III

El Coronelito Domiciano de la Gándara

templa el guitarrón: Camisa y calzones, por

aberturas coincidentes, muestran el vientre

rotundo y risueño de dios tibetano: En los pies

desnudos arrastra chancletas, y se toca con un

jaranillo mambís, que al revirón descubre el

rojo de un pañuelo y la oreja con arete: El ojo

guiñate, la mano en los trastes, platica leperón

con las manflotas en cabellos y bata escotada:

Era negrote, membrudo, rizoso, vestido con

sudada guayabera y calzones mamelucos,

sujetos por un cincho con gran broche de plata:

Los torpes conceptos venustos, celebra con risa

saturnal y vinaria. Niño Domiciano nunca

estaba sin cuatro candiles, y como arrastraba su

vida por bochinches y congales, era propenso a

las tremolinas y escandaloso al final de las

farras. Las niñas del pecado, desmadejadas y

desdeñosas, recogían el bulle-bulle en el vaivén

de las mecedoras: El rojo de los cigarros las

señalaba en sus lugares. El Coronelito, dando el

último tiento a los trastes, escupe y rasguea

cantando por burlas el corrido que rueda estos

tiempos, de Diego Pedernales. La sombra de la

mano, con el reflejo de las tumbagas, pone

rasgueo de luces en el rasgueo de la guitarra:

Preso le llevan los

guardias,

sobre caballo pelón,

que en los Ranchos

de Valdivia

le tomaron a

traición.

Celos de niña

ranchera

hicieron la delación.

IV

Tecleaba un piano hipocondríaco, en la sala

que nombraban Sala de la Recámara Verde.

Como el mitote era en el patio, la sala

agrandábase alumbrada y vacía, con las rejas

abiertas sobre el azoguejo y el viento en las

muselinas de los vidrios. El Ciego Velones,

nombre de burlas, arañaba lívidas escalas,

acompañando el canto a una chicuela

consumida, tristeza, desgarbo, fealdad de

hospiciana. En el arrimo de la reja, hacían

duelo, por la contraria suerte en los albures,

dos peponas amulatadas: El barro melado de

sus facciones se depuraba con una dulzura de

líneas y tintas en el ébano de las cabezas

pimpantes de peines y moñetes, un drama

oriental de lacres y verdes. El Ciego Velones

tecleaba el piano sin luces, un piano lechuzo

que se pasaba los días enfundado de bayeta

negra. Cantaba la chicuela, tirantes las cuerdas

del triste descote, inmóvil la cara de niña

muerta, el fúnebre resplandor de la bandejilla

del petitorio sobre el pecho:

—¡No me mates

traidora ilusión!

¡Es tu imagen en mi

pensamiento

una hoguera de

casta pasión!

La voz lívida, en la lívida iluminación de la

sala desierta, se desgarraba en una altura

inverosímil:

—¡Una hoguera de

casta pasión!

Algunas parejas bailaban en el azoguejo,

mecidas por el ritmo del danzón: Perezosas y

lánguidas, pasaban con las mejillas juntas por

delante de las rejas. El Coronelito, más bruja

que un roto, acompañaba con una cuerda en el

guitarrón la voz en un trémolo:

—¡No me mates,

traidora ilusión!

V

La cortina abomba su raso verde en el arco

de la recámara: Brilla en el fondo, sobre el

espejo, la pomposa cama del trato y por veces

todo se tambalea en un guiño del altarete.

Suspiraba Lupita:

—¡Animas del Purgatorio! ¡No más, y qué

sueño se me ha puesto! ¡La cabeza se me parte!

La tranquilizó el farandul:

—Eso se pasa pronto.

—¡Cuando yo vuelva a consentir que usted

me enajene, van a tener pelos las tortugas!

El Doctor Polaco, desviando la plática,

felicitó a la daifa con ceremonia de farandul:

—Es usted un caso muy interesante de

metempsicosis. Yo no tendría inconveniente en

asegurarle a usted contrata para un teatro de

Berlín. Usted podría ser un caso de los más

célebres. ¡Esta experiencia ha sido muy

interesante!

La daifa se oprimía las sienes, metiendo los

dedos con luces de pedrería por los bandós

endrinos del peinado:

—¡Para toda la noche tengo ya jaqueca!

—Una taza de café será lo bastante...

Disuelve usted en la taza una perla de éter, y se

hallará prontamente tonificada, para poder

intentar otra experiencia.

—¡Una y no más!

—¿No se animaría usted a presentarse en

público? Sometida a una dirección inteligente, pronto tendría usted renombre para actuar en

un teatro de Nueva York. Yo le garanto a usted

un tanto por ciento. Usted, antes de un año,

puede presentarse con diplomas de las más

acreditadas Academias de Europa. El

Coronelito me ha tenido conversación de su

caso, pero muy lejano, que ofreciese tanto

interés para la ciencia. ¡Muy lejano! Usted se

debe al estudio de los iniciados en los misterios

del magnetismo.

—¡Con una cartera llena de papel, aun no

cegaba! ¡A pique de quedar muerta en una

experiencia!

—Ese riesgo no existe cuando se procede

científicamente.

—La rubia que a usted acompañaba

pasados tiempos, se corrió que había muerto en

un teatro.

—¿Y que yo estaba preso? Esa calumnia es

patente. Yo no estoy preso.

—Habrá usted limado las rejas de la cárcel.

—¿Me cree usted con poder para tanto?

—¿No es usted brujo?

—El estudio de los fenómenos magnéticos

no puede ser calificado de brujería. ¿Usted se

encuentra libre ya del malestar cefálico?

—Sí, parece que se me pasa.

Gritaba en el corredor la Madrota:

—Lupita, que te solicitan.

—¿Quién es?

—Un amigo. ¡No pasmes!

—¡Voy! De hallarme menos carente, esta

noche la guardaba por devoción de las

Benditas.

—Lupita, puede usted obtener un suceso

público en un escenario.

—¡Me da mucho miedo!

Salió de la recámara con bulle-bulle de

faldas, seguida del Doctor Polaco. Aquel tuno

nigromante, con una barraca en la feria, era

muy admirado en el Congal de Cucarachita.

Luces de ánimas

Libro Segundo

I

—En borrico de justicia

le sacan con un pregón,

hizo mamola al verdugo

al revestirle el jopón,

y al Cristo que le presentan,

una seña de masón.

En la Recámara Verde, iluminada con

altarete de luces aceiteras y cerillos, atendía,

apagando una cuchicheo, la pareja encuerada

del pecado. Llegaba el romance prendido al

son de la guitarra. En el altarete, las

mariposas de aceite cuchicheaban y los

amantes en el cabezal. La daifa:

—¡Era bien ruin!

El coime:

—¡Ateo!

—En la noche de hoy, ese canto de

verdugos y ajusticiados, parece más negro que

un catafalco.

—¡Vida alegre, muerte triste!

—¡Abrenuncio! ¡Qué voz de corneja

sacaste! Veguillas, tú, vista la hora final,

¿confesarías como cristiano?

—¡Yo no niego la vida del alma!

—¡Nachito, somos espíritu y materia!

¡Donde me ves con estas carnes, pues una

romántica! De no haber estado tan bruja,

hubiera guardado este día. ¡Pero es mucho el

empeño con el ama! Nachito, ¿tú sabes de

persona viviente que no tenga sus muertos?

Los hospicianos, y aun ésos porque no les

conocen. Este aniversario merecía ser de los

más guardados: ¡Trae muchos recuerdos! Tú, si

fueses propiamente romántico, ahora tenías un

escrúpulo: Me pagabas el estipendio y te

caminabas.

—¿Y caminarme sin aflojar la plata?

—También. ¡Yo soy muy romántica! Yo te

digo que de no hallarme tan en deuda con la Madrota...

—¿Quieres que yo te cancele el crédito?

—Pon eso claro.

—¿Si quieres que yo te pague la deuda?

—No me veas chuela, Nachito.

—¿Debes mucho?

—¡Treinta Manfredos! ¡Me niega quince

que le entregué por las Flores de Mayo! ¡Como

tú te hicieses cargo de la deuda y me pusieses

en un pupilaje, ibas a ver una fiel esclava!

—¡Siento no ser negrero!

La daifa quedóse abstraída mirando las

luces de sus falsos anillos. Hacía memoria. Por

la boca pintada corría un rezo:

Esta conversación pasó otra vez de la

misma manera: ¿Te acuerdas, Veguillas? Pasó

con iguales palabras y prosopopeyas.

La moza del pecado, entrándose en sí

misma, quedó abismada, siempre los ojos en las

piedras de sus anillos.

II

Percibíase embullangado el guitarro, el

canto y la zarabanda de risas, chapines y

palmas con que jaleaban las del trato. Gritos,

carrerillas y cierre de puertas. Acezo y pisadas

en el corredor. Los artejos y la voz de la

Taracena:

—¡El cerrojo! Horita vos va con una copla

Domiciano. El cerrojo, si no lo tenéis corrido,

que ya le entró la tema de escandalizar por las

recámaras.

Siempre abismada en la fábula de sus

manos, suspiró la romántica:

—¡Domiciano toma la vida como la vida se

merece!

—¿Y el despertar?

—¡Ave María! ¿Esta misma plática no la

tuvimos hace un instante? Veguillas, ¿cuándo

fueron aquellos pronósticos tuyos, del mal fin

que tendría el Coronelito de la Gándara?

Gritó Veguillas:

—¡Ese secreto jamás ha salido de mis

labios!

—¡Ya me haces dudar! ¡Patillas tomó tu

figura en aquel momento, Nachito!

—Lupita, no seas visionaria.

Venía por el corredor, acreciéndose, la

bulla de copla y guitarra, soflamas y palmas.

Cantaba el valedor un aire de los llaneros:

—Licenciadito

Veguillas,

saca del brazo a tu

dama para

beber una copa

a la salud de las

Animas.

—¡Santísimo Dios! ¡Esta misma letra se ha

cantado otra vez estando como ahora,

acostados en la cama!

Nacho Veguillas, entre humorístico y

asustadizo, azotó las nalgas de la moza, con

gran estallo:

—¡Lupita, que te pasas de romántica!

—¡No me pongas en confusión, Veguillas!

—Si me estás viendo chuela toda la noche.

Tornaba la copla y el rasgueo, a la puerta

de la recámara. Oscilaba el altarete de luces y

cruces. Susurró la del trato:

—Nacho Veguillas, ¿llevas buena relación

con el Coronel Gandarita?

—¡Amigos entrañables!

—¿Por qué no le das aviso para que se

ponga en salvo?

—¿Pues qué sabes tú?

—¿No hablamos antes?

—¡No!

—¿Lo juras, Nachito?

—¡Jurado!

—¿Qué nada hablamos? ¡Pues lo habrás

tenido en el pensamiento!

Nacho Veguillas, sacando los ojos a flor de

la cara, saltó en el alfombrín con las dos manos

sobre las vergüenzas:

—¡Lupita, tú tienes comercio con los

espíritus!

—¡Calla!

—¡Responde!

—¡Me confundes! ¿Dices que nada hemos

hablado del fin que le espera al Coronel de la

Gándara?

Batían en la puerta, y otra vez renovábase

la bulla, con el tema de copla y guitarro:

—Levántate,

valedor, y

vístete los calzones,

para

jugarnos la plata en

los

albures pelones.

Abrióse la puerta de un puntapié, y

rascando el guitarrillo que apoya en el vientre

rotundo, apareció el Coronelito. Nacho

Veguillas, con alegre transporte de botarate,

saltó de cucas, remedando el cantar de la rana:

—¡Cuá! ¡Cuá!

III

El Congal, con luminarias de verbena,

juntaba en el patio mitote de naipe, aguardiente

y buñuelo. Tenía el naipe al salir un interés

fatigado: Menguaban las puestas, se encogían

sobre el tapete, bajo el reflejo amarillo del

candil, al aire contrario del naipe. Viendo el

dinero tan receloso, para darle ánimo, trajo

aguardiente de caña y chicha la Taracena.

Nacho Veguillas, muy festejado, a medio vestir,

suelto el chaleco, un tirante por rabo, saltaba

mimando el dúo del sapo y la rana. La música

clásica, que, cuando esparcía su ánimo sombrío,

gustaba de oír Tirano Banderas. Nachito, con

una lágrima de artista ambulante, recibía las

felicitaciones, estrechaba las manos, se

tambaleaba en épicos abrazos. El Doctor

Polaco, celoso de aquellos triunfos, en un corro

de niñas, disertaba, accionando con el libro de

los naipes abierto en abanico. Atentas las

manflotas, cerraban un círculo de ojeras y lazos,

con meloso cuchicheo tropical. La chamaca

fúnebre pasaba la bandejilla del petitorio,

estirando el triste descote, mustia y resignada,

horrible en su corpiño de muselinas azules,

lívidos lujos de hambre. Nachito la perseguía

en cuclillas con gran algazara:

—¡Cuá! ¡Cuá!

IV

Con las luces del alba la mustia pareja del

ciego lechuzo y la chica amortajada, escurríase

por el Arquillo de las Madres Portuguesas. Se

apagaban las luminarias. En los Portalitos

quedaba un rezago de ferias: El tiovivo daba su

última vuelta en una gran boqueada de

candilejas. El ciego lechuzo y la chica

amortajada llevan fosco rosmar, claveteado

entre las cuatro pisadas:

—¡Tiempos más fregados no los he

conocido!

Habló la chica sin mudar el gesto de

ultratumba:

—¡Donde otras ferias!

Sacudió la cabeza el lechuzo:

—Cucarachita no renueva el mujerío, y así

no se sostiene un negocio. ¿Qué tal mujer la

Panameña? ¿Tiene partido?

—Poco partido tiene para ser nueva. ¡Está

mochales!

—¿Qué viene a ser eso?

—¡Modo que tiene una chica que llaman la

Malagueña! Con ello significa los trastornos.

—No tomes el hablar de esas mujeres.

La amortajada puso los tristes ojos en una

estrella:

—¿Se me notaba que estuviese ronca?

—No más que al atacar las primeras notas.

La pasión de esta noche es de una verdadera

artista. Sin cariño de padre, creo que hubieses

tenido un triunfo en una sala de conciertos: No

me mates, traidora ilusión. ¡Ahí has rayado muy

alto! Hija mía, es preciso que cantes pronto en

un teatro, y me redimas de esta situación

precaria. Yo puedo dirigir una orquesta.

—¿Ciego?

—¡Operándome las cataratas!

—¡Ay mi viejo, cómo soñamos!

—¿No saldremos, alguna vez de esta

pesadumbre?

—¡Quién sabe!

—¿Dudas?

—No digo nada.

—Tú no conoces otra vida, y te conformas.

—¡Vos tampoco la conocés, taitita!

—La he visto en otros, y comprendo lo que

sea. —Yo, puesta a envidiar, no envidiaría

riquezas.

—Pues ¿qué envidiarías?

—¡Ser pájaro! Cantar en una rama.

—No sabes lo que hablas.

—Ya hemos llegado.

En el portal dormía el indio con su india,

cubiertos los dos por una frazada. La chica

fúnebre y el ciego lechuzo pasaron

perfilándose. El esquilón de las monjas doblaba

por las Ánimas.

V

Nacho Veguillas también tenía el vino

sentimental de boca babosa y ojos tiernos.

Ahora, con la cabeza sobre el regazo de la daifa,

canta su aria en la Recámara Verde:

—¡Dame tu amor, lirio caído en el fango!

Ensoñó la manflota:

—¡Canela! ¡Y decís vos que no sos

romántico!

—¡Ángel puro de amor, que amor inspira!

¡Yo te sacaré del abismo y redimiré tu alma

virginal! ¡Taracena! ¡Taracena!

—¡No armés escándalo, Nachito! Dejá vos

al ama, que no está para tus fregados.

Y le ponía los anillos sobre la boca vinaria.

Nachito se incorporó:

—¡Taracena! ¡Yo pago el débito de esta

azucena, caída en el barro vil de tu comercio!

—¡Calla! ¡No faltés!

Nachito, llorona la alcuza de la nariz, se

volvía a la niña del trato:

—¡Calma mi sed de ideal, ángel que tienes

rotas las alas! ¡Posa tu mano en mi frente, que

en un mar de lava ardiente mi cerebro siento

arder!

—¿Cuándo fue que oí esas mismas

músicas? ¡Nachito, aquí se dijeron esas mismas

palabras!

Nachito se sintió celoso:

—¡Algún cabrón!

—O no se habrán dicho... Esta noche se me

figura que ya pasó todo cuanto pasa. ¡Son las

Benditas!... ¡Es ilusión ésta de que todo pasó

antes de pasar!

—¡Yo te llamaba en mis solitarios sueños!

¡El imán de tu mirada penetra en mí! ¡Bésame,

mujer!

—Nachito, no seás sonso y déjame rezar

este toque de Ánimas.

—¡Bésame, Jarifa! ¡Bésame, impúdica,

inocente! ¡Dame un ósculo casto y virginal!

¡Caminaba solo por el desierto de la vida, y se

me aparece un oasis de amor, donde reposar la frente!

Nachito sollozaba, y la del trato, para

consolarle, le dio un beso de folletín romántico,

apretándole a la boa el corazón de su boca

pintada:

—¡Eres sonso!

VI

Tembló el altarete de Ánimas: El aleteo de

un reflejo desquicié los muros de la Recámara

Verde: Se abrió la puerta y entró sin ceremonia

el Coronelito de la Gándara. Veguillas volvió la

nariz de alcuza y puso el ojo de carnero:

—¡Domiciano, no profanes el idilio de dos

almas!

—Licenciadito, te recomiendo el amoniaco.

Mírame a mí, limpio de vapores. Guadalupe,

¿qué haces sin darle el agua bendita?

El Coronelito de la Gándara, al pisar,

infundía un temblor en la luminaria de Animas:

La fanfarria irreverente de sus espuelas plateras

ponía al guiño del altarete un sinfónico fondo herético: Advertíase señalada mudanza en la

persona y arreo del Coronelito: Traía el calzón

recogido en botas jinetas, el cinto ajustado y el

machete al flanco, viva aún la rasura de la

barba, y el mechón endrino de la frente peinado

y brillante:

—Veguillas, hermano, préstame veinte

soles, que bien te pintó el juego. Mañana te

serán reintegrados.

—¡Mañana!

Nachito, tras la palabra que se desvanece

en la verdosa penumbra, queda suspenso sin

cerrar la boca. Oíase el doble de una remota

campana. Las luces del altarete tenían un

escalofrío aterrorizado. La manflora en camisa

rosa —morena prieta— se santiguaba entre las

cortinas. Y era siempre sobre su tema el

Coronelito de la Gándara:

—Mañana. ¡Y si no, cuando me entierren!

Nachito estalló en un sollozo:

—Siempre va con nosotros la muerte.

Domiciano, recobra el juicio; la plata, de nada te remedia.

Por entre cortinas salía la daifa,

abrochándose el corsé, los dos pechos fuera,

tirantes las medias, altas las ligas rosadas:

—¡Domiciano, ponte en salvo! Este pendejo

no te lo dice, pero él sabe que estás en las listas

de Tirano Banderas.

El Coronelito aseguró los ojos sobre

Veguillas. Y Veguillas, con los brazos abiertos,

gritó consternado:

—¡Ángel funesto! ¡Sierpe biomagnética!

Con tus besos embriagadores me sorbiste el

pensamiento.

El Coronelito, de un salto estaba en la

puerta, atento a mirar y escuchar: Cerró, y

corrida la aldaba, abierto el compás de las

piernas, tiró de machete:

Trae la palangana, Lupita. Vamos a ponerle

una sangría a este doctorcito de guagua.

Se interpuso la daifa en corsé:

—Ten juicio, Domiciano. Antes que con él

toques, a mí me traspasas. ¿Qué pretendes?

¿Qué haces ya aquí sofregado? ¿Corres peligro?

¡Pues ponte en salvo!

Se tiró de los bigotes con sorna el

Coronelito de la Gándara:

—¿Quién me vende, Veguillas? ¿Qué me

amenaza? Si horita mismo no lo declaras, te

doy pasaporte con las Benditas. ¡Luego, luego,

ponlo todo de manifiesto!

Veguillas, arrimado a la pared, se metía los

calzones, torcido y compungido. Le temblaban

las manos. Gimió turulato:

—Hermano, te delata la vieja rabona que

tiene su mesilla en el jueguecito de la rana. ¡Ésa

te delata!

—¡Puta madre!

—Te ha perdido la mala costumbre de

hacer cachizas, apenas te pones trompeto.

—¡Me ha de servir para un tambor esa

cuera vieja!

—Niño Santos le ha dado la mano con

promesa de chicotearte.

Apremiaba la daifa:

—¡No pierdas tiempo, Domiciano!

—¡Calla, Lupita! Este amigo entrañable,

luego, luego, me va a decir por qué tribunal

estoy sentenciado.

Gimió Veguillas:

—¡Domiciano, no la chingues, que no eres

súbdito extranjero!

VII

El Coronelito relampagueaba el machete

sobre las cabezas: La daifa, en camisa rosa,

apretaba los ojos y aspaba los brazos: Veguillas

era todo un temblor arrimado a la pared, en

faldetas y con los calzones en la mano: El

Coronelito se los arrancó:

¡Me chingo en las bragas! ¿Cuál es mi

sentencia?

Nachito se encogía con la nariz de alcuza

en el ombligo:

¡Hermano, no más me preguntes! Cada

palabra es una bala... ¡Me estoy suicidando! La

sentencia que tú no cumplas vendrá sobre mi

cabeza.

—¿Cuál es mi sentencia? ¿Quién la ha

dictado?

Desesperábase la manflota, de rodillas ante

las luces de Ánimas:

—¡Ponte en salvo! ¡Si no lo haces, aquí

mismo te prende el Mayorcito del Valle!

Nachito acabó de empavorizarse:

—¡Mujer infausta!

Se ovillaba cubriéndose hasta los pies con

las faldas de la camisa. El Coronelito le

suspendió por los pelos: Veguillas, con la

camisa sobre el ombligo, agitaba los brazos.

Rugía el Coronelito:

—¿El Mayor del Valle tiene la orden de

arrestarme? Responde. Veguillas sacó la

lengua:

—¡Me he suicidado!

Guiñol dramático

Libro Tercero

I

¡Fue como truco de melodrama! El

Coronelito, en el instante de pisar la calle, ha

visto los fusiles de una patrulla por el Arquillo

de las Portuguesas. El Mayor del Valle viene a

prenderle. El peligro le da un alerta violento en

el pecho: Pronto y advertido, se aplasta en

tierra y a gatas cruza la calle: Por la puerta que

entreabre un indio medio desnudo, lleno el

pecho de escapularios, ya se mete. Veguillas le

sigue arrastrado en un círculo de fatalidades

absurdas: El Coronelito, acarrerado escalera

arriba, se curva como el jinete sobre la montura.

Nachito, que hocica sobre los escalones, recibe

en la frente el resplandor de las espuelas. Bajo

la claraboya del sotabanco, en la primera

puerta, está pulsando el Coronelito. Abre una

mucama que tiene la escoba: En un traspiés,

espantada y aspada, ve a los dos fugitivos

meterse por el corredor: Prorrumpe en gritos, pero las luces de un puñal que ciega los ojos, la

lengua le enfrenan.

Al final del corredor está la recámara de un

estudiante. El joven, pálido de lecturas, que

medita sobre los libros abiertos, de codos en la

mesa. Humea la lámpara. La ventana está

abierta sobre la última estrella. El Coronelito, al

entrar, pregunta y señala:

—¿Adónde cae?

El estudiante vuelve a la ventana su perfil

lívido de sorpresa dramática. El Coronelito, sin

esperar otra respuesta, salta sobre el alféizar, y

grita con humor travieso:

—¡Ándele, pendejo!

Nachito se consterna:

—¡Su madre!

—¡Jip!

El Coronelito, con una brama, echa el

cuerpo fuera. Va por el aire. Cae en un tejadillo.

Quiebra muchas tejas. Escapa gateando. A

Nachito, que asoma timorato la alcuza llorona,

se le arruga completamente la cara:

—¡Hay que ser gato!

III

Y por las recámaras del Congal fulgura su

charrasco el Mayor del Valle: Seguido de

algunos soldados entra y sale, sonando las

charras espuelas: A su vera, jaleando el

nalgario, con ahogo y ponderaciones, zapato

bajo y una flor en la oreja, la Madrota:

—¡Patroncito, soy gaditana y no miento!

¡Mi palabra es la del Rey de España! ¡El

Coronel Gandarita no hace un bostezo que dijo:

"¡Me voy!" ¡Visto y no visto! ¡Horitita! ¡Si no se tropezaron fue milagro! ¡Apenas llevaría tres

pasos, cuando ya estaban en la puerta los

soldados!

—¿No dijo adónde se caminaba?

—¡Iba muy trueno! Si algún bochinche no

le tienta, buscará la cama.

El Mayor miró de través a la tía cherinola y

llamó al sargento:

Vas a registrar la casa. Cucarachita, si te

descubro el contrabando te caen cien palos.

—Niño, no me encontrarás nada.

La Madrota sonaba las llaves. El Mayor,

contrariado, se mesaba la barba chivona, y en la

espera, haciendo piernas entróse por la Sala de

la Recámara Verde. El susto y el grito, la carrera

furtiva, un rosario de léperos textos,

concertaban toda la vida del Congal, en la luz

cenicienta del alba. Lupita, taconeando, surgió

en el arco de la verde recámara, un lunar nuevo

en la mejilla: Por el pintado corazón de la boca

vertía el humo del cigarro:

—¡Abilio, estás de mi gusto!

—Me mandé mudar.

—Oye, ¿y tú piensas que se oculta aquí

Domiciano? ¡Poco faltó para que le armases la

ratonera! ¡Ahora, échale perros!

IV

Y Nachito Veguillas aún exprime su gesto

turulato frente a la ventana del estudiante. El

tiempo parece haber prolongado todas las

acciones, suspensas absurdamente en el ápice

de un instante, estupefactas, cristalizadas,

nítidas, inverosímiles como sucede bajo la

influencia de la marihuana. El estudiante, entre

sus libros, tras de la mesa, despeinado,

insomne, mira atónito: A Nachito tiene delante,

abierta la boca y las manos en las orejas:

—¡Me he suicidado!

El estudiante cada vez parece más muerto:

—¿Usted es un fugado de Santa Mónica?

Nachito se frota los ojos:

—Viene a ser como un viceversa... Yo,

amigo, de nadie escapo. Aquí me estoy.

Míreme usted, amigo. Yo no escapo... Escapa el

culpado. No soy más que un acompañante. . Si

me pregunta usted por qué tengo entrado aquí,

me será difícil responderle. ¿Acaso sé dónde me encuentro? Subí por impulso ciego, en el

arrebato de ese otro que usted ha visto. Mi

palabra le doy. Un caso que yo mismo no

comprendo. ¡Biomagnetismo!

El estudiante le mira perplejo sin descifrar

el enredo de pesadilla donde fulgura el rostro

de aquel que escapó por la lívida ventana,

abierta toda la noche con la perseverancia de

las cosas inertes, en espera de que se cumpla

aquella contingencia de melodrama. Nachito

solloza, efusivo y cobarde:

—Aquí estoy, noble joven. Solamente pido

para serenarme un trago de agua. Todo es un

sueño.

En este registro, se le atora el gallo. Llega

del corredor estrépito de voces y armas.

Empuñando el revólver, cubre la puerta la

figura del Mayor Abilio del Valle. Detrás,

soldados con fusiles:

—¡Manos arriba!

V

Por otra puerta una gigantona descalza, en

enaguas y pañoleta: La greña aleonada, ojos y

cejas de tan intensos negros que, con ser muy

morena la cara, parecen en ella tiznes y

lumbres: Una poderosa figura de vieja bíblica:

Sus brazos de acusados tendones, tenían un

pathos barroco y estatuario. Doña Rosita

Pintado entró en una ráfaga de voces airadas,

gesto y ademán en trastorno

—¿Qué buscan en mi casa? ¿Es que piensan

llevarse al chamaco' ¿Quién lo manda? ¡Me

llevan a mí! ¿Éstas son leyes?

Habló el Mayor del Valle:

—No me vea chuela, Doña Rosita. El retoño

tiene que venirse merito a prestar declaración.

Yo le garanto que cumplida esa diligencia,

como se halle sin culpa, acá vuelve el

muchacho. No tema ninguna ojeriza. Esto lo

dimanan las circunstancias. El muchacho

vuelve, si está sin culpa, yo se lo garanto.

Miró a su madre el mozalbete, y con arisco

ceño, le recomendó silencio. La gigantona,

estremecida, corrió para abrazarle, en desolado

ademán los brazos. La arrestó el hijo con gesto

firme:

—Mi vieja, cállese y no la friegue. Con

bulla nada se alcanza. Clamó la madre:

—¡Tú me matas, negro de Guinea!

—¡Nada malo puede venirme!

La gigantona se debatió, asombrada en una

oscuridad de dudas y alarmas:

—¡Mayorcito del Valle, dígame usted lo

que pasa!

Interrumpió el mozuelo:

—Uno que entró perseguido y se fugó por

la ventana.

—¿Tú qué le has dicho?

—Ni tiempo tuve de verle la cara.

Intervino el Mayor del Valle:

—Con hacer esta declaración donde

corresponde, todo queda terminado.

Plegó los brazos la gigantona:

—¿Y el que escapaba, se sabe quién era?

Nachito sacó la voz entre nieblas

alcohólicas:

—¡El Coronel de la Gándara!

Nachito, luciente de lágrimas, encogido

entre dos soldados, resoplaba con la alcuza

llorona pingando la moca. Aturdida, en

desconcierto, le miró Doña Rosita:

—¡Valedor! ¿También usted llora?

—¡Me he suicidado!

El Mayor del Valle levanta el charrasco y la

escuadra se apronta, sacando entre filas al

estudiante y a Nachito.

VI

Despeinadas y ojerosas atisbaban tras de la

reja las niñas de Taracena. Se afanan por

descubrir a los prisioneros, sombras taciturnas

entre la gris retícula de las bayonetas. El

sacristán de las monjas sacaba la cabeza por el

arquillo del esquilón. Tocaban diana las

cornetas de fuertes y cuarteles. Tenía el mar

caminos de sol. Los indios, trajinantes

nocturnos, entraban en la ciudad guiando

recuas de llamas cargadas de mercaderías y

frutos de los ranchos serranos: El bravío del

ganado recalentaba la neblina del alba.

Despertábase el Puerto con un son ambulatorio

de esquilas, y la patrulla de fusiles

desaparecían con los dos prisioneros, por el

Arquillo de las Portuguesas. En el Congal, la

Madrota daba voces ordenando que las pupilas

se recogiesen a la perrera del sotabanco, y el

coime, con una flor en el pelo, trajinaba

remudando la ropa de las camas del trato.

Lupita la Románica, en camisa rosa, rezaba ante

el retablo de Luces en la Recámara Verde.

Murmuró el coime con un alfiler en los labios,

al mismo tiempo que estudiaba los recogidos

de la colcha:

—¡Aún no se me fue el sobresalto!

AMULETO NIGROMANTE

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