9 El Archipiélago en llamas

La isla de Scio, llamada generalmente Chio desde esa época, está situada en el mar Egeo, al oeste del golfo de Esmirna, cerca del litoral de Asia Menor. Con Lesbos al norte y Samos al sur, pertenece al grupo de las Espóradas, situado al este del Archipiélago. Se extiende sobre una superficie que alcanza cuarenta leguas de perímetro. El monte Pelineo, ahora monte Elías, que la domina, se eleva a una altura de dos mil quinientos pies por encima del nivel del mar.

De las principales ciudades que encierra esta isla, Voliso, Pitys, Delphinio, Leuconia, Caucasa, Scio, la capital, es la más importante. Allí fue donde, el 30 de octubre de 1827, el coronel Fabvier desembarcó un pequeño cuerpo expedicionario, cuyos efectivos se elevaban a setecientos regulares, doscientos jinetes y mil quinientos irregulares a sueldo de los sciotas, con un material que comprendía diez obuses y diez cañones.

La intervención de las potencias europeas, después del combate de Navarino, todavía no había resuelto definitivamente la cuestión griega. Inglaterra, Francia y Rusia no querían dar al nuevo reino ningún territorio más allá de los límites mismos que la insurrección no había traspasado nunca. Pero esta determinación no podía convenir al gobierno helénico. Lo que éste exigía era, junto con toda la Grecia continental, Creta y la isla de Scio, necesarias para su autonomía. Por eso, mientras que Miaulis tomaba Creta como objetivo y Ducas la tierra firme, Fabvier desembarcaba en Maurolimena, en la isla de Scio, en la fecha indicada más arriba.Se entiende que los helenos quisiesen arrebatar a los turcos aquella isla soberbia, magnífica joya de ese rosario que son las Espóradas. Su cielo, el más puro de Asia Menor, le proporciona un clima maravilloso, sin calores extremos, sin fríos excesivos, la refresca con el soplo de una brisa moderada y hace de ella la más saludable entre todas las islas del Archipiélago. Por eso, en un himno atribuido a Homero -a quien Scio reivindica como uno de sus hijos-, el poeta la llama la «generosa». Hacia el oeste, destila vinos deliciosos que rivalizarían con las mejores cosechas de la antigüedad y una miel que puede competir con la del Himeto. Hacia el este, hace madurar naranjas y limones, cuya fama se propaga hasta Europa occidental.

Hacia el sur, se cubre de diversas especies de lentiscos que producen una goma preciosa, la almáciga, tan empleada en las artes e incluso en la medicina, gran riqueza del país. En fin, en este lugar, bendecido por los dioses, crecen, junto con las higueras, las datileras, los almendros, los granados y los olivares, todos los más bellos ejemplares arbóreos de las zonas meridionales de Europa.

Así pues, el gobierno quería englobar esta isla en el nuevo reino. Y ésta es la razón por la cual el osado Fabvier, a despecho de todas las recriminaciones con las que lo habían abrumado aquellos mismos por los cuales venía a verter su sangre, se había encargado de conquistarla.

Sin embargo, durante los últimos meses de aquel año, los turcos no habían cesado en sus matanzas y razzias a través de la península helénica, y eso en la víspera del desembarco en Nauplia de Capo d'Istria. La llegada de este diplomático debía poner fin a las querellas intestinas de los griegos y concentrar el gobierno en una sola mano. Pero, aunque Rusia hubiese de declarar la guerra al sultán seis meses después, y de ese modo contribuyera a la constitución del nuevo reino, Ibrahim tenía todavía la parte central y las ciudades marítimas del Peloponeso. Y si bien, ocho meses más tarde, el 6 de julio de 1828, se preparaba para abandonar el país, al que había hecho tanto daño; si en septiembre del mismo año no había de quedar ni un solo egipcio en tierra griega, aquellas hordas salvajes iban a saquear Morea todavía durante algún tiempo.

De todos modos, ya que los turcos o sus aliados ocupaban ciertas ciudades del litoral, tanto en el Peloponeso como en Creta, a nadie extrañará que fuesen numerosos los piratas que recorrían los mares vecinos. Si el daño que causaban a los buques que comerciaban de una isla a otra era considerable, no era porque los comandantes de las flotillas griegas, Miaulis, Canaris, Tsamados, dejaran de perseguirlos; aquellos corsarios eran numerosos, infatigables, y ya no había ninguna seguridad a la hora de atravesar aquellos parajes. De Creta a la isla de Metelin, de Rodas a Negroponto, el Archipiélago estaba en llamas.

También, en la propia Scio, estas bandas, compuestas del desecho de todas las naciones, esquilmaban los alrededores de la isla y constituían una ayuda para el bajá, encerrado en la ciudadela, cuyo asedio iba a comenzar el coronel Fabvier en unas condiciones detestables.

Recordemos que los comerciantes de las islas Jónicas, asustados ante este estado de cosas común a todas las escalas de Levante, se habían asociado para armar una corbeta, destinada a dar caza a los piratas. Desde hacía cinco semanas, la Syphanta había abandonado Corfú, con el fin de alcanzar los mares del Archipiélago.

Dos o tres combates de los que había salido bien librada, la captura de varios navíos, sospechosos con razón, no podían sino animarla a proseguir resueltamente su obra. Avistado en varias ocasiones en las aguas de Psara, Scyros, Zea, Lemnos, Paros, Santorin, el comandante Stradena cumplía su tarea con tanta osadía como buena fortuna. Sólo que, por lo visto, no había podido encontrar aún al escurridizo Sacratif, cuya aparición siempre estaba marcada por las más sangrientas catástrofes. Se oía hablar de él a menudo, no se le veía nunca.

Pues bien, hacía quince días como mucho, hacia el 13 de noviembre, la Syphanta había sido vista en los alrededores de Scio. En esa fecha, el mismo puerto de la isla recibió una de sus presas, y Fabvier hizo pronta justicia con la tripulación pirata.

Pero, desde entonces, no se tenía ninguna noticia de la corbeta. Nadie podía decir en qué parajes acosaba en ese momento a los piratas del Archipiélago. Había incluso razones para inquietarse por ella. Hasta entonces, en aquellos mares estrechos, sembrados de islas, y, en consecuencia, de puntos en los que recalar, había sido raro que transcurriesen varios días sin que su presencia fuera detectada.

En estas circunstancias, Henry d'Albaret llegó a Scio, el 27 de noviembre, ocho días después de haber abandonado Corfú. Venía a reunirse con su antiguo comandante, para continuar su campaña contra los turcos.

La desaparición de Hadjine Elizundo había sido para él un golpe terrible. ¡La joven rechazaba a Nicolas Starkos como a un miserable indigno de ella, y se negaba a entregarse a aquel que había aceptado por considerarse indigna de él! ¿Qué misterio había en todo aquello? ¿Dónde había que buscarlo? ¿En la vida de ella, tan sosegada, tan pura? ¡Evidentemente, no! ¿En la vida de su padre, tal vez? ¿Pero qué tenían en común el banquero Elizundo y el capitán Nicolas Starkos? ¿Quién hubiera podido responder a estas preguntas? La casa de banca estaba abandonada. El propio Xaras había debido de dejarla al mismo tiempo que la muchacha. Henry d'Albaret sólo podía contar consigo mismo para descubrir los secretos de la familia Elizundo.

Tuvo entonces la idea de registrar la ciudad de Corfú, y luego la isla entera. ¿Tal vez Hadjine había buscado refugio allí, en algún lugar ignorado? Hay, en efecto, un cierto número de pueblos, diseminados sobre la superficie de la isla, en los que es fácil encontrar un abrigo seguro. Para quien quiere sustraerse al mundo y hacer que lo olviden, Benizza, Santa Decca, Leucime y otros veinte ofrecen un retiro tranquilo. Henry d'Albaret se lanzó a todos los caminos, buscó hasta en las más pequeñas aldeas algún rastro de la muchacha: no encontró nada.

Entonces, un indicio le hizo suponer que Hadjine Elizundo había debido de abandonar la isla de Corfú. En efecto, en el pequeño puerto de Alipa, en el oestenoroeste de la isla, le informaron de que un ligero speronare se había hecho a la mar recientemente, después de haber esperado a dos pasajeros por cuenta de los cuales había sido fletado secretamente.

Pero no era más que un indicio muy vago.

Por otra parte, ciertas coincidencias en hechos y fechas vinieron pronto a dar al joven oficial un nuevo motivo de temor.

En efecto, cuando estuvo de regreso en Corfú, se enteró de que también la sacoleva había abandonado el puerto. Y lo que resultaba más grave era que esa partida se había efectuado el mismo día en que Hadjine. Elizundo había desaparecido. ¿Existía alguna relación entre estos dos acontecimientos? La joven, llevada a alguna trampa, al mismo tiempo que Xaris, había sido raptada por la fuerza. ¿No estaría ahora en poder del capitán de la Karysta? Aquel pensamiento rompió el corazón de Henry d'Albaret. Pero ¿qué hacer? ¿En qué lugar del mundo podría buscar a Nicolas Starkos? ¿Quién era, en realidad, aquel aventurero? ¡La Karysta, que había venido de no se sabe dónde y partido quién sabe hacia qué lugar, podía considerarse, con toda razón, un barco sospechoso! Sin embargo, en cuanto recuperó el dominio de sí mismo, el joven oficial rechazó totalmente aquella idea. Puesto que Hadjine Elizundo se declaraba indigna de él, puesto que no quería volver a verlo, ¿qué más natural sino admitir que se había alejado voluntariamente bajo la protección de Xaris? Y bien, si era así, Henry d'Albaret sabría encontrarla. Tal vez su patriotismo la había empujado a tomar parte en aquella lucha en la que se decidía la suerte de su país. ¿Quizá había querido poner al servicio de la guerra de la Independencia aquella enorme fortuna, de la cual podía disponer libremente? ¿Por qué no habría de haber seguido, en el mismo escenario, a Bobolina, Modena, Andronika y tantas otras, por las cuales sentía una admiración sin límites? De modo que Henry d'Albaret, seguro de que Hadjipe Elizundo no se encontraba ya en Corfú, se decidió a ocupar de nuevo su lugar en el cuerpo de los filohelenos. El coronel Fabvier estaba en Scio con sus regulares. Resolvió ir a reunirse con él. Abandonó las islas Jónicas, atravesó el norte de Grecia, pasó los golfos de Patrás y de Lepanto, se embarcó en el golfo de Egina, escapó, no sin dificultades, de algunos piratas que saqueaban el mar de las Cícladas y llegó a Scio, después de una rápida travesía.

Fabvier ofreció al joven oficial una cordial acogida, prueba de la alta estima en que lo tenía. Aquel valiente soldado veía en él no sólo a un compañero de armas entregado, sino también a un amigo fiel, a quien podía confiar sus preocupaciones, que eran grandes. La indisciplina de los irregulares, que constituían una parte importante del cuerpo expedicionario, la soldada mal pagada e incluso no pagada, las dificultades suscitadas por los propios sciotas, todo eso obstaculizaba y retrasaba sus operaciones.

Sin embargo, el asedio de la ciudadela de Scio había comenzado. Henry d'Albaret llegó a tiempo para tomar parte en las maniobras de aproximación. Por dos veces, las potencias aliadas exhortaron al coronel Fabvier para que cesara en los preparativos; el coronel, abiertamente apoyado por el gobierno helénico, no hizo ningún caso de estas órdenes y continuó imperturbable con su obra.

Pronto, este asedio fue convertido en una especie de bloqueo, pero cerrado de modo tan insuficiente que las provisiones y las municiones pudieron en todo momento ser recibidas por los sitiados. Sea como fuere, tal vez Fabvier habría conseguido apoderarse de la ciudadela, si su ejército, que el hambre debilitaba día a día, no se hubiese desperdigado por la isla para saquear y alimentarse. En estas circunstancias, una flota otomana, compuesta de cinco bajeles, pudo forzar el puerto de Scio y llevar a los turcos un refuerzo de dos mil quinientos hombres.

Es verdad que, poco tiempo después, Miaulis apareció con su escuadra para acudir en ayuda del coronel Fabvier, pero era demasiado tarde y tuvo que retirarse.

Con el almirante griego habían llegado algunos buques en los cuales se habían embarcado un cierto número de voluntarios, destinados a reforzar el cuerpo expedicionario de Scio.

Una mujer se había unido a ellos.

Después de haber luchado hasta el último momento contra los soldados de Ibrahim en el Peloponeso, Andronika, que había tomado parte en el inicio de la guerra, quería también tomar parte en el final. Por eso había venido a Scio, decidida, si hacía falta, a hacerse matar en aquella isla que los griegos pretendían anexionar a su nuevo reino. Eso hubiera sido para ella como una compensación del mal que su indigno hijo había causado en aquellos mismos lugares, con ocasión de las espantosas matanzas de 1822.

En aquella época, el sultán había dictado contra Scio esta terrible sentencia: fuego, hierro, esclavitud. El bajá capitán, Kara-Alí, fue el encargado de ejecutarla y lo hizo hasta sus últimas consecuencias. Sus hordas sanguinarias desembarcaron en la isla. Los hombres por encima de los doce años y las mujeres por encima de los cuarenta fueron degollados sin piedad.

Los demás, reducidos a la esclavitud, debían ser llevados a los mercados de Esmirna y de Berbería. La isla entera fue ocupada a sangre y fuego por treinta mil turcos. Veintitrés mil sciotas habían sido asesinados. Cuarenta y siete mil fueron destinados a ser vendidos.

Fue entonces cuando intervino Nicolas Starkos. Él y sus compañeros, después de haber participado en las matanzas y los saqueos, se hicieron los principales corredores de aquel tráfico, que había de entregar todo un rebaño humano a la avidez otomana. Fueron los navíos de este renegado los que sirvieron para transportar a miles de desgraciados a las costas de Asia Menor y de África. Fue a causa de estas odiosas operaciones como Nicolas Starkos había entrado en relación con el banquero Elizundo. De ahí habían salido enormes beneficios, la mayor parte de los cuales fue para el padre de Hadjine.

Pues bien, Andronika conocía de sobras la participación de Nicolas Starkos en las matanzas de Scio, el papel que había desempeñado en aquellos hechos espantosos. Por eso había querido ir allí, donde se la habría maldecido cien veces, si se hubiera sabido que ella era la madre de aquel miserable. Le parecía que combatir en aquella isla, verter su sangre por la causa de los sciotas, sería como una reparación, como una expiación suprema de los crímenes de su hijo.

Desde el momento en que Andrónika había desembarcado en Sció, era difícil que Henry d'Albaret y ella no se encontrasen un día u otro.

En efecto, algún tiempo después de su llegada, el 15 de enero, Andrónika se encontró inopinadamente en presencia del joven oficial que la había salvado en el campo de batalla de Chaidari.

Fue ella quien se acercó a él, abriendo los brazos y exclamando: -¡Henry d'Albaret! -¡Vos!... ¡Andrónika!... ¡Vos! -dijo el joven oficial-. ¿Sois vos... y os encuentro aquí? -¡Sí! -respondió ella-. ¿Acaso mi sitio no está allí donde todavía es necesario luchar contra los opresores? -¡Andrónika! -respondió Henry d'Albaret-.

¡Estad orgullosa de vuestro país! ¡Estad orgullosa de sus hijos, que lo han defendido con vos! ¡Dentro de poco tiempo, no habrá ni un solo soldado turco sobre el suelo de Grecia! -Lo sé, Henry d'Albaret, ¡y que Dios me conserve la vida hasta ese día! Y entonces Andronika tuvo que contarle lo que había sido su existencia desde que ambos se habían separado después de la batalla de Chaidari. Le contó su viaje a la Maina, su país natal, que había querido ver por última vez, luego su reaparición en el ejército del Peloponeso, finalmente su llegada a Sció.

Por su parte, Henry d'Albaret le explicó en qué condiciones había regresado a Corfú, cuáles habían sido sus relaciones con el banquero Elizundo, su matrimonio decidido y roto, la desaparición de Hadjine, a quien no perdía la esperanza de encontrar un día.

-¡Sí, Henry d'Albaret -respondió Andrónika-, aunque ignoréis todavía el misterio que pesa sobre la vida de esa muchacha, ella no puede ser sino digna de vos! ¡Sí! ¡Volveréis a verla, y seréis felices como ambos merecéis serlo! -Pero, decidme, Andrónika -preguntó Henry d'Albaret-, ¿no conocéis al banquero Elizundo? -No -respondió Andrónika-. ¿Cómo podría conocerlo? Y, ¿por qué me hacéis esa pregunta? -Es que varias veces tuve ocasión de pronunciar vuestro nombre delante de él respondió el joven oficialy ese nombre atraía su atención de un modo bastante singular. Un día me preguntó si sabía lo que había sido de vos desde nuestra separación.

-¡No lo conozco, Henry d'Albaret, y el nombre del banquero Elizundo no ha sido siquiera pronunciado nunca en mi presencia! -Entonces, hay ahí un misterio que no puedo explicarme y que, sin duda, nunca me será desvelado, pues Elizundo ha muerto.

Henry d'Albaret se había quedado silencioso. Sus recuerdos de Corfú habían retornado.

Volvía a pensar en todo lo que había sufrido, ¡en todo lo que habría de sufrir todavía lejos de Hadjine! Luego, dirigiéndose a Andrónika, le preguntó: -Y cuando esta guerra haya acabado, ¿qué pensáis hacer? -Entonces, Dios me concederá la gracia de retirarme de este mundo -respondió ella-, ¡de este mundo donde tengo el remordimiento de haber vivido! -¿El remordimiento, Andronika? -¡Sí! ¡Y lo que aquella madre quería decir era que su sola vida había sido un mal, puesto que tal hijo había nacido de ella! Pero, rechazando aquella idea, prosiguió: -En cuanto a vos, Henry d'Albaret, sois joven y Dios os reserva una larga vida. Empleadla, pues, en en contrar a aquella a la que habéis perdido... y que os ama.

-Sí, Andronika, la buscaré por todas partes, ¡del mismo modo que, también por todas partes, buscaré al odioso rival que ha venido a interponerse entre ella y yo! -¿Quién es ese hombre? -preguntó Andronika.-Un capitán, comandante de un navío sospechoso -respondió Henry d'Albaret-, ¡y que abandonó Corfú enseguida después de la desaparición de Hadjine! -¿Cómo se llama?...

-¡Nicolas Starkos! -¡Él!...

Una palabra más y habría desvelado su secreto, Andronika se habría declarado la madre de Nicolas Starkos.

Aquel nombre, pronunciado tan inopinadamente por Henry d'Albaret, le había causado espanto. A pesar de su energía, acababa de palidecer horriblemente ante el nombre de su hijo.

¡Así pues, todo el mal hecho al joven oficial, a aquel que la había salvado arriesgando su vida, todo aquel mal venía de Nicolas Starkos.

A Henry d'Albaret no le pasó por alto el efecto que el nombre de Starkos acababa de producir en Andronika, y se comprende que quisiese presionarla sobre este punto.

-¿Qué tenéis?... ¿Qué tenéis? -exclamó-. ¿Por qué esa turbación ante el nombre del capitán de la Karysta?... ¡Hablad!... ¡Hablad!... ¿Conocéis a quien lo lleva? -¡No!... ¡Henry d'Albaret, no! -respondió Andronika, que balbuceaba a pesar suyo.

-¡Sí!... ¡Lo conocéis!... Andronika, os suplico que me digáis quién es ese hombre... lo que hace... dónde está en este momento... ¡dónde podría encontrarlo! -¡Lo ignoro! -¡No... no lo ignoráis!... Lo sabéis, Andronika, y rehusáis decírmelo... ¡a mí, a mí!... Tal vez, con una sola palabra, podéis ponerme sobre su pista... Tal vez, sobre la de Hadjine... ¡y os negáis a hablar! -Henry d'Albaret -respondió Andronika, cuya firmeza ya no había de desmentirse-, ¡no sé nada!... ¡Ignoro dónde está ese capitán!... ¡No conozco a Nicolas Starkos! Dicho esto, dejó al joven oficial, que permaneció bajo el impacto de una profunda emoción. Desde ese momento, todos los esfuerzos que hizo para volver a encontrar a Andronika fueron inútiles. Sin duda, había abandonado Scio para volver a la tierra de Grecia. Henry d'Albaret tuvo que renunciar a toda esperanza de volver a encontrarla.

Por otra parte, la campaña del coronel Fabvier había de llegar pronto a su fin, sin haber obtenido ningún resultado.

En efecto, la deserción no había tardado en penetrar en las filas del cuerpo expedicionario.

Los soldados, a pesar de las súplicas de sus oficiales, desertaban y se embarcaban para dejar la isla. Los artilleros, en los cuales Fabvier creía poder confiar especialmente, abandonaban sus piezas. ¡Ya no había nada que hacer ante un desánimo semejante, que alcanzaba hasta a los mejores! Tuvieron, pues, que levantar el sitio y volver a Syra, donde se había organizado aquella desgraciada expedición. Allí, como premio a su heroica resistencia, el coronel Fabvier no había de recoger más que reproches, más que testimonios de la más negra ingratitud.

En cuanto a Henry d'Albaret, tenía la intención de abandonar Scio al mismo tiempo que su jefe. Pero ¿hacia qué punto del Archipiélago orientaría su búsqueda? Aún no lo sabía cuando un hecho inesperado vino a poner fin sus vacilaciones.

La víspera del día en que iba a embarcarse hacia Grecia, le llegó una carta por el correo de la isla.

Aquella carta, sellada en Corinto, dirigida al capitán Henry d'Albaret, sólo contenía esta notificación.

Hay una plaza vacante en el estado mayor de la corbeta Syphanta, de Corfú. ¿Convendría al capitán d'Albaret embarcarse en ella y continuar la campaña iniciada contra Sacratif y los piratas del Archipiélago? Durante los primeros días de marzo, la Syphanta estará en las aguas del cabo Anapomera, al norte de la isla, y su bote permanecerá en la ensenada de Ora, al pie del cabo.

¡Que el capitán Henry d'Albaret haga lo que le ordene su patriotismo! No había ninguna firma y la escritura era desconocida para él. Nada había que pudiese indicar al joven oficial de dónde venía aquella carta.

En todo caso, eran noticias de la corbeta, de la que no se oía hablar desde hacía algún tiempo. Era también, para Henry d'Albaret, la ocasión de reanudar su oficio de marino. Era, en fin, la posibilidad de perseguir a Sacratif, tal vez de librar de él al Archipiélago, quizá también -y esto no dejó de influir en su decisiónuna oportunidad de encontrarse en aquellos mares con Nicolas Starkos y su sacoleva.

Henry d'Albaret tomó, pues, inmediatamente su decisión: aceptar la proposición que le hacía aquella nota anónima. Se despidió del coronel Fabvier, en el momento en que éste se embarcaba hacia Syra; luego fletó una embarcación ligera y se dirigió hacia el norte de la isla.

La travesía no podía ser larga, sobre todo con un terral que soplaba del sudoeste. La embarcación pasó por delante del puerto de Coloquinta, entre las islas Anossai y el cabo Pampaca. A partir de este cabo, se dirigió hacia el de Ora y siguió la costa, con el fin de alcanzar la ensenada del mismo nombre.

Allí desembarcó Henry d'Albaret en la tarde del primero de marzo.

Un bote lo esperaba, amarrado al pie de las rocas. Mar adentro, una corbeta estaba al pairo.

-Soy el capitán Henry d'Albaret -dijo el joven oficial al cabo que comandaba la embarcación.

-¿El capitán Henry d'Albaret desea subir a bordo? -preguntó el cabo.

-Al instante.

El bote desatracó. Llevado por sus seis remos, cubrió rápidamente la distancia que lo separaba de la corbeta. A lo sumo, una milla.

En cuanto Henry d'Albaret arribó al portalón de la Syphanta por la aleta de estribor, se oyó un largo silbido, luego resonó un cañonazo, que fue pronto seguido por otros dos. En el momento en el que el joven oficial ponía los pies sobre la cubierta, toda la tripulación, alineada como para una revista de honor, le presentó armas, y los colores corfiotas fueron izados al extremo del pico de cangreja.

Entonces, el segundo de la corbeta se adelantó y, con voz fuerte, a fin de ser oído por todos, dijo: -¡Los oficiales y la tripulación de la Syphanta se congratulan de recibir a bordo al comandante Henry d'Albaret!

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