QUINTA PARTE

Boleto de sombra

Libro Primero

I

El Fuerte de Santa Mónica, que en las

luchas revolucionarias sirvió tantas veces como

prisión de reos políticos, tenía una pavorosa

leyenda de aguas emponzoñadas, mazmorras

con reptiles, cadenas, garfios y cepos de

tormento. Estas fábulas, que datan de la

dominación española, habían ganado mucho

valimiento en la tiranía del General Santos

Banderas. Todas las tardes en el foso del

baluarte, cuando las cornetas tocaban fajina, era

pasada por las armas alguna cuerda de

revolucionarios. Se fusilaba sin otro proceso

que una orden secreta del Tirano.

II

Nachito y el estudiante traspasaron la

poterna, entre la escolta de soldados. El Alcaide

los acogió sin otro trámite que el parte verbal depuesto por un sargento, y enviado desde la

cantina por el Mayor del Valle. AI cruzar la

poterna, los dos esposados alzaron la cabeza

para hundir una larga mirada en el azul remoto

y luminoso del cielo. El Alcaide de Santa

Mónica, Coronel Irineo Castañón, aparece en

las relaciones de aquel tiempo como uno de los

más crueles sicarios de la Tiranía: Era un viejo

sanguinario y potroso que fumaba en cachimba

y arrastraba una pata de palo. Con la bragueta

desabrochada, jocoso y cruel, dio entrada a los

dos prisioneros:

—¡Me felicito de recibir a una gente tan

seleccionada!

Nachito acogió el sarcasmo con falsa risa de

dientes, y quiso explicarse:

—Se padece una ofuscación, mi Coronelito.

El Coronel Irineo Castañón vaciaba la

cachimba golpeando sobre la pata de palo:

—A mí en eso ninguna cosa me va. Los

procesos, si hay lugar, los instruye el

Licenciadito Carballeda. Ahora, como aún se

trata de una simple detención, van a tener por

suyo todo el recinto murado.

Agradeció Nachito con otra sonrisa

cumplimentera y acabó moqueando:

—¡Es un puro sonambulismo este fregado!

El Cabo de Vara, en el sombrizo de la

puerta, hacía sonar la pretina de sus llaves: Era

mulato, muy escueto, con automatismo de

fantoche: Se cubría con un chafado quepis

francés, llevaba pantalones colorados de

uniforme, y guayabera rabona muy sudada:

Los zapatos de charol, viejos y tilingos, traía

picados en los juanetes. El Alcaide le advirtió

jovial:

—Don Trini, a estos dos flautistas vea de

suministrarles boleto de preferencia.

—No habrá queja. Si vienen provisorios, se

les dará luneta de muralla.

Don Trini, cumplida la fórmula del cacheo,

condujo a los presos por un bovedizo con

fusiles en armario: Al final, abrió una reja y los

soltó entre murallas:

—Pueden pasearse a su gusto.

Nachito, siempre cumplimentero y servil,

rasgó la boca:

—Muchísimas gracias, Don Trini.

Don Trini, con absoluta indiferencia, batió

la reja, haciendo rechinar cerrojos y llaves:

Gritó, alejándose:

—Hay cantina, si algo desean y quieren

pagarlo.

III

Nachito, suspirando, leía en el muro los

grafitos carcelarios decorados con fálicos

trofeos. Tras de Nachito, el taciturno estudiante

liaba el cigarro: Tenía en los ojos una chispa

burlona, y en la boca prieta, color de moras, un

rictus de compasión altanera. Esparcidos y

solitarios paseaban algunos presos. Se oía el

hervidero de las olas, como si estuviesen

socavando el cimiento. Las ortigas lozaneaban

en los rincones sombríos, y en la azul

transparencia aleteaba una bandada de

zopilotes, pájaros negros. Nachito, finchándose

en el pando compás de las zancas, miró con

reproche al estudiante:

—Ese mutismo es impropio para dar

ánimos al compañero, y hasta puede ser una

falta de generosidad. ¿Cómo es su gracia,

amigo?

—Marco Aurelio.

—¡Marquito, qué será de nosotros!

—¡Pues y quién sabe!

—¡Esto impone! ¡Se oye el farollón de las

olas!... Parece que estamos en un barco.

El Fuerte de Santa Mónica, castillote teatral

con defensas del tiempo de los virreyes,

erguíase sobre los arrecifes de la costa, frente al

vasto mar ecuatorial, caliginoso de ciclones y

calmas. En la barbacana, algunos morteros

antiguos, roídos de lepra por el salitre, se

alineaban moteados con las camisas de los

presos tendidas a secar: Un viejo, sentado sobre

el cantil frente al mar inmenso, ponía

remiendos a la frazada de su camastro. En el más erguido baluarte cazaba lagartijas un gato,

y pelotones de soldados hacían ejercicios en

Punta Serpientes.

IV

Hilo de la muralla, la curva espumosa de

las olas balanceaba una ringla de cadáveres.

Vientres inflados, livideces tumefactas.

Algunos prisioneros, con grito de motín,

trepaban al baluarte. Las olas mecían los

cadáveres ciñéndolos al costado de la muralla,

y el cielo alto, llameante, cobijaba un astroso

vuelo de zopilotes, en la cruel indiferencia de

su turquesa. El preso que ponía remiendos en

la frazada de su camastro quebró el hilo, y con

la hebra en el bezo murmuró leperón y

sarcástico:

—¡Los chingados tiburones ya se aburren

de tanta carne revolucionaria, y todavía no se

satisface el cabrón Banderas! ¡Puta madre!

El rostro de cordobán, burilado de arrugas,

tenía un gesto estoico: La rasura de la barba, crecida y cenicienta, daba a su natural adusto

un cierto aire funerario. Nachito y Marco

Aurelio caminaron inciertos, como viajeros

extraviados: Nachito, si algún preso cruzaba

por su vera, apartábase solícito y abría paso con

una sonrisa amistosa. Llegaron al baluarte y se

asomaron a mirar el mar alegre de luces

mañaneras, nigromántico con la fúnebre ringla

balanceándose en las verdosas espumas de la

resaca. Entre los presos que coronaban el

baluarte acrecía la zaloma de motín con airados

gestos y erguir de brazos. Nachito se aleló de

espanto:

—¿Son náufragos?

El viejo de la frazada le miró

despreciándole:

—Son los compañeros recién ultimados en

Foso-Palmitos.

Interrogó el estudiante:

—¿No se les enterraba?

—¡Qué va! Se les tiraba al mar. Pero visto

cómo a los tiburones ya les estomaga la carne revolucionaria, tendrán que darnos tierra a los

que estamos esperando vez.

Tenía una risa rabiosa y amarga. Nachito

cerró los ojos:

—¿Es de muerte su sentencia, mi viejo?

—¿Pues conoce otra penalidad más

clemente el Tigre de Zamalpoa? ¡De muerte! ¡Y

no me arrugo ni me rajo! ¡Abajo el Tirano!

Los prisioneros, encaramados en el

baluarte, hundían las miradas en los disipados

verdes que formaba la resaca entre los contra-

fuertes de la muralla. El grupo tenía una

frenética palpitación, una brama, un clamoreo

de denuestos. El Doctor Alfredo Sánchez

Ocaña, poeta y libelista, famoso tribuno

revolucionario, se encrespó con el brazo

tendido en arenga, bajo la mirada retinta del

centinela que paseaba en la poterna con el fusil

terciado:

—¡Héroes de la libertad! ¡Mártires de la

más noble causa! ¡Vuestros nombres escritos

con letras de oro, fulgirán en las páginas de nuestra Historia! ¡Hermanos, los que van a

morir os rinden un saludo y os presentan

armas!

Se arrancó el jipi con un gran gesto, y todos

le imitaron. El centinela amartilló el fusil:

—¡Atrás! No hay orden para demorar en el

baluarte.

Le apostrofó el Doctor Sánchez Ocaña:

—¡Vil esclavo!

Una barca tripulada por carabineros de

mar, arriando vela, maniobraba para recoger

los cadáveres. Embarcó siete. Y como los

prisioneros en creciente motín no desalojaban

el baluarte, salió la guardia y sonaron cornetas.

V

Nachito, tomado de alferecía, se agarraba al

brazo del estudiante:

—¡Nos hemos fregado!

El viejo de la manta le miró despacio, el

belfo mecido por una risa de cabrío:

—No merita tanto atributo esta vida

pendeja.

Nachito ahiló la voz en el hipo de un

sollozo:

—¡Muy triste morir inocente! ¡Me

condenan las apariencias!

Y el viejo, con burlona mueca de escarnio,

seguía martillando:

—¿No sos revolucionario? Pues sin

merecerlo vas vos a tener el fin de los hombres

honrados.

Nachito, relajándose en una congoja, tendía

los ojos suplicantes al preso, que, con el caño

fruncido y la manta tendida sobre las piernas,

se había puesto a estudiar la geometría de un

remiendo. Nachito intentó congraciarse la

voluntad de aquel viejo de cordobán: El azar

los reunía bajo la higuera, en un rincón del

patio:

—Nunca he sido simpatizante con el

ideario de la revolución, y lo deploro;

comprendo que son ustedes héroes con un

puesto en la Historia: Mártires de la Idea. ¡Sabe amigo, que habla muy lindo el Doctor Sánchez

Ocaña!

Hízole coro el estudiante, con sombrío

apasionamiento:

—En el campo revolucionario militan las

mejores cabezas de la República.

Aduló Nachito:

—¡Las mejores!

Y el viejo de la frazada, lentamente,

mientras enhebra, desdeñoso y arisco

comentaba:

—Pues, manifiestamente, para enterarse no

hay cosa como visitar Santa Mónica. A lo que se

colige, el chamaco tampoco es revolucionario.

Declaró Marco Aurelio con firmeza:

—Y me arrepiento de no haberlo sido, y lo

seré, si alguna vez me veo fuera de estos

muros.

El viejo, anudando la hebra, reía con su risa

de cabra:

—De buenos propósitos está empedrado el

Infierno.

Marco Aurelio miró al viejo conspirador y

juzgó tan cuerdas sus palabras, que no sintió el

ultraje: Le sonaban como algo lógico e

irremediable en aquella cárcel de reos políticos

orgullosos de morir.

VI

El tumbo del mar batía la muralla, y el oboe

de las olas cantaba el triunfo de la muerte. Los

pájaros negros hacían círculos en el remoto

azul, y sobre el losado del patio se pintaba la

sombra fugitiva del aleteo. Marco Aurelio sen-

tía la humillación de su vivir, arremansado en

la falda materna, absurdo, inconsciente como

las actitudes de esos muñecos olvidados tras de

los juegos: Como un oprobio remordíale su

indiferencia política. Aquellos muros, cárcel de

exaltados revolucionarios, le atribulaban y

acrecían el sentimiento mezquino de su vida,

infantilizada entre ternuras familiares y estu-

dios pedantes, con premios en las aulas. Confu-

so atendía al viejo que entraba y sacaba la aguja de lezna:

—¿Venís vos a la sombra por incidencia

justificada, o por espiar lo que se conversa? Eso,

amigo, es bueno ponerlo en claro. Recorra las

cuadras y vea si encuentra algún fiador. ¿No

dice que es estudiante? Pues aquí no faltan

universitarios. Si quiere tener amigos en esta

mazmorra, busque modo de justificarse. Los

revolucionarios platónicos merecen poca

confianza.

El estudiante había palidecido

intensamente. Nachito, con ojos de perro,

imploraba clemencia:

—A mí también me tenía horrorizado

Tirano Banderas: ¡Muy por demás sanguinario!

Pero no era fácil romper la cadena. Yo para

bolinas no valgo, ¿y adónde iba que me

recibiesen si soy inútil para ganarme los

fríjoles? El Generalito me daba un hueso que

roer y se divertía choteándome. En el fondo

parecía apreciarme. ¿Que está mal, que soy un

pendejo, que aquello era por demás, que tiene sus fueros la dignidad humana? Corriente. Pero

hay que reflexionar lo que es un hombre

privado de albedrío por ley de herencia. ¡Mi

papá, un alcohólico! ¡Mi mamá, con desvarío

histérico! El Generalito, a pesar de sus

escarnios, se divertía oyéndome decir jangadas.

No me faltaban envidiosos. ¡Y ahora caer de tan

alto!Marco Aurelio y el viejo conspirador oían

callados y por veces se miraban. Concluyó el

viejo:—¡Hay sujetos más ruines que putas!

Se ahogaba Nachito:

—¡Todo acabó! El último escarnio supera la

raya. Nunca llegó a tanto. Divertirse fusilando

a un desgraciado huérfano, es propio de Nerón.

Marquito, y usted, amigo, yo les agradecería

que luego me ultimasen. Sufro demasiado.

¡Qué me vale vivir unas horas, si todo el gusto

me lo mata ese chingado sobresalto! Conozco

mi fin, tuve un aviso de las ánimas. Porque en

este fregado ilusorio andan las Benditas.

Marquito, dame cachete, indúltame de este

suplicio nervioso. Hago renuncia de la vida por

anticipado. Vos, mi viejo, ¿qué haces que no me

sangrás con esa lezna remendona? Mero mero,

pasáme las entretelas. Amigos, ¿qué dicen? Si

temen complicaciones, háganme el servicio de

consolarme de alguna manera.

VII

El planto pusilánime y versátil de aquel

badulaque aparejaba un gesto ambiguo de

compasión y desdén en la cara funeraria del

viejo conspirador y en la insomne palidez del

estudiante. La mengua de aquel bufón en

desgracia tenía cierta solemnidad grotesca,

como los entierros de mojiganga con que fina el

antruejo. Los zopilotes abatían sus alas tiñosas

sobre la higuera.

El número tres

Libro Segundo

I

El calabozo número tres era una cuadra con

altas luces enrejadas, mal oliente de alcohol,

sudor y tabaco. Colgaban en calle, a uno y otro

lateral, las hamacas de los presos, reos políticos

en su mayor cuento, sin que faltasen en aquel

rancho el ladrón encanecido, ni el idiota

sanguinario, ni el rufo valiente, ni el hipócrita

desalmado. Por hacerles a los políticos más

atribulada la cárcel, les befaba con estas

compañías, el de la pata de palo, Coronel Irineo

Castañón. La luz polvorienta y alta de las rejas

resbalaba por la cal sucia de los muros, y la

expresión macilenta de los encarcelados hallaba

una suprema valoración en aquella luz árida y

desolada. El Doctor Sánchez Ocaña,

declamatorio, verboso, con el puño de la camisa

fuera de la manga, el brazo siempre en tribuno

arrebato, engolaba elocuentes apóstrofes contra la tiranía:

—El funesto fénix del absolutismo colonial

renace de sus cenizas aventadas a los cuatro

vientos, concitando las sombras y los manes de

los augustos libertadores. Augustos, sí, y el

ejemplo de sus vidas debe servirnos de luminar

en estas horas, que acaso son las últimas que

nos resta de vivir. El mar devuelve a la tierra

sus héroes, los voraces monstruos de las azules

minas se muestran más piadosos que el General

Santos Banderas... Nuestros ojos...

Se interrumpía. Llegaba por el corredor la

pata de palo. El Alcaide cruzó fumando en

cachimba, y poco a poco extinguióse el alerta

de su paso cojitranco.

II

Un preso, que leía tendido en su hamaca,

sacó a luz, de nuevo, el libro que había

ocultado. De la hamaca vecina le interrogó la

sombra de Don Roque Cepeda:

—¿Siempre con las Evasiones Célebres?

—Hay que estudiar los clásicos.

—¡Mucho le intriga esa lectura! ¿Sueña

usted con evadirse?

—¡Pues quién sabe!

—¡Ya estaría bueno podérsela jugar al

Coronelito Pata de Palo! Cerró el libro con un

suspiro el que leía:

—No hay que pensarlo. Posiblemente, a

usted y a mí nos fusilan esta tarde.

Denegó con ardiente convicción Don

Roque:

—A usted, no sé... Pero yo estoy seguro de

ver el triunfo de la Revolución. Acaso más

tarde me cueste la vida. Acaso. Se cumple

siempre el Destino.

—Indudablemente. ¿Pero usted conoce su

destino?

—Mi fin no está en Santa Mónica. Tengo

encima el medio siglo, aún no hice nada, he

sido un soñador, y forzosamente debo

regenerarme actuando en la vida del pueblo, y

moriré después de haberle regenerado.

Hablaba con esa luz fervorosa de los

agonizantes, confortados por la fe de una vida

futura, cuando reciben la Eucaristía. Su cabeza

tostada de santo campesino erguíase sobre la

almohada como en una resurrección, y todo el

bulto de su figura exprimíase bajo el sabanil

como bajo un sudario. El otro prisionero le

miró con amistosa expresión de burla y duda:

—¡Quisiera tener su fe, Don Roque! Pero

me temo que nos fusilen juntos en Foso-

Palmitos.

—Mi destino es otro. Y usted déjese de

cavilaciones lúgubres y siga soñando con

evadirse.

—Somos muy opuestos. Usted,

pasivamente, espera que una fuerza

desconocida le abra las rejas. Yo hago planes

para fugarme y trabajo en ello sin echar de la

imaginación el presentimiento de mi fin

próximo. A lo más hondo esta idea me trabaja,

y solamente por no capitular sigo al acecho de

una ocasión que no espero.

—El Destino se vence, si para combatirle

sabemos reunir nuestras fuerzas espirituales.

En nosotros existen fuerzas latentes,

potencialidades que desconocemos. Para el

estado de conciencia en que usted se halla, yo le

recomendaría otra lectura más espiritual que

esas Evasiones Célebres. Voy a procurarle El

Sendero Teosófico: Le abrirá horizontes

desconocidos.

—Recién le platicaba que somos muy

opuestos. Las complejidades de sus autores me

dejan frío. Será que no tengo espíritu religioso.

Eso debe ser. Para mí todo acaba en Foso-

Palmitos.

—Pues reconociéndose tan carente de

espíritu religioso, usted será siempre un

revolucionario muy mediocre. Hay que

considerar la vida como una simiente sagrada

que se nos da para que la hagamos fructificar

en beneficio de todos los hombres. El

revolucionario es un vidente.

—Hasta ahí llego.

—¿Y de quién recibimos esta existencia que

tiene un sentido determinado? ¿Quién la sella

con esa obligación? ¿Podemos impunemente

traicionarla? ¿Concibe usted que no haya una

sanción?

—¿Después de la muerte?

—Después de la muerte.

—Esas preguntas, yo me abstengo de

resolverlas.

—Acaso porque no se las formula con

bastante ahínco.

—Acaso.

—¿Y el enigma, tampoco le anonada?

—Procuro olvidarlo.

—¿Y puede?

—He podido.

—¿Y al presente?

—La cárcel siempre es contagiosa... Y si

continúa usted platicándome como lo hace,

acabará por hacerme rezar un Credo.

—Si le enoja dejaré el tema.

—Don Roque, sus enseñanzas no pueden

serme sino muy gratas. Pero entre flores tan

doctas me ha puesto usted un rejón que aún me

escuece. ¿Por qué juzga que mi actuación

revolucionaria será siempre mediocre? ¿Qué

relaciones establece usted entre la conciencia

religiosa y los ideales políticos?

—¡Mi viejo, son la misma cosa!

—¿La misma cosa? Podrá ser. Yo no lo veo.

—Hágase usted más meditativo y

comprenderá muchas verdades que sólo así le

serán reveladas.

—Cada persona es un mundo, y nosotros

dos somos muy diversos. Don Roque, usted

vuela muy remontado, y yo camino por los

suelos; pero el calificativo que me ha puesto de

mediocre revolucionario es una ofuscación que

usted padece. La religión es ajena a nuestras

luchas políticas.

—A ninguno de nuestros actos puede ser

ajena la intuición de eternidad. Solamente los

hombres que alumbran todos sus pasos con esa

antorcha logran el culto de la Historia. La

intuición de eternidad trascendida es la

conciencia religiosa: Y en nuestro ideario, la

piedra angular, la redención del indio, es un

sentimiento fundamentalmente cristiano.

—Libertad, Igualdad, Fraternidad, me

parece que fueron los tópicos de la Revolución

Francesa. Don Roque, somos muy buenos

amigos, pero sin poder entendernos. ¿No

predicó el ateísmo la Revolución Francesa?

Marat, Dantón, Robespierre...

—Espíritus profundamente religiosos, aun

cuando lo ignorasen algunas veces.

—¡Santa ignorancia! Don Roque,

concédame usted esa categoría para sacarme el

rejón que me ha puesto.

—No me guarde rencor, se la concedo.

Se dieron la mano, y par a par en las

hamacas, quedaron un buen espacio

silenciosos. En el fondo de la cuadra, entre un

grupo de prisioneros, seguía perorando el

Doctor Sánchez Ocaña. El gárrulo fluir de

tropos y metáforas resaltaba su frío

amaneramiento en el ambiente pesado de

sudor, aguardiente y tabaco del calabozo

número tres.

III

Don Roque Cepeda convocaba en torno de

su hamaca un grupo atento a las lecciones de

ilusionada esperanza que vertía con apagado

murmullo y clara sonrisa seráfica. Don Roque

era profundamente religioso, con una religión

forjada de intuiciones místicas y máximas

indostánicas: Vivía en un pasmo ardiente, y su

peregrinación por los caminos del mundo se le

aparecía colmada de obligaciones arcanas,

ineludibles como las órbitas estelares: Adepto

de las doctrinas teosóficas, buscaba en la última

hondura de su conciencia un enlace con la

conciencia del Universo: La responsabilidad

eterna de las acciones humanas le asombraba

con el vasto soplo de un aliento divino. Para

Don Roque, los hombres eran ángeles

desterrados: Reos de un crimen celeste,

indultaban su culpa teologal por los caminos

del tiempo, que son los caminos del mundo.

Las humanas vidas con todos sus pasos, con

todas sus horas, promovían resonancias eternas

que sellaba la muerte con un círculo de infinitas

responsabilidades. Las almas, al despojarse de

la envoltura terrenal, actuaban su pasado

mundano en límpida y hermética visión de

conciencias puras. Y este círculo de eterna

contemplación —gozoso o doloroso— era el fin

inmóvil de los destinos humanos y la redención

del ángel en destierro. La peregrinación por el

limo de las formas, sellaba un número sagrado.

Cada vida, la más humilde, era creadora de un

mundo, y al pasar bajo el arco de la muerte, la

conciencia cíclica de esta creación se

posesionaba del alma, y el alma, prisionera en

su centro, devenía contemplativa y estática.

Don Roque era varón de muy varias y

desconcertantes lecturas, que por el sendero

teosófico lindaban con la cábala, el ocultismo y

la filosofía alejandrina. Andaba sobre los

cincuenta años. Las cejas, muy negras, ponían

un trazo de austera energía bajo la frente ancha,

pulida calva de santo románico. El cuerpo

mostraba la firme estructura del esqueleto, la

fortaleza dramática del olivo y de la vid. Su

predicación revolucionaria tenía una luz de

sendero matinal y sagrado.

Carceleras

Libro Tercero

I

Bajo la luz de una reja, hacían corro

jugando a los naipes hasta ocho o diez

prisioneros. Chucho el Roto, tiraba la carta: Era

un bigardo famoso por muchos robos

cuatreros, plagios de ricos hacendados, asaltos

de diligencias, crímenes, desacatos, estropicios,

majezas, amores y celos sangrientos. Tiraba

despacio: Tenía las manos enjutas, la mejilla

con la cicatriz de un tajo y una mella de tres

dientes. En el juego de albures hacían rueda

presos de muy distinta condición: Apuntaban

en el mismo naipe charros y doctores,

guerrilleros y rondines. Nachito Veguillas

estaba presente: Aún no jugaba, pero ponía el

ojo en la pinta y con una mano en el bolso se

tanteaba la plata. Vino una sota y comentó,

arrobándose:

—¡No falla ninguna!

Volvióse y tributó una sonrisa al caviloso

jugador vecino, que permaneció indiferente:

Era un espectro vestido con fláccido saco de

dril que le colgaba como de una escarpia.

Nachito recaló su atención a la baraja: Con

súbito impulso sacó la mano con un puñado de

soles, y los echó sobre la pulgona frazada que

en las cárceles hace las veces del tapete verde:

—Van diez soles en el pendejo monarca.

Advirtió el Roto:

—Ha doblado.

—Mata la pinta.

—¡Va!

El Roto corrió la puerta y vino de patas el

rey de bastos. Nachito, ilusionado con la

ganancia, cobró y de lleno metióse en los

albures. Por veces se levantaba un borrascón de

voces, disputando algún lance. Nachito tenía

siempre el santo de cara, y viéndole ganar, el

caviloso espectro hepático le pagó la remota

sonrisa dirigiéndole un gesto fláccido de mala

fortuna. Nachito, con una mirada, le entregó su atribulado corazón:

—En nuestra lamentosa situación, ganar o

perder no hace diferencia. Foso-Palmitos a

todos iguala.

El otro denegó con su gesto fláccido y

amarillo de vejiga desinflándose:

—Mientras hay vida, la plata es un factor

muy importante. ¡Hay que considerarlo así!

Nachito suspiró:

—A un reo de muerte, ¿qué consuelo

puede darle la plata?

—Cuando menos, éste del juego para poder

olvidarse... La plata, hasta el último momento,

es un factor indispensable.

—¿Su sentencia también es de muerte,

hermano?

—¡Pues y quién sabe!

—¿No se fusila a todos por igual?

—¡Pues y quién sabe!

—Me abre usted un rayo de luz. Voy a

meter cincuenta soles en el entrés.

Nachito ganó la puesta, y el otro arrugó la

cara con su gesto fláccido:

—¿Y le sopla siempre la misma racha?

—No me quejo.

—¿Quiere que hagamos una fragata de

cinco soles? Usted los gobierna como le plazca.

—Cinco golpes.

—Como le plazca.

—Vamos en la sota.

—¿Le gusta esa carta?

—Es el juego.

—¡Quebrará!

—Pues en ella vamos.

El Roto tiraba lentamente, y corrida la pinta

para que todos la viesen, quedábase un

momento con la mano en alto. Vino la sota.

Nachito cobró, y repartida en las dos manos la

columna de soles, cuchicheó con el amarillo

compadre:

—¿Qué le decía?

—¡Parece que las ve!

—Ahora nos toca en el siete.

—¿Pues qué juego lleva?

—Gusto y contragusto. Antes jugué la que

me gustaba y ahora corresponde el siete, que no

me incita ni me dice nada.

—Gusto y contragusto llama usted a ese

juego. ¡Lo desconocía!

—Mero mero, acabo de descubrirlo.

—Ahora perdemos.

—Mire el siete en puerta.

—¡En los días de mi vida he visto suerte tan

continuada!

—Vamos al tercer golpe en el caballo.

—¿Le gusta?

—Le estoy agradecido. ¡Ya hemos ganado!

Debemos repartir.

—Vamos a darle los cinco golpes.

—Perdemos.

—O ganamos. La carta del gusto es el cinco,

nos corresponde la del contragusto.

—¡Juego chocante! Reserve la mitad,

amigo.

—No reservo nada. Ochenta soles lleva el

tres.—No sale.

—Alguna vez debe quebrar.

—Retírese.

Chucho el Roto, con un ojo en el naipe,

medía la diferencia entre las dos cartas del

albur. Silbó despectivo:

—Psss... Van igualadas.

Posando la baraja sobre la manta, se enjugó

la frente con un vistoso pañuelo de seda.

Percibiendo a los jugadores atentos, comenzó a

tirar con una mueca de sorna y la cara torcida

bajo la cicatriz. Vino el tres que jugaba Nachito.

Palpitó a su lado el espectro:

—¡Hemos ganado!

Reclamó Nachito, batiendo con los nudillos

en la manta:

—Ciento sesenta soles.

Cucho el Roto, al pagarle, le clavó los ojos

con mofa procaz:

—Otro menos pendejo, con esa suerte,

había desbancado. ¡Ni que un ángel se las

soplase a la oreja!

Nachito, con gesto de bonachón

asentimiento, apilaba el dinero y hacía sus

gracias.

—¡Cuá! ¡Cuá!

Y murmuraba desabrido un titulado

Capitán Viguri:

—¡Siempre la Virgen se les aparece a los

pastores!

Y Nachito, al mismo tiempo, tenía en la

oreja el soplo del hepático espectro:

—Debemos repartir.

Denegó Nachito con un frunce triste en la

boca:—Después del quinto golpe.

—Es una imprudencia.

—Si perdemos, por otro lado nos vendrá la

compensación. ¿Quién sabe? ¡Hasta pudieran

no fusilarnos! Si ganamos es que tenemos la

contraria en Foso-Palmitos.

—Déjese, amigo, de macanas, y no tiente la

suerte.

—Vamos con la sota.

—Es una carga fregada.

—Pues moriremos en ella. Amigo tallador,

ciento sesenta soles en la sota.

Respondió el Roto:

—¡Van!

Se almibaró Nachito:

—Muchas gracias.

Y repuso el tahúr, con su mueca leperona:

—¡Son las que me cuelgan!

Volvió la baraja, y apareció la sota en

puerta, con lo cual movióse un murmullo entre

los jugadores. Nachito estaba pálido y le

temblaban las manos:

—Hubiera querido perder esta carta. ¡Ay,

amigo, nos tiran la contraria en Foso-Palmitos!

Alentó el espectro con expresión mortecina:

—Por ahora vamos cobrando.

—Son ciento veintisiete soles por barba.

—¡La puerta nos ha chingado!

—Más debió chingarnos. En una situación

tan lamentosa, es de muy mal augurio ganar en

el juego.

—Pues déjele la plata al Roto.

—No es precisamente la contraria.

—¿Va usted a seguir jugando?

—¿Hasta perder! Sólo así podré

tranquilizar mi ánimo.

—Pues yo voy a tomar el aire. Muchas

gracias por su ayuda y reconózcame como un

servidor: Bernardino Arias.

Se alejó. Nachito, con las manos trémulas,

apilaba la plata. Le llenaba de terror angustioso

el absurdo de aquel providencialismo maléfico,

que, dándole tan obstinada ventura en el juego,

le tenía decretada la muerte. Sentíase bajo el

poder de fuerzas invisibles, las advertía en

torno suyo, hostiles y burlonas. Cogió un

puñado de dinero y lo puso a la primera carta

que salió. Deseaba ganar y perder. Cerró los

ojos para abrirlos en el mismo instante. Chucho

el Roto volvía la baraja, enseñaba la puerta,

corría la pinta. Nachito se afligió. Ganaba otra

vez. Se disculpó con una sonrisa, sintiendo la

mirada aviesa del bandolero tahúr:

—¡Posiblemente esta tarde voy a ser

ultimado!

II

Al otro rumbo del calabozo, algunos

prisioneros escuchaban el relato fluido de eses

y eles, que hacía un soldado tuerto: Hablaba

monótonamente, sentado sobre los calcañares,

y contaba la derrota de las tropas

revolucionarias en Curopaitito. Echados sobre

el suelo, atendían hasta cinco presos:

—Pues de aquélla, yo aún andaba

incorporado a la partida de Doroteo Rojas. Un

servicio perro, sin soltar el fusil, siempre

mojados. Y el día más negro fue el 7 de julio:

Íbamos atravesando un pantano, cuando

empezó la balasera de los federales: No los

habíamos visto porque tiraban al resguardo de

los huisaches que hay a una mano y otra, y no

más salimos de aquel pantano por la Gracia

Bendita. Desde que salimos, les contestamos

con fuego muy duro, y nos tiroteamos un chico rato, y otra vez, jala y jala y jala, por aquellos

llanos que no se les miraba fin... Y un solazo

que hacía arder las arenas, y ahí vamos jala y

jala y jala y jala. Escapábamos a paso de coyote,

embarrándonos en la tierra, y los federales se

nos venían detrás. Y no más zumbaban las

balas. Y nosotros jala y jala y jala.

La voz del indio, fluida de eses y eles se

inmovilizaba sobre una sola nota. El Doctor

Atle, famoso orador de la secta revolucionaria,

encarcelado desde hacía muchos meses, un

hombre joven, la frente pálida, la cabellera

romántica, incorporado en su hamaca,

guardaba extraordinaria atención al relato. De

tiempo en tiempo escribía alguna cosa en un

cuaderno, y tornaba a escuchar. El indio se

adormecía en su monótono sonsonete:

—Y jala y jala y jala. Todo el día

caminamos al trote, hasta que al meterse el sol

divisamos un ranchito quemado, y corrimos

para agazaparnos. Pero no pudo ser. También

nos echaron, y fuimos más adelante y nos

agarramos al hocico de una noria. Y ahí está

otra vez la balasera, pero fuerte y tupida como

granizo. Y aquí caía una bala, y allá caía otra, y

empezó a hervir la tierra. Los federales tenían

ganas de acabarnos, y nos baleaban muy fuerte,

y al poco rato no más se oía el esquitero, y el

esquitero y el esquitero como cuando mi vieja

me tostaba el maíz. El compañero que estaba

junto a mí, no más se hacía para un lado y para

otro: Motivado que le dije: No las atorees,

manís, porque es peor. Hasta que le dieron un

diablazo en la maceta, y allí se quedó mirando

a las estrellas. Y fuimos al amanecer al pie de

una sierra, donde no había ni agua ni maíz, ni

cosa ninguna que comer.

Calló el indio. Los presos que formaban el

grupo seguían fumando, sin hacer ningún

comentario al relato, parecía que no hubiesen

escuchado. El Doctor Atle repasaba el cuaderno

de sus notas, y con el lápiz sobre el labio

interrogó al soldado:

—¿Cómo te llamas?

—Indalecio.

—¿El apellido?

—Santana.

—¿De qué parte eres?

—Nací en la Hacienda de Chamulpo. Allí

nací, pero todavía chamaco me trasladaron con

una reata de peones a los Llanos de Zamalpoa.

Cuando estalló la bola revolucionaria,

desertamos todos los peones de las minas de un

judas gachupín, y nos fuimos con Doroteo.

El Doctor Atle aún trazó algunas líneas en

su cuaderno, y luego recostóse en la hamaca

con los ojos cerrados y el lápiz sobre la boca,

que sellaba un gesto amargo.

III

Conforme adelantaba el día, los rayos del

sol, metiéndose por las altas rejas, sesgaban y

triangulaban la cuadra del calabozo. En

aquellas horas, el vaho de tabaco y catinga era

de una crasitud pegajosa. Los más de los presos

adormecían en sus hamacas, y al rebullirse

alzaban una nube de moscas, que volvía a

posarse apenas el bulto quedaba inerte. En

corros silenciosos, otros prisioneros se repartían

por los rumbos del calabozo, buscando los

triángulos sin sol. Eran raras las pláticas,

tenues, con un matiz de conformidad para las

adversidades de la fortuna: Las almas

presentían el fin de su peregrinación mundana,

y este torturado pensamiento de todas las horas

revestíalas de estoica serenidad. Las raras

pláticas tenían un dejo de olvidada sonrisa, luz

humorística de candiles que se apagan faltos de

aceite. El pensamiento de la muerte había

puesto en aquellos ojos, vueltos al mundo sobre

el recuerdo de sus vidas pasadas, una visión

indulgente y melancólica. La igualdad en el

destino determinaba un igual acento en la

diversidad de rostros y expresiones. Sentíanse

alejados en una orilla remota, y la luz

triangulada del calabozo realzaba en un

módulo moderno y cubista la actitud macilenta

de las figuras.

ALFAJORES Y VENENOS

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