8¡Veinte millones en juego!

Nadie hubiese podido prever todavía cuáles serían las consecuencias de aquel acontecimiento. Henry d'Albaret, en cuanto lo supo, pensó, naturalmente, que tales consecuencias no podrían serle sino favorables. En todo caso, el matrimonio de Hadjine Elizundo sería aplazado. Aunque la muchacha debía de estar afectada por un dolor profundo, el joven oficial no dudó en presentarse en la casa de la Strada Reale, pero no pudo ver ni a Hadjine ni a Xaris.

No le restaba, pues, sino esperar.

«¡Si, casándose con el capitán Starkos pensaba-, Hadjine se sacrificaba a la voluntad de su padre, ese matrimonio no se celebrará ahora que su padre ya no existe! » Era un razonamiento justo. Y era natural deducir que si las posibilidades de Henry d'Albaret se habían acrecentado, las de Nicolas Starkos habían disminuido.

A nadie extrañará, pues, que, al día siguiente, tuviese lugar a bordo de la sacoleva una conversación sobre este tema, provocado por Skopelo, entre su capitán y él.

Había sido el segundo de la Karysta quien, al regresar a bordo hacia las diez de la mañana, había llevado la noticia de la muerte de Elizundo, noticia que provocaba un gran revuelo en la ciudad.

Era de esperar que Nicolas Starkos, al escuchar las primeras palabras que le dijo Skopelo, se abandonase a algún arrebato de cólera. No fue así en absoluto. El capitán sabía dominarse y no le gustaba despotricar contra los hechos consumados.

-¡Ah! ¿Elizundo está muerto? -dijo simplemente.

-¡Sí!... ¡Está muerto! -¿Acaso se habrá matado? -añadió Nicolas Starkos a media voz, como si hablase consigo mismo.

-¡No, no! -respondió Skopelo, que había oído la reflexión del capitán-. Los médicos han comprobado que el banquero Elizundo ha muerto de una congestión...

-¿Fulminado? -Más o menos. ¡Perdió inmediatamente el conocimiento y no pudo pronunciar una sola palabra antes de morir! -¡Tanto da que haya sido así, Skopelo! -Sin duda, capitán, sobre todo si el asunto de Arcadia estaba ya terminado...

-Totalmente -respondió Nicolas Starkos-. Las letras nos han sido descontadas y ahora podrás recoger el convoy de prisioneros pagándolo al contado.

-¡Vaya! ¡Por todos los diablos! ¡Ya era hora! exclamó el segundo-. Pero si esta operación está acabada, ¿qué pasa con la otra? -¿La otra?... -respondió tranquilamente Nicolas Starkos-. ¡Bueno, la otra acabará como tenía que acabar! ¡No veo que la situación haya cambiado! ¡Hadjine Elizundo obedecerá a su padre muerto, como hubiese obedecido a su padre vivo, y por las mismas razones! -Así pues, capitán -prosiguió Skopelo-, ¿no tenéis intención de abandonar la partida? -¡Abandonarla! -exclamó Nicolas Starkos con un tono que indicaba su firme voluntad de superar todos los obstáculos-. Dime, Skopelo, ¿crees tú que habrá un hombre en el mundo, uno solo, que consienta en cerrar la mano, cuando sólo tiene que abrirla para que caigan en ella veinte millones? -¡Veinte millones! -repitió Skopelo, que sonreía meneando la cabeza-. ¡Sí! ¡Más o menos en veinte millones había yo estimado la fortuna de nuestro viejo amigo Elizundo! -Fortuna limpia, clara, en buenos valores prosiguió Nicolas Starkosy cuya realización podrá hacerse sin tardanza...

-En cuanto seáis su propietario, capitán, porque ahora toda esa fortuna pasará a manos de la bella Hadjine...

-¡Quien, a su vez, pasará a mis manos! ¡No temas, Skopelo! Con una sola palabra, puedo destruir el honor del banquero y, tanto después de su muerte como antes, su hija valorará más ese honor que su fortuna. Pero yo no diré nada, ¡no tendré nada que decir! ¡La presión que ejercía sobre su padre, la ejerceré sobre ella! Y estará más que contenta de aportar esos veinte millones como dote para Nicolas Starkos. ¡Si lo dudas, Skopelo, es que no conoces al capitán de la Karysta! Nicolas Starkos hablaba con tal seguridad, que su segundo, aunque poco dado a hacerse ilusiones, recuperó la convicción de que el suceso de la víspera no impediría que el negocio se llevase a cabo. Habría tan sólo un retraso, eso era todo.

La única cuestión que preocupaba a Skopelo e incluso a Nicolas Starkos, aunque éste no quisiese reconocerlo, era cuánto duraría ese retraso. No dejó de asistir, al día siguiente, a las exequias del rico banquero, que se celebraron muy sencillamente y no reunieron más que un pequeño número de personas. Allí se encontró con Henry d'Albaret; pero entre ellos no hubo más que algunas miradas cruzadas, sólo eso.

Durante los cinco días que siguieron a la muerte de Elizundo, el capitán de la Karysta intentó en vano llegar hasta la muchacha. La puerta del despacho estaba cerrada para todo el mundo. Parecía que la casa de banca hubiese muerto con el banquero.

Por lo demás, Henry d'Albaret no fue más afortunado que Nicolas Starkos. No pudo comunicarse con Hadjine ni a través de una visita ni por carta. Era para preguntarse si la joven no habría abandonado Corfú bajo la protección de Xaris, que no aparecía por ninguna parte.

No obstante, el capitán de la Karysta, lejos de abandonar sus proyectos, repetía que su realización sólo se había retrasado. Gracias a él, gracias a las maniobras de Skopelo, a los rumores que éste difundía intencionadamente, nadie dudaba del matrimonio de Nicolas Starkos y Hadjine Elizundo. Había que esperar tan sólo a que el primer período de duelo hubiese transcurrido y quizá también a que la situación financiera de la casa hubiese sido regularizada.

En cuanto a la fortuna que dejaba el banquero, se sabía que era enorme. Engrandecida, naturalmente, por las habladurías del barrio y los rumores de la ciudad, que ya la habían quintuplicado. ¡Sí! ¡Se afirmaba que Elizundo dejaba no menos de un centenar de millones! ¡Y qué heredera, la joven Hadjine, y qué hombre afortunado, aquel Nicolas Starkos, al cual estaba prometida su mano! No se hablaba de otra cosa en Corfú, en sus dos arrabales y hasta en las últimas aldeas de la isla. Por eso los papanatas afluían a la Strada Reale. A falta de algo mejor, querían por lo menos contemplar aquella casa famosa, en la cual había entrado tanto dinero y donde tanto debía de quedar, pues muy poco había salido.

La verdad es que aquella fortuna era enorme. Ascendía a casi veinte millones y, como había dicho Nicolas Starkos a Skopelo en su última conversación, se trataba de una fortuna en valores fácilmente realizables, no en propiedades inmobiliarias.

Esto fue lo que comprobó Hadjine Elizundo, y lo que Xaris comprobó con ella, durante los primeros días que siguieron a la muerte del banquero. Pero también se vieron obligados a comprobar los medios por los que aquella fortuna había sido ganada. En efecto, Xaris estaba suficientemente acostumbrado a los negocios de banca para darse cuenta de lo que había pasado en el despacho en cuanto tuvo a su disposición los libros y los papeles. Elizundo tenía, sin duda, la intención de destruirlos más tarde, pero la muerte lo había sorprendido. Estaban allí. Hablaban por sí mismos.

¡Ahora Hadjine y Xaris sabían perfectamente de dónde venían aquellos millones! ¡Ya nadie tenía que decirles sobre cuántos tráficos odiosos, sobre cuántas miserias descansaba toda aquella riqueza! ¡Ése era, pues, el cómo y el porqué de que Nicolas Starkos tuviese en su poder a Elizundo! ¡Era su cómplice! ¡Podía des-honrarlo con una palabra! ¡Luego, si le convenía desaparecer, habría sido imposible encontrar su pista! ¡Y era por su silencio por lo que hacía pagar al padre arrancándole la hija! -¡Miserable!... ¡Miserable! -exclamó Xaris.

-¡Cállate! -respondía Hadjine.

Y él se callaba, porque sentía que sus palabras llegaban más allá de Nicolas Starkos.

Sin embargo, aquella situación no podía tardar en resolverse. Era necesario, por otra parte, que Hadjine Elizundo tomara la responsabilidad de precipitar ese desenlace en interés de todos.

El sexto día después de la muerte de Elizundo, hacia las siete de la tarde, se rogaba a Nicolas Starkos, a quien Xaris esperaba en la escalera del muelle, que acudiese inmediatamente a la casa de banca.

Decir que este mensaje fue dado en un tono amable, sería ir demasiado lejos. El tono de Xaris no era precisamente dulce cuando abordó al capitán de la Karysta. Pero éste no era hombre que se dejase inquietar por tan poco, y siguió a Xaris hasta el despacho, donde fue inmediatamente introducido.

Para los vecinos, que vieron entrar a Nicolas Starkos en aquella casa, tan obstinadamente cerrada hasta entonces, ya no cabía duda de que era él quien tenía todas las probabilidades a su favor.

Nicolas Starkos encontró a Hadjine Elizundo en el gabinete de su padre. Estaba sentada delante del escritorio, sobre el cual se veía un gran número de papeles, documentos y libros. El capitán comprendió que la joven debía de haberse puesto al corriente de los negocios de la casa, y no se equivocaba. Pero, ¿conocía las relaciones que el banquero había mantenido con los piratas del Archipiélago? Eso era lo que se preguntaba.

Al entrar el capitán, Hadjine Elizundo se levantó -lo cual la dispensaba de ofrecerle que se sentasee hizo una señal a Xaris para que los dejara solos. Estaba vestida de luto. Su fisono-mía grave, sus ojos fatigados a causa del insomnio, indicaban, en toda su persona, un gran cansancio físico, pero ningún abatimiento moral. -En aquella conversación, que iba a tener tan graves consecuencias para todos los implicados en ella, la calma no debía abandonarla ni un solo instante.

-Aquí me tenéis, Hadjine Elizundo -dijo el capitán-, y estoy a vuestras órdenes. ¿Por qué me habéis hecho llamar? -Por dos motivos, Nicolas Starkos respondió la joven, que quería ir directa al grano-. En primer lugar, tengo que deciros que ese compromiso matrimonial entre nosotros, que mi padre me imponía, vos los sabéis bien, debe ser considerado como roto.

-Y yo -replicó fríamente Nicolas Starkosme limitaré a responder que, si Hadjine Elizundo habla de ese modo, tal vez es que no ha reflexionado acerca de las consecuencias de sus palabras.

-He reflexionado -respondió la joveny comprenderéis que mi resolución ha de ser irrevocable, ya que no me queda nada por saber acerca de la naturaleza de los negocios que la casa Elizundo ha hecho con vos y con los vuestros, Nicolas Starkos.

Con vivo desagrado el capitán de la Karysta recibió esta respuesta tan clara. Sin duda, esperaba que Hadjine Elizundo le notificara su rechazo en términos categóricos, pero contaba también con doblegar su resistencia haciéndole saber lo que había sido su padre y qué relaciones lo unían a él. Y resultaba que ella lo sabía todo. Aquélla era, pues, un arma, la mejor tal vez, que se quebraba en su mano. De todos modos, no se sintió desarmado, y prosiguió con un tono algo irónico: -Así que conocéis los negocios de la casa Elizundo, ¿y conociéndolos mantenéis vuestras palabras? -¡Las mantengo, Nicolas Starkos, y las mantendré siempre, porque es mi deber mantenerlas!-Debo, pues, creer -respondió Nicolas Starkosque el capitán Henry d'Albaret...

-¡No mezcléis el nombre de Henry d'Albaret en todo esto! Luego, más dueña de sí misma y para evitar cualquier provocación que pudiera producirse, añadió: -¡Vos sabéis bien, Nicolas Starkos, que el capitán D'Albaret nunca consentirá en unirse con la hija del banquero Elizundo! -¡Es un hombre exigente! -¡Es un hombre honrado! -¿Y por qué? -¡Porque nadie se casa con una heredera cuyo padre ha sido el banquero de los piratas! ¡No! ¡Un hombre honesto no puede aceptar una fortuna adquirida de un modo infame! -Pero -prosiguió Nicolas Starkosme parece que hablamos de cosas absolutamente ajenas al asunto que hay que resolver.

-¡Este asunto está resuelto! -Permitidme que os haga observar que era con el capitán Starkos, y no con el capitán D'Albaret, con quien Hadjine Elizundo debía casarse. ¡La muerte de su padre no debe de haber cambiado sus intenciones más de lo que ha cambiado las mías! -Obedecía a mi padre -respondió Hadjine-, le obedecía sin saber nada de los motivos que lo obligaban a sacrificarme. ¡Ahora sé que salvaba su honor obedeciéndole! -Y bien, si lo sabéis... -respondió Nicolas Starkos.

-Sé -prosiguió Hadjine interrumpiéndole-, sé que fuisteis vos, su cómplice, quien lo arrastró a esos negocios odiosos, vos quien ha hecho entrar esos millones en esta casa de banca, antes honorable. Sé que habéis debido de amenazarlo con revelar públicamente su infamia, si rehusaba daros a su hija. ¿De verdad alguna vez habéis podido creer, Nicolas Starkos, que consintiendo en desposaros hacía otra cosa que obedecer a mi padre? -Está bien, Hadjine Elizundo, ya no me queda nada de lo que informaros. Pero si estabais preocupada por el honor de vuestro padre durante su vida, debéis estarlo del mismo modo después de su muerte y, por poco que persistáis en no mantener vuestro compromiso conmigo...

-¡Lo diréis todo, Nicolas Starkos! -exclamó la joven con tal expresión de disgusto y desprecio que un ligero rubor apareció en la frente del desvergonzado personaje.

-¡Sí... todo! -replicó.

-¡No lo haréis, Nicolas Starkos! -¿Y por qué? -¡Sería acusaros vos mismo! -¡Acusarme, Hadjine Elizundo! ¿Pensáis acaso que esos negocios han sido hechos bajo mi nombre? ¿Imagináis que es Nicolas Starkos quien recorre el Archipiélago y trafica con prisioneros de guerra? ¡No! ¡Hablando, no me comprometería! ¡Y si vos me forzáis, hablaré! La muchacha miró al capitán a la cara. Sus ojos, que tenían toda la audacia de la honestidad, no se apartaron de los de él, a pesar de lo espantosos que eran.

-Nicolas Starkos -prosiguió-, podría desarmaros con una palabra, pues no es ni por simpatía ni por amor hacia mí por lo que habéis exigido este matrimonio! ¡Es simplemente para convertiros en el dueño de la fortuna de mi padre! ¡Sí! Podría deciros: ¡Lo único que queréis son esos millones!... ¡Pues bien, aquí están!...

¡Tomadlos!... ¡Y que no vuelva a veros jamás!...

¡Pero no diré tal cosa, Nicolas Starkos!... Esos millones, que yo heredo..., no los tendréis... ¡Me los quedaré yo!... ¡Y haré de ellos el uso que me convenga!... ¡No! ¡No los tendréis!... ¡Y, ahora, salid de esta habitación!... ¡Salid de esta casa!...

¡Fuera! Hadjine Elizundo, con el brazo extendido y la cabeza alta, parecía entonces maldecir al capitán, como Andronika lo había maldecido, algunas semanas antes, desde el umbral de la casa paterna. Pero si aquel día Nicolas Starkos había retrocedido ante el gesto de su madre, esta vez caminó resueltamente hacia la muchacha:-Hadjine Elizundo -dijo en voz baja-. ¡Sí! ¡Necesito esos millones!... ¡De una forma u otra, los necesito... y los tendré! -¡No!... ¡Antes los destruiré! ¡Antes los tiraré a las aguas del golfo! -respondió Hadjine.

-¡Os digo que los tendré!... ¡Los quiero! Nicolas Starkos había agarrado a la joven por el brazo. La cólera lo ofuscaba. Ya no era dueño de sí mismo.

Su mirada se nublaba. ¡Habría sido capaz de matarla! Hadjine Elizundo vio todo eso en un instante. ¡Morir! ¡Qué le importaba ahora! La muerte no la hubiese aterrorizado. Pero la enérgica joven había dispuesto para sí misma algo muy diferente... Se había condenado a vivir.

-¡Xaris! -gritó.

La puerta se abrió. Apareció Xaris. -¡Xaris, echa a este hombre! Nicolas Starkos no había tenido tiempo de volverse y ya estaba sujeto por dos brazos de hierro. Le faltó la respiración. Quiso hablar, gritar... No lo consiguió, como tampoco consiguió liberarse de aquella horrible presión. Luego, todo magullado, medio ahogado, incapacitado para rugir..., fue dejado en la puerta de la casa.

Allí, Xaris sólo pronunció estas palabras: -No os mato, porque ella no me ha dicho que os mate. ¡Cuando me lo diga, lo haré! Y volvió a cerrar la puerta.

A esa hora, la calle estaba ya desierta. Nadie había podido ver lo que acababa de pasar, es decir, que Nicolas Starkos acababa de ser expulsado de la casa del banquero Elizundo. Pero lo habían visto entrar en ella y eso bastaba. Así pues, cuando Henry d'Albaret se enteró de que su rival había sido recibido allí donde a él se le negaba la entrada, tuvo que pensar, como todo el mundo, que el capitán de la Karysta seguía estando en relación con la muchacha, en condición de prometido.

¡Qué golpe fue para él! Nicolas Starkos, admitido en aquella casa de la que él se veía excluido por una consigna despiadada. Al principio sintió la tentación de maldecir a Hadjine, ¿y quién no lo hubiera hecho en su lugar? Pero consiguió dominarse, el amor venció a la cólera y, aunque las apariencias estuviesen contra la muchacha, exclamó: -¡No! ¡No!... ¡Eso no es posible!... ¡Ella... de ese hombre!... ¡No puede ser! ¡No es así! Entretanto, a pesar de las amenazas que había hecho a Hadjine Elizundo, Nicolas Starkos, después de haber reflexionado, había decidido callarse. Resolvió no revelar nada acerca de aquel secreto que pesaba sobre la vida del banquero. Aquello le dejaba en completa libertad para actuar, y siempre habría tiempo de hacerlo, más tarde, si las circunstancias lo exigían.

Esto fue lo que convinieron Skopelo y él. No ocultó nada al segundo de la Karysta acerca de lo que había pasado durante su visita a Hadjine Elizundo. Skopelo aprobó su decisión de no decir nada y de reservarse, todo y observando que las cosas no tomaban en absoluto un cariz favorable a sus proyectos. Lo que lo inquietaba, sobre todo, era que la heredera no quisiese comprar su discreción dándoles la herencia.

¿Por qué? Verdaderamente, no comprendía nada.

Durante los días siguientes, hasta el 12 de noviembre, Nicolas Starkos no abandonó su barco, ni siquiera una hora. Buscaba y combinaba los diversos medios que podrían llevarlo a conseguir su objetivo. Además, contaba también con la buena suerte, que siempre lo había servido durante el curso de su abominable existencia... Esta vez, se equivocaba al contar con ella.Por su parte, Henry d'Albaret no vivía menos apartado. No había creído oportuno renovar sus tentativas de ver a la joven. Pero no desesperaba.

El día 12, por la noche, le llevaron una carta a su hotel.

Aquella carta no contenía más que unas líneas, escritas por la mano de la muchacha. He aquí lo que decía: Henry, La muerte de mi padre me ha devuelto la libertad, pero debéis renunciar a mí. Nunca seré de Nicolas Starkos, ¡un miserable!, pero tampoco puedo ser vuestra. La hija del banquero Elizundo no es digna de vos. ¡Un hombre honrado! ¡Perdón y adiós! HADJINE ELIZUNDO Al recibir esta carta, Henry d'Albaret, sin detenerse a reflexionar, corrió a la casa de la Strada Reale...

La casa estaba cerrada, abandonada, desierta, como si Hadjine Elizundo la hubiese dejado con su fiel Xaris para no volver a ella jamás.

Share on Twitter Share on Facebook