Santos y Difuntos. En este tiempo, era
luminosa y vibrante de tabanquillos y
tenderetes la Calzada de la Virreina. El quitrí
del gachupín, que rodaba haciendo
morisquetas de petimetre, se detuvo ante la
Legación Española. Un chino encorvado, la
espalda partida por la coleta, regaba el zaguán.
Don Celes subió la ancha escalera y cruzó una
galería con cuadros en penumbra, tallas,
dorados y sedas: El gachupín experimentaba
un sofoco ampuloso, una sensación enfática de
orgullo y reverencia: Como collerones le
resonaban en el pecho fanfarrias de históricos
nombres sonoros, y se mareaba igual que en un
desfile de cañones y banderas. Su jactancia,
ilusa y patriótica, se revertía en los escandidos
compases de una música brillante y ramplona:
Se detuvo en el fondo de la galería. La puerta
luminosa, silenciosa, franca sobre el gran
estrado desierto, amortiguó extrañamente al
barroco gachupín, y sus pensamientos se
desbandaron en fuga, potros cerriles rebotando
las ancas. Se apagaron de repente todas las
bengalas, y el ricacho se advirtió pesaroso de
verse en aquel trámite: Desasistido de emoción,
árido, tímido como si no tuviese dinero,
penetró en el estrado vacío, turbando la dorada
simetría de espejos y consolas.