III

El Barón de Benicarlés, con quimono de

mandarín, en el fondo de otra cámara, sobre un

canapé, espulgaba meticulosamente a su

faldero. Don Celes llegó, mal recobrado el gesto de fachenda entre la calva panzona y las

patillas color de canela: Parecía que se le

hubiese aflojado la botarga:

—Señor Ministro, si interrumpo, me retiro.

—Pase usted, ilustre Don Celestino.

El faldero dio un ladrido, y el carcamal

diplomático, rasgando la boca, le tiró de una

oreja:—¡Calla, Merlín! Don Celes, tan contadas

son sus visitas, que ya le desconoce el Primer

Secretario.

El carcamal diplomático esparcía sobre la

fatigada crasitud de sus labios una sonrisa lenta

y maligna, abobada y amable. Pero Don Celes

miraba a Merlín, y Merlín le enseñaba los

dientes a Don Celes. El Ministro de Su Majestad

Católica, distraído, evanescente, ambiguo,

prolongaba la sonrisa con una elasticidad

inverosímil, como las diplomacias neutrales en

año de guerras. Don Celes experimentaba una

angustia pueril entre la mueca del carcamal y el

hocico aguzado del faldero: Con su gesto

adulador y pedante, lleno de pomposo afecto,

se inclinó hacia Merlín:

—¿No quieres que seamos amigos?

El faldero, con un ladrido, se recogió en las

rodillas de su amo, que adormilaba los ojos

huevones, casi blancos, apenas desvanecidos de

azul, indiferentes como dos globos de cristal,

consonantes con la sonrisa sin término, de una

deferencia maquillada y protocolaria. La mano

gorja y llena de hoyos, mano de odalisca,

halagaba las sedas del faldero:

—¡Merlín, ten formalidad!

—¡Me ha declarado la guerra!

El Barón de Benicarlés, diluyendo el gesto

de fatiga por toda su figura crasa y fondona, se

dejaba besuquear del faldero. Don Celes,

rubicundo entre las patillas de canela, poco a

poco, iba inflando la botarga, pero con una

sombra de recelo, una íntima y remota

cobardía de cómico silbado. Bajo el besuqueo

del falderillo, habló, confuso y nasal, el figurón

diplomático:

—,Por dónde se peregrina, Don Celeste?

¿Qué luminosa opinión me trae usted de la

Colonia Hispana? ¿No viene usted como

Embajador?... Ya tiene usted despejado el

camino, ilustre Don Celes.

Don Celes se arrugó con gesto amistoso,

aquiescente, fatalista: La frente panzona, la

papada apoplética, la botarga retumbante,

apenas disimulaban la perplejidad del

gachupín. Rió falsamente:

—La tan mentada sagacidad diplomática se

ha confirmado una vez más, querido Barón.

Ladró Merlín, y el carcamal le amenazó

levantando un dedo:

—No interrumpas, Merlín. Perdone usted

la incorrección y continúe, ilustre Don Celes.

Don Celes, por levantarse los ánimos, hacía

oración mental, recapacitando los pagarés que

tenía del Barón: Luchaba desesperado por no

desinflarse: Cerró los ojos:

—La Colonia, por sus vinculaciones, no

puede ser ajena a la política del país: Aquí

radica su colaboración y el fruto de sus

esfuerzos. Yo, por mis sentimientos pacifistas,

por mis convicciones de liberalismo bajo la

gerencia de gobernantes serios, me hallo e n

una situación ambigua, entre el ideario

revolucionario y los procedimientos

sumarísimos del General Banderas. Pero casi

me convence la colectividad española, en

cuanto a su actuación, porque la más sólida

garantía del orden es, todavía, Don Santos

Banderas. ¡El triunfo revolucionario traería el

caos!—Las revoluciones, cuando triunfan, se

hacen muy prudentes.

—Pero hay un momento de crisis

comercial: Los negocios: se resienten, oscilan

las finanzas, el bandolerismo renace en los

campos. Subrayó el Ministro:

—No más que ahora, con la guerra civil.

—¡La guerra civil! Los radicados de

muchos años en el país; ya la miramos como un

mal endémico. Pero el ideario revolucionario es algo más grave, porque altera los fundamentos

sagrados de la propiedad. El indio, dueño de la

tierra, es una aberración demagógica, que no

puede prevalecer en cerebros bien organizados.

La Colonia profesa unánime este sentimiento:

Yo quizá lo acoja con algunas reservas, pero,

hombre de realidades, entiendo que la

actuación del capital español es antagónica con

el espíritu revolucionario.

El Ministro de Su Majestad Católica se

recostó en el canapé, escondiendo en el hombro

el hocico del faldero:

—Don Celes, ¿y es oficial ese ultimátum de

la Colonia?

—Señor Ministro, no es ultimátum. La

Colonia pide solamente una orientación.

—¿La pide o la impone?

—No habré sabido explicarme. Yo, como

hombre de negocios, soy poco dueño de los

matices oratorios, y si he vertido algún

concepto por donde haya podido entenderse

que ostento una representación oficiosa, tengo especial interés en dejar rectificada plenamente

esa suspicacia del Señor Ministro.

El Barón de Benicarlés, con una punta de

ironía en el azul desvaído de los ojos, y las

manos de odalisca entre las sedas del faldero,

diluía un gesto displicente sobre la boca

belfona, untada de fatiga viciosa:

—Ilustre Don Celestino, usted es una de las

personalidades financieras, intelectuales y

sociales más remarcables de la Colonia... Sus

opiniones, muy estimables... Sin embargo,

usted no es todavía el Ministro de España. ¡Una

verdadera desgracia! Pero hay un medio para

que usted lo sea, y es solicitar por cable mi

traslado a Europa. Yo apoyaré la petición, y le

venderé a usted mis muebles en almoneda.

El ricacho se infló de vanidad ingeniosa:

—¿Incluido Merlín para consejero?

El figurón diplomático acogió la agudeza

con un gesto frío y lacio, que la borró:

—Don Celes, aconseje usted a nuestros

españoles que se abstengan de actuar en la

política del país, que se mantengan en una

estricta neutralidad, que no quebranten con sus

intemperancias la actuación del Cuerpo

Diplomático. Perdone, ilustre amigo, que no le

acoja más tiempo, pues necesito vestirme para

asistir a un cambio de impresiones en la

Legación Inglesa.

Y el desvaído carcamal, en la luz declinante

de la cámara, desenterraba un gesto chafado,

de sangre orgullosa.

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