelantó, hablándoles:

—Pasen ustedes. Supongo que traerán los

atrasitos del piano. Son ya tres plazos lo que me

adeudan.

Murmuró el ciego:

—Solita, explícale la situación y nuestros

buenos deseos al Señor Pereda.

Suspiró, redicha, la mustia:

—Nuestro deseo es cumplir y ponernos al

corriente.

Sonrió el gachupín con hieles judaicas:

—El deseo no basta, y debe ser

acompañado de los hechos. Están ustedes muy

atrasados. A mí me gusta atender las

circunstancias de mis clientes, aun contrariando

mis intereses: Ésa ha sido mi norma y volverá a

serlo, pero con la revolución, todos los negocios marchan torcidos. ¡Son muy malas las

circunstancias para poder relajar las cláusulas

del contrato! ¿Qué pensaban abonar horita?

El ciego lechuzo torcía la cabeza sobre el

hombro de la niña:

—Explícale nuestras circunstancias, Solita.

Procura ser elocuente.

Murmuró dolorosa la chicuela:

—No hemos podido reunir la plata.

Deseábamos rogarle que esperase a la segunda

quincena.

—¡Imposible, chulita!

—¡Hasta la segunda quincena!

—Me duele negarme. Pero hay que

defenderse, niña, hay que defenderse. Si no

cumplen me veré en el dolor de retirarles el

pianito. Acaso para ustedes represente una

tranquilidad quitarse la carguita de los plazos.

¡Todo hay que mirarlo!

El ciego se torcía sobre la chicuela.

—¿Y perderíamos lo entregado?

Encareció con mieles el empeñista:

—¡Naturalmente! Y aún me cargo yo con

los transportes y el deterioro que representa el

uso.Murmuró, acobardado, el ciego:

—Alargue usted el plazo a la segunda

quincena, Señor Peredita.

Tornó a su encarecimiento meloso el

empeñista:

—¡Imposible! ¡Me estoy arruinando con las

complacencias! ¡Ya no puede ser más! ¡He

puesto fechos al corazón para no verme fregado

en el negocio! ¡Si no tengo nervio, entre todos

me hunden en la pobreza! Hasta mañanita

puedo alargarles el plazo, más no. Vean de

arreglarse. No pierdan aquí el tiempo.

Suplicó la niña:

—¡Señor Peredita, dilate su plazo a la

segunda quincena!

—¡Imposible, primorosita! ¡Qué mis

quisiera yo que poder complacerte!

—¡No sea usted de su tierra, Señor

Peredita!

—Para mentar a mi tierra, límpiate la

lengua contra un cardo. No amolarla, hijita, que

si no andáis con plumas, se lo debéis a España.

El ciego se doblaba rencoroso, empujando a

la niña para que le sacase fuera:

—España podrá valer mucho, pero las

muestras que acá nos remite son bien

chingadas.

El empeñista azotó el mostrador con el

rebenque:

—Merito póngase en la banqueta. La

Madre Patria y sus naturales estamos muy por

encima de los juicios que pueda emitir un roto

indocumentado.

La mustia mozuela, con acelero, llevábase

al padre por la manga:

—Taitita, no hagás una cólera.

El ciego golpeaba en el umbral con el hierro

del bastón:

—Este judío gachupín nos crucifica. ¡Te

priva del pianito cuando marchabas mejor en

tus estudios!

III

La otra chinita del crío al flanco, sale de un

rincón de sombra, con cautela de blandas

pisadas:

—¡Don Quintinito, no sea usted tan ruin!

¡Devuélvame la tumbaguita!

De una mano requiere el tapado, de la otra

hace señal a la mustia pareja porque atienda y

no se vaya. El empeñista azota el mostrador

con el rebenque:

—¡Se me hace que vas a buscarte un

compromiso, so pendeja!

—¡Vuélvame la tumbaguita!

—Tanicuanto regrese mi dependiente lo

mandaré a entrevistarse con el legítimo

propietario. Ten un tantito de paciencia, hasta

cuando que haya sido evacuada la diligencia.

Mi crédito debe serte muy suficientemente

garante. En el entanto, la alhajita queda aquí

depositada. Ponte, merito, en la banqueta y no

me dejes aquí los piojos.

La chinita acude al umbral y, alborotada,

reclama a la mustia pareja, que se ausenta con

rezo de protestas y lástimas:

—¡Oigan no más! Atiendan al tanto de

cómo este hombre me despoja.

El gachupín la llamó, revolviendo en el

cajón de la plata:

—No seas leperona. Toma cinco soles.

—Guárdese la moneda y vuélvame la

tumbaguita.

—No me friegues.

—Señor Peredita, usted no mide bien lo

que hace. Usted se busca que venga con

reclamaciones mi gallo. ¡Don Quintinito, sépase

usted que tiene un espolón muy afilado!

El empeñista apilaba en el mostrador los

cinco soles:

—Hay leyes, hay gendarmería, hay

presidios y, en últimas resultas, hay una bala:

Pagaré mi multa y libertaré de un pícaro a la

sociedad.

—Patroncito, no le presuponga tan pendejo

que se venga dando la cara.

—Cholita, recoge la moneda. Si merito,

hechas las investigaciones que me exigen las

leyes, hubiera lugar a darte más alguna cosa, no

te será negada. Recoge la moneda. Si tienes

alguna papeletita al vencimiento, me la traes

luego luego y procuraré de alargarte el plazo.

—¡Patroncito, no me vea chuela! Usted me

da la tasa. El Coronel Gandarita se ha puesto

impensadamente en viaje y deja algunas

obligacioncitas. No lo piense más y ponga en el

mostrador el cabal.

—¡Imposible, cholita! Te hago no más que

el cincuenta por ciento de diferencia. La tasa,

puedes verlo en el libro, son nueve soles.

¡Recibes más del cincuenta!

—¡Señor Peredita, no se coma usted los

ceros!

—Vistas las circunstancias, te daré los

nueve soles. ¡Y no me pudras la sangre! Si sale

mentira tu cuento, me echo encima una

denuncia del legítimo propietario.

Durante el rezo del honrado gachupín, la

chinita arrebañaba del mostrador las nueve

monedas, hacía el recuento pasándolas de una

mano a otra, se las ataba en una punta del

rebozo. Encorvándose, con el chamaco sobre el

flanco, se aleja, galguera:

—¡Mi jefecito, usted condenará su alma!

—¡País de ingratos!

El empeñista colgó el rebenque de un clavo,

pasó una escobilla por los cartapacios

comerciales y se dispuso al goce efusivo del

periodiquín que le mandaban de su villa

asturiana. El Eco Avilesino colmaba todas las

ternuras patrióticas del honrado gachupín. Las

noticias de muertes, bodas y bautizos le

recordaban de los chigres con músicas de

acordeón, de los velorios con ronda de anisete y

castañas. Los edictos judiciales donde los

predios rústicos son descritos con linderos y

sembradura, le embelesaban, dándole una

sugestión del húmedo paisaje: Arco iris, lluvias

de invierno, sol en claras, quiebras de montes y verdes mares.

IV

Entró Melquíades, dependiente y sobrino

del gachupín. Conducía una punta de

chamacos, que sonaban las pintadas esquilas de

fúnebres barros que se venden en la puerta de

las iglesias por la fiesta de los Difuntos.

Melquíades era chaparrote, con la jeta tozuda

del emigrante que prospera y ahorra caudales.

La tropa babieca, enfilada a canto del

mostrador, repica los barros:

—¡Hijos míos! ¡Qué esperanza! ¡Idos a darle

la murga a vuestra mamasita! ¡Que os vista los

trajes de diario! ¡Melquíades, no debiste

haberles relajado la moral, autorizándoles esta

dilapidación de sus centavitos! ¡Muy suficiente

una campanita para los cuatro! Entre hermanos

bien avenidos, así se hace. Vayan a su mamá,

que les mude sus trajecitos.

Melquíades, recadó la tropa, metiéndola

por la escalerilla del piso alto:

—Don Celes Galindo les ha regalado los

esquilones.

—¡Muy buena reata! Niños, a vuestra

mamita, que os los guarde. Representan un

recuerdo y debéis conservarlos para el año que

viene y los sucesivos. ¡No sean rebeldes!

Melquíades, al pie de la escalerilla, vigilaba

que el hato infantil subiese sin deterioro de los

trajes nuevos. El arrastrarse por los escalones

quedábase para el atuendo de diario.

Melquíades insistió, ponderando la largueza de

Don Celes:

—Son los barros de más precio. Bajo

Arquillo de Madres puso en fila a los chamacos

y les mandó elegir. Como pendejos, se fueron a

los más caros. Don Celes sacó la plata y pagó

sin atenuante. Me ha recomendado que usted

no falte a la junta de notables en el Casino

Español.

—¡Los esquiloncitos! ¡Ya estoy pagando el

primer rédito! ¡Me nombrarán de alguna

comisión, tendré que abandonar por ratos el

establecimiento, posiblemente me veré incluido

para contribuir!... De tales reuniones siempre

sale una lista de suscripción. El Casino está

pervirtiendo su funcionamiento y el objetivo de

sus estatutos. De centro recreativo se ha vuelto

un sacadineros.

—¡Está revolucionada la Colonia!

—¡Con razón! Desmonta el solitario de esa

tumbaguita. Hay que desfigurarla.

Melquíades, sentado al pie del mostrador,

buscaba en el cajón los alicates.

El Criterio viene opuesto al cierre de

cantinas que tramitan las Representaciones

Extranjeras.

—¡Como que se vejan los intereses de

muchos compatriotas! Los expendios de

bebidas están autorizados por las leyes, y

pagan muy buena matrícula. ¿Ha vertido

alguna opinión Don Celestino?

—Don Celes se guía por que todo el

comercio de españoles se haga solidario, y

cierre en señal de protesta. Para eso es la junta de notables en el Casino.

—¡Qué esperanza! Esa opinión no puede

prevalecer. Acudiré a la junta y haré patente mi

disentimiento. Es una orientación nociva para

los intereses de la Colonia. El comercio cumple

funciones sociales en todos los países, y los

cierres, cuando la medida no es general, sólo

ocasionan pérdida de clientes. El Ministro de

España, si llegado el caso, se conforma al cierre

de los expendios de bebidas, se hará, de cierto,

impopular con la Colonia. ¿Cómo respira Don

Celestino?

—No mentó el tópico del Ministro.

—La junta de notables debía concretarse a

fijar la actuación de ese loco de verano.

Necesita orientaciones, y si se niega a recibirlas,

aleccionarle, solicitando por cable la

destitución. Para un fin tan justificado yo me

suscribiría con una cuota.

—¡Y cualquiera!

—¿Por qué no lo haces tú, so pendejo?

—Ponga usted en mi cabeza el negocio, y

verá si lo hago.

—¡Siempre polémico, Melquíades!

¡Siempre polémico!... Pues un cable resolvería

la situación tan fregada del Ministro. ¡Un

sodomita, comentado en todos los círculos

sociales, que horita tiene al crápula en la cárcel!

—Ya le han dado suelta. A quien merito se

llevaban los gendarmes es a la Cucaracha.

¡Menuda revolución va armando!

—Esa gente escandalosa no debía estar

documentada por el Consulado. Cucarachita,

con el trato tan inmoralísimo que sostiene,

denigra el buen nombre de la Madre Patria.

—No le ha caído mal pleito a la tía

Cucaracha. Parece complicada en la evasión del

Coronel Gandarita.

—¿El Coronel Gandarita evadido? ¡Deja esa

tumbaga! ¡Vaya un compromiso! ¿Evadido de

Santa Mónica?

—¡Evadido cuando iban a prenderle esta

madrugada en el Congal de Cucarachita!

—¡Fugado! ¡La gran chivona me hizo

pendejo! ¡Deja los alicates! ¡Fugado! El Coronel

Gandarita era un descalificado y tenía que

verse en este trance. ¡Vaya el viajecito que me

pintó la chola fregada! ¡Melquíades, ese

solitario ha pertenecido al Coronel Gandarita!

¡Un lazo que a última hora me tira ese briago!

¡Me sacó nueve soles!

Sonreía, cazurro, Melquíades:

—¡Vale quinientos!

Avinagróse el honrado gachupín:

—¡Un cuerno! Perderé la plata, si no quiero

verme chingado. Horita me largo a denunciar

el hecho en la Delegación de Policía.

Posiblemente me exigirán la presentación de la

tumbaguita y hacer el depósito.

Cabeceaba considerando el poco

fundamento del mundo y sus prosperidades y

fortunas.

V

El honrado gachupín, agachándose tras el

mostrador, se muda las pantuflas por botas

nuevas. Luego echa las llaves a los cajones, y de

un clavo descuelga el jipi:

—Voy a esa diligencia.

Cazurreó Melquíades:

—Cállese usted la boca, y quede achantado.

—¡Y nos visitan los gendarmes antes de un

rato! ¡Solamente cavilas macanas! ¡Poco vales

para un consejo en caso apurado, Melquíades!

La Policía andará sobreavisada, y no sería

extraño que a la cabrona mediadora ya le

tuvieran la mano en la espalda. Puedo verme

complicado, si no denuncio el hecho y me

atengo a las ordenanzas cíe Generalito

Banderas. ¿Te correrías tú el compromiso de no

cumplimentarlas? Nueve soles me cuesta

operar confiado en la buena fe de los

marchantes. Ahí tienes lo que produce el

negocio con todo de una práctica dilatada, por

sólo no tener en el sótano la conciencia. Yo, a

esa cholita, que tan fullera me ha sido, pude

darle no más tres soles, y le he puesto nueve en

la mano. Para sacar adelante este negocio hay que vivir muy alertado y nunca obtendrás

muchas prosperidades, sobrino. ¡En España

soñáis que, arañando, se encuentra moneda

acuñada en estas Repúblicas! Para evitarme

complicaciones tendré que desprenderme de la

tumbaguita y perder los nueve soles.

Melquíades adormilaba una sonrisa astuta

de pueblerino asturiano:

—Al formular la denuncia se puede

acompañar una alhajita de menos tasa.

El honrado gachupín se quedó mirando al

sobrino. Súbita y consoladora luz iluminaba el

alma del viejales:

—¡Una alhajita de menos tasa!...

El Coronelito

Libro Tercero

I

Zacarías condujo la canoa por la encubierta

de altos bejucales hasta la laguna de

Ticomaipú. Alegrábase la mañana con un

trenzado de gozosas algarabías —metales,

cohetes, bateo—. La indiada celebraba la fiesta

de Todos los Santos. Repicaban las campanas.

Zacarías metió los remos a bordo, e hincando

con el bichero, varó el esquife en la ciénaga, al

socaire de espinosos cactus que, a modo de

cerca, limitaban un corral de gallinas, pavos y

marranos. Murmuró el cholo:

—Estamos en lo de Niño Filomeno.

—¡Bueno va! Asómate en descubierta.

—Posiblemente, el patroncito estará

divirtiéndose en la plaza.

—Pues le buscas.

—Y si teme comprometerse?

—Es buena reata Filomeno.

—¿Y si lo teme y manda arrestarme?

—No habrá caso.

—En lo pior de lo malo hay que ponerse,

mi jefecito. Yo, de mi cuenta, dispuesto me

hallo para servirle, y cuanti que me pusieran en

el cepo, con callar boca y aguantar mancuerda,

estaba cumplido.

Choteó el Coronelito:

—Tú escondes alguna idea luminosa.

Descúbrela no más, y como ella sea buena, no

te llamaré pendejo.

El cholo miraba por encima de la cerca:

—Si Niño Filomeno está ausente, mi

parecer es tunarle los caballos y salir arreando.

—¿Adónde?

—Al campo insurrecto.

—Necesito viático de plata.

El Coronelito saltó en la riba fangosa, y a

par del indio se puso a mirar por encima del

cercado. Descollaba entre palmas y cedros el

campanario de la iglesia con la bandera tricolor.

Las tierras del rancho, cuadriculadas por

acequias y setos, se dilataban con varios

matices de verde y parcelas rojizas recién

aradas. Piños vacunos pacían a lo lejos.

Algunos caballos mordían la hierba, divagando

por el margen de las acequias. Una canoa

remontaba el canal: Se oía el golpe de los

remos: En la banca bogaba un indio de piocha

canosa, gran sombrero palmito y camisote de

lienzo: En la popa venía sentado Niño

Filomeno. La canoa atracó al pie de una

talanquera. El Coronelito salió al encuentro del

ranchero:

—Mi viejo, he venido para desayunar en tu

compañía. ¡Madrugas, mi viejo!

El ranchero lo acogió con expresión

suspicaz:

—He dormido en la capital. Me había

mudado con el aliciente de oír la palabra de

Don Roque Cepeda.

Se abrazan y, en buenos compadres,

alternativamente se suspenden en alto.

II

Caminando de par por una senda de

limoneros y naranjos, dieron vista a la casona

del fundo: Tenía soportal de arcos encalados y

un almagreño encendía las baldosas del

soladillo. Colgaban de la viguería del porche

muchas jaulas de pájaros y la hamaca del

patrón en la fresca penumbra. Los muros era

vestidos de azules enredaderas. El Coronelito y

Filomeno descansaron en jinocales parejos, bajo

la arcada, en la corriente de la puerta, por

fondo una cortinilla de lilailos japoneses. —Son

los jinocales unos asientos de bejuco y palma,

obra de los indios llaneros—. Al de la piocha

canosa ordenó el patrón que sacase aparejo de

vianda para el desayuno, y a la mucama, negra

mandinga, que cebase el mate. Tornó Chino

Viejo con un magro tasajo de oveja, y en lengua

cutumay, explicó que la niña ranchera y los

chamacos estaban ausentes por haberse ido a la

fiesta de iglesia. Aprobó el patrón no más que

con el gesto, y brindó del tasajo al huésped. El Coronelito clavó media costilla con un facón

que sacó del cinto, y puesta la vianda en el

plato, levantó el caneco de la chicha. Reiteró el

latigazo por tres veces, y se animó

consecutivamente:

¡Compadre, me veo en un fregado!

Tú dirás.

Merito se le ha puesto en la calva tronarme

al chingado Banderas. Albur pelón y naipe

contrario, mi amigo, que dicen los Santos

Padres. Más bruja que un roto y huyente de la

tiranía me tienes aquí, hermano. Filomeno, me

voy al campo insurrecto a luchar por la

redención del país, y tu ayuda vengo buscando,

pues tampoco eres afecto a este oprobio de

Santos Banderas. ¿Quieres darme tu ayuda?

El ranchero clavaba la aguda mirada

endrina en el Coronelito de la Gándara:

—¡Te ves como mereces! El oprobio que

ahora condenas dura quince años. ¿Qué has

hecho en todo ese tiempo? La Patria nunca te

acordó cuando estabas en la gracia de Santos Banderas. Y muy posible que tampoco te

acuerde ahora y que vengas echado para

sacarme una confidencia. Tirano Banderas os

hace a todos espías.

Se alzó el Coronelito:

—¡Filomeno, clávame un puñal, pero no

me sumas en el lodo! El más ruin tiene una

hora de ser santo. Yo estoy en la mía, dispuesto

a derramar la última gota de sangre en

holocausto por la redención de la Patria.

—Si el pleito con que vienes es una

macana, allá tú y tu conciencia, Domiciano.

Poco daño podrás hacerme, dispuesto como

estoy para meter fuego al rancho y ponerme en

campaña con mis peones. Ya lo sabes. La

pasada noche estuve en el mitin, y he visto con

mis ojos conducir esposado, entre caballos, a

Don Roque Cepeda. ¡He visto la pasión del

justo y el escarnio de los gendarmes!

El Coronelito miraba al ranchero con ojos

chispones. Inflábale los rubicundos cachetes

una amplia sonrisa de ídolo glotón, pancista y borracho:

—¡Filomeno, la seguridad ciudadana es

puro relajo! Don Roque Cepeda tarde verá el

sol, si una orden le sume en Santa Mónica:

Tiene las simpatías populares, pero

insuficientemente trabajados los cuarteles, y

con meros indios votantes no sacará triunfante

su candidatura para la Presidencia de la

República. Yo hacía política revolucionaria y he

sido descubierto, y, antes de ser tronado, me

arranco la máscara. ¡Mi viejo, vamos a pelearle

juntos el gallo a Generalito Banderas!

¡Filomeno, mi viejo, tú de milicias estás pelón, y

te aprovecharán los consejos de un científico!

Te nombro mi ayudante. Filomeno, manda no

más a la mucama que te cosa los galones de

capitán.

Filomeno Cuevas sonreía. Era endrino y

aguileño. Los dientes alobados, retinto de

mostacho y entrecejo: En la figura prócer,

acerado y bien dispuesto:

—Domiciano, será un fregado que mi

peonada no quiera reconocerte por jefe, y se

ofusque y cumpla la orden de tronarte.

El Coronelito se atizó un trago y afligió la

cara:—Filomeno, abusas de tus preeminencias y

me estás viendo chuela.

Replicó el otro con humor chancero.

—Domiciano, reconozco tu mérito y te

nombraré corneta, si sabes solfeo.

—¡No me hagas pendejo, hermano! En mi

situación, esas pullas son ofensas mortales. A tu

lado, en puesto inferior no me verás nunca.

Digámonos adiós, Filomeno. Confío que no me

negarás una montura y un guía baqueano.

Tampoco estará de más algún

aprovisionamiento de plata.

Filomeno Cuevas, amistoso, pero jugando

siempre en los labios la sonrisa soflamera, posó

la mano en el hombro del Coronelito:

—¡No te rajes, valedor! Aún falta que

arengues a la peonada. Yo te cedo el mando si

te aclama por jefe. Y en todo caso, haremos

juntos las primeras marchas, hasta que se

presente ocasión de zafarrancho.

El Coronelito de la Gándara inflóse,

haciendo piernas, y socarroneó en el tono del

ranchero:

—Manís, harto me favoreces para que te

dispute una bola de indios: A ti pertenece

conducirlos a la matanza, pues eres el patrón y

los pagas con tu plata. No macanees y

facilítame montura, que si aquí me descubren

vamos los dos a Santa Mónica. ¡Mira que tengo

los sabuesos sobre el rastro!

—Si asoman el hocico, no faltará quien nos

advierta. Sé la que me juego conspirando, y no

me dejaré tomar en la cama como una liebre.

El Coronelito asintió con gesto placentero:

—Eso quiere decir que se puede echar otro

trago. Poner centinelas en los pasos estratégicos

es providencia de buen militar. ¡Te felicito,

Filomeno!

Hablaba con el gollete de la cantimplora en

la boca, tendido a la bartola en el jinocal, rotunda la panza de dios tibetano.

III

La casa vacía, las estancias en desierta

penumbra, se conmovieron con alborozo de

voces ligeras: Timbradas risas de infancias

alegres poblaron el vano de los corredores. La

niña ranchera, aromada con los inciensos del

misacantano, entraba quitándose los alfileres

del manto, en la dispersión de una tropa de

chamacos. El Coronelito de la Gándara roncaba

en el jinocal, abierto de zancas, y un ritmo

solemne de globo terráqueo conmovía la

báquica andorga. Cambió una mirada con el

marido la niña ranchera:

—¿Y ese apóstol?

—Aquí se ha venido buscando refugio. Por

lo que cuenta, cayó en desgracia y está en la

lista de los impurificados.

—¿Y vos cómo lo pasastes? ¡Me habés

tenido en cuidado, coda la noche esperando!...

El ranchero calló ensombrecido, y la

mirada endrina de empavonados aceros

mudaba sus duras luces a una luz amable:

—¡Por ti y los chamacos no cumplo mis

deberes de ciudadano, Laurita! El último cholo

que carga un fusil en el campo insurrecto

aventaja en patriotismo a Filomeno Cuevas. ¡Yo

he debido romper los lazos de la familia y no

satisfacerme con ser un mero simpatizante!

Laurita, por evitaros lloros, hoy el más último

que milita en las filas revolucionarias me hace

pendejo a mis propios ojos. Laurita, yo

comercio y gano la plata, mientras otros se

juegan vida y hacienda por defender las

libertades públicas. Esta noche he visto

conducir entre bayonetas a Don Roquito. Si

ahora me rajo y no cargo un fusil, será que no

tengo sangre ni vergüenza. ¡He tomado mi

resolución y no quiero lágrimas, Laurita!

Calló el ranchero, y súbitamente los ojos

endrinos recobraron sus timbres aguileños. La

niña se recogía al pie de una columna con el

pañolito sobre las pestañas. El Coronelito abría los brazos y bostezaba: Suspendido en nieblas

alcohólicas, salía del sueño a una realidad

hilarante: Reparó en la dueña y se alzó a

saludarla con alarde jocundo, ciñendo laureles

de Baco y de Marte.

IV

Chino Viejo, por una talanquera, hacíale al

patrón señas con la mano. Dos caballos de

brida asomaban las orejas. Cambiadas pocas

palabras, el ranchero y su mayoral montaron y

salieron a los campos con medio galope.

El honrado gachupín

Libro Cuarto

I

Sin demorarse, el honrado gachupín acudió

a la Delegación de Policía: Guiado por el

sesudo dictamen del sobrino, testimonió la

denuncia con un anillo de oro bajo y falsa

pedrería, que, apurando su tasa, no valía diez

soles. El Coronel-Licenciado López de

Salamanca le felicitó por su civismo:

—Don Quintín, la colaboración tan

espontánea que usted presta a la investigación

policial merece todos mis plácemes. Le felicito

por su meritoria conducta, no relajándose de

venir a deponer en esta oficina, .aportando

indicios muy interesantes. Va usted a tomarse

la molestia de puntualizar algunos extremos.

¿Conocía usted a la pueblera que se le presentó

con el anillo? Cualquier indicación referente a

los rumbos por donde mora podría ayudar

mucho a la captura de la interfecta. Parece

indudable que el fugado se avistó con esa

mujer cuando ya conocía la orden de arresto.

¿Sospecha usted que haya ido derechamente en

su busca?

—¡Posiblemente!

—¿Desecha usted la conjetura de un

encuentro fortuito?

—¡Pues y quién sabe!

—¿El rumbo por donde mora la chinita,

usted lo conoce?

El honrado gachupín quedó en falsa actitud

de hacer memoria:

—Me declaro ignorante.

II

El honrado gachupín cavilaba ladino, si

podía sobrevenirle algún daño: Temía enredar

la madeja y descubrir el trueque de la prenda.

El Coronel-Licenciado le miraba muy atento, la

sonrisa suspicaz y burlona, el gesto infalible de

zahorí policial. El empeñista acobardóse y,

entre sí, maldijo de Melquíades:

—En el libro comercial se pone siempre

alguna indicación. Lo consultaré. No respondo

de que mi dependiente haya cumplido esa

diligencia: Es un cabroncito poco práctico,

recién arribado de la Madre Patria.

El Jefe de Policía se apoyó en la mesa,

inclinando el busto hacia el honrado gachupín:

—Lamentaría que se le originase un

multazo por la negligencia del dependiente.

Disimuló su enojo el empeñista:

—Señor Coronelito, supuesta la omisión,

no faltarán medios de operar con buen

resultado a sus gentes. La chinita vive con un

roto que alguna vez visitó mi establecimiento, y

por seguro que usted tiene su filiación, pues no

actuó siempre como ciudadano pacífico. Es uno

de los plateados que se acogieron a indulto

tiempos atrás, cuando se pactó con los jefes,

reconociéndoles grados en el Ejército. Recién

disimula trabajando en su oficio de alfarero.

—El nombre del sujeto ¿no lo sabe usted?

—Acaso lo recuerde más tarde.

—¿Las señas personales?

—Una cicatriz en la cara.

—¿No será Zacarías el Cruzado?

—Temo dar un falso reseñamiento, pero

me inclino sobre esa sospecha.

—Señor Peredita, son muy valorizables sus

aportaciones, y le felicito nuevamente. Creo

que estamos sobre los hilos. Puede usted

retirarse, Señor Pereda.

Insinuó el gachupín:

—¿La tumbaguita?

Hay que unirla al atestado.

—¿Perderé los nueve soles?

—¡Qué chance! Usted entabla recurso a la

Corte de Justicia. Es el trámite, pero

indudablemente le será reconocido el derecho a

ser indemnizado. Entable usted recurso. ¡Señor

Peredita, nos vemos!

El Inspector de Policía tocó el timbre.

Acudió un escribiente deslucido, sudoso,

arrugado el almidón del cuello, la chalina

suelta, la pluma en la oreja, salpicada de tinta la guayabera de dril con manguitos negros. El

Coronel-Licenciado garrapateó un volante, le

puso sello y alargó el papel al escribiente:

Procédase violento a la captura de esa

pareja, y que los agentes vayan muy sobre

cautela. Elíjalos usted de moral suficiente para

fajarse a balazos, e ilústrelos usted en cuanto al

mal rejo de Zacarías el Cruzado. Si hay

disponible alguno que le conozca, déle usted la

preferencia. En el casillero de sospechosos

busque la ficha del pájaro. Señor Peredita, nos

vemos. ¡Muy meritoria su aportación!

Le despidió con ribeteo de soflama. El

honrado gachupín se retiró cabizbajo, y su

última mirada de can lastimero fue para la

mesa donde la sortija naufragaba

irremisiblemente bajo una ola de legajos. El

Inspector, puntualizadas sus instrucciones al

escribiente, se asomaba a una ventana rejona

que caía sobre el patio. A poco, en formación y

con paso acelerado, salía una escuadra de

gendarmes. El caporal, mestizo de barba

horquillada, era veterano de una partida

bandoleresca años atrás capitaneada por el

Coronel Irineo Castañón, Pata de Palo.

III

El caporal distribuyó su gente en parejas,

sobre los aledaños del chozo, en el Campo del

Perulero: Con el pistolón montado, se asomó a

la puerta:

—¡Zacarías, date preso!

Repuso del adentro la voz azorada de la

chinita:

—¡Me ha dejado para siempre el raído!

¡Aquí no lo busqués! ¡Tiene horita otra

querencia ese ganado!

La sombra, amilanada tras la piedra del

metate, arrastra el plañida y disimula el bulto.

La tropa de gendarmes se juntaba sobre la

puerta, con los pistolones apuntados al adentro.

Ordenó el caporal:

—Sal tú para fuera.

—¿Qué me querés?

—Ponerte una flor en el pelo.

El caporal choteaba baladrón, por divertir y

asegurar a su gente. Vino del fondo la comadre,

con el crío sobre el anca, la greña tendida por el

hombro, sumisa y descalza:

—Podés catear todos los rincones. Se ha

mudado ese atorrante, y no más dejó que unos

guaraches para que los herede el chamaco.

—Comadrita, somos baqueanos y

entendemos esa soflama. Usted, niña, ha

empeñado un tumbaguita perteneciente al

Coronel de la Gándara.

—Por purita casualidad se ha visto en mi

mano. ¡Un hallazgo!

—Va usted a comparecer en presencia de

mi superior jerárquico, Coronel López de

Salamanca. Deposite usted esa criatura en tierra

y marque el paso.

—¿La criatura ya podré llevármela?

—La Dirección de Policía no es una inclusa.

—¿Y al cargo de quién voy a dejar el

chamaco?

—Se hará expediente para mandarlo a la

Beneficencia.

El crío, metiéndose a gatas por entre los

gendarmes, huyó al cenagal. Le gritó afanosa la

madre:

—¡Ruin, ven a mi lado!

El caporal cruzó la puerta del chozo,

encañonando la oscuridad:

—¡Precaución! Si hay voluntarios para el

registro, salgan al frente. ¡Precaución! Ese roto

es capaz de tiroteamos. ¿Quién nos garanta que

no está oculto? ¡Date preso, Cruzado! No la

chingues, que empeoras tu situación.

Rodeado de gendarmes, se metía en el

chozo, siempre apuntan do a los rincones

oscuros.

IV

Practicado el registro, el caporal tornóse

afuera y puso esposas a la chinita, que

suspiraba en la puerta, recogida en burujo, con

el fustán echado por la cabeza. La levantó a empellones. El crío, en el pecinal, lloraba

rodeado del gruñido de los cerdos. La madre,

empujada por los gendarmes, volvía la cabeza

con desgarradoras voces:

—¡Ven! ¡No te asustes! ¡Ven! ¡Corre!

El niño corría un momento, y tornaba a

detenerse sobre el camino, llamando a la

madre. Un gendarme se volvió, haciéndole

miedo, y quedó suspenso, llorando y

azotándose la cara. La madre le gritaba, ronca:

—¡Ven! ¡Corre!

Pero el niño no se movía. Detenido sobre la

orilla de la acequia sollozaba, mirando crecer la

distancia que le separaba de la madre.

El ranchero

Libro Quinto

I

Filomeno Cuevas y Chino Viejo arriendan

los caballos en la puerta de un jacal y se meten

por el sombrizo. A poco, dispersos, van

llegando otros jinetes rancheros, platas en

arneses y jaranos: Eran dueños de fundos

vecinos, y secretamente adictos a la causa

revolucionaria: Habíales dado el santo para la

reunión Filomeno Cuevas. Aquellos compadres

ayudábanle en un alijo de armas para

levantarse con las peonadas: Un alijo que

llevaba algunos días sepultado en Potrero

Negrete. Entendía Filomeno que apuraba

sacarlo de aquel pago y aprovisionar de fusiles

y cananas a las glebas de indios. Poco a poco,

con meditados espacios, todavía fueron

llegando capataces y mayorales, indios

baqueanos y boleadores de aquellos fundos.

Filomeno Cuevas, con recalmas y chanzas,

escribía un listín de los reunidos y se

proclamaba partidario de echarse al campo, sin

demorarlo. Secretamente, ya tenía determinado

para aquella noche armar a sus peones con los

fusiles ocultos en el manigual, pero disimulaba

el propósito con astuta cautela. Enzarzada

polémica, alternativamente oponían sus

alarmas los criollos rancheros. Vista la

resolución del compadre, se avinieron en

ayudarle con caballos, peones y plata, pero ello

había de ser en el mayor sigilo, para no

condenarse con Tirano Banderas. Dositeo

Velasco, que, por más hacendado, había sido de

primeras el menos propicio para aventurarse en

aquellos azares, con el café y la chicha, acabó

enardeciéndose y jurando bravatas contra el

Tirano:

—¡Chingado Banderitas, hemos de poner

tus tajadas por los caminos de la República!

El café, la chicha y el condumio de tamales,

provocaba en el coro revolucionario un humor

parejo, y todos respiraron con las mismas

soflamas: Alegres y abullangados, jugaban del

vocablo: Melosos y corteses, salvaban con

disculpas las leperadas: Compadritos, se hacían

mamolas de buenas amistades:

—¡Valedorcito!

—¡Mi viejo!

—¡Nos vemos!

—¡Nos vemos!

Se arengaban con el último saludo, puestos

en las sillas, revolviendo los caballos,

galopando dispersos por el vasto horizonte

llanero.

II

El sol de la mañana inundaba las siembras

nacidas y las rojas parcelas recién aradas,

espesuras de chaparros y prodigiosos

maniguales, con los toros tendidos en el carrero

de sombra, despidiendo vaho. La Laguna de

Ticomaipú era, en su cerco de tolderías, un

espejo de en tendidos haces. El patrón galopa

en su alegre tordillo, por el borde de una

acequia, y arrea detrás su cuartago el mayoral

ranchero. Repiques y cohetes alegran la cálida

mañana. Una romería de canoa, engalanadas

con flámulas, ramajes y reposteros de flores,

sube por los canales, con fiesta de indios. Casi

zozobraba la leve flotilla con tantos triunfos de

músicas y bailes: Una tropa cimarrona —

careta., de cartón, bandas, picas, rodelas—

ejecuta la danza de los matachines, bajo los

palios de la canoa capitana: Un tambor y un

figle pautan los compases de piruetas y

mudanzas. Aparece a los lejos la casona del

fundo. Sobre el verde de los oscuros naranjales

promueven resplandores de azulejos,

terradillos y azoteas. Con la querencia del

potrero, las monturas avivaban la galopada. El

patrón, arrendado en el camino mientras el

mayoral corre la talanquera, se levanta en los

estribos para mirar bajo los arcos: El Coronelito,

tumbado en la hamaca, rasguea la guitarra y

hace bailar a los chamacos: Dos mucamas

cobrizas, con camisotes descotados, ríen y

bromean tras de la reja cocineril con geranios

sardineros. Filomeno Cuevas caracolea el

tordillo, avispándole el anca con la punta del

rebenque: De un bote penetra en el tapiado:

—¡Bien punteada, mi amigo! Hacés tú

pendejo a Santos Vega.

—Tú me ganas.. ¿Y qué sucedió? ¿Vas a

dejarme capturar, mi viejo? ¿Qué traes

resuelto?

El patrón, apeado de un salto, entrábase

por la arcada, sonoras las plateras espuelas y el

zarape de un hombro colgándole: El recamado

alón del sombrero revestía de sombra el rostro

aguileño de caprinas barbas:

—Domiciano, voy a darte una provisión de

cincuenta bolívares, un guía y un caballo, para

que tomes vuelo. Enantes, con la mosca de tus

macanas, te hablé de remontarnos juntos. Mero,

mero, he mudado de pensamiento. Los

cincuenta bolívares te serán entregados al pisar

las líneas revolucionarias. Irás sin armas, y el

guía lleva la orden de tronarte si le infundes la menor sospecha. Te recomiendo, mi viejo, que

no lo divulgues, porque es una orden secreta.

El Coronelito se incorporó calmoso,

apagando con la mano un lamento de la

guitarra:

—¡Filomeno, deja la chuela! Harto sabes,

hermano, que mi dignidad no me permite

suscribir esa capitulación denigrante.

¡Filomeno, no esperaba ese trato! ¡De amigo te

has vuelto cancerbero!

Filomeno Cuevas con garbosa cachaza tiró

en el jinocal zarape y jarano: Luego sacó del

calzón el majo pañuelo de seda y se enjugó la

frente, encendida y blanca entre mechones

endrinos y tuestes de la cara:

—¡Domiciano, vamos a no chingarla! Tú te

avienes con lo que te dan y no pones

condiciones.

El Coronelito abrió los brazos:

—¡Filomeno, no late en tu pecho un

corazón magnánimo!

Tenía el pathos chispón de cuatro candiles,

la verba sentimental y heroica de los pagos

tropicales. El patrón, sin dejar el chanceo, fue a

tenderse en la hamaca, y requirió la guitarra,

templando:

—¡Domiciano, voy a salvarte la vida! Aún

fijamente no estoy convencido de que la tengas

en riesgo, y tomo mis precauciones: Si eres un

espía, ten por seguro que la vida te cuesta.

Chino Viejo te pondrá salvo en el campamento

insurrecto, y allí verán lo que hacen de tu

cuera. Precisamente me urgía mandar un

mensaje para aquella banda, y tú lo llevarás con

Chino Viejo. Pensaba que fueses corneta a mis

órdenes, pero las bolas han rodado

contrariamente.

El Coronelito se finchó con alarde de Marte:

—Filomeno, me reconozco tu prisionero y

no me rebajo a discutir condiciones. Mi vida te

pertenece; puedes tomarla si no te causa

molestia. ¡Enseñas buen ejemplo de

hospitalidad a estos chamacos! Niños, no se

remonten: Vengan ustedes acá un rato y

aprendan cómo se recibe al amigo que llega sin

recursos, buscando un refugio para que no lo

truene el Tirano.

La tropa menuda hacía corro, los ingenuos

ojos asustados con atento y suspenso mirar. De

pronto, la más mediana, que abría la rueda

pomposa de su faldellín entre dos grandotes

atónitos, se alzó con lloros, penetrando en el

drama del Coronelito. Salió acuciosa, la abuela,

una vieja de sangre italiana, renegrida, blanco

el moñete, los ojos carbones y el naso dantesco:

—¿Cosa c’é, amore?

El Coronelito ya tenía requerido a la niña, y

refregándole las barbas, la besaba: Erguíase

rotundo, levantando a la llorosa en brazos,

movida la glotona figura con un escorzo tan

desmesurado, que casi parodiaba la gula de

Saturno. Forcejea y acendra su lloro la niña por

escaparse, y la abuela se encrespa sobre el

cortinillo japonés, con el rebozo mal terciado. El

Coronelito la rejonea con humor alcohólico:

—¡No se acalore, mi viejecita, que es nocivo para el brazo!

—¡Ni me asustés vos a la bambina, mal

tragediante!

—Filomeno, corresponde con tu mamá

política y explícale la ocurrencia: La lección que

recibes de tus vástagos, el ejemplo de este

ángel. ¡No te rajes y satisface a tu mamá! ¡Ten el

valor de tus acciones!

III

Acompasan con unánime coro los cinco

chamacos. El Coronelito, en medio, abierto de

brazos y zancas, desconcierta con una mueca el

mascarón de la cara y hornea un sollozo, los

fuelles del pecho inflando y desinflando:

¡Tiernos capullos, estáis dando ejemplo de

civismo a vuestros progenitores! Niños, no

olvidéis esta lección fundamental, cuando os

corresponda actuar en la vida. ¡Filomeno, estos

tiernos vástagos te acusarán como un

remordimiento, por la mala producción que has

tenido a mí referente! ¡Domiciano de la

Gándara, un amigo entrañable, no ha

despertado el menor eco en tu corazón!

Esperaba verse acogido fraternalmente, y recibe

peor trato que un prisionero de guerra. Ni se le

autorizan las armas ni la palabra de honor le

garanta. ¡Filomeno, te portas con tu hermano

chingadamente!

El patrón, sin dejar de templar, con un

gesto indicaba a la suegra que se llevase a los

chamacos. La vieja italiana arrecadó el hatillo y

lo metió por la puerta. Filomeno Cuevas cruzó

las manos sobre los trastes, agudos los ojos, y

en el morado de la boca, una sonrisa recalmada:

—Domiciano, te estás demorando no

haciéndote orador parlamentario. Cosecharías

muchos aplausos. Yo lamento no tener bastante

cabeza para apreciar tu mérito, y mantengo

todas las condiciones de mi ultimátum.

Un indio ensabanado y greñudo, el rostro

en la sombra alona de la chupalla, se llegó al

patrón, hablándole en voz baja. Filomeno llamó

al Coronelito:

—¡Estamos fregados! Tenemos tropas

federales por los rumbos del rancho.

Escupió el Coronelito, torcida sobre el

hombro la cara:

—Me entregas, y te pones a bien con

Banderitas. ¡Filomeno, te has deshonrado!

—¡No me chingues! Harto sabes que nunca

me rajé para servir a un amigo. Y de mis

prevenciones es justificativo el favor que

gozabas con el Tirano. No más, ahora, visto el

chance, la cabeza me juego si no te salvo.

—Dame una provisión de pesos y un

caballo.

—Ni pensar en tomar vuelo.

—Véame yo en campo abierto y bien

montado.

—Estarás aquí hasta la noche.

—¡No me niegues el caballo!

—Te lo niego porque hago mérito de

salvarte. Hasta la noche vas a sumirte en un

chiquero, donde no te descubrirá ni el diablo.

Tiraba del Coronelito y le metía en la

penumbra del zaguán.

IV

Por la arcada deslizábase otro indio, que

traspasó el umbral de la puerta santiguándose.

Llegó al patrón, sutil y cauto, con pisadas

descalzas:

—Hoy leva. Poco faltó para que me

laceasen. Merito el tambor está tocando en el

Campo de la Iglesia.

Sonrió el ranchero, golpeando el hombro

del compadre:

—Por sí, por no, voy a enchiquerarte.

La mangana

Libro Sexto

I

Zacarías el Cruzado, luego de atracar el

esquife en una maraña de bejucos, se alzó sobre

la barca, avizorando el chozo. La llanura de

esteros y médanos, cruzada de acequias y

aleteos de aves acuáticas, dilatábase con

encendidas manchas de toros y caballadas,

entre prados y cañerlas. La cúpula del cielo

recogía los ecos de la vida campañera en su

vasto y sonoro silencio. En la turquesa del día

orfeonaban su gruñido los marranos. Lloraba

un perro muy lastimero. Zacarías, sobresaltado,

le llamó con un silbido. Acudió el perro

zozobrante, bebiendo los vientos, sacudido con

humana congoja: Levantado de manos sobre el

pecho del indio, hociquea lastimero y le prende

del camisote, sacándole fuera del esquife. El

Cruzado monta el pistolón y camina con

sombrío recelo: Pasa ante el chozo abierto y mudo. Penetra en la ciénaga: El perro le insta,

sacudidas las orejas, el hocico al viento, con

desolado tumulto, estremecida la pelambre,

lastimero el resuello. Zacarías le va en

seguimiento. Gruñen los marranos en el

cenagal. Se asustan las gallinas al amparo del

maguey culebrón. El negro vuelo de zopilotes

que abate las alas sobre la pecina se remonta,

asaltado del perro. Zacarías llega: Horrorizado

y torvo, levanta un despojo sangriento. ¡Era

cuanto encontraba de su chamaco! Los cerdos

habían devorado la cara y las manos del niño:

Los zopilotes le habían sacado el corazón del

pecho. El indio se volvió al chozo: Encerró en

su saco aquellos restos, y con ellos a los pies,

sentado a la puerta, se puso a cavilar. De tan

quieto, las moscas le cubrían y los lagartos

tomaban el sol a su vera.

II

Zacarías se alzó con oscuro agüero: Fue al

matate, volteó la piedra y descubrió un leve brillo de metales. La papeleta del empeño, en

cuatro dobleces, estaba debajo. Zacarías, sin

mudar el gesto de su máscara indiana, contó las

nueve monedas, se guardó la plata en el cinto y

deletreó el papel: "Quintín Pereda. Préstamos.

Compra-Venta." Zacarías volvió al umbral, se

puso el saco al hombro y tomó el rumbo de la

ciudad: A su arrimo, el perro doblaba rabo y

cabeza. Zacarías, por una calle de casas chatas,

con azoteas y arrequives de colorines, se metió

en los ruidos y luces de la feria: Llegó a un

tabladillo de azares, y en el juego del parar

apuntó las nueve monedas: Doblando la

apuesta, ganó tres veces: Le azotó un

pensamiento absurdo, otro agüero, un agüero

macabro: ¡El costal en el hombro le daba la

suerte! Se fue, seguido del perro, y entró en un

bochinche: Allí se estuvo, con el saco a los pies,

bebiendo aguardiente. En una mesa cercana

comía la pareja del ciego y la chicuela. Entraba

y salía gente, rotos y chinitas, indios camperos,

viejas que venían por el centavo de cominos

para los cocoles. Zacarías pidió un guiso de

guajolote, y en su plato hizo parte al perro:

Luego tornó a beber, con la chupalla sobre la

cara: Trascendía, con helada consciencia, que

aquellos despojos le aseguraban de riesgo:

Presumía que le buscaban para prenderle, y no

le turbaba el menor recelo; una seguridad cruel

le enfriaba: Se puso el costal en el hombro, y

con el pie levantó al perro:

—¡Porfirio, visitaremos al gachupín!

III

Se detuvo y volvió a sentarse, avizorado

por el cuchicheo de la pareja lechuza:

—¿No alargará su plazo el Señor Peredita?

—¡Poco hay que esperar, mi viejo!

—Sin el enojo con la chinita hubiera estado

más contemplativo.

Zacarías, con la chupalla sobre la cara y el

costal en las rodillas, amusgaba la oreja. El

ciego se había sacado del bolsillo un cartapacio

de papelotes y registraba entre ellos, como si tuviese vista en el luto de las uñas:

—Vuelve a leerme las condiciones del

contrato. Alguna cláusula habrá que nos

favorezca.

Alargábale a la chamaca una hoja con

escrituras y sellos:

—¡Taitita, cómo soñamos!

El gachupín nos tiene puesto el dogal.

—Repasa el contrato.

—De memoria me lo sé: ¡perdidos, mi viejo,

como no hallemos modo de ponernos al

corriente!

—¿A cuánto sube el devengo?

—Siete pesos.

—¡Qué tiempos tan contrarios! ¡Otras ferias

siete pesos no suponían ni tlaco! ¡La

recaudación de una noche como la de ayer

superaba esa cantidad por lo menos tres veces!

—¡Yo todos los tiempos que recuerdo son

iguales!

—Tú eres muy niña.

—Ya seré vieja.

—¿No te parece que insistamos con un

ruego al Señor Peredita? ¡Acaso exponiéndole

nuestros propósitos de que tú cantes lueguito

en conciertos!... ¿No te parece bien volver a

verle?

—¡Volvamos!

—¡Lo dices sin esperanza!

—Porque no la tengo.

—¡Hija mía, no me das ningún consuelo!

¡El Señor Peredita también tendrá corazón!

—¡Es gachupín!

—Entre los gachupines hay hombres de

conciencia.

—El Señor Peredita nos apretará el dogal

sin compasión. ¡Es muy ruin!

—Reconoce que otras veces ha sido más

deferente... Pero estaba muy tomado de cólera

con aquella chinita, y no debía faltarle razón

cuando la pusieron a la sombra.

—¡Otra que paga culpas de Domiciano!

IV

Zacarías se movió hacia la mustia pareja. El

ciego, cerciorado de que la niña no leía el papel,

lo guardaba en el cartapacio de hule negro. La

cara del lechuzo tenía un gesto lacio, de cansina

resignación. La niña le alargaba su plato al

perro de Zacarías. Insistió Velones:

—¡Domiciano nos ha fregado! Sin

Domiciano, Taracena estaría regentando su

negocio y podría habernos adelantado la plata,

o salido garante.

—Si no lo rehusaba.

—¡Ay hija, déjame un rayito de esperanza!

Si me lo autorizases, pediría una botella de

chicha. ¡No me decepciones! La llevaremos a

casa y me inspiraré para terminar el vals que

dedico a Generalito Banderas.

—¡Taitita, querés vos poneros trompeto!

—Hija, necesito consolarme.

Zacarías levantó su botella y llenó los vasos

de la niña y el ciego:

—Jalate no más. La cabrona vida sólo así se

sobrelleva. ¿Qué se pasó con la chinita? ¿Fue

denunciada?

¡Qué chance!

—¿Y la denuncia la hizo el gachupín

chingado?

—Para no comprometerse.

—¡Está bueno! Al Señor Peredita dejátelo

vos de mi mano.

Cargó el saco y se caminó con el perro a la

vera, el alón de la chupalla sobre la cara.

V

El Cruzado se fue despacio, enhebrándose

por la rueda de charros y boyeros que, sin

apearse de las monturas, bebían a la puerta del

bochinche: Inmóvil el gesto de su máscara

verdina, huraño y entenebrecido, con taladro

doloroso en las sienes, metióse en las grescas y

voces del real, que juntaba la feria de caballos.

Cedros y palmas servían de apoyo a los

tabanques de jaeces, facones y chamantos. Se

acercó a una vereda ancha y polvorienta, con carros tolderos y meriendas: Jarochos jinetes

lucían sus monturas en alardosas carreras,

terciaban apuestas, se mentían al procuro de

engañarse en los tratos. Zacarías, con los pies

en el polvo, al arrimo de un cedro, calaba los

ojos sobre el ruano que corría un viejo jarocho.

Tentándose el cinto de las ganancias, hizo seña

al campero:

—¿Se vende el guaco?

—Se vende.

—¿En cuánto lo ponés, amigo?

—Por muy bajo de su mérito.

—¡Sin macanas! ¿Querés vos cincuenta

bolivianos?

—Por cada herradura.

Insistió Zacarías con obstinada canturia:

—Cincuenta bolivianos, si querés venderlo.

—¡No es pagarlo, amigo!

—Me estoy en lo hablado.

Zacarías no mudaba de voz ni de gesto.

Con la insistencia monótona de la gota de agua,

reiteraba su oferta. El jarocho revolvió la

montura, haciendo lucidas corvetas:

—¡Se gobierna con un torzal! Mírale la boca

y verés vos que no está cerrado.

Repitió Zacarías con su opaca canturia:

—No más me conviene en cincuenta

bolivianos. Sesenta con el aparejo.

El jarocho se doblaba sobre el arzón,

sosegando al caballo con palmadas en el cuello.

Compadreó:

—Setenta bolivianos, amigo, y de mi cuenta

las copas.

—Sesenta con la silla puesta, y me dejás la

reata y las espuelas.

Animóse el campero, buscando avenencia:

—¡Sesenta y cinco! ¡Y te llevas, manís, una

alhaja!

Zacarías posó el saco a los pies, se desató el

cinto y, sentado en la sombra del cedro, contó

la plata sobre una punta del poncho. Nubes de

moscas ennegrecían el saco, manchado y

viscoso de sangre. El perro, con gesto legañoso,

husmeaba en torno del caballo. Desmontó el

jarocho. Zacarías ató la plata en la punta del

poncho y, demorándose para cerrar el ajuste,

reconoció los corvejones y la boca del guaco:

Puesto en silla cabalgó probándolo en cortas

carreras, obligándole de la brida con brusco

arriende, como cuando se tira al toro la

mangana. El jarocho, en la linde de la

polvorienta estrada, atendía al escaramuz,

sobre las cejas de visera de la mano. Zacarías se

acercó, atemperando la cabalgada:

—Me cumple.

—¡Una alhaja!

Zacarías desató la punta del poncho, y en la

palma del campero, moneda a moneda, contó

la plata:

—¡Amigo, nos vemos!

—¿No vos caminares mero mero, sin mojar

el trato?

—Mero mero, amigo. Me urge no

dilatarme.

—¡Vaya chance!

—Tengo que restituirme a mi pago. Queda

en palabra que trincaremos en otra ocasión.

¡Nos vemos, amigo!

—¡Nos vemos! Compadrito, cuídame vos

del ruano.

El real de la feria tenía una luminosa

palpitación cromática. Por los crepusculares

caminos de tierra roja ondulaban recuas de

llamas, piños vacunos, tropas de jinetes con el

sol poniente en los sombreros bordados de

plata. Zacarías se salió del tumulto, espoleando,

y se metió por Arquillo de Madres.

VI

Zacarías el Cruzado se encubría con el alón

de la chupalla: Una torva resolución le

asombraba el alma; un pensamiento solitario,

insistente, inseparable de aquel taladro

dolorido que le hendía las sienes. Y formulaba

mentalmente su pensamiento, desdoblándolo

con pueril paralelismo:

—¡Señor Peredita, cortés de mi cargo!

¡Cortés de mi cargo, Señor Peredita!

Cuando pasaba ante alguna iglesia se

santiguaba. Los tutilimundis encendían sus

candilejas, y frente a una barraca de fieras

sintió estremecerse los flancos de la montura: El

tigre, con venteo de carne y de sangre, le rugía

levantado tras los barrotes de la jaula, la

enfurecida cabeza asomada por los hierros, los

ojos en lumbre, la cola azotante: El Cruzado,

advertido, puso espuelas para ganar distancia:

Sobre la fúnebre carga que sostenía en el arzón

había dejado caer el poncho. El Cruzado se

aletargaba en la insistencia monótona de su

pensamiento, desdoblándolo con obstinación

mareante, acompasado por el latido neurálgico

de las sienes, sujeto a su ritmo de lanzadera:

—¡Señor Peredita, cortés de mi cargo!

¡Corrés de mi cargo, Señor Peredita!

Las calles tenían un cromático dinamismo

de pregones, guitarros, faroles, gallardetes. En

el marasmo caliginoso, adormecido de músicas,

acohetaban repentes de gritos, súbitas

espantadas y tumultos. El Cruzado esquivaba

aquellos parajes de mitotes y pleitos. Ondulaba

bajo los faroles de colores la plebe cobriza,

abierta en regueros, remansada frente a

bochinches y pulperías. Las figuras se

unificaban en una síntesis expresiva y

monótona, enervadas en la crueldad cromática

de las baratijas fulleras. Los bailes, las músicas,

las cuerdas de farolillos, tenían una

exasperación absurda, un enrabiamiento de

quimera alucinante. Zacarías, abismado en

rencorosa y taciturna tiniebla, sentía los aleteos

del pensamiento, insistente, monótono,

trasmudando su pueril paralelismo:

—¡Señor Peredita, cortés de mi cargo!

¡Corrés de mi cargo, Señor Peredita!

VII

Iluminaba la calle un farol con el rótulo de

la tienda en los vidrios: "Empeñitos de Don

Quintín". El tercer vidrio estaba rajado, y no

podía leerse. Las percalinas rojas y gualdas de

la bandera española decoraban la puerta:

"Empeñitos de Don Quintín". Dentro, una

lámpara con enagüillas verdes alumbraba el

mostrador. El empeñista acariciaba su gato, un

maltés vejete y rubiales, que trascendía el

absurdo de parecerse a su dueño. El gato y el

empeñista miraron a la puerta, desdoblando el

mismo gesto de alarma. El gato, arqueándose

sobre las rodillas del gachupín, posaba el

terciopelo de sus guantes en dos simétricos

remiendos de tela nueva. El Señor Peredita

llevaba manguitos, tenía la pluma en la oreja y

sobre la misma querencia el seboso gorrete, que

años pasados la niña bordó en el colegio:

—¡Buenas noches, patrón!

Zacarías el Cruzado —poncho y chupalla,

botas de potro y espuelas— encorvándose

sobre el borrén, adelantaba por la puerta medio

caballo. El honrado gachupín le miró con

cicatera suspicacia:

Qué se ofrece?

—Una palabrita.

—Ata el guaco en la puerta.

—No tiene doma, patrón.

El Señor Peredita pasó fuera del mostrador:

—¡Veamos qué conveniencia traes!

—¡Conocernos, patrón! Es usted muy

notorio por mis pagos. ¡Conocernos! Sólo a ese

negocio he acudido a la feria, Señor Peredita.

—Tú has jalado más de la cuenta, y es una

sinvergüenzada venir a faltar a un hombre

provecto. Camínate no más, antes que con una

voz llame al vigilante.

—Señor Peredita, no se sobresalte. Tengo

que recobrar la alhajita.

—¿Traes el comprobante?

—¡Véalo no más!

El Cruzado, metiendo la montura en el

portal, ponía sobre el mostrador el saco

manchado y mojado de sangre. Se espantó el

gachupín:

—¡Estás briago! Jaláis más de la cuenta, y

luego venís a faltar en los establecimientos.

Toma el saquete y camínate, luego luego.

El Cruzado casi tocaba en la viguería con la cabeza: Le quedaba en sombra la figura desde

el pecho a la cara, en tanto que las manos y el

borrén de la silla destacaban bajo la luz del

mostrador:

—Señor Peredita, ¿pues no habés pedido el

comprobante?

—¡No me friegues!

—Abra usted el saco.

—Camínate y déjame de tus macanas.

El Cruzado fraseó con torva insistencia,

apagada la voz en un silo de cólera mansa:

—Patrón, usted abre no más, y se entera.

—Poco me importa. Chivo o marrano, con

tu pan te lo comas. El gachupín se encogió

viendo caérsele encima la sombra del Cruzado:

—¡Señor Peredita, buscás abrir el saco con

los dientes!

—Roto, no me traigas un pleito de gaucho

malo. Si deseas algún servicio de mi parte,

vuelves cuando re halles más despejado.

—Patrón, mero mero liquidamos.

¿Recordás de la chinita que dejó una tumbaga en nueve bolivianos?

El honrado gachupín se aleló, capcioso:

—No recuerdo. Tendría que repasar los

libros. ¿Nueve bolivianos? No valdría más. Las

tasas de mi establecimiento son las más altas.

—¡Quier decirse que aún los hay más

ladrones! Pero no he venido sobre ese tanto.

Usted, patrón, ha presentado denuncia contra

la chinita.

Gritó el gachupín con guiño perlático:

—¡No puedo recordar todas las

operaciones! ¡Vete no más! ¡Vuelve cuando te

halles fresco! ¡Se verá si puede mejorarse la

tasa!—Este asunto lo ultimamos luego luego.

Patroncito, habés denunciado a la chinita y

vamos a explicarnos.

—Vuelve cuando estés menos briago.

—Patroncito, somos mortales, y a lo pior

tenés la vida menos segura que la luz de ese

candil. Patroncito, ¿quién ha puesto a la chinita

en galera? ¿No habés visto el ranchito vacío?

¡Ya lo verés! ¿No habés abierto el saco?

¡Ándele, Señor Peredita, y no se dilate!

—Tendrá que ser, pues eres un alcohólico

obstinado.

El honrado gachupín comenzó a desatar el

saco: Tenía el viejales un gesto indiferente. A la

verdad, no le importaba que fuese chivo o

marrano lo que guardase. Se transmudó con

una espantada al descubrir la yerta y mordida

cabeza del niño:

—¡Un crimen! ¿Me buscas para la

encubierta? ¡Vete y no me traigas mal tercio!

¡Vete! ¡No diré nada! ¡So chingado, no me

comprometas! ¿Qué puedes ofrecerme? ¡Un

puñado de plata! ¡So chingado, un hombre de

mi posición no se compromete por un puñado

de plata!

Habló Zacarías, remansada la voz en

abismos de cólera:

—Ese cuerpo es el de mi chamaco. La

denuncia cabrona le puso a la mamasita en la

galera. ¡Me lo han dejado solo para que se lo comiesen los chanchos!

—Es absurdo que me vengas a mí con esa

factura de cargos. ¡Un espectáculo horrible!

¡Una desgracia! Quintín Pereda es ajeno a ese

resultado. Te devolveré la tumbaguita. No hago

cuenta de los bolivianos. ¡Quiere decirse que te

beneficias con mi plata! Recoge esos restos.

Dales sepultura. Comprendo que, bebiendo,

hayas buscado consolarte. Vete. La tumbaguita

pasas mañana a recogerla. Dale sepultura

sagrada a esos restos.

—¡Don Quintinito cabrón, vas vos

acompañarme!

VIII

El Cruzado, con súbita violencia, rebota la

montura, y el lazo de la reata cae sobre el cuello

del espantado gachupín, que se desbarata

abriendo los brazos. Fue un dislocarse

atorbellinado de las figuras, al revolverse del

guaco: Un desgarre simultáneo. Zacarías, en

alborotada corveta, atropella y se mete por la calle, llevándose a rastras el cuerpo del

gachupín: Lostregan las herraduras y trompica

el pelele, ahorcado al extremo de la reata. El

jinete, tendido sobre el borrén, con las espuelas

en los ijares del caballo, sentía en la tensa reata

el tirón del cuerpo que rebota en los guijarros.

Y consuela su estoica tristeza indiana Zacarías

el Cruzado.

Nigromancia

Libo Séptimo

I

Están prontos los caballos para la fuga en el

rancho de Ticomaipú. El Coronelito de la

Gándara cena con Niño Filomeno. Sobre los

términos de la colación, manda llamar a sus

hijos el ranchero. Niña Laurita, con reservada

tristeza, sale a buscarlos, y acude, brincante, la

muchachada, sin atender a la madre, que

asombra el gesto con un dedo en los labios. El

patrón también sentía cubierta su fortaleza con

una nube de duelo: Tenía los ojos en los

manteles: No miraba ni a la mujer ni a los hijos:

Recobrándose, levantó la frente con austera

entereza.

II

Los chamacos, en el círculo de la lámpara,

repentinamente mudos, sentían el aura de una

adivinación telepática:

—Hijos, he trabajado para dejaros alguna

hacienda y quitaros de los caminos de la

pobreza: Yo los he caminado, y no los quisiera

para ustedes. Hasta hoy, ésta ha sido la

directriz de mi vida, y vean cómo hoy he

mudado de pensamiento. Mi padre no me dejó

riqueza, pero me dejó un nombre tan honrado

como el primero, y esta herencia quiero yo

dejarles. Espero que ustedes la tendrán en

mayor aprecio que todo el oro del mundo, y si

así no fuese, me ocasionarían un gran sonrojo.

Se oyó el gemido de la niña ranchera:

—¡Siempre nos dejas, Filomeno!

El patrón, con el gesto apagó la pregunta.

La rueda de sus hijos en torno de la mesa tenía

un brillo emocionado en los ojos, pero no

lloraba:

—A vuestra mamasita pido que tenga

ánimo para escuchar lo que me falta. He creído

hasta hoy que podía ser un buen ciudadano,

trabajando por acrecentarles la hacienda, sin

sacrificar cosa ninguna al servicio de la Patria.

Pero hoy me acusa mi conciencia, y no quiero

avergonzarme mañana, ni que ustedes se

avergüencen de su padre.

Sollozó la niña ranchera:

—¡Desde ya te pasas a la bola

revolucionaria!

—Con este compañero.

El Coronelito de la Gándara se levantó,

alardoso, tendiéndole los brazos:

—¡Eres un patricio espartano, y no me rajo!

Suspiraba la ranchera:

—¿Y si hallas la muerte, Filomeno?

—Tú cuidarás de educar a los chamacos y

de recordarles que su padre murió por la

Patria.

La mujer presentía imágenes tumultuosas

de la revolución. Muertes, incendios, suplicios

y, remota, como una divinidad implacable, la

momia del Tirano.

III

Ante la reja nocturna, fragante de

albahacón, refrenaba su parejeño Zacarías el

Cruzado: Aparecióse en súbita galopada,

sobresaltando la nocharniega campaña:

—¡Vuelo, vuelo, mi Coronelito! La chinita

fue delatada. Ya la pagó el fregado gachupín.

¡Vuelo, vuelo!

Zacarías refrenaba el caballo, y la oscura

expresión del semblante y el sofoco de la voz

metía, afanoso, por los hierros. En la sala, todas

las figuras se movieron unánimes hacia la reja.

Interrogó el Coronelito:

—¿Pues qué se pasó?

—La tormentona más negra de mi vida. ¡De

estrella pendeja fueron los brillos de la

tumbaguita! ¡Vuelo, vuelo, que traigo perro

sobre los rastros, mi Coronelito!

IV

La niña ranchera abraza al marido, en el

fondo de la sala, y lloriquea la tropa de

chamacos, encadillándose a la falda de la

madre.

Hipando su grito, irrumpe por una puerta

la abuela carcamana:

—¿Perché questa follia? Se il Filomeno

trova fortuna nella rivoluzione potrá diventar

un Garibaldi. ¡Non mi spaventar i bambini!

El Cruzado miraba por los hierros, la figura

toda en sombra. El ojo enorme del caballo

recibía por veces una luz en el juego de las

siluetas que accionaban cortando el círculo del

candil. Zacarías aún terciaba sobre la silla el

saco con el niño muerto. En la sala, el grupo

familiar rodeaba al patrón. La madre, uno por

uno, levantaba a los hijos, pasándoles a los

brazos del padre. Consideró Zacarías, con dejo

apagado:

—¡Son pidazos del corazón!

V

Chino Viejo acercó los caballos, y los ecos

de la galopada rodaron por la nocturna

campaña. Zacarías, en el primer sofreno, al

meterse por un vado, apareó su montura con la

del Coronelito:

—¡Se chinga Banderitas! Tenemos un

auxiliar muy grande. ¡Aquí ya conmigo!

El Coronelito, le miró, sospechándole

borracho:

¿ —Qué dices, manís?

La reliquia de mi chamaco. Una carnicería

que los chanchos me han dejado. Va en este

alforjín.

El Coronel le tendió la mano:

—Me ocasiona un verdadero sentimiento,

Zacarías. ¿Y cómo no has dado sepultura a esos

restos?

—A su hora.

—No me parece bien.

—Esta reliquia nos sirve de salvoconducto.

—¡Es una creencia rutinaria!

—¡Mi jefecito, que lo cuente el chingado

gachupín!

—¿Qué has hecho?

—Guindarlo. No pedía menos satisfacción

esta carnicería de mi chamaco.

—Hay que darle sepultura.

—Cuando estemos a salvo.

—¡Y parecía muy vivo el cabroncito!

—¡Cuanti menos para su padre!

SANTA MÓNICA

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