10 Campaña en el Archipiélago

La Syphanta, corbeta de segundo rango, llevaba en batería veintidós cañones de 24, y, sobre la cubierta -aunque entonces fuese raro en los navíos de esta claseseis carronadas de 12.

De roda esbelta en la popa y de gálibos realzados, podía rivalizar con los mejores buques de la época. Sin fatigar, cualquiera que fuese la marcha, lenta en los balances, avanzando admirablemente todo a ceñir como los buenos veleros, no habría sido un problema para ella mantener izados, con viento fuerte, incluso los sobrejuanetes. Su comandante, si era un marino osado, podía desplegar velas sin temer nada. La Syphanta no habría volcado más de lo que lo hubiera hecho una fragata. Habría roto su arboladura antes de irse a pique con las velas altas desplegadas. De ahí la posibilidad de imprimirle, incluso con mar agitado, una gran velocidad.

De ahí también las grandes probabilidades que tenía de salir con bien del aventurado viaje al cual la habían destinado sus armadores, aliados contra los piratas del Archipiélago.

Aunque no fuese en absoluto un navío de guerra, en el sentido de que era propiedad no de un Estado, sino de simples particulares, la Syphanta estaba comandada militarmente. Sus oficiales y su tripulación habrían honrado la más bella corbeta de Francia o del Reino Unido.

La misma regularidad en las maniobras, la misma disciplina a bordo, la misma conducta tanto durante la navegación como en las escalas. Nada del abandono propio de un barco armado en corso, donde la bravura de los marineros no está siempre reglamentada como lo exigiría el comandante de un buque de la marina militar.

La Syphanta tenía doscientos cincuenta hombres inscritos en su rol, la mitad franceses, occidentales o provenzales, el resto, en parte ingleses, griegos y corfiotas. Era gente hábil a la hora de maniobrar, firme en el combate, marinos en el alma, en los cuales se podía confiar absolutamente: habían demostrado su capacidad. Cabos, sargentos y contramaestres de segunda eran dignos de sus funciones de intermediarios entre la tripulación y los oficiales.

Por lo que se refiere al estado mayor, estaba formado por cuatro lugartenientes, ocho alféreces de navío, igualmente de origen corfiota, inglés o francés, y un segundo. Éste, el capitán Todros, era un perro viejo del Archipiélago, un hombre muy experimentado en esos mares, cuyos parajes más recónditos debía recorrer la corbeta. Ni una sola isla que no conociera en todas sus bahías, golfos, ensenadas y calas. Ni un islote cuya situación no hubiese sido ya marcada por él en sus campañas precedentes.

Ni un braceaje cuyo valor no estuviera acotado en su cabeza con tanta precisión como en los mapas.

Este oficial, de unos cincuenta años de edad, griego originario de Hidra, habiendo ya servido bajo las órdenes de gente como Canaris y Tomasis, había de ser un precioso auxiliar para el comandante de la Syphanta.

La corbeta había hecho la primera parte del crucero por el Archipiélago bajo las órdenes del capitán Stradena. Las primeras semanas de navegación fueron bastante afortunadas, según se dijo. Barcos destruidos, capturas importantes, aquello era un buen comienzo. Pero la campaña no se llevó a cabo sin pérdidas muy sensibles en la tripulación y el cuerpo de oficiales. Si durante bastante tiempo no se tuvieron noticias de la Syphanta, fue porque, el 27 de febrero, había sostenido un combate contra una flotilla de piratas frente a las costas de Lemnos.

Aquel combate no sólo había costado la vida a cuarenta hombres, muertos o heridos, sino que además el comandante Stradena, alcanzado mortalmente por una bala de cañón, había caído sobre el puente de mando.

El capitán Todros se hizo entonces cargo de la corbeta; luego, después de asegurarse la victoria, se acercó al puerto de Egina, a fin de hacer urgentes reparaciones en el casco y la arboladura.

Allí, unos días después de la llegada de la Syphanta, se enteraron, no sin sorpresa, de que acababa de ser comprada a un precio muy alto, por cuenta de un banquero de Ragusa, cuyo apoderado fue a Egina para regularizar los papeles de a bordo. Todo esto se hizo sin que pudiera alzarse protesta alguna y quedó bien y debidamente establecido que la corbeta ya no pertenecía a sus antiguos propietarios, los armadores corfiotas, cuyo beneficio en la venta había sido muy considerable.

Pero si la Syphanta había cambiado de manos, su objetivo debía seguir siendo el mismo.

Purgar el Archipiélago de los bandidos que lo infestaban, repatriar, en caso de necesidad, a los prisioneros que pudiera liberar a lo largo de su ruta, no rendirse hasta que no hubiese librado a aquellos mares del más terrible de los corsarios, el pirata Sacratif, tal fue la misión que se le siguió imponiendo. Una vez hechas las reparaciones, el segundo recibió orden de ir a circunnavegar la costa norte de Scio, donde encontraría al nuevo capitán, que iba a ser a bordo «su señor después de Dios».

Fue en ese momento cuando Henry d'Albaret recibió la lacónica nota, por la cual se le hacía saber que había una plaza vacante en el estado mayor de la corbeta Syphanta.

Ya sabemos que aceptó, sin sospechar que aquella plaza, entonces libre, era la de comandante. He aquí por qué, en cuanto subió a cubierta, el segundo, los oficiales y la tripulación se pusieron a sus órdenes, mientras que el cañón saludaba los colores corfiotas.

Henry d'Albaret se enteró de todo esto en una conversación que mantuvo con el capitán Todros. El acta por la cual se le confiaba el mando de la corbeta estaba en regla. La autoridad del joven oficial no podía, pues, ser discutida, y no lo fue. Por otra parte, varios oficiales de a bordo lo conocían. Sabían que era teniente de navío, uno de los más jóvenes, pero también uno de los más distinguidos de la marina francesa. Su participación en la guerra de la Independencia le había granjeado una reputación merecida. Por eso, ya en la primera revista que pasó a bordo de la Syphanta, su nombre fue aclamado por toda la tripulación.

-Oficiales y marineros -dijo simplemente Henry d'Albaret-, sé cuál es la misión que ha sido confiada a la Syphanta. La cumpliremos totalmente, ¡si Dios quiere! ¡Honor a vuestro antiguo comandante Stradena, que murió gloriosamente sobre este puente de mando! ¡Cuento con vosotros! ¡Contad conmigo!... ¡Rompan filas! Al día siguiente, el 2 de marzo, la corbeta, todo a barlovento, perdía de vista las costas de Scio, luego la cima del monte Elías que las domina, y se daba a la vela hacia el norte del Archipiélago.

A un marino sólo le hace falta un vistazo y media jornada de navegación para reconocer el valor de su navío. El viento fresco soplaba de noroeste y no fue necesario acortar de vela. El comandante D'Albaret pudo, pues, apreciar, desde ese mismo día, las excelentes cualidades náuticas de la corbeta.

-Le mostraría los juanetes altos a cualquier buque de las flotas combinadas -le dijo el capitán Todrosy los mantendría izados incluso con viento fuerte.

En la mente del bravo marino eso significaba dos cosas: primero, que ningún otro velero era capaz de ganar a la Syphanta en velocidad; luego, que su sólida arboladura y su estabilidad en el mar le permitían conservar izado su velamen en condiciones de tiempo que habrían obligado a cualquier otro navío a reducirlo, so pena de zozobrar.

La Syphanta, todo a ceñir, amuras a estribor, picó, pues, hacia el norte, de modo que la nave dejase al este la isla de Mitilene o Lesbos, una de las más grandes del Archipiélago.

Al día siguiente, la corbeta pasaba ante las costas de esta isla, donde, al principio de la guerra, en 1821, los griegos sacaron una gran ventaja a la flota otomana.

-Yo estaba allí -dijo el capitán Todros al comandante D'Albaret-. Era en mayo. ramos setenta bergantines para perseguir a cinco bajeles turcos, cuatro fragatas y cuatro corbetas, que se refugiaron en el puerto de Mitilene. Un barco de 74 partió para ir a buscar ayuda a Constantinopla. Pero le dimos caza de un modo atroz y saltó por los aires con sus novecientos cincuenta marineros. ¡Sí! Yo estaba allí y fui yo quien prendió fuego a las camisas de azufre y alquitrán con las que habíamos revestido su carena.

¡Buenas camisas, que mantienen caliente, mi comandante, y que os recomiendo en esta ocasión... para los señores piratas! Había que oír al capitán Todros relatar así sus hazañas, con el buen humor de un marinero del castillo de proa. Pero lo que contaba el segundo de la Syphanta, lo había hecho de verdad y bien hecho estaba.

No sin razón había Henry d'Albaret dado la vela hacia el norte, después de haber tomado el mando de la corbeta. Pocos días antes de su partida de Scio, se había señalado la presencia de unos navíos sospechosos en las cercanías de Lemnos y de Samotracia. Algunos buques de cabotaje levantinos habían sido saqueados y destruidos casi sobre el litoral de la Turquía europea. Quizá aquellos piratas, desde que la Syphanta les daba caza tan obstinadamente, juzgaban apropiado refugiarse en los parajes septentrionales del Archipiélago. Por su parte, aquello no era sino prudencia.

En las aguas de Metelín no vieron nada. Solamente algunos buques mercantes, que se comunicaron con la lizadora.

Durante unos quince días, la Syphanta, aunque fue duramente probada por el mal tiempo del equinoccio, cumplió concienzudamente su misión. Con ocasión de dos o tres ráfagas de viento sucesivas, que la obligaron a ponerse en capa gobernante, Henry d'Albaret pudo juzgar acerca de sus cualidades no menos que de la habilidad de la tripulación. Pero también a él se le juzgó, y no desmintió la reputación que tenían ya los oficiales de la marina francesa de ser excelentes maniobristas. En cuanto a su talento como táctico en medio de un combate naval, podrían apreciarlo más tarde. Por lo que se refiere a su coraje ante el fuego, nadie dudaba de él. En esas circunstancias difíciles, el joven comandante se mostró tan notable en la teoría como en la práctica. Poseía un carácter audaz, un gran aplomo, una inquebrantable sangre fría, siempre listo tanto para prever como para dominar los acontecimientos. En una palabra, era un marino, y esa palabra lo dice todo.

Durante la segunda quincena de marzo, la corbeta se dirigió hacia las tierras de Lemnos.

Esta isla, la más importante del fondo del mar Egeo, de una longitud de quince leguas y una anchura de cinco a seis, no había sido puesta a prueba, como tampoco su vecina Imbro, por la guerra de la Independencia; pero, en muchas ocasiones, los piratas habían ido allí, incluso hasta la entrada de la rada, para capturar buques mercantes. La corbeta, a fin de abastecerse, recaló en el puerto, que estaba abarrotado.

En aquella época, en efecto, se construían muchos barcos en Lemnos, y si, por temor a los corsarios, no se terminaban los que estaban en el astillero, los que estaban acabados no se atrevían a salir. De ahí la acumulación de embarcaciones.

Las informaciones que el comandante D'Albaret obtuvo en aquella isla no podían sino animarlo a proseguir su campaña hacia el norte del Archipiélago. Varias veces incluso, el nombre de Sacratif fue pronunciado delante suyo y de sus oficiales.

-¡Ah! -exclamó el capitán Todros-. ¡Tengo una gran curiosidad por encontrarme cara a cara con ese granuja, que me parece un poco legendario! ¡Por lo menos eso me probaría que existe!

-Así pues, ¿ponéis en duda su existencia? preguntó vivamente interesado Henry d'Albaret.

-Palabra, mi comandante -respondió Todros; si queréis saber mi opinión, no creo demasiado en Sacratif, ¡y no sé le nadie que pueda jactarse de haberlo visto nunca!

¡Tal vez es un nombre de guerra que adoptan sucesivamente los jefes piratas! Veréis, considero que más de uno se ha balanceado ya con ese nombre colgado del extremo de una verga de trinquete. De todos modos, ¡poco importa! Lo principal era que esos bigardos fuesen ahorcados, y lo han sido.

-Después de todo, lo que decís es posible, capitán Todros -respondió Henry d'Albaret-, y eso explicaría el don de la ubicuidad del que Sacratif parece gozar.

-Tenéis razón, mi comandante -añadió uno de los oficiales franceses-. Si Sacratif ha sido visto, como dicen, en diferentes puntos a la vez y el mismo día, es que ese nombre es usado simultáneamente por varios de esos jefes piratas.-¡Y si lo usan, es para despistar mejor a las gentes honradas que les dan caza! -replicó el capitán Todros-. Pero, lo repito, hay un medio seguro de hacer desaparecer ese nombre: atrapar y colgar a todos los que lo llevan. . ¡e incluso a todos los que no lo llevan! ¡De este modo, el verdadero Sacratif, si existe, no escapará a la soga que con toda justicia merece! El capitán Todros tenía razón, ¡pero primero tenían que encontrar a aquellos escurridizos malhechores! -Capitán Todros -preguntó Henry d'Albaret, durante la primera campaña de la Syphanta, e incluso durante vuestras campañas precedentes, ¿no habéis tenido nunca noticia de una sacoleva de unas cien toneladas, que lleva el nombre de Karysta? -Nunca -respondió el segundo.

-¿Y vos, señores? -añadió el comandante, dirigiéndose a sus oficiales.

Ni uno solo había oído hablar de la sacoleva.

La mayoría de ellos, sin embargo, recorrían aquellos mares del Archipiélago desde el inicio de la guerra de la Independencia.

-¿El nombre de Nicolas Starkos, el capitán de la Karysta, no ha llegado hasta vos? preguntó Henry d'Albaret insistiendo.

Aquel nombre era absolutamente desconocido para los oficiales de la corbeta. Por otra parte, no era de extrañar, ya que no se trataba más que del patrón de un simple buque mercante, como los que se encuentran a centenares en los puertos de Levante.

No obstante, Todros creyó recordar muy vagamente haber oído pronunciar el nombre de Starkos durante una de sus escalas en el puerto de Arcadia, en Mesenia. Debía de ser el del capitán de uno de aquellos buques de contrabandistas que transportaban a las costas beréberes a los prisioneros vendidos por las autoridades otomanas.

-¡Bueno! Ése no puede ser el Starkos de que habláis -añadió-. El que vos decís era el patrón de una sacoleva y una sacoleva no habría podido bastar a las necesidades de ese tráfico.

-En efecto -respondió Henry d'Albaret y ya no fue más allá en aquella conversación.

Pero si pensaba en Nicolas Starkos era porque aquel pensamiento lo llevaba siempre al impenetrable misterio de la doble desaparición de Hadjine Elizundo y Andronika. Ahora, aquellos dos nombres ya no se separaban en su recuerdo.

Hacia el 25 de marzo, la Syphanta se encontraba a la altura de la isla de Samotracia, sesenta leguas al norte de Scio. Considerando el tiempo empleado con relación al camino recorrido, puede verse que todos los refugios de aquellos parajes habían debido de ser minuciosamente explorados. En efecto, lo que la corbeta no podía hacer en los fondos poco profundos, donde el agua le habría faltado, sus embarcaciones lo hacían por ella. Pero, hasta entonces, nada había resultado de aquellas investigaciones.

La isla de Samotracia había sido cruelmente devastada durante la guerra, y los turcos la tenían aún bajo su control. Podía suponerse, pues, que los piratas encontraban un asilo seguro en sus numerosas calas, a falta de un verdadero puerto. El monte Saoce con una altitud de cinco a seis mil pies la domina y, desde esa altura, es fácil para los vigías divisar todo navío cuya llegada parezca sospechosa y dar la alarma a tiempo. Los piratas, prevenidos con antelación, tienen todas las posibilidades de huir antes de ser bloqueados. Debía de haber sido así, probablemente, pues la Syphanta no encontró nada en aquellas aguas casi desiertas.

Henry d'Albaret puso entonces rumbo al noroeste, de modo que la Syphanta pasara por la isla de Tasos, situada a unas veinte leguas de Samotracia. Como tenía viento contrario, la corbeta tuvo que barloventear contra una brisa muy fuerte; pero pronto encontró la protección de la tierra y, en consecuencia, una mar más sosegada que hizo la navegación más fácil.

¡Singular destino el de las diversas islas del Archipiélago! Mientras que Scio y Samotracia habían sufrido tanto a causa de los turcos, Tasos, como Lemnos o Imbro, no se había resentido del revés de la guerra. En Tasos toda la población es griega; las costumbres allí son primitivas; los hombres y las mujeres han conservado todavía, en su forma de arreglarse, en sus vestidos o sus peinados, toda la gracia del arte antiguo. Las autoridades otomanas, a las que esta isla se hallaba sometida desde principios del siglo XV, habrían podido, pues, saquearla a placer, sin encontrar la menor resistencia. Sin embargo, por un privilegio inexplicable, y aunque la riqueza de sus habitantes era como para excitar la codicia de aquellos bárbaros poco escrupulosos, había sido perdonada hasta entonces.

No obstante, sin la llegada de la Syphanta, es probable que Tasos hubiese conocido los horrores del saqueo.

En efecto, en la fecha del 2 de abril, el puerto, situado al norte de la isla, que se llama hoy en día puerto Pyrgo, se hallaba seriamente amenazado por una incursión de los piratas.

Cinco o seis de sus buques, místicos y chermes, que escoltaban un bergantín, armado de una docena de cañones, se encontraban a la vista de la ciudad. El desembarco de estos bandidos en medio de una población no acostumbrada al combate hubiera terminado con un desastre, pues la isla no tenía fuerzas suficientes para oponerse a ellos.

Pero la corbeta apareció en la rada y en cuanto su presencia fue señalada mediante un pabellón izado al palo mayor del bergantín, todos aquellos buques se colocaron en línea de batalla, lo que indicaba una singular audacia por su parte.

-¿Es que van a atacarnos? -exclamó el capitán Todros, que se había situado en el puente de mando junto al comandante.

-¿Atacarnos... o defenderse? -replicó Henry d'Albaret, bastante sorprendido por esa actitud de los piratas.

-¡Por todos los diablos, yo habría esperado más bien ver a esos granujas huyendo a toda vela! -Al contrario, capitán Todros, ¡que resistan! ¡Que ataquen, incluso! ¡Si se dieran a la fuga, algunos, sin duda, conseguirían escapársenos! ¡Ordenad el zafarrancho de combate! Las órdenes del comandante se ejecutaron enseguida. En la batería, los cañones fueron cargados y cebados, los proyectiles colocados al alcance de los sirvientes. Sobre la cubierta, se prepararon las carronadas, y se distribuyeron armas, mosquetes, pistolas, sables y hachas de abordaje. Los gavieros estaban dispuestos para la maniobra, en previsión tanto de un combate en la rada como de una persecución para dar caza a los fugitivos. Todo esto se hizo con tanta regularidad y prontitud como si la Syphanta hubiese sido un barco de guerra.

Entretanto, la corbeta se acercaba a la flotilla, lista tanto para atacar como para rechazar cualquier ataque. La intención del comandante era cargar sobre el bergantín, saludarlo con una andanada que podía dejarlo fuera de combate, luego atracar junto a él y lanzar a sus hombres al abordaje.

Pero era probable que los piratas, si estaban preparándose para la lucha, no pensasen en escapar. Si no lo habían hecho antes, era porque habían sido sorprendidos por la llegada de la corbeta, que ahora les cerraba la rada. No les quedaba, pues, sino combinar sus movimientos para intentar forzar el paso.

Fue el bergantín el que abrió el fuego. Orientó sus cañones de modo que pudiese desarbolar la corbeta al menos de uno de sus palos. Si lo conseguía, estaría en condiciones más favorables para librarse de la persecución de su adversario.

La descarga pasó a siete u ocho pies por encima del puente de la Syphanta, cortó algunas drizas, rompió algunas escotas y los brazos de algunas vergas, hizo saltar en pedazos una parte de la madera de respeto entre el palo mayor y el trinquete e hirió a tres o cuatro marineros, pero de poca gravedad. En suma, no alcanzó ningún órgano esencial.

Henry d'Albaret no respondió inmediatamente. Ordenó seguir avanzando hacia el bergantín, y no envió su andanada de estribor hasta que la humareda de los primeros cañonazos se hubo disipado.

Por suerte para el bergantín, su capitán había podido evolucionar aprovechando la brisa y no recibió más que dos o tres balas en el casco, por encima de la línea de flotación. Si algunos de sus hombres murieron, por lo menos no quedó fuera de combate.

Pero los proyectiles de la corbeta que no lo alcanzaron, no se perdieron. El místico que el bergantín había dejado al descubierto con su maniobra recibió una buena parte de ellos en su muralla de babor, con tan mala fortuna para él que empezó a hacer agua.

-¡Si no es el bergantín, es su compañero el que ha recibido en su viejo caparazón! exclamaron algunos marineros, apostados en el castillo de proa de la Syphanta.

-¡Mi parte de vino a que se hunde en cinco minutos! -¡En tres! -¡Hecho! ¡Y que tu vino entre por mi gaznate tan fácilmente como el agua le entra a él por los agujeros del casco! -¡Se hunde!... ¡Se hunde!...

-¡Míralo¡ ¡Ya le llega hasta la cintura..., y espera, que pronto le llegará por encima de la cabeza! -¡Y mira a todos esos hijos del diablo cómo saltan para salvarse a nado! -¡Bueno! ¡Si prefieren la soga al cuello a ahogarse en el agua, no hay que contrariarlos! Y, en efecto, el místico se hundía poco a poco. Por eso, antes de que el agua hubiese alcanzado las batayolas, la tripulación se había lanzado al mar, para tratar de llegar hasta algún otro barco de la flotilla.

¡Pero éstos tenían otras preocupaciones que la de ocuparse de recoger a los supervivientes del místico! Ahora buscaban solamente la manera de huir. De modo que todos aquellos miserables se ahogaron sin que se hubiese lanzado un solo cabo para subirlos a bordo.

Por otra parte, la segunda andanada de la Syphanta fue enviada, esta vez, contra uno de los chermes que se ofrecía a su vista de través, y lo desmanteló completamente. No hizo falta más para destruirlo. Pronto, el cherme había desaparecido en medio de una cortina de llamas que media docena de balas rojas acababan de encender bajo su cubierta.

Al ver este resultado, los otros dos barcos pequeños comprendieron que no conseguirían defenderse de los cañones de la corbeta. Era incluso evidente que dándose a la fuga no tendrían ninguna oportunidad de escapar de un navío tan veloz.

Por eso, el capitán del bergantín tomó la única medida que se podía tomar, si quería salvar a sus tripulaciones. Les dio señal de concentrarse. En pocos minutos, los piratas se habían refugiado a bordo del bergantín, después de haber abandonado un místico y un cherme, a los cuales habían prendido fuego y que no tardarían en saltar por los aires.

La tripulación del bergantín, reforzada así en un centenar de hombres, se encontraba en mejores condiciones para aceptar el combate al abordaje, en caso de que no lograra escapar.

Pero, aunque su tripulación igualaba ahora en número a la tripulación de la corbeta, lo mejor que podía hacer era todavía buscar su salvación en la huida. Por eso, no dudó en aprovechar las cualidades de velocidad que poseía, para ir a buscar refugio en la costa otomana.

Allí, su capitán sabría agazaparse tan bien entre los escollos del litoral que la corbeta no podría descubrirlo, ni seguirlo si lo descubría.

La brisa había arreciado notablemente. El bergantín no vaciló, sin embargo, en aparejar hasta sus últimas velas de sosobre, a riesgo de romper su arboladura, y empezó a alejarse de la Syphanta.

-¡Bueno! -exclamó el capitán Todros-. ¡Me sorprendería que sus piernas fuesen tan largas como las de nuestra corbeta! Y se volvió hacia el comandante, a la espera de sus órdenes.

Pero, en ese momento, la atención de Henry d'Albaret acababa de ser atraída hacia otro lugar. Ya no miraba el bergantín. Con su anteojo dirigido hacia el puerto de Tasos, observaba un buque ligero que desplegaba velas para alejarse de allí.

Era una sacoleva. Llevada por una brisa moderada de noroeste, que le permitía llevar todo su velamen, se había metido por el canalizo sur del puerto, al cual le permitía acceder su escaso calado.

Henry d'Albaret, después de haberla mirado atentamente, apartó bruscamente su catalejo.

-¡La Karysta! -exclamó.

-¡Cómo! ¿Es esa sacoleva de la que nos habéis hablado? -respondió el capitán Todros.

-La misma, y, por apoderarme de ella, daría...

Henry d'Albaret no acabó la frase. Entre el bergantín, a bordo del cual iba una numerosa tripulación de piratas, y la Karysta, aunque estuviese sin duda al mando de Nicolas Starkos, su deber no le permitía dudar. Seguramente, abandonando la persecución del bergantín, poniéndose a favor del viento para ganar el extremo del canalizo, podía cortar el paso a la sacoleva, podía alcanzarla y adueñarse de ella. Pero eso hubiera sido sacrificar en su interés personal el interés general, y no debía hacerlo. Lanzarse sobre el bergantín sin perder un instante e intentar capturarlo para destruirlo: eso era lo que tenía que hacer y eso fue lo que hizo. Dirigió una última mirada a la Karysta, que se alejaba con una velocidad asombrosa a través del canalizo que había quedado libre, y dio las órdenes para dar caza al barco pirata, que empezaba a alejarse en dirección contraria.

Enseguida, la Syphanta se lanzó a toda vela tras la estela del bergantín. Al mismo tiempo, sus cañones de caza fueron colocados en posición, y, como los dos navíos no estaban aún más que a media milla de distancia el uno del otro, la corbeta empezó a hablar.

Lo que dijo no fue, sin duda, del gusto del bergantín. Por eso, orzando dos cuartos, intentó ver si, con esta nueva marcha, conseguiría distanciarse de su adversario; pero fracasó en su intento.

El timonel de la Syphanta puso la caña un poco a sotavento, y la corbeta orzó a su vez.

Todavía durante una hora, la persecución continuó en estas condiciones. La distancia que los separaba de los piratas disminuía visiblemente, y no había duda de que serían alcanzados antes de la noche. Pero la lucha entre los dos navíos había de terminar de modo muy diferente.

Gracias a un golpe de suerte, una de las balas de la Syphanta desarboló el bergantín de su palo trinquete. Enseguida, el navío cayó a sotavento, y la corbeta sólo tuvo que abatir para encontrarse junto a él un cuarto de hora más tarde.

Una espantosa detonación resonó entonces.

La Syphanta acababa de enviar toda su andanada de estribor, a una distancia de menos de medio cable. El bergantín casi se levantó en el aire, conmocionado por una avalancha de hierro, pero sólo su obra muerta había sido alcanzada, y no se hundió.

De todos modos, el capitán, cuya tripulación había sido diezmada por esta última descarga, comprendió que no podía resistir por más tiempo y arrió su pabellón.

En un instante, las embarcaciones de la corbeta abordaron el bergantín y recogieron a los escasos supervivientes. Luego el barco, entregado a las llamas, ardió hasta el momento en que el incendio alcanzó la línea de flotación.

Entonces desapareció entre las olas.

La Syphanta había hecho un buen trabajo.

Nunca se sabría quién era el jefe de aquella flotilla, su nombre, su origen o sus antecedentes, pues rehusó obstinadamente responder a las preguntas que le fueron hechas al respecto.

En cuanto a sus compañeros, callaron igualmente, y tal vez, incluso, tal como sucedía a veces, no sabían nada de la vida pasada de aquel a cuyo mando estaban. Pero en cuanto a que eran piratas, no había posibilidad de error, y se hizo con ellos pronta justicia.

Entretanto, aquella aparición y desaparición de la sacoleva había dado mucho que pensar a Henry d'Albaret. En efecto, las circunstancias en las cuales acababa de dejar Tasos no podían sino hacerla absolutamente sospechosa. ¿Había querido aprovecharse del combate entre la corbeta y la flotilla para escapar con mayor seguridad? ¿Temía, pues, encontrarse con la Syphanta, que tal vez había reconocido? ¡Un barco honrado hubiera permanecido tranquilamente en el puerto, puesto que los piratas ya sólo intentaban alejarse de allí! Por el contrario, la Karysta, a riesgo de caer en sus manos, se había apresurado a aparejar y a hacerse a la mar.

¡Nada podía ser más sospechoso que aquella manera de actuar, y uno podía preguntarse si no estaría en connivencia con ellos! En realidad, no hubiese sorprendido al comandante D'Albaret que Nicolas Starkos fuese uno de los suyos.

Por desgracia, prácticamente sólo podía contar con el azar para volver a encontrar su pista. La noche estaba por llegar y la Syphanta, volviendo hacia el sur, no habría tenido ninguna oportunidad de encontrar la sacoleva. Así pues, por más que Henry d'Albaret lamentara haber perdido aquella ocasión de capturar a Nicolas Starkos, tuvo que resignarse. Había cumplido con su deber. El resultado de aquel combate de Tasos eran cinco navíos destruidos sin que ello hubiese costado casi nada a la tripulación de la corbeta. Con ello quedaría tal vez garantizada, por algún tiempo, la seguridad en los parajes del Archipiélago septentrional.

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