II

Santos y Difuntos. En este tiempo, era

luminosa y vibrante de tabanquillos y

tenderetes la Calzada de la Virreina. El quitrí

del gachupín, que rodaba haciendo

morisquetas de petimetre, se detuvo ante la

Legación Española. Un chino encorvado, la

espalda partida por la coleta, regaba el zaguán.

Don Celes subió la ancha escalera y cruzó una

galería con cuadros en penumbra, tallas,

dorados y sedas: El gachupín experimentaba

un sofoco ampuloso, una sensación enfática de

orgullo y reverencia: Como collerones le

resonaban en el pecho fanfarrias de históricos

nombres sonoros, y se mareaba igual que en un

desfile de cañones y banderas. Su jactancia,

ilusa y patriótica, se revertía en los escandidos

compases de una música brillante y ramplona:

Se detuvo en el fondo de la galería. La puerta

luminosa, silenciosa, franca sobre el gran

estrado desierto, amortiguó extrañamente al

barroco gachupín, y sus pensamientos se

desbandaron en fuga, potros cerriles rebotando

las ancas. Se apagaron de repente todas las

bengalas, y el ricacho se advirtió pesaroso de

verse en aquel trámite: Desasistido de emoción,

árido, tímido como si no tuviese dinero,

penetró en el estrado vacío, turbando la dorada

simetría de espejos y consolas.

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