12 Una subasta en Escarpanto

Si Creta, como relata la fábula, fue en otro tiempo la cuna de los dioses, la antigua Carpatos, hoy en día Escarpanto, fue la de los titanes, sus adversarios más audaces. Aunque no ataquen más que a simples mortales, los piratas modernos no dejan de ser por ello los dignos descendientes de aquellos malhechores mitológicos, que no vacilaron en subir a asaltar el Olimpo. Pues bien, en esa época, parecía que los corsarios de todas clases hubiesen hecho su cuartel general de esta isla, donde nacieron los cuatro hijos de Jápeto, nieto de Titán y de la Tierra.

Y, en verdad, Escarpanto se prestaba magníficamente a las maniobras que exigía el oficio de pirata en el Archipiélago. Está situada en el extremo sudeste de estos mares, casi aislada y a más de cuarenta millas de la isla de Rodas. Sus altas cumbres permiten divisarla de lejos. A lo largo de las veinte leguas de su perímetro, se recorta, se escota y se hunde en hendiduras múltiples, protegidas por una infinidad de escollos. Si ha dado su nombre a las aguas que la bañan, es porque era ya tan temida por los antiguos como temible es para los modernos. A menos que se fuera un práctico, y un viejo práctico del mar de Carpatos, era y todavía es muy peligroso aventurarse por allí.

Sin embargo, esta isla, que forma la última cuenta del largo rosario de las Espóradas, no carece de buenos fondeaderos. Desde el cabo Sidro y el cabo Pernisa hasta los cabos Bonandrea y Andemo en su costa septentrional, existen numerosos lugares donde se puede encontrar abrigo. Cuatro puertos, Agata, Porto di Tristano, Porto Grato y Porto Malo Nato, eran muy frecuentados en otro tiempo por los barcos de cabotaje de Levante, antes de que Rodas les hubiera quitado su importancia comercial.

Ahora, apenas algunos raros navíos tienen interés en recalar en ellos.

Escarpanto es una isla griega o, al menos, está habitada por una población griega, pero pertenece al Imperio otomano. Incluso después de la constitución definitiva del reino de Grecia, había de seguir siendo turca bajo el gobierno de un simple cadí, que habitaba entonces una especie de casa fortificada, situada por encima del poblado moderno de Arkassa.

En aquella época, hubiésemos encontrado en esta isla a un gran número de turcos, a quienes, todo hay que decirlo, la población, no habiendo tomado parte en la guerra de la Independencia, no daba una mala acogida. Convertida además en el centro de operaciones del más criminal de los comercios, Escarpanto recibía con el mismo celo a los navíos otomanos y a los buques piratas, que venían a entregarle sus cargamentos de prisioneros. Allí, los corredores de Asia Menor, así como los de las costas berberiscas, se apretu-jaban alrededor de un importante mercado, en el cual era despachada esta mercancía humana.

Allí se abrían subastas, allí se establecían precios que variaban a razón de las demandas u ofertas de esclavos. Y hay que decir que el cadí tenía también intereses en estas operaciones que presidía personalmente, pues los corredores habrían creído faltar a su deber si no le hubiesen cedido un tanto por ciento de la venta. En cuanto al transporte de estos desgraciados a los bazares de Esmirna o de África, se realizaba por medio de navíos que, las más de las veces, venían a recogerlos al puerto de Arkassa, situado en la costa occidental de la isla.

Si no eran suficientes, un correo especial era enviado a la costa opuesta y los piratas no hacían en absoluto ascos a aquel odioso comercio.

En aquel momento, en el este de Escarpanto, al fondo de calas casi imposibles de encontrar, se contaban no menos de una veintena de barcos, grandes o pequeños, tripulados por un total de más de mil doscientos hombres. Aquella flotilla no esperaba más que la llegada de su jefe para lanzarse a alguna nueva y criminal expedición.

Fue al puerto de Arkassa, a un cable del muelle, a través de un excelente fondo de diez brazas, adonde la Syphanta vino a anclar la tarde del 2 de septiembre. Al desembarcar en la isla, Henry d'Albaret no dudaba apenas de que los azares de su viaje lo habían conducido precisamente al principal puerto franco del comercio de esclavos.

-¿Pensáis recalar por algún tiempo en Arkassa, mi comandante? -preguntó el capitán Todros, cuando las maniobras de fondeo estuvieron terminadas.

-No sé -respondió Henry d'Albaret-. ¡Muchas circunstancias pueden obligarme a abandonar prontamente este puerto, pero también muchas otras pueden retenerme aquí! -¿Los hombres irán a tierra? -Sí, pero sólo por turnos. La mitad de la tripulación tiene que estar siempre de servicio en la Syphanta.

-Entendido, mi comandante -respondió el capitán Todros-. ¡Aquí estamos más en país turco que en país griego, y es prudente estar sobre aviso! Recordemos que Henry d'Albaret no había dicho nada a su segundo ni a sus oficiales acerca de los motivos por los cuales había venido a Escarpanto, ni de cómo se le había dado cita en aquella isla para los primeros días de septiembre a través de una carta anónima, llegada a bordo en condiciones inexplicables. Por otra parte, contaba con recibir allí alguna nueva comunicación que le indicaría lo que su misterioso corresponsal esperaba de la corbeta en las aguas del mar de Carpatos.

Pero no menos extrañó era aquella desaparición súbita del bergantín más allá del canal de Caso, cuando la Syphanta se creía a punto de alcanzarlo.

Por eso, Henry d'Albaret había creído que no debía darse por vencido antes de venir a recalar a Arkassa. Después de haberse acercado a tierra, tanto como le permitía su calado, se había impuesto la tarea de explorar todas las sinuosidades de la costa. Pero, en medio de aquel semillero de escollos que la defienden, protegido por los altos acantilados rocosos que la delimitan, un barco como el bergantín podía fácilmente camuflarse. Detrás de aquella barrera de rompientes, que la Syphanta no podía arranchar de más cerca sin correr el riesgo de encallar, un capitán conocedor de aquellos canales tenía todas las oportunidades de despistar a los que lo perseguían. Si, por lo tanto, el bergantín se había refugiado en alguna cala secreta, sería muy difícil volver a encontrarlo, y lo mismo podía decirse de los demás barcos piratas, a los que la isla daba asilo en fondeaderos desconocidos.

Las pesquisas de la corbeta duraron dos días y fueron en vano. Si el bergantín se hubiese hundido repentinamente bajo las aguas más allá de Caso, no habría sido más invisible. Por más despecho que sintiera, el comandante D'Albaret tuvo que renunciar a toda esperanza de dar con él. Había decidido, pues, venir a fondear al puerto de Arkassa. Allí, sólo tenía que esperar.

Al día siguiente, entre las tres y las cinco de la tarde, la pequeña ciudad de Arkassa iba a ser invadida por gran parte de la población de la isla, por no hablar de los extranjeros, europeos o asiáticos, que no podían faltar en aquella ocasión. En efecto, era día de gran mercado. Seres miserables, de todas las edades y condiciones, hechos prisioneros recientemente por los turcos, iban a ser puestos a la venta.

En aquella época, había en Arkassa un bazar especial, destinado a este tipo de operaciones, un batistan, como los que se encuentran en ciertas ciudades de los Estados berberiscos. Este batistan contenía entonces un centenar de prisioneros, hombres, mujeres y niños, el saldo de las últimas razzias llevadas a cabo en el Peloponeso. Amontonados de cualquier modo en medio de un patio sin sombra, bajo un sol todavía ardiente y con la ropa hecha jirones, su actitud de desolación y sus caras desesperadas mostraban todo lo que habían sufrido. Mal y escasamente alimentados, sin que se les diese apenas de beber, y ese poco de un agua turbia, aquellos desgraciados se había reunido por familias hasta el momento en que el capricho de los compradores separara a las mujeres de los maridos y a los hijos de su padre y su madre. Hubiesen inspirado la más profunda piedad a cualquiera menos a aquellos crueles bachis, sus guardianes, a los que ningún dolor podía ya conmover.

¿Y qué eran aquellas torturas comparadas con las que los esperaban en los dieciséis baños de Argel, Túnez y Trípoli, donde la muerte generaba con rapidez espacios vacíos que había que llenar incesantemente? Sin embargo, a aquellos cautivos no les habían quitado toda la esperanza de volver a ser libres. Si los compradores hacían un buen negocio comprándolos, no lo hacían peor dándoles la libertad -por un muy alto precio-, sobre todo a aquellos cuyo valor se basaba en una cierta posición social en su país de origen. Un gran número de ellos había sido arrancado a la esclavitud de este modo, ya fuera por redención pública, cuando era el Estado quien los revendía antes de su partida, ya fuera cuando los propietarios trataban directamente con las familias, ya fuera, en fin, cuando los religiosos de la Merced, ricos gracias a las cuestaciones que habían hecho por toda Europa, iban, para liberarlos, hasta los principales centros de Berbería. A menudo, también, algunos particulares, animados por el mismo espíritu caritativo, consagraban una parte de su fortuna a esta obra de beneficencia. En los últimos tiempos, sumas considerables, cuya procedencia era desconocida, habían sido empleadas en esos rescates, sobre todo en provecho de esclavos de origen griego, a los que los avatares de la guerra habían entregado desde hacía seis años a los corredores de África y Asia Menor.

El mercado de Arkassa se hacía con subastas públicas. Todos, extranjeros e indígenas, podían tomar parte en ellas; pero, aquel día, como los tratantes venían solamente a operar por cuenta de los baños de la Berbería, no había más que un lote de cautivos. Según este lote cayese en suerte a tal o cual corredor, se dirigiría a Argel, Trípoli o Túnez.

Con todo, había dos categorías de prisioneros. Unos, los más numerosos, venían del Peloponeso. Los otros habían sido capturados recientemente a bordo de un navío griego, que los llevaba de Túnez a Escarpanto, de donde debían ser repatriados a su país de origen.

Era la última subasta la que decidiría la suerte de aquella pobre gente, destinada a padecer tantas miserias, y se podía pujar hasta que dieran las cinco. Un cañonazo disparado desde la ciudadela de Arkassa, que aseguraba el cierre del puerto, paraba al mismo tiempo las últimas pujas del mercado.

Así pues, aquel 3 de septiembre no faltaban corredores alrededor del batistan. Había numerosos agentes venidos de Esmirna y de otros puntos vecinos de Asia Menor, que, como ya se ha dicho, actuaban todos por cuenta de los Estados beréberes.

Aquella aglomeración era más que explicable. En efecto, los últimos acontecimientos hacían presentir el próximo fin de la guerra de la Independencia. Ibrahim había retrocedido al Peloponeso, mientras que el mariscal Maison acababa de desembarcar en Morea con un cuerpo expedicionario de dos mil franceses. De modo que, en el futuro, la exportación de prisioneros iba a verse notablemente reducida. En consecuencia, su precio habitual tenía que subir notablemente, para la extrema satisfacción del cadí.

Durante la mañana, los corredores habían visitado el batistan y sabían a qué atenerse por lo que se refiere a la cantidad y calidad de los cautivos, cuyo lote alcanzaría sin duda precios muy altos.

-¡Por Mahoma! -repetía un agente de Esmirna, que peroraba en medio de un grupo de cofrades-. ¡La época de los buenos negocios ha pasado! ¿Os acordáis de cuando los navíos nos traían aquí a los prisioneros por millares y no por centenares? -¡Sí!... ¡Como pasó después de las matanzas de Scio! -respondió otro corredor-. ¡De un solo golpe, más de cuarenta mil esclavos! ¡Los pontones no bastaban para encerrarlos! -Sin duda -prosiguió un tercer agente, que parecía tener un gran sentido comercial-. Pero cuando hay demasiados cautivos, hay demasiada oferta ¡y demasiada baja en los precios! ¡Más vale transportar poco en condiciones más ventajosas, porque las deducciones previas son siempre las mismas, aunque los gastos sean más considerables! -¡Sí!... ¡En Berbería sobre todo!... ¡El doce por ciento del producto total en provecho del bajá, el cadí o el gobernador! -¡Sin contar el uno por ciento para el mantenimiento del muelle y de las baterías de costas! -¡Y otro uno por ciento que va de nuestros bolsillos a los de los morabitos!17[17] -¡La verdad es que es ruinoso, tanto para los armadores como para los corredores.

Tales frases se intercambiaban entre aquellos agentes, que ni siquiera tenían conciencia de la infamia de su comercio. ¡Siempre las mismas lamentaciones acerca de las mismas cuestiones sobre el pago de los derechos! Y sin duda habrían continuado rezongando, si la campana, que anunciaba la apertura del mercado, no hubiese puesto punto final a la conversación.

No hace falta decir que el cadí presidía esta venta. Su deber como representante del gobierno turco lo obligaba a hacerlo, no menos que su interés personal. Allí estaba, dándose impor17[17] Religioso musulmán tancia sobre una especie de estrado, cobijado bajo una tienda dominada por la media luna del pabellón rojo, medio recostado sobre amplios cojines con una dejadez muy otomana.

A su lado, el subastador se disponía a realizar su oficio. Que nadie crea que iba a tener ocasión de quedar sin aliento. ¡No! En este tipo de negocios, los corredores se tomaban su tiempo para pujar. Si tenía que haber alguna lucha un poco viva por la adjudicación definitiva, sólo tendría lugar, seguramente, durante el último cuarto de hora de la sesión.

La primera licitación fue fijada en mil libras turcas por uno de los corredores de Esmirna.

-¡Mil libras turcas! -repitió el subastador.

Luego cerró los ojos, como si tuviera tiempo de dormitar mientras esperaba una sobrepuja.

Durante la primera hora, las licitaciones sólo subieron de mil a dos mil libras turcas, o sea, aproximadamente, cuarenta y siete mil francos en moneda francesa. Los corredores se miraban, se observaban, charlaban entre ellos de otras cosas. Sólo se arriesgarían a llegar al máximo de sus ofertas durante los últimos minutos, antes del cañonazo de cierre.

Pero la llegada de un nuevo postor iba a modificar estas previsiones y a dar un impulso inesperado a las pujas.

Hacia las cuatro, en efecto, dos hombres aparecieron en el mercado de Arkassa. ¿De dónde venían? De la parte oriental de la isla, sin duda, a juzgar por la dirección que traía la araba18[18] que los había dejado en la puerta misma del batistan.

Su aparición causó un vivo movimiento de sorpresa y de inquietud. Evidentemente, los corredores no esperaban ver aparecer a un personaje con el cual habría que contar.

-¡Por Alá! -exclamó uno de ellos-. ¡Es Nicolas Starkos en persona! -¡Y Skopelo! -respondió otro-. ¡Y nosotros 18[18] Gobernador de una ciudad, distrito o región del Imperio turco. Se emplea también como título honorífico.

que creíamos que se habían ido al diablo! Aquellos dos hombres eran bien conocidos en el mercado de Arkassa. Más de una vez habían hecho allí enormes negocios comprando prisioneros por cuenta de los tratantes de África. El dinero no les faltaba, aunque nadie sabía muy bien de dónde lo sacaban. Pero eso era asunto de su incumbencia. Y el cadí, por lo que a él concernía, no pudo sino regocijarse al ver llegar a tan temibles competidores.

Una sola ojeada había bastado a Skopelo, gran conocedor en esta materia, para estimar el valor del lote de cautivos. Se limitó a decir algunas palabras al oído de Nicolas Starkos, que le respondió afirmativamente con una simple inclinación de cabeza.

Pero, por observador que fuera el segundo de la Karysta, no había visto el gesto de horror que la llegada de Nicolas Starkos acababa de provocar en una de las prisioneras.

Era una mujer de edad, de estatura elevada.

Estaba sentada aparte en un rincón del batistan y se levantó, como si una fuerza irresistible la hubiera empujado. Dio incluso dos o tres pasos y, sin duda, un grito estaba a punto de escapar de su boca..., pero tuvo suficiente energía para contenerse. Luego, retrocediendo con lentitud, envuelta de los pies a la cabeza en los pliegues de un miserable manto, volvió a ocupar su lugar detrás de un grupo de cautivos, con el fin de pasar totalmente desapercibida. No le bastaba, evidentemente, con taparse la cara: quería sustraer toda su persona a las miradas de Nicolas Starkos.

Mientras tanto, los corredores, sin dirigirle la palabra, no cesaban de mirar al capitán de la Karysta. Éste, por su parte, no parecía hacerles ningún caso. ¿Había venido para disputarles aquel lote de prisioneros? Era forzoso que le temieran, dadas las relaciones que Nicolas Starkos tenía con los bajás y los beys19[19] de los 19[19] Gobernador de una ciudad, distrito o región del Imperio turco. Se emplea también como título honorífico.

Estados beréberes.

No tardaron mucho en ver confirmados estos temores. En aquel momento, el subastador se había levantado para repetir en voz alta la suma a la que ascendía la última puja.

-¡Dos mil libras! -Dos mil quinientas -dijo Skopelo, que era, en estas ocasiones, el portavoz de su capitán.

-¡Dos mil quinientas libras! -anunció el subastador.

Y las conversaciones particulares se reanudaron en los diversos corros, que se observaban no sin desconfianza.

Transcurrió un cuarto de hora. Ninguna otra puja había sido hecha después de Skopelo. Nicolas Starkos, indiferente y altanero, se paseaba alrededor del batistan. Nadie podía dudar de que, finalmente, la adjudicación se haría a su favor, incluso sin mucha discusión.

Sin embargo, un corredor de Esmirna, después de haber consultado previamente con dos o tres de sus colegas, hizo una nueva licitación de dos mil setecientas libras.

-¡Dos mil setecientas libras! -repitió el subastador.

-¡Tres mil! Era Nicolas Starkos quien había hablado esta vez.¿Qué había pasado? ¿Por qué intervenía personalmente en la lucha? ¿A qué se debía que su voz, generalmente tan fría, mostrase una violenta emoción que sorprendió al propio Skopelo? Ahora vamos a saberlo.

Desde hacía unos instantes, tras haber franqueado la valla del batistan, Nicolas Starkos se paseaba en medio de los grupos de cautivos. La anciana, al verlo acercarse, se había escondido todo cuanto le fue posible bajo su manto, de modo que no había podido verla.

Pero, de pronto, su atención fue atraída por dos prisioneros que formaban un grupo aparte.

Se detuvo, como si sus pies hubiesen estado clavados al suelo.

Allí, cerca de un hombre de elevada estatura, yacía una muchacha, exhausta de fatiga.

Al ver a Nicolas Starkos, el hombre se puso en pie bruscamente. Al instante, la joven abrió los ojos. Pero, en cuanto vio al capitán de la Karysta, volvió a echarse hacia atrás.

-¡Hadjine! -exclamó Nicolas Starkos.

Era Hadjine Elizundo, a la cual Xaris acababa de estrechar entre sus brazos, como para defenderla.

-¡Ella! -repitió Nicolas Starkos.

Hadjine se había desligado del abrazo de Xaris y miraba a la cara al antiguo cliente de su padre.

Fue en ese momento cuando Nicolas Starkos, sin siquiera intentar saber cómo era posible que la heredera del banquero Elizundo estuviese expuesta de aquel modo en el mercado de Arkassa, lanzó con una voz turbada aquella nueva licitación de tres mil libras.

-¡Tres mil libras! -había repetido el subastador.Eran en aquel momento poco más de las cuatro y media. Veinticinco minutos más tarde, se oiría el cañonazo y se confirmaría la adjudicación a favor del último postor.

Pero ya los corredores, después de haberse consultado unos a otros, se disponían a abandonar la plaza, decididos a no elevar más sus ofertas. Parecía, pues, seguro que el capitán de la Karysta, a falta de competidores, iba a convertirse en el amo del terreno, cuando el agente de Esmirna quiso hacer un último intento de mantener la lucha.

-¡Tres mil quinientas libras! -gritó.

-¡Cuatro mil! -respondió al instante el capitán de la Karysta, Nicolas Starkos.

Skopelo, que no había visto a Hadjine, no entendía en absoluto aquel ardor inmoderado del capitán. En su opinión, el valor del lote había sido ya sobrepasado, y en mucho, por aquel precio de cuatro mil libras. Por eso, se preguntaba qué era lo que podía animar a Nicolas Starkos a lanzarse de aquella manera en un mal negocio.

Entretanto, un largo silencio había seguido a las últimas palabras del subastador. El propio corredor de Esmirna, atendiendo a una señal de sus colegas, acababa de darse por vencido. Ya no había duda de que la partida sería ganada definitivamente por Nicolas Starkos, a quien no faltaban más que algunos minutos para salirse con la suya.

Xaris . lo había comprendido. Por eso, estrechaba aún con más fuerza a la muchacha entre sus brazos. ¡No se la arrancarían si no lo mataban antes! En aquel momento, en medio del profundo silencio, se oyó una voz vibrante, y tres palabras fueron dirigidas al subastador: -¡Cinco mil libras! Nicolas Starkos se volvió.

Un grupo de marinos acababa de llegar a la entrada del batistan. Delante de ellos se hallaba un oficial.

-¡Henry d'Albaret! -exclamó Nicolas Starkos. ¡Henry d'Albaret... aquí... en Escarpanto! Sólo el azar había llevado al comandante de la Syphanta a la plaza del mercado. Ignoraba incluso que, aquel día -es decir, veinticuatro horas después de su llegada a Escarpanto-, hubiese una venta de esclavos en la capital de la isla. Por otra parte, puesto que no había visto la sacoleva en el fondeadero, tenía que estar tan sorprendido de encontrar a Nicolas Starkos en Arkassa como éste lo estaba de verlo a él.

Nicolas Starkos, además, ignoraba que la corbeta estuviese comandada por Henry d'Albaret, aunque sabía que había recalado en Arkassa.

Júzguense, pues, los sentimientos que debieron de apoderarse de estos dos enemigos cuando se vieron cara a cara.

Y, si Henry d'Albaret había lanzado aquella licitación inesperada, era porque entre los prisioneros del batistan acababa de ver a Hadjine Elizundo y a Xaris. ¡A Hadjine, que iba a caer de nuevo en poder de Nicolas Starkos! Hadjine lo había oído, lo había visto y se habría precipitado hacia él, si los guardianes no se lo hubiesen impedido.

Con un gesto, Henry d'Albaret tranquilizó y contuvo a la muchacha. Por muy grande que fuera su indignación, cuando se vio en presencia de su odioso rival, conservó el dominio de sí mismo. ¡Sí! Aunque fuera a costa de toda su fortuna, si hacía falta, sabría arrancar de las manos de Nicolas Starkos a los prisioneros amontonados en el mercado de Arkassa, y con ellos, a aquella a la que había buscado tanto, ¡aquella a la que ya no esperaba volver a ver! En todo caso, la lucha sería feroz. En efecto, si bien Nicolas Starkos no podía comprender cómo Hadjine Elizundo se encontraba entre aquellos cautivos, para él seguía siendo la rica heredera del banquero de Corfú. Sus millones no podían haber desaparecido con ella. Todavía estarían ahí para rescatarla de aquel de quien se convertiría en esclava. Por lo tanto, no había ningún riesgo de sobrepujar. Nicolas Starkos decidió hacerlo con tanta más pasión, cuanto que se trataba, además, de luchar contra su rival, ¡y su rival predilecto! -¡Seis mil libras! -gritó.

-¡Siete mil! -respondió el comandante de la Syphanta, sin volverse siquiera hacia Nicolas Starkos.

El cadí no podía sino aplaudir ante el cariz que tomaban las cosas. En presencia de aquellos dos competidores, no intentaba disimular la satisfacción que se abría paso bajo su gravedad otomana.

Pero, si este codicioso magistrado calculaba ya a cuánto ascendería su tanto por ciento, Skopelo empezaba a no poder dominarse.

Había reconocido a Henry d'Albaret, luego a Hadjine Elizundo. Si, por odio, Nicolas Starkos se obstinaba en aquel negocio, éste, que hubiera sido bueno en una cierta medida, pasaría a ser muy malo, sobre todo si la muchacha había perdido su fortuna, como había perdido su libertad, ¡lo cual, por otra parte, era posible! Por eso, llevándose a Nicolas Starkos aparte, intentó hacerle humildemente algunas juiciosas observaciones. Pero fue recibido de tal manera que ya no se atrevió a insistir. Ahora, el capitán de la Karysta hacía personalmente sus ofertas al subastador, con una voz insultante para su rival.Como es de suponer, los corredores, intuyendo que la pugna se caldeaba, se habían quedado para seguir sus diversas peripecias. La multitud de curiosos manifestaba su interés en aquella lucha a golpes de miles de libras a través de ruidosos clamores. Si, en su mayor parte, conocían al capitán de la sacoleva, ninguno de ellos conocía al comandante de la Syphanta.

Ignoraban incluso lo que había venido a hacer aquella corbeta, que navegaba bajo pabellón corfiota, a los parajes de Escarpanto. Pero, desde el inicio de la guerra, tantos navíos de todas las naciones habían sido empleados para el transporte de esclavos, que todo llevaba a creer que la Syphanta servía a este tipo de comercio.

Así pues, tanto si los prisioneros eran comprados por Henry d'Albaret, como si lo eran por Nicolas Starkos, para ellos supondría, en cualquier caso, la esclavitud.

De todos modos, antes de cinco minutos, aquella cuestión estaría absolutamente decidida.A la última puja proclamada por el subastador, Nicolas Starkos había respondido con estas palabras: -¡Ocho mil libras! -¡Nueve mil! -dijo Henry d'Albaret.

Nuevo silencio. El comandante de la Syphanta, siempre dueño de sí mismo, seguía con la mirada a Nicolas Starkos, que iba y venía rabiosamente, sin que Skopelo osase abordarlo.

Ninguna consideración, por otra parte, habría podido frenar ya la furia de las pujas.

-¡Diez mil libras! -gritó Nicolas Starkos.

-¡Once mil! -respondió Henry d'Albaret.

-¡Doce mil! -replicó Nicolas Starkos, esta vez sin esperar.

El comandante D'Albaret no había respondido inmediatamente. No es que vacilara en hacerlo. Pero acababa de ver a Skopelo precipitándose hacia Nicolas Starkos para detenerlo en su loca empresa, lo cual, por un momento, desvió la atención del capitán de la Karysta.

Al mismo tiempo, la vieja prisionera, que hasta entonces se había escondido obstinadamente, acababa de ponerse en pie, como si tuviese la intención de mostrar su rostro a Nicolas Starkos..

En aquel momento, en la cima de la ciudadela de Arkassa, un rápido fogonazo brilló dentro de una voluta de vapores blancos; pero, antes de que la detonación hubiese llegado al batistan, una nueva puja había sido gritada con voz sonora.

-¡Trece mil libras! Luego se oyó la detonación, a la que sucedieron interminables hurras.

Nicolas Starkos había rechazado a Skopelo con una violencia que lo hizo rodar por el suelo... ¡Era demasiado tarde! ¡Nicolas Starkos ya no tenía derecho a sobrepujar! ¡Hadjine Elizun-do acababa de escapársele, y sin duda para siempre! -¡Ven! -dijo con voz sorda a Skopelo.

Y se le hubiese podido oír murmurar estas palabras: -¡Será más seguro y menos caro! Ambos montaron entonces en su araba y desaparecieron a la vuelta del camino que se dirigía hacia el interior de la isla.

Ya Hadjine Elizundo, arrastrada por Xaris, había franqueado las vallas del batistan. Ya estaba en los brazos de Henry d'Albaret, que le decía apretándola contra su corazón: -¡Hadjine!... ¡Hadjine!... Habría sacrificado toda mi fortuna para rescataros...

-¡Como yo he sacrificado la mía para rescatar el honor de mi padre! -respondió la joven-. ¡Sí, Henry!... ¡Ahora Hadjine Elizundo es pobre y digna de vos!

Share on Twitter Share on Facebook