Doña Lupita, corretona y haldeando, fue a sacar los cocos puestos bajo una cobertera de palmitos en la tierra regada. El Tirano, sentado en el poyo miradero de los frailes, esparcía el ánimo cargado de cuidados: Sobre el bastón con borlas doctorales y puño de oro, cruzaba la cera de las manos: En la barbilla, un temblor; en la boca verdosa, un gesto ambiguo de risa, mofa y vinagre:
—Tiene mucha letra la guaina, Señor Licenciado.
—Patroncito, ha visto la chuela.
—Muy ocurrente en las leperadas. ¡Puta madre! Va para el medio siglo que la conozco, de cuando fui abanderado en el Séptimo Ligero: Era nuestra rabona.
Doña Lupita amusgaba la oreja, haldeando por el jacalito. El Licenciado recayó con apremio chuflero:
—¡No se suma, mi vieja!
—En boca cerrada no entran moscas, valedorcito.
—No hay sello para una vuelta de mancuerda.
—¡Santísimo Juez!
Qué jefe militar le arrugó el tenderete, mi vieja?
—¡Me aprieta, niño, y me expone a una venganza!
—No se atore y suelte el gallo.
—No me sea mala reata, Señor Licenciado. El Señor Licenciado era feliz, rejoneando a la vieja por divertir la hipocondría del Tirano. Doña Lupita, falsa y apenujada, trajo las palmas con el fruto enracimado, y un tranchete para rebanarlo. El Mayor Abilio del Valle, que se preciaba de haber cortado muchas cabezas, pidió la gracia de meter el facón a los coquitos de agua: Lo hizo con destreza mambís: Bélico y triunfador, ofrendó como el cráneo de un cacique enemigo, el primer coquito al Tirano.
La momia amarilla desplegó las manos y tomó una mitad pulcramente:
—Mayorcito, el concho que resta, esa vieja maulona que se lo beba. Si hay ponzoña, que los dos reventemos.
Doña Lupita, avizorada, tomó el concho, saludando y bebiendo:
—Mi Generalito, no hay más que un firme acatamiento en esta cuera vieja: ¡El Señor San Pedro y toda la celeste cofradía me sean testigos!
Tirano Banderas, taciturno, recogido en el poyo, bajo la sombra de los ramajes, era un negro garabato de lechuzo. Raro prestigio cobró de pronto aquella sombra, y aquella voz de caña hueca, raro imperio:
—Doña Lupita, si como dice me aprecia, declare el nombre del pendejo briago que en tan poco se tiene. Luego luego, vos veréis, vieja, que también la aprecia Santos Banderas. Dame la mano, vieja...
—Taitita, dejá sos la bese.
Tirano Banderas oyó, sin moverse, el nombre que temblando le secreteó la vieja. Los compadritos, en torno de la rana, callaban amusgados, y a hurto se hacían alguna seña. La momia indiana:
—¡Chac, chac!