11 Señales sin respuesta

Ocho días después del combate de Tasos, la Syphanta, habiendo explorado todas las calas de la ribera otomana desde Cavala hasta Orfani, atravesaba el golfo de Contessa e iba luego del cabo Deprano hasta el cabo Paliuri, en la entrada de los golfos de Monte Santo y Casandra; finalmente, en la jornada del 15 de abril, empezaba a perder de vista las cimas del monte Athos, cuya punta más elevada alcanza una altura de casi dos mil metros por encima del nivel del mar.

Ningún barco sospechoso fue avistado en el curso de esta navegación. Varias veces aparecieron escuadras turcas; pero la Syphanta, que navegaba bajo pabellón corfiota, no se creyó obligada a ponerse en comunicación con estos navíos, que su comandante habría recibido a cañonazos más que lanzando sombreros al aire.

Sí lo hizo, en cambio, con algunos barcos de cabotaje griegos, de los cuales obtuvieron ciertas informaciones que no podían ser sino útiles a la misión de la corbeta.

En estas circunstancias, el día 26 de abril, Henry d'Albaret tuvo conocimiento de un hecho de gran importancia. Las potencias aliadas acababan de decidir que todo refuerzo que llegase por mar a las tropas de Ibrahim sería interceptado. Además, Rusia declaraba oficialmente la guerra al sultán. La situación de Grecia seguía, pues, mejorando, y, aunque tuviera que sufrir todavía algunos retrasos, caminaba con paso seguro hacia la conquista de su independencia.

El 30 de abril, la corbeta había penetrado hasta los últimos confines del golfo de Salónica, el punto más extremo que había de alcanzar en el noroeste del Archipiélago durante aquel viaje. Allí tuvo aún ocasión de dar caza a algunos jabeques, paquebotes o polacras, que sólo escaparon de ella lanzándose contra la costa. Si bien las tripulaciones no perecieron hasta el último hombre, al menos la mayoría de aquellos barcos quedaron inutilizados.

La Syphanta retomó entonces la dirección sudeste, para poder explorar cuidadosamente las costas meridionales del golfo de Salónica.

Pero, sin duda, había sido dada la alarma, pues ni un solo pirata, con el que se pudiera haber hecho justicia, se dejó ver.

Fue entonces cuando, a bordo de la corbeta, se produjo un hecho singular, inexplicable incluso.

El 10 de mayo, hacia las siete de la tarde, al entrar en el comedor de oficiales, que ocupaba toda la popa de la Syphanta, Henry d'Albaret encontró una carta sobre la mesa. La cogió, la acercó a la lámpara que se balanceaba colgada del techo y leyó a quién iba dirigida.

Las señas del destinatario estaban redactadas así: Al capitán Henry d'Albaret, comandante de la corbeta Syphanta, en el mar.

Henry d'Albaret creyó reconocer aquella escritura. Se parecía, en efecto, a la de la carta que había recibido en Scio, por la cual se le informaba de que había una plaza libre a bordo de la corbeta.

He aquí el contenido de la carta, llegada esta vez de modo tan singular, cuando estaban fuera de toda línea de comunicaciones postales: Si el comandante D'Albaret tiene a bien disponer su plan de campaña a través del Archipiélago de manera que se encuentre en los parajes de la isla de Escarpanto en la primera semana de septiembre, habrá actuado en bien de todos y en beneficio de los intereses que le han sido confiados.

No había ninguna fecha y, como la carta llegada a Scio, no estaba firmada. Cuando Henry d'Albaret las hubo comparado, pudo convencerse de que ambas eran de la misma mano.

¿Cómo explicar aquello? El correo le había remitido la primera carta. Pero quien había dejado aquélla sobre la mesa podía ser tan sólo una persona de a bordo. Así pues, o bien esa persona la tenía en su posesión desde el principio de la campaña, o bien le había llegado en una de las últimas escalas de la Syphanta.

Además, aquella carta no estaba allí cuando el comandante había dejado el comedor de oficiales, una hora antes, para ir al puente a dar las instrucciones para la noche. Así que, necesariamente, la habían dejado sobre la mesa del comedor hacía menos de una hora.

Henry d'Albaret llamó.

Apareció un timonel.

-¿Quién ha venido aquí mientras yo estaba en cubierta? -preguntó Henry d'Albaret.

-Nadie, mi comandante -respondió el marinero.

-¿Nadie?... Pero ¿no podría alguien haber entrado aquí sin que tú lo hubieses visto? -No, mi comandante, porque no me he apartado de la puerta ni un solo instante.

-¡Está bien! El timonel se retiró, después de haberse llevado la mano a la boina.

«Es verdad -se dijo Henry d'Albaret-, me parece imposible que un hombre de a bordo haya podido entrar por la puerta sin haber sido visto. Pero, a la caída de la noche, ¿no habría podido alguien deslizarse hasta la galería exterior y entrar por una de las ventanas del comedor?» Henry d'Albaret fue a verificar el estado de las portas que se abrían en el espejo de popa de la corbeta. Pero aquellas ventanas, así como las de su habitación, estaban cerradas por dentro.

Era, pues, manifiestamente imposible que una persona, viniendo del exterior, hubiese podido pasar por una de aquellas aberturas.

Aquello, en suma, no era algo que pudiese causar la menor inquietud a Henry d'Albaret; sorpresa, como mucho, y tal vez ese sentimiento de curiosidad no satisfecha que se experimenta ante un hecho difícilmente explicable. Lo cierto es que, de alguna manera, la carta anónima había llegado a su destinatario y que ese destinatario no era otro que el comandante de la Syphanta.

Henry d'Albaret, después de haber reflexionado sobre ello, resolvió no decir nada en relación con este asunto, ni siquiera al segundo de la corbeta. ¿De qué le habría servido hablar? Su misterioso corresponsal, quienquiera que fuese, no se daría a conocer, eso era seguro.

Pero ¿tendría en cuenta el comandante el aviso contenido en aquella carta? «¡Por supuesto! -se dijo-. Quien me escribió la primera vez, en Scio, no me engañó al asegurarme que había una plaza vacante en el estado mayor de la Syphanta. ¿Por qué me engañaría la segunda invitándome a aproximarme a la isla de Escarpanto en la primera semana de septiembre? ¡Si lo hace, sólo puede ser en interés de la misión que se me ha confiado! ¡Sí! ¡Modificaré mi plan de campaña y estaré, en la fecha fijada, allí donde se me dice que esté!» Henry d'Albaret guardó con mucho cuidado la carta que le daba aquellas nuevas instrucciones; luego, después de haber tomado sus mapas, se puso a estudiar un nuevo plan de crucero, con objeto de ocupar los cuatro meses que restaban hasta finales de agosto.

La isla de Escarpanto está situada en el sudeste, en el otro extremo del Archipiélago, es decir, a unas cien leguas en línea recta. No le faltaría tiempo a la corbeta, por lo tanto, para visitar las diversas costas de Morea, donde los piratas encontraban tan fácilmente refugios, así como todo el grupo de las Cícladas, diseminadas entre la entrada del golfo de Egina y la isla de Creta.

En suma, aquella obligación de encontrarse en las inmediaciones de Escarpanto en la época indicada no iba a modificar apenas el itinerario establecido ya por el comandante D'Albaret.

Haría lo que había decidido hacer, sin tener que suprimir nada de su programa. Por eso, el día 20 de mayo, después de haber inspeccionado las pequeñas islas de Pelerisa, Peperi, Sarakino y Skantxura, al norte de Negroponto, la Syphanta se dirigió hacia Skiro.

Skiro es una de las más importantes entre las nueve islas que forman este grupo, del que la Antigüedad habría debido hacer tal vez el dominio de las nueve musas. En su puerto de San Jorge, seguro, vasto, de buen fondeo, la tripulación de la corbeta pudo fácilmente abastecerse de víveres frescos, corderos, perdices, trigo, cebada, y aprovisionarse de aquel excelente vino que es una de las grandes riquezas del país. Esta isla, muy relacionada con los acontecimientos semimitológicos de la guerra de Troya, en la que destacaron los nombres de Licomedes, Aquiles y Ulises, iba a retornar pronto al nuevo reino de Grecia en la eparquía de Eubea.Como las riberas de Skiro están extremadamente recortadas en ensenadas y calas, en las cuales los piratas pueden fácilmente encontrar protección, Henry d'Albaret las hizo explorar minuciosamente. Mientras que la corbeta se ponía al pairo a una distancia de algunos cables, sus embarcaciones no dejaron ni un solo rincón sin escudriñar.

De esta severa exploración no resultó nada.

Aquellos refugios estaban desiertos. La única información que el comandante D'Albaret recogió de las autoridades de la isla fue ésta: un mes antes, en aquellos mismos parajes, varios buques mercantes habían sido atacados, saqueados y destruidos por un barco que navegaba bajo pabellón pirata y aquel acto de piratería se atribuía al famoso Sacratif. Pero nadie habría podido decir en qué se basaba aquella afirmación, tan grande era la incertidumbre en relación con la existencia misma de aquel personaje.

La corbeta abandonó Skiro, después de cinco o seis días de descanso. Hacia finales de mayo se acercó a las costas de la gran isla de Eubea, también llamada Negroponto, cuyos alrededores examinó cuidadosamente a lo largo de más de cuarenta leguas.

Es sabido que esta isla fue una de las primeras en sublevarse, al inicio mismo de la guerra, en 1821; pero los turcos, después de haberse encerrado en la ciudadela de Negroponto, se mantuvieron allí con una tenaz resistencia, al tiempo que se atrincheraban en la de Karistos.

Luego, reforzados por las tropas del bajá Yusuf, se desperdigaron por la isla y se entregaron a sus matanzas habituales, hasta el momento en que un jefe griego, Diamantis, consiguió detenerlos en septiembre de 1823. Habiendo atacado a los soldados otomanos por sorpresa, mató al mayor número posible de ellos y obligó a los fugitivos a cruzar de nuevo el estrecho para refugiarse en Tesalia.

Pero, a fin de cuentas, la ventaja siguió siendo de los turcos, que eran superiores en número. Después de una vana tentativa del coronel Fabvier y del jefe de escuadrón Regnaud de Saint-Jean d'Angély, en 1826, se adueñaron definitivamente de toda la isla.

Estaban allí todavía en el momento en que la Syphanta pasó a la vista de Negroponto. Desde la cubierta de su barco, Henry d'Albaret pudo volver a ver aquel escenario de una lucha sangrienta, en la cual había tomado parte personalmente. Entonces ya no se luchaba en la isla y, después del reconocimiento del nuevo reino, Eubea, con sus sesenta mil habitantes, iba a formar una de las monarquías de Grecia.

Por más que patrullar aquel mar, casi bajo los cañones turcos, fuera extremadamente peligroso, la corbeta no dejó por ello de proseguir su viaje y destruyó una veintena de navíos piratas que se aventuraban hasta el grupo de las Cícladas.

Aquella expedición le llevó la mayor parte de junio. Luego se dirigió hacia el sudeste. En los últimos días del mes, se encontraba a la altura de Andros, la primera de las Cícladas, situada en el extremo de Eubea, isla patriota cuyos habitantes se sublevaron, al mismo tiempo que los de Psara, contra la dominación otomana.Desde allí, el comandante D'Albaret, juzgando apropiado modificar su rumbo, a fin de acercarse a las costas del Peloponeso, se dirigió sin vacilar hacia el sudoeste. El 2 de julio llegaba a la isla de Zea, la antigua Kéos o Kos, dominada por la alta cima del monte Elia.

La Syphanta recaló, durante algunos días, en el puerto de Zea, uno de los mejores de aquellos parajes. Allí, Henry d'Albaret y sus oficiales volvieron a encontrar a varios de aquellos vale-rosos zeotas, que habían sido sus compañeros de armas durante los primeros años de la guerra. De ahí que la acogida brindada a la corbeta fuera de lo más cordial. Pero, como ningún pirata podía haber tenido la idea de refugiarse en las calas de la isla, la Syphanta no tardó en reanudar su viaje, doblando, el 5 de julio, el cabo de las Columnas, en la punta sudeste del Ática.

Durante el fin de semana, la navegación fue más lenta, por falta de viento a la entrada de ese golfo de Egina que corta tan profundamente la tierra de Grecia hasta el istmo de Corinto.

Hubo que vigilar con una extrema atención. La Syphanta, casi siempre detenida por la calma chicha, no podía avanzar ni en una dirección ni en otra. De modo que, en aquellos mares frecuentados por los piratas, si algunos centenares de embarcaciones la hubiesen abordado a remo, habría tenido grandes dificultades para defenderse. Por eso, la tripulación se mantuvo preparada para rechazar cualquier ataque, y tenía buenos motivos para hacerlo.

Vieron, en efecto, acercarse varios botes, de cuyas intenciones no cabía dudar; pero no se atrevieron a desafiar desde demasiado cerca los cañones y los mosquetes de la corbeta.

El 10 de julio, el viento volvió a soplar del norte, circunstancia favorable para la Syphanta, que, después de haber pasado casi frente a la pequeña ciudad de Damala, dobló rápidamente el cabo Skyli, en la punta extrema del golfo de Nauplia.

El 11, aparecía delante de Hidra y, al cabo de dos días, delante de Spetzia. No es necesario insistir en la destacada intervención de los habitantes de esas dos islas en la guerra de la Independencia. Al principio, los hidriotas, los spetziotas y sus vecinos, los ipsariotas, poseían más de trescientos buques mercantes. Después de haberlos transformado en barcos de guerra, los lanzaron, no sin éxito, contra las flotas otomanas. Aquélla fue la cuna de las familias Conduriotis, Tombasis, Miaulis, Orlandos y tantas otras de ilustre origen, que pagaron primero con su fortuna y luego con su sangre aquella deuda con la patria. De allí partieron aquellos temibles brulotes16[16] que se convirtie-ron pronto en el terror de los turcos. Por eso, a pesar de las revueltas en el interior, su suelo nunca fue hollado por el pie de los opresores.

En el momento en que Henry d'Albaret las visitó, comenzaban a retirarse de una lucha ya muy amortiguada por una parte y por otra. Ya no estaba lejos la hora en la cual iban a unirse al nuevo reino, formando dos eparquías del departamento de Corintia y del de la Argólida.

El 20 de julio, la corbeta recaló en el puerto de Hermópolis, en la isla de Sira, la patria del fiel Eumeo, tan poéticamente cantado por Homero. En la época en la que transcurre esta historia, servía todavía como refugio a todos 16[16] Barco cargado de materias inflamables que se lanzaba sobre los barcos enemigos para incendiarlos.

aquellos que habían sido expulsados del continente por los turcos. Sira, cuyo obispo católico está todavía bajo la protección de Francia, puso todos sus recursos a disposición de Henry d'Albaret. En ningún puerto de su país hubiese encontrado el joven comandante mejor ni más cordial acogida.

Una sola pena enturbiaba aquella alegría que sentía al verse tan bien recibido: la de no haber llegado tres días antes.

En efecto, en una conversación que mantuvo con el cónsul de Francia, éste le informó de que una sacoleva, que llevaba el nombre de Karysta y navegaba bajo pabellón griego, acababa de abandonar el puerto, sesenta horas antes. De ahí podía concluirse que la Karysta, huyendo de la isla de Tasos, durante el combate de la corbeta con los piratas, se había dirigido hacia los parajes meridionales del Archipiélago.

-Pero ¿se sabe tal vez adónde ha ido? preguntó vivamente interesado Henry d'Albaret.

-Según he oído decir -respondió el cónsul-, ha debido de tomar rumbo hacia las islas del sudeste, si es que no se dirige incluso hacia uno de los puertos de Creta.

-¿No habéis tenido ninguna relación con su capitán? -preguntó Henry d'Albaret.

-Ninguna, comandante.

-¿Y no sabéis si ese capitán se llamaba Nicolas Starkos? -Lo ignoro.

-¿Y no había nada que pudiera hacer sospechar que esa sacoleva formase parte de la flotilla de los piratas que infestan esta parte del Archipiélago? -Nada; pero si es así -respondió el cónsul-, no sería extraño que hubiese dado la vela hacia Creta, algunos de cuyos puertos están siempre abiertos a esos corsarios.

Esta noticia no dejó de causar al comandante de la Syphanta una profunda emoción, como todo lo que podía relacionarse directa o indirectamente con la desaparición de Hadjine Elizundo. En verdad, había sido mala suerte haber llegado tan poco tiempo después de la partida de la sacoleva. Pero, puesto que había tomado rumbo al sur, quizá la corbeta, que debía seguir esa dirección, conseguiría alcanzarla. Así que Henry d'Albaret, que tan ardientemente deseaba encontrarse frente a Nicolas Starkos, abandonó Sira la noche del mismo 21 de julio, después de haber zarpado con una brisa suave, que no podía sino arreciar, según las indicaciones del barómetro.

Durante quince días, es preciso reconocerlo, el comandante D'Albaret buscó la sacoleva al menos tanto como a los piratas. Decididamente, en su mente, la Karysta merecía ser tratada como aquéllos y por las mismas razones. Llegado el caso, ya vería lo que debía hacer.

Sin embargo, a pesar de sus pesquisas, la corbeta no consiguió encontrar las huellas de la sacoleva. En Naxos visitaron todos los puertos de la isla, y la Karysta no había recalado en ninguno de ellos. En medio de los islotes y escollos que rodean esta isla, no tuvieron mejor suerte. Por otra parte, la ausencia de corsarios era total, y eso en unos parajes que frecuentaban de buen grado. El comercio entre estas ricas Cícladas es considerable y las oportunidades de saqueo habrían debido atraerlos particularmente hacia allí.

Lo mismo sucedió en Paros, separada de Naxos por un simple canal de siete millas de ancho. Ni el puerto de Parkia, ni los de Naussa, Santa María, Agoula y Dico habían_ recibido la visita de Nicolas Starkos. Sin duda, tal como había dicho el cónsul de Sira, la sacoleva había debido de dirigirse hacia una de las puntas del litoral de Creta.

El 9 de agosto, la Syphanta fondeaba en el puerto de Milo. Esta isla, rica hasta mediados del siglo XVIII y empobrecida después a consecuencia de las conmociones volcánicas, está ahora envenenada por los vapores malignos del suelo, y su población tiende a reducirse cada vez más.

Allí, las pesquisas fueron igualmente inútiles. No solamente la Karysta no había hecho acto de presencia, sino que ni siquiera encontraron a un solo pirata a quien dar caza, de aquellos que esquilmaban habitualmente el mar de las Cícladas. Verdaderamente, era para preguntarse si la llegada de la Syphanta, anunciada oportunamente, no les daba tiempo para emprender la huida. La corbeta había hecho suficiente daño a los del norte del Archipiélago para que los del sur quisiesen evitar encontrarse con ella. En fin, por una razón o por otra, jamás aquellos parajes habían sido tan seguros.

Parecía que los buques mercantes podrían en adelante navegar por ellos con toda garantía.

Algunos de aquellos grandes barcos de cabotaje, jabeques, paquebotes, polacras, tartanas, faluchos o carabelas que encontraron por el camino fueron interrogados; pero de las respuestas de sus patrones o capitanes el comandante D'Albaret no pudo sacar nada que pudiese aclararle las cosas.

Entretanto, era ya el 14 de agosto. No quedaban más que dos semanas para llegar a la isla de Escarpanto, antes de los primeros días de septiembre. Habiendo salido del grupo de las Cícladas, la Syphanta sólo tenía que picar recto hacia el sur a lo largo de setenta u ochenta leguas. Aquella mar se halla cerrada por la larga tierra de Creta y ya las más altas cimas de la isla, envueltas de nieves y perpetuas, se mostraban por encima del horizonte.

El comandante D'Albaret decidió poner rumbo en esa dirección. Después de llegar a la vista de Creta, no tendría más que ir hacia el este para alcanzar Escarpanto.

Con todo, tras dejar Milo, la Syphanta avanzó todavía vía hacia el sudeste hasta la isla de Santorin y exploró hasta los menores pliegues de aquellos acantilados negruzcos. Parajes peligrosos, en los cuales puede surgir a cada instante un nuevo escollo, empujado por los fuegos volcánicos. Luego, tomando como punto de referencia el antiguo monte Ida, el moderno Psiloritis, que domina Creta con sus más de siete mil pies, la corbeta navegó en línea recta a barlovento, impulsada por una buena brisa de oestenoroeste, que le permitió desplegar todo su velamen.

Al cabo de dos días, el 16 de agosto, las alturas de esta isla, la más grande de todo el Archipiélago, se destacaban sobre un horizonte claro con sus pintorescos recortes, desde el cabo Spata hasta el cabo Stavros. Un brusco recodo de la costa escondía aún la escotadura en cuyo fondo se encuentra Candía, la capital.

-¿Es vuestra intención, mi comandante preguntó el capitán Todros-, recalar en uno de los puertos de la isla? -Creta está todavía en manos de los turcos respondió Henry d'Albarety creo que no tenemos nada que hacer ahí. Según las noticias que me dieron en Sira, los soldados de Mustafá, después de haberse apoderado de Rétimon, se han convertido en los amos de todo el país, a pesar del valor de los sfakiotas.

-Valientes montañeses, esos sfakiotas -dijo el capitán Todros-, y desde el principio de la guerra se han ganado, con toda justicia, una gran reputación de coraje...

-Sí, de coraje... y de avidez, Todros respondió Henry d'Albaret-. Hace apenas dos meses, tenían la suerte de Creta en sus manos.

Mustafá y los suyos, sorprendidos por ellos, iban a ser exterminados; pero, siguiendo sus órdenes, sus soldados lanzaron joyas, adornos, armas valiosas, todo lo más precioso que llevaban consigo, y mientras los sfakiotas se desbandaban para recoger esos objetos, los turcos pudieron escapar a través del desfiladero en el cual debían encontrar la muerte.

-Eso es muy triste, pero, después de todo, mi comandante, los cretenses no son absolutamente griegos.

Que nadie se extrañe al oír al segundo de la Syphanta, que era de origen helénico, utilizar este lenguaje. No sólo los cretenses, por grande que hubiese sido su patriotismo, no eran griegos a sus ojos, sino que tampoco iban a entrar en la formación definitiva del nuevo reino. Al igual que Samos, Creta iba a permanecer bajo la dominación otomana, al menos hasta 1832, época en la que el sultán había de ceder a Mehmet-Alí todos sus derechos sobre la isla.

Así pues, en aquellas circunstancias, el comandante D'Albaret no tenía ningún interés en entrar en comunicación con los diversos puertos de Creta. Candía se había convertido en el principal arsenal de los egipcios y desde allí había lanzado el bajá a sus salvajes soldados sobre Grecia. En cuanto a La Canea, su población, por instigación de las autoridades otomanas, habría podido dar una mala acogida al pabellón corfiota que ondeaba en el pico de la Syphanta. Finalmente, ni en Hierapetra ni en Suda, ni en Cisamos, hubiese obtenido Henry d'Albaret información alguna que hubiese podido permitirle coronar su crucero con alguna captura importante.

-No -dijo el capitán Todros-, me parece inútil rastrear la costa septentrional, pero podríamos rodear la isla por el noroeste, doblar el cabo Spata y navegar un día o dos por las aguas de Grabusa.

Era evidentemente la mejor solución. En aquellas aguas de mala fama, la Syphanta encontraría tal vez la ocasión, que le había sido negada desde hacía más de un mes, de mandar algunas andanadas a los piratas del Archipiélago.

Además, si la sacoleva, como era de creer, se había dado a la vela hacia Creta, no era imposible que hubiera recalado en Grabusa. Razón de más para que el comandante D'Albaret quisiese inspeccionar los accesos a ese puerto.

En aquella época, en efecto, Grabusa era todavía un nido de corsarios. Unos siete meses atrás, había hecho falta nada menos que una flota anglofrancesa y un destacamento de regulares griegos bajo el mando de Mavrocordato para dar cuenta de esta guarida de criminales.

Y lo insólito de este caso fue que las mismas autoridades cretenses rehusaron entregar a una docena de piratas, reclamados por el comandante de la escuadra inglesa. Por eso, éste se vio obligado a abrir fuego contra la ciudadela, quemar varios buques y realizar un desembarco para obtener satisfacción.

Era, pues, natural suponer que, desde la partida de la escuadra aliada, los piratas habían debido de refugiarse preferentemente en Grabusa, puesto que allí encontraban tan inesperados apoyos. De modo que Henry d'Albaret se decidió a llegar a Escarpanto siguiendo la costa meridional de Creta, con el fin de pasar por delante de Grabusa. Dio, pues, sus órdenes, y el capitán Todros se apresuró a hacerlas ejecutar.

El tiempo era tan bueno como se podía desear. Además, en aquel agradable clima, diciembre es el principio del invierno y enero es el final. ¡Isla afortunada, aquella Creta, patria del rey Minos y del ingeniero Dédalo! ¿Acaso no era allí adonde Hipócrates enviaba a su rica clientela de Grecia, país que recorría enseñando el arte de curar? La Syphanta, orientada todo a ceñir, orzó para doblar el cabo Spata, que se proyecta al extremo de la lengua de tierra que se alarga entre la bahía de La Canea y la bahía de Kisamo. Pasaron el cabo a la caída de la tarde. Durante la noche -una de esas noches de Oriente, tan transparentes-, la corbeta rodeó la punta extrema de la isla. Un giro de viento le bastó para retomar la dirección sur y, por la mañana, con velamen reducido, avanzaba dando pequeñas bordadas por delante de la entrada de Grabusa.

Durante seis días, el comandante D'Albaret inspeccionó detenidamente toda aquella costa occidental de la isla, comprendida entre Grabusa y Kisamo. Varios navíos salieron del puerto, faluchos o jabeques mercantes. La Syphanta abordó algunos para «conversar» con sus tripulantes, y no tuvo motivos para sospechar de sus respuestas. Frente a las preguntas que les hicieron acerca de los piratas que podían haber encontrado refugio en Grabusa se mostraron, por otra parte, extremadamente reservados. Se veía que temían comprometerse. Henry d'Albaret no pudo ni siquiera saber a ciencia cierta si la sacoleva Karysta se encontraba en aquel momento en el puerto.

La corbeta aumentó entonces su campo de exploración. Visitó los parajes comprendidos entre Grabusa y el cabo Krio. Luego, el 22, con una brisa moderada que arreciaba de día y amollaba de noche, dobló el cabo y comenzó a seguir desde lo más cerca posible el litoral del mar de Libia, de un perfil menos atormentado, menos recortado y menos erizado de promontorios y puntas que el del mar de Creta, en la costa opuesta. Hacia el horizonte norte se extendía la cadena de montañas de Asprovuna, dominada al este por el poético monte Ida, cuyas nieves resisten eternamente al sol del Archipiélago.

Varias veces, sin recalar en ninguno de aquellos pequeños puertos de la costa, la corbeta se estacionó a una media milla de Rumeli, Anopoli, Sfakia; pero los vigías de a bordo no pudieron divisar ni un solo barco de piratas en los parajes de la isla.

El 27 de agosto, la Syphanta, después de haber seguido los contornos de la gran bahía de Messara, doblaba el cabo Matala, la punta más meridional de Creta, cuya anchura, en este punto, es de diez u once leguas a lo sumo. No parecía que aquella exploración fuese a tener el menor resultado útil para el crucero. En efecto, pocos navíos intentan atravesar el mar de Libia por aquella latitud. O bien navegan más al norte, a través del Archipiélago, o bien eligen una ruta más al sur, acercándose a las costas de Egipto. Así pues, apenas se veían otros barcos que no fueran embarcaciones de pesca, fondeadas cerca de las rocas, y, de vez en cuando, algunas de esas largas barcas, cargadas de caracoles de mar, especie de moluscos muy buscados que se envían a todas las islas en enormes cantidades.

Pero si la corbeta no había encontrado nada en aquella parte del litoral que termina en el cabo Matala, donde los numerosos islotes pueden esconder a tantos barcos pequeños, tampoco era probable que tuviese mejor suerte en la segunda mitad de la costa meridional. Henry d'Albaret estaba, pues, a punto de decidirse a poner rumbo directamente hacia Escarpanto, aun a riesgo de encontrarse allí un poco más pronto de lo que marcaba la misteriosa carta, cuando, en el atardecer del 29 de agosto, sus proyectos se vieron modificados.

Eran las seis. El comandante, el segundo y algunos oficiales estaban reunidos sobre la toldilla, observando el cabo Matala. En ese momento se oyó la voz de uno de los gavieros, que estaba de vigía sobre las crucetas del juanete de proa: -¡Buque a babor por avante! Los catalejos se dirigieron enseguida hacia el punto indicado, a varias millas por la parte de proa de la corbeta.

-En efecto -dijo el comandante D'Albaret-, ahí hay un barco que navega cerca de tierra...

-¡Y que debe de conocerla muy bien, puesto que la arrancha de tan cerca! -añadió el capitán Todros.

-¿Ha izado su pabellón? -No, mi comandante -respondió uno de los oficiales.

-¡Preguntad a los vigías si es posible saber cuál es la nacionalidad de ese navío! Sus órdenes fueron ejecutadas. Algunos instantes más tarde, se le respondía que ningún pabellón ondeaba en el pico de aquel barco, ni tampoco en el extremo superior de su arboladura.

No obstante, había aún suficiente claridad para que se pudiese, a defecto de su nacionalidad, estimar al menos cuál era su fuerza.

Era un bergantín, cuyo palo mayor se inclinaba sensiblemente hacia popa. Extremadamente largo, muy fino de formas, desmesuradamente arbolado, podía tener, por lo que era posible apreciar a aquella distancia, una capacidad de entre setecientas y ochocientas toneladas y debía de tener una marcha excepcional bajo cualquier facha velera. Pero ¿estaba armado para la guerra?, ¿tenía artillería en la cubierta?, ¿estaban sus empavesadas horadadas de escotillas, cuyos portalones hubiesen sido bajados? Eso fue lo que los mejores catalejos de a bordo no pudieron distinguir.

En efecto, una distancia de cuatro millas, al menos, separaba entonces el bergantín de la corbeta. Además, el sol acababa de desaparecer detrás de las alturas de los Asprovuna, empezaba a hacerse de noche y la oscuridad, junto a la costa, era ya profunda.

-¡Un barco singular! -dijo el capitán Todros.

-¡Se diría que intenta pasar entre la isla Platana y la costa! -añadió uno de los oficiales.

-¡Sí! ¡Como un navío que lamentara haber sido visto -respondió el segundoy quisiese esconderse! Henry d'Albaret no contestó; pero, evidentemente, compartía la opinión de sus oficiales.

La maniobra del bergantín, en aquel momento, no dejaba de parecerle sospechosa.

-Capitán Todros -dijo al fin-, es importante no perder la pista de ese navío durante la noche. Vamos a ma niobrar de modo que permanezcamos en sus aguas hasta el día. Pero, como él no tiene que vernos, haréis apagar todos los faroles de a bordo.

El segundo dio órdenes en consecuencia.

Continuaron observando el bergantín, mientras fue visible bajo la altura de la costa que lo amparaba. Cuando se hizo de noche, desapareció completamente y ninguna luz permitió determinar su posición.

Al día siguiente, desde los primeros resplandores del alba, Henry d'Albaret estaba en la proa de la Syphanta, esperando que se levantara la bruma de la superficie del mar.

Hacia las siete, la niebla se disipó, y todos los anteojos se dirigieron hacia el este.

El bergantín iba todavía pegado a tierra, costeándola, a la altura del cabo Alikaporita, a seis millas más o menos delante de la corbeta. Le había, pues, sacado una ventaja sensible durante la noche, y ello sin que hubiese añadido nada al velamen de la víspera, trinquete, gavia y velacho y juanete de proa. Había dejado la vela mayor y la cangreja de popa sobre sus cargaderas.-No es en absoluto la facha velera de un barco que intentase huir -observó el segundo.

-¡No importa! -respondió el comandante-.

¡Procuremos verlo de más cerca! Capitán Todros, haced avanzar hacia el bergantín.

Al silbido del contramaestre, se largaron las velas altas y la velocidad de la corbeta se acrecentó notablemente.

Pero, sin duda, el bergantín quería mantener la distancia, pues se limitó a largar su cangreja de popa y su juanete mayor. Si bien no quería permitir que la Syphanta se le acercase, probablemente tampoco quería dejarla atrás. De todos modos, se mantuvo cerca de la costa, arrimándose a ella tanto como le era posible.

Hacia las diez de la mañana, sea porque se hubiese visto más favorecida por el viento, sea porque el navío desconocido hubiera consentido en dejar que se adelantara un poco, la corbeta le había ganado cuatro millas.

Entonces pudieron observarlo en mejores condiciones. Estaba armado de unas veinte carronadas y debía de tener un entrepuente, aunque muy bajo, a ras de agua.

-¡Izad el pabellón! -dijo Henry d'Albaret.

El pabellón fue izado al pico de cangreja, y fue apoyado por un cañonazo. Aquello significaba que la corbeta quería conocer la nacionalidad del navío que tenía a la vista. Pero aquella señal no recibió ninguna respuesta. El bergantín no modificó ni su dirección ni su velocidad y subió un cuarto con el fin de doblar la bahía de Keraton.

-¡No es muy educado que digamos, ese barbián! -dijeron los marineros.

-¡Pero tal vez sí sea prudente! -respondió un viejo gaviero de trinquete-. ¡Con su palo mayor inclinado, tiene el aspecto de llevar el sombrero metido hasta las orejas y de no querer usarlo para saludar a la gente! Un segundo cañonazo partió de la porta de caza de la corbeta, inútilmente. El bergantín no se puso en absoluto al pairo, y continuó tranquilamente su ruta, sin preocuparse de las órdenes de la corbeta, como si ésta no existiera.

Se produjo entonces entre los dos barcos una verdadera carrera de velocidad. A bordo de la Syphanta, todo el velamen había sido desplegado, bonetas, sosobre, todo, hasta la vela de cebadera. Pero el bergantín forzó también su velamen y mantuvo imperturbablemente la distancia.

-¡Por lo visto, tiene una mecánica endiablada dentro del vientre! -exclamó el viejo gaviero.

La verdad es que la gente empezaba a enfurecerse a bordo de la corbeta, no solamente la tripulación, sino también los oficiales, y más que ninguno, el impaciente Todros. ¡Dios! ¡Hubiera dado su parte del botín por poder posesionarse de aquel bergantín, cualquiera que fuese su nacionalidad! La Syphanta estaba armada en la proa con una pieza de muy largo alcance, que podía enviar una bala llena con treinta libras de metralla a una distancia de casi dos millas.

El comandante D'Albaret, sosegado, al menos en apariencia, dio la orden de disparar.

Se lanzó el cañonazo, pero la bala, después de haber rebotado, fue a caer a unas veinte brazas del bergantín.

Éste, por toda respuesta, se contentó con aparejar sus bonetas altas y acrecentó enseguida la distancia que lo separaba de la corbeta.

¿Tendrían, pues, que renunciar a alcanzarlo, ya fuera forzando la marcha, ya fuera lanzándole proyectiles? ¡Aquello era humillante para un velero tan bueno como la Syphanta! Entretanto, se hizo de noche. La corbeta se encontraba entonces, más o menos, a la altura del cabo Peristera. La brisa arreció, lo bastante para que fuera necesario recoger las bonetas y establecer un velamen de noche más conveniente.

El comandante pensaba que, cuando llegase el día, ya no se vería nada de aquel navío, ni siquiera el extremo de sus mástiles, que quedarían ocultos más allá del horizonte al este o tras algún saliente de la costa.

Se equivocaba.

Al salir el sol, el bergantín estaba todavía allí, llevaba la misma marcha y había conservado la distancia. Se hubiera dicho que regulaba su velocidad en función de la de la corbeta.

-¡Si nos llevase a remolque -se decía en el castillo de proa-, sería lo mismo! Nada más cierto.

En aquel momento, el bergantín, después de haber entrado en el canal Kuphonisi entre la isla de este nombre y la tierra, rodeaba la punta de Kakialithi, a fin de costear la parte oriental de Creta.

¿Iba, pues, a refugiarse en algún puerto o a desaparecer al fondo de uno de aquellos estrechos canales del litoral? No hizo ni una cosa ni otra.

A las siete de la mañana, el bergantín ponía rumbo resueltamente hacia el noreste y se lanzaba mar adentro.

«¿Se dirigirá acaso hacia Escarpanto?», se preguntó Henry d'Albaret, no sin sorpresa.

Y, empujado por una brisa que arreciaba cada vez más, a riesgo de hacer caer una parte de su arboladura, continuó con aquella interminable persecución, que el interés de su misión, no menos que el honor de su barco, le ordenaba no abandonar.

Allí, en aquella parte del Archipiélago, abierta ampliamente a todos los puntos de la brújula, en medio de aquel vasto mar que ya no cubrían las alturas de Creta, la Syphanta pareció, al principio, sacarle de nuevo algo de ventaja al bergantín. Hacia la una de la tarde, la distancia entre un navío y el otro se había reducido a menos de tres millas. Todavía lanzaron algunas balas; pero éstas no pudieron alcanzar su objetivo ni provocaron modificación alguna en la marcha del bergantín.

Ya las cimas de Escarpanto aparecían en el horizonte, detrás de la pequeña isla de Caso, que pende de la punta de la isla como Sicilia pende de la punta de Italia.

Al comandante D'Albaret, a sus oficiales y su tripulación les cabía entonces esperar que acabarían por conocer aquel misterioso navío, lo bastante descortés para no responder ni a las señales ni a los proyectiles.

Pero hacia las cinco de la tarde, habiendo arrollado la brisa, el bergantín recuperó toda su ventaja.

-¡Ah! ¡Maldito sea!... ¡El diablo está de su parte!... ¡Se nos va a escapar! -exclamó el capitán Todros.

Y entonces, todo lo que puede hacer un marino experimentado con el fin de aumentar la velocidad de su navío, rociar las velas para apretar el tejido, colgar hamacas, cuyo vaivén puede imprimir un balanceo favorable a la marcha, todo fue puesto en práctica, no sin cierto éxito. Efectivamente, hacia las siete, un poco después de la puesta de sol, dos millas, como mucho, separaban los dos barcos.

Pero la noche llega pronto en esta latitud. El crepúsculo es de corta duración. Habría hecho falta acrecentar aún más la velocidad de la corbeta para alcanzar el bergantín antes de la noche.En aquel momento, éste pasaba entre los islotes de Caso-Poulo y la isla de Caso. Luego, a la vuelta de esta última, al fondo del estrecho canalizo que la separa de Escarpanto, dejaron de verlo.

Media hora más tarde, la Syphanta llegaba al mismo lugar, arrimándose a tierra para mantenerse a barlovento. Había aún luz suficiente para que fuese posible distinguir un navío de aquella envergadura en un radio de varias millas.El bergantín había desaparecido.

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