El Barón de Benicarlés, con quimono de
mandarín, en el fondo de otra cámara, sobre un
canapé, espulgaba meticulosamente a su
faldero. Don Celes llegó, mal recobrado el gesto de fachenda entre la calva panzona y las
patillas color de canela: Parecía que se le
hubiese aflojado la botarga:
—Señor Ministro, si interrumpo, me retiro.
—Pase usted, ilustre Don Celestino.
El faldero dio un ladrido, y el carcamal
diplomático, rasgando la boca, le tiró de una
oreja:—¡Calla, Merlín! Don Celes, tan contadas
son sus visitas, que ya le desconoce el Primer
Secretario.
El carcamal diplomático esparcía sobre la
fatigada crasitud de sus labios una sonrisa lenta
y maligna, abobada y amable. Pero Don Celes
miraba a Merlín, y Merlín le enseñaba los
dientes a Don Celes. El Ministro de Su Majestad
Católica, distraído, evanescente, ambiguo,
prolongaba la sonrisa con una elasticidad
inverosímil, como las diplomacias neutrales en
año de guerras. Don Celes experimentaba una
angustia pueril entre la mueca del carcamal y el
hocico aguzado del faldero: Con su gesto
adulador y pedante, lleno de pomposo afecto,
se inclinó hacia Merlín:
—¿No quieres que seamos amigos?
El faldero, con un ladrido, se recogió en las
rodillas de su amo, que adormilaba los ojos
huevones, casi blancos, apenas desvanecidos de
azul, indiferentes como dos globos de cristal,
consonantes con la sonrisa sin término, de una
deferencia maquillada y protocolaria. La mano
gorja y llena de hoyos, mano de odalisca,
halagaba las sedas del faldero:
—¡Merlín, ten formalidad!
—¡Me ha declarado la guerra!
El Barón de Benicarlés, diluyendo el gesto
de fatiga por toda su figura crasa y fondona, se
dejaba besuquear del faldero. Don Celes,
rubicundo entre las patillas de canela, poco a
poco, iba inflando la botarga, pero con una
sombra de recelo, una íntima y remota
cobardía de cómico silbado. Bajo el besuqueo
del falderillo, habló, confuso y nasal, el figurón
diplomático:
—,Por dónde se peregrina, Don Celeste?
¿Qué luminosa opinión me trae usted de la
Colonia Hispana? ¿No viene usted como
Embajador?... Ya tiene usted despejado el
camino, ilustre Don Celes.
Don Celes se arrugó con gesto amistoso,
aquiescente, fatalista: La frente panzona, la
papada apoplética, la botarga retumbante,
apenas disimulaban la perplejidad del
gachupín. Rió falsamente:
—La tan mentada sagacidad diplomática se
ha confirmado una vez más, querido Barón.
Ladró Merlín, y el carcamal le amenazó
levantando un dedo:
—No interrumpas, Merlín. Perdone usted
la incorrección y continúe, ilustre Don Celes.
Don Celes, por levantarse los ánimos, hacía
oración mental, recapacitando los pagarés que
tenía del Barón: Luchaba desesperado por no
desinflarse: Cerró los ojos:
—La Colonia, por sus vinculaciones, no
puede ser ajena a la política del país: Aquí
radica su colaboración y el fruto de sus
esfuerzos. Yo, por mis sentimientos pacifistas,
por mis convicciones de liberalismo bajo la
gerencia de gobernantes serios, me hallo e n
una situación ambigua, entre el ideario
revolucionario y los procedimientos
sumarísimos del General Banderas. Pero casi
me convence la colectividad española, en
cuanto a su actuación, porque la más sólida
garantía del orden es, todavía, Don Santos
Banderas. ¡El triunfo revolucionario traería el
caos!—Las revoluciones, cuando triunfan, se
hacen muy prudentes.
—Pero hay un momento de crisis
comercial: Los negocios: se resienten, oscilan
las finanzas, el bandolerismo renace en los
campos. Subrayó el Ministro:
—No más que ahora, con la guerra civil.
—¡La guerra civil! Los radicados de
muchos años en el país; ya la miramos como un
mal endémico. Pero el ideario revolucionario es algo más grave, porque altera los fundamentos
sagrados de la propiedad. El indio, dueño de la
tierra, es una aberración demagógica, que no
puede prevalecer en cerebros bien organizados.
La Colonia profesa unánime este sentimiento:
Yo quizá lo acoja con algunas reservas, pero,
hombre de realidades, entiendo que la
actuación del capital español es antagónica con
el espíritu revolucionario.
El Ministro de Su Majestad Católica se
recostó en el canapé, escondiendo en el hombro
el hocico del faldero:
—Don Celes, ¿y es oficial ese ultimátum de
la Colonia?
—Señor Ministro, no es ultimátum. La
Colonia pide solamente una orientación.
—¿La pide o la impone?
—No habré sabido explicarme. Yo, como
hombre de negocios, soy poco dueño de los
matices oratorios, y si he vertido algún
concepto por donde haya podido entenderse
que ostento una representación oficiosa, tengo especial interés en dejar rectificada plenamente
esa suspicacia del Señor Ministro.
El Barón de Benicarlés, con una punta de
ironía en el azul desvaído de los ojos, y las
manos de odalisca entre las sedas del faldero,
diluía un gesto displicente sobre la boca
belfona, untada de fatiga viciosa:
—Ilustre Don Celestino, usted es una de las
personalidades financieras, intelectuales y
sociales más remarcables de la Colonia... Sus
opiniones, muy estimables... Sin embargo,
usted no es todavía el Ministro de España. ¡Una
verdadera desgracia! Pero hay un medio para
que usted lo sea, y es solicitar por cable mi
traslado a Europa. Yo apoyaré la petición, y le
venderé a usted mis muebles en almoneda.
El ricacho se infló de vanidad ingeniosa:
—¿Incluido Merlín para consejero?
El figurón diplomático acogió la agudeza
con un gesto frío y lacio, que la borró:
—Don Celes, aconseje usted a nuestros
españoles que se abstengan de actuar en la
política del país, que se mantengan en una
estricta neutralidad, que no quebranten con sus
intemperancias la actuación del Cuerpo
Diplomático. Perdone, ilustre amigo, que no le
acoja más tiempo, pues necesito vestirme para
asistir a un cambio de impresiones en la
Legación Inglesa.
Y el desvaído carcamal, en la luz declinante
de la cámara, desenterraba un gesto chafado,
de sangre orgullosa.