13 ¡A bordo de la Syphanta!

Al día siguiente, el 3 de septiembre, después de haber aparejado hacia las diez de la mañana, la Syphanta ceñía el viento bajo un pequeño velamen para salir de los pasos del puerto de Escarpanto.

Los cautivos rescatados por Henry d'Albaret se habían colocado unos en el entrepuente y otros en la batería. Aunque la travesía del Archipiélago no había de llevarles más de unos días, les oficiales y los marineros habían querido que aquellas pobres gentes estuviesen instaladas lo mejor posible.

Desde la víspera, el comandante D'Albaret había estado haciendo las gestiones necesarias para poder hacerse a la mar de nuevo. Había entregado garantías por las trece mil libras, con las que el cadí se mostró satisfecho. El embarco de los prisioneros se había llevado a cabo sin dificultades, y, antes de tres días, aquellos desgraciados, condenados a las torturas de los baños beréberes, serían desembarcados en algún puerto de la Grecia septentrional, donde ya no tendrían que temer por su libertad.

¡Una libertad que debían por entero a aquel que acababa de arrancarlos de las manos de Nicolas Starkos! De ahí que, en cuanto pusieron los pies sobre la cubierta de la corbeta, su reconocimiento se manifestara por medio de un acto conmovedor.

Entre ellos se encontraba un pope, un viejo sacerdote de Leondari. Seguido de sus compañeros de infortunio, avanzó hacia la toldilla, en la cual se encontraban Hadjine Elizundo y Henry d'Albaret con algunos oficiales. Se arrodillaron todos, el anciano a la cabeza, y éste, tendiendo sus manos hacia el comandante, dijo: -¡Henry d'Albaret, bendito seáis en nombre de todos aquellos a los que habéis devuelto la libertad! -¡Amigos míos, sólo he cumplido con mi deber! -respondió el comandante de la Syphanta, profundamente emocionado.

-¡Sí!... ¡Bendito en nombre de todos..., de todos... y mío, Henry! -añadió Hadjine, inclinándose a su vez.

Henry d'Albaret la levantó con presteza, y entonces los gritos de «¡Viva Henry d'Albaret!», «¡Viva Hadjine Elizundo! » estallaron desde la toldilla hasta el castillo de proa, desde las profundidades de la batería hasta las vergas bajas, sobre las que unos cincuenta marineros se habían agrupado, lanzando vigorosos hurras.

Una sola prisionera -la que se escondía la víspera en el batistanno había tomado parte en aquella manifestación de júbilo. Al embarcarse, toda su preocupación había sido pasar desapercibida en medio de los cautivos. Lo había conseguido y, en cuanto se hubo agazapado en el rincón más oscuro del entrepuente, nadie se dio cuenta siquiera de su presencia a bordo. Evidentemente, esperaba poder desembarcar sin haber sido vista. Pero ¿por qué tomaba tantas precauciones? ¿Algún oficial o marinero de la corbeta la conocía? En todo caso, tenía que tener razones de peso para querer mantener su incógnito durante los tres o cuatro días que debía durar la travesía del Archipiélago.Con todo, si Henry d'Albaret merecía el reconocimiento de los pasajeros de la corbeta, ¿qué no merecería Hadjine Elizundo por lo que había hecho desde su partida de Corfú? -¡Henry -le había dicho la víspera-, ahora Hadjine Elizundo es pobre y digna de vos! ¡Era pobre, en efecto! ¿Digna del joven oficial?... Ahora vamos a poder juzgarlo.

Si Henry d'Albaret amaba a Hadjine cuando sucesos tan graves los habían separado, ¡cuánto no había de engrandecerse su amor, cuando supiese lo que había sido la vida de la joven durante aquel largo año de separación! En cuanto supo de dónde procedía la fortuna que le había dejado su padre, Hadjine Elizundo tomó la resolución de consagrarla enteramente al rescate de aquellos prisioneros con cuyo tráfico se había generado la mayor parte de ella. De aquellos veinte millones, odiosamente adquiridos, no quiso conservar nada.

Sólo hizo saber su proyecto a Xaris. Xaris lo aprobó y todos los valores de la casa de banca fueron rápidamente realizados.

Henry d'Albaret recibió la carta en la cual la muchacha le pedía perdón y le decía adiós.

Luego, en compañía de su bravo y devoto Xaris, Hadjine abandonó secretamente Corfú para dirigirse al Peloponeso.

En aquella época, los soldados de Ibrahim combatían todavía ferozmente a las poblaciones del centro de Morea, sometidas ya a tantas pruebas desde hacía tanto tiempo. Los desventurados a los que no degollaban, eran enviados a los principales puertos de Mesenia, a Patrás o a Navarino. De allí, numerosos navíos, unos fletados por el gobierno turco, otros proporcionados por los piratas del Archipiélago, los transportaban a millares bien a Escarpanto, bien a Esmirna o a los mercados permanentes de esclavos.

Durante los dos meses que siguieron a su desaparición, Hadjine Elizundo y Xaris, sin retroceder jamás ante ningún precio, consiguieron rescatar a varios centenares de prisioneros que no habían abandonado todavía la costa mesenia. Luego dedicaron todos sus esfuerzos a la tarea de ponerlos a salvo, a unos en las islas Jónicas y a otros en las regiones libres de Grecia del norte.

Hecho esto, se marcharon a Asia Menor, a Esmirna, donde el comercio de esclavos se llevaba a cabo a una escala considerable. Allí llegaban, en convoyes numerosos, grandes cantidades de prisioneros griegos, cuya liberación Hadjine Elizundo quería obtener por encima de todo. Sus ofertas fueron tales -tan superiores a las de los corredores de Berbería o del litoral asiáticoque las autoridades otomanas sacaron un gran provecho tratando con ella... y, por lo tanto, trataron con ella. A nadie le costará creer que su generosa pasión fue explotada por estos agentes; pero varios miles de cautivos le debían el haber escapado de los baños de los beys africanos.

No obstante, aún quedaba mucho por hacer, y fue en ese momento cuando Hadjine tuvo la idea de avanzar por dos caminos diferentes hacia el objetivo que quería alcanzar.

En efecto, no bastaba con rescatar a los cautivos puestos en venta en los mercados públicos, o con ir a liberar a precio de oro a los esclavos en los baños. También era necesario aniquilar a aquellos piratas que capturaban navíos en todos los parajes del Archipiélago.

Pues bien, Hadjine Elizundo se encontraba en Esmirna cuando se enteró de lo que había sido de la Syphanta, después de los primeros meses de su viaje. No ignoraba que la corbeta había sido equipada por cuenta de unos armadores corfiotas ni con qué destino. Sabía que el principio de la campaña había sido afortunado; pero, en aquellos momentos, llegó la noticia de que la Syphanta acababa de perder a su comandante, varios oficiales y una parte de su tripulación en un combate contra una flotilla de piratas, al mando, se decía, de Sacratif en persona.

Hadjine Elizundo se puso enseguida en contacto con el agente que representaba, en Corfú, los intereses de los armadores de la Syphanta. Hizo que les ofrecieran un precio tan alto que éstos se decidieron a venderla. La corbeta fue, pues, comprada en nombre de un banquero de Ragusa, pero pertenecía a la heredera de Elizundo, que no hacía sino imitar a Bobolina, Modena, Zacarías y otras valientes patriotas, cuyos navíos, armados a sus expensas, hicieron tanto daño a las escuadras de la marina otomana al principio de la guerra de la Independencia.Pero, al actuar así, Hadjine Elizundo había pensado ofrecer el mando de la Syphanta al capitán Henry d'Albaret. Uno de sus hombres, sobrino de Xaris, marino de origen griego como su tío, había seguido secretamente al joven oficial, tanto en Corfú, cuando hizo tantas pesquisas inútiles para encontrar a la muchacha, como en Scio, cuando fue a reunirse con el coronel Fabvier.

Siguiendo sus órdenes, este hombre se embarcó como marinero en la corbeta, en el momento en que ésta recomponía su tripulación, después del combate de Lemnos. Fue él quien hizo llegar a Henry d'Albaret las dos cartas escritas por la mano de Xaris: la primera, en Scio, en la que se le comunicaba que había una plaza libre en el estado mayor de la Syphanta, y la segunda, que depositó sobre la mesa del comedor de oficiales cuando estaba de guardia, y a través de la cual se daba cita a la corbeta para los primeros días de septiembre en los parajes de Escarpanto.

Allí era, en efecto, donde Hadjine Elizundo esperaba encontrarse en esas fechas, después de haber terminado su caritativa y abnegada tarea. Quería que la Syphanta sirviese para repatriar al último convoy de prisioneros, rescatados con los restos de su fortuna.

Pero, durante los seis meses siguientes, ¡cuántas fatigas no habría de soportar!, ¡cuántos peligros no correría! La valerosa muchacha, acompañada de Xaris, no dudó en dirigirse, para cumplir su misión, al centro mismo de Berbería, a aquellos puertos infestados de piratas, en el litoral africano, cuyos amos fueron, hasta la conquista de Argel, los peores bandidos. Al hacerlo, arriesgaba su libertad, arriesgaba su vida, desafiaba todos los peligros a los que la exponían su belleza y su juventud.

Nada la detuvo. Partió.

Se la vio aparecer, como una religiosa de la Merced, en Trípoli, Argel, Túnez y hasta en los más ínfimos mercados de la costa beréber. En todas partes donde los prisioneros griegos habían sido vendidos, los rescataba con gran beneficio para sus amos. Allí donde los tratantes sacaban a pública subasta a aquellos rebaños de seres humanos, ella se presentaba dinero en mano. Fue entonces cuando pudo contemplar en todo su horror el espectáculo de las miserias de la esclavitud, en un país en el que las pasiones no son retenidas por ningún freno.

Argel se encontraba todavía a merced de una milicia, compuesta de musulmanes y renegados, el desecho de los tres continentes que forman el litoral del Mediterráneo, que sólo vivían de la venta de los prisioneros hechos por los piratas y de su rescate por parte de los cristianos. En el siglo XVII, se contaban ya en tierra africana casi cuarenta mil esclavos de ambos sexos, arrebatados a Francia, Italia, Inglaterra, Alemania, Flandes, Holanda, Grecia, Hungría, Rusia, Polonia y España en todos los mares de Europa.

Hadjine Elizundo buscó especialmente a aquellos a los que la guerra helénica había hecho esclavos, y los buscó en Argel, en el fondo de los baños del bajá, en los de Alí Mamí, los Kulughis y Sidi-Hassan; en Túnez, en los de Yussif-Dey, Galera Patrona y Cicala; y en el de Trípoli. Como si hubiera estado protegida por algún talismán, se expuso a todos estos riesgos, aliviando todas las miserias. ¡Escapó como por milagro de los mil peligros que la naturaleza de las cosas creaba a su alrededor! Durante seis meses, a bordo de ligeros barcos costeros de cabotaje, visitó los puntos más recónditos del litoral -desde la regencia de Trípoli, hasta los últimos confines de Marruecoshasta Tetuán, que fue en otro tiempo una república de piratas regularmente organizada, hasta Tánger, cuya bahía servía de refugio a aquellos corsarios durante el invierno, hasta Sale, en la costa occidental de África, donde los desgraciados cautivos vivían en fosas excavadas a doce o quince pies bajo tierra.

En fin, una vez terminada la misión, no quedándole nada de los millones que le había dejado su padre, Hadjine Elizundo pensó en volver a Europa con Xaris. Se embarcó a bordo de un navío griego, en el cual viajaban también los últimos prisioneros rescatados por ella y que se dio a la vela hacia Escarpanto. Allí era donde esperaba encontrarse con Henry d'Albaret.

Desde allí había decidido volver a Grecia a bordo de la Syphanta. Pero tres días después de haber dejado Túnez, el navío que la llevaba había caído en poder de un barco turco y ¡ella había sido conducida a Arkassa para ser vendida allí como esclava, junto con aquellos a los que acababa de liberar!...

En suma, el resultado de la obra emprendida por Hadjine Elizundo era éste: varios millares de prisioneros rescatados con el mismo dinero que había sido ganado con su venta. La joven, ahora arruinada, había reparado, en la medida de lo posible, todo el daño hecho por su padre.

De todo eso pudo enterarse entonces Henry d'Albaret. ¡Sí! ¡Hadjine, pobre, era ya digna de él y, para arrancarla de las manos de Nicolas Starkos, también él se habría hecho pobre como ella!Al día siguiente, al amanecer, la Syphanta había alcanzado la tierra de Creta. Entonces maniobró para dirigirse hacia el noroeste del Archipiélago. La intención del comandante D'Albaret era acercarse a la costa oriental de Grecia, a la altura de la isla de Eubea. Allí, bien en Negroponto, bien en Egina, los prisioneros podrían desembarcar en lugar seguro, protegidos de los turcos, que habían sido rechazados ya hacia los confines del Peloponeso. Por otra parte, en aquellas fechas, ya no quedaba ni uno solo de los soldados de Ibrahim en la península helénica.

Toda aquella pobre gente, tratada inmejorablemente a bordo de la Syphanta, se reponía ya de los espantosos sufrimientos que había soportado. Durante el día, se los veía agrupados sobre la cubierta, donde respiraban la sana brisa del Archipiélago: niños, madres, esposos, a los que amenazaba una eterna separación, unidos ya para no dejarse nunca. Sabían también lo que había hecho Hadjine Elizundo y, cuando ésta pasaba, apoyada en el brazo de Henry d'Albaret, todo eran señales de agradecimiento, testimoniadas por medio de las acciones más conmovedoras.

Hacia las primeras horas de la mañana, el 4 de septiembre, la Syphanta perdió de vista las cimas de Creta; pero, habiendo empezado a amollar la brisa, apenas avanzó durante aquella jornada, aun cuando llevaba desplegado todo su velamen. En definitiva, veinticuatro horas o cuarenta y ocho horas más no sería tampoco un retraso del que hubiese que preocuparse. El mar estaba hermoso; el cielo, soberbio. Nada indicaba una próxima F modificación del tiempo. No había más que «largar», como dicen los marinos, y la carrera terminaría cuando plugiese a Dios.

Aquella apacible navegación propiciaba las conversaciones de a bordo. Por otra parte, había pocas maniobras que hacer. Una simple vigilancia por parte de los oficiales de guardia y de los gavieros de proa, para advertir de las tierras a la vista o los navíos en alta mar.

Hadjine y Henry d'Albaret iban entonces a sentarse a popa, en un banco de la toldilla que les estaba reservado. Allí, generalmente, ya no hablaban del pasado, sino de ese porvenir del que ahora se sentían dueños. Hacían proyectos de próxima realización, sin olvidar someterlos a la opinión del buen Xaris, que era como de la familia. El matrimonio había de celebrarse en cuanto llegasen a tierra griega. Estaba convenido. Los asuntos de Hadjine Elizundo ya no acarrearían dificultades ni retrasos. ¡Un año empleado en su caritativa misión había simplificado todo aquello! Luego, celebrado el matrimonio, Henry d'Albaret cedería al capitán Todros el mando de la corbeta y llevaría a su joven mujer a Francia, desde donde más tarde pensaba volver a traerla a su tierra natal.

Pues bien, precisamente aquel atardecer se entretenían con todas estas cosas. El ligero soplo de la brisa bastaba apenas para inflar las velas altas de la Syphanta. Una maravillosa puesta de sol iluminaba el horizonte, cuyo perímetro, cubierto al oeste de una ligera bruma, coronaban aún algunos trazos de oro verde. En el lado opuesto, centelleaban las primeras estrellas del levante. El mar tiritaba bajo la ondulación de sus pepitas fosforescentes. La noche prometía ser magnífica.

Henry d'Albaret y Hadjine se dejaban llevar por el encanto de aquella velada deliciosa. Miraban la estela, apenas dibujada por algunas blondas blancas, que la corbeta iba dejando a popa. El silencio sólo era turbado por los aleteos de la cangreja, cuyos pliegues zumbaban suavemente. Ninguno de los dos veía nada que no fueran ellos mismos o no estuviera en su interior. Y si por fin regresaron a la realidad, fue porque Henry d'Albaret oyó que lo llamaban con cierta insistencia.

Xaris estaba frente a él.

-¿Mi comandante?... -dijo Xaris por tercera vez.-¿Qué queréis, amigo mío? -respondió Henry d'Albaret, a quien pareció que Xaris vacilaba a la hora de hablar.

-¿Qué deseas, mi buen Xaris? -preguntó Hadjine.

-Tengo que deciros una cosa, mi comandante. -¿Qué? -Se trata de lo siguiente: los pasajeros de la corbeta..., esas buenas gentes a las que lleváis de vuelta a su país... han tenido una idea y me han encargado que os la comunique.

-Y bien, os escucho, Xaris.

-Veréis, mi comandante. Ellos saben que debéis casaros con Hadjine...

-Sin duda -respondió Henry d'Albaret sonriendo-. ¡Eso no es misterio para nadie! -¡Bueno, pues estarían muy felices de ser los testigos de vuestro matrimonio! -Y lo serán, Xaris, lo serán, ¡nunca una novia tendría un cortejo semejante, si pudiera reunir a su alrededor a todos aquellos a los que ha salvado de la esclavitud! -¡Henry!... -dijo la muchacha queriendo interrumpirlo.

-Mi comandante tiene razón -respondió Xaris-. En todo caso, los pasajeros de la corbeta estarán allí, y...

-¡A nuestra llegada a la tierra de Grecia prosiguió Henry d'Albaret-, los invitaré a todos a la ceremonia de nuestra boda! -Bien, mi comandante -respondió Xaris-. Pero, después de haber tenido esa idea, ¡esas buenas gentes han tenido otra! -¿Tan buena como la primera? -Mejor. ¡La de pediros que la boda se celebre a bordo de la Syphanta! ¿Acaso esta brava corbeta que los devuelve a Grecia no es como un pedazo de su país? -Está bien, Xaris -respondió Henry d'Albaret-. ¿Estáis de acuerdo, mi querida Hadjine? Hadjine, por toda respuesta, le tendió la mano.

-Bien respondido -dijo Xaris.

-Podéis anunciar a los pasajeros de la Syphanta -añadió Henry d'Albaretque todo se hará como desean.

-Entendido, mi comandante. Pero... -añadió Xaris, vacilando un poco-, ¡eso no es todo! -Habla, pues, Xaris -dijo la joven.

-Veréis. Después de haber tenido una buena idea y luego otra mejor, ¡han tenido una tercera que consideran excelente! -¡De veras, una tercera! -respondió Henry d'Albaret-. ¿Y cuál es esa tercera idea? -Que no sólo la boda sea celebrada a bordo de la corbeta, sino que además se celebre en alta mar... ¡mañana mismo! Hay entre ellos un viejo sacerdote...

De pronto, Xaris fue interrumpido por la voz del gaviero que estaba de vigía en las crucetas de trinquete: -¡Buques a barlovento! Enseguida, Henry d'Albaret se levantó y se reunió con el capitán Todros, que miraba ya en la dirección indicada.

Una flotilla, compuesta de una docena de barcos de diversos tonelajes, se divisaba a menos de seis millas al este. Pero si la Syphanta, entonces encalmada, estaba absolutamente inmóvil, aquella flotilla, empujada por los últimos soplos de una brisa que no llegaba hasta la corbeta, necesariamente tenía que acabar alcanzándola.

Henry d'Albaret había cogido un catalejo y observaba atentamente la marcha de aquellos navíos.

-Capitán Todros -dijo volviéndose hacia el segundo-, esta flotilla está aún demasiado lejos para que sea posible reconocer sus intenciones ni saber cuál es su fuerza.

-En efecto, mi comandante -respondió el segundo-, y con esta noche sin luna, que va a ser muy oscura, ¡no podremos hacernos ninguna idea al respecto! Así que hay que esperar hasta mañana.

-Sí, hay que esperar -dijo Henry d'Albaret-, pero como estos parajes no son seguros, dad la orden de vigilar con el mayor cuidado. Que se tomen también todas las precauciones indispensables en el caso de que esos navíos se aproximasen a la Syphanta.

El capitán Todros tomó las correspondientes medidas, que fueron ejecutadas al instante. Se estableció una activa vigilancia a bordo de la corbeta, que debía continuar hasta que se hiciese de día.

No es preciso decir que, considerando las eventualidades que podían sobrevenir, se aplazó para más tarde la decisión relativa a la celebración del matrimonio que había motivado la diligencia de Xaris. Hadjine, a ruego de Henry d'Albaret, había tenido que volver a su camarote. Durante toda aquella noche, se durmió poco a bordo. La presencia de la flotilla avistada mar adentro era inquietante. Mientras fue posible, habían observado sus movimientos. Pero una niebla bastante espesa se levantó hacia las nueve y no tardaron en perderla de vista.

Al día siguiente, al salir el sol, algunos vapores ocultaban aún el horizonte en el este. Como no había viento, aquellos vapores no se disiparon antes de las diez de la mañana. Entretanto, nada sospechoso había aparecido a través de aquellas brumas. Pero cuando se desvanecieron, toda la flotilla apareció a menos de cuatro millas. Así pues, desde la víspera, había ganado dos millas en dirección a la Syphanta y, si no se había acercado más, era porque la niebla le había impedido maniobrar. Había allí una docena de navíos que marchaban de conserva impulsados por sus largos remos de galera. La corbeta, en la cual aquellos artefactos no habrían surtido ningún efecto, debido a su tamaño, permanecía todavía inmóvil en el mismo lugar.

Se hallaba reducida a esperar, sin poder hacer un solo movimiento.

Y sin embargo, no era posible equivocarse en cuanto a las intenciones de aquella flotilla.

-¡Éste sí que es un revoltillo de barcos singularmente sospechosos! -dijo el capitán Todros.

-¡Tanto más sospechosos -respondió Henry d'Albaretpor cuanto reconozco entre ellos el bergantín al que dimos caza inútilmente en las aguas de Creta! El comandante de la Syphanta no se equivocaba. El bergantín que había desaparecido tan extrañamente más allá de la punta de Escarpanto iba en cabeza. Maniobraba para no separarse de los otros barcos, colocados bajo sus órdenes.

Mientras tanto, algunas ráfagas de viento se habían levantado al este y favorecían aún más la marcha de la flotilla. Pero aquellas rachas, que hacían verdear ligeramente el mar corriendo por su superficie, venían a expirar a uno o dos cables de la corbeta.

De pronto, Henry d'Albaret hizo a un lado el catalejo que no había apartado hasta entonces de sus ojos: -¡Zafarrancho de combate! -gritó.

Acababa de ver cómo un largo chorro de vapor blanco se fundía en la proa del bergantín, mientras que un pabellón era izado al pico. En ese momento, la detonación de una boca de fuego llegaba a la corbeta.

Aquel pabellón era negro y una S de color rojo fuego se recortaba sobre su estameña.

Era el pabellón del pirata Sacratif.

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