6 ¡Guerra a los piratas del Archipiélago!

La dirección de nornoroeste que llevaba la sacoleva había de conducirla a través del pintoresco semillero de las islas Jónicas, donde en cuanto se pierde una de vista, ya se divisa la otra.

Por suerte para ella, la Karysta, con su aspecto de honrado navío levantino, mitad yate de placer, mitad buque mercante, no dejaba traslucir nada acerca de su origen. De no ser por eso, no hubiera sido prudente por parte de su capitán arriesgarse de tal forma, pasando bajo los cañones de los fuertes británicos y poniéndose a merced de las fragatas del Reino Unido.

Tan sólo unas quince leguas marinas separan Arcadia de la isla de Zante, «la flor de Levante», como la llaman poéticamente los italianos. Desde el fondo del golfo, por donde cruzaba entonces la Karysta, se divisan incluso las cumbres verdeantes del monte Scopos, sobre cuya ladera, y reemplazando los espesos bosques cantados por Homero y Virgilio, se escalonan los macizos de olivares y naranjos.

El viento era bueno, un terral bien formado que le enviaba el sudeste. De modo que la sacoleva, bajo sus bonetas de gavia y de juanete, hendía rápidamente las aguas de Zante, entonces casi tan tranquilas como las de un lago.

Hacia el anochecer, pasó ante la capital, que lleva el mismo nombre que la isla. Se trata de una bonita ciudad italiana, surgida sobre la tierra de Zacinto, hijo del troyano Dárdano.

Desde la cubierta de la Karysta, sólo se veían las luces de la ciudad, que se curva sobre un espacio de una media legua siguiendo el borde de una bahía circular. Aquellas luces, esparcidas a diferentes alturas, desde los muelles del puerto hasta la punta más elevada del castillo de origen veneciano, edificado a trescientos pies por encima del nivel del mar, formaban como una enorme constelación, cuyas estrellas más brillantes señalaban el emplazamiento de los palacios renacentistas de la calle principal y de la catedral de San Dionisio de Zacinto.

Nicolas Starkos no podía establecer con la población zantia, profundamente cambiada a raíz de los contactos con los venecianos, los franceses, los ingleses y los rusos, el tipo de relaciones comerciales que lo unían a los turcos del Peloponeso. No había, pues, ninguna señal que enviar a los vigías del puerto ni había tampoco razón alguna para recalar en aquella isla, que fue la patria de dos poetas célebres: uno, Hugo Foscolo, italiano de finales del siglo XVIII; el otro, Salomos, una de las glorias de la Grecia moderna.

La Karysta atravesó el estrecho brazo de mar que separa Zante de la Acaya y de la Élida. Sin duda, hubo a bordo más de un oído que se sintió ofendido al escuchar los cantos que traía la brisa como si hubiesen sido otras tantas barcarolas escapadas del Lido. Pero había que resignarse. La sacoleva pasó por entre aquellas melodías italianas y, a la mañana siguiente, se encontraba atravesando el golfo de Patrás, profunda escotadura que continúa el golfo de Lepanto hasta el istmo de Corinto.

Nicolas Starkos se hallaba entonces sobre la proa de la Karysta. Su mirada recorría toda aquella costa de Acarnania, que dibujaba el límite septentrional del golfo. De allí surgían grandes e imperecederos recuerdos, que habrían debido encoger el corazón de un hijo de Grecia, ¡si ese hijo no hubiera, desde hacía ya tanto tiempo, negado y traicionado a su madre! -¡Misolonghi! -dijo entonces Skopelo, tendiendo la mano en dirección al noreste-. ¡Mala gente! ¡Prefieren saltar por los aires antes que rendirse! En efecto, dos años antes, los compradores de prisioneros y los vendedores de esclavos no habrían tenido nada que hacer allí. Después de diez meses de lucha, los asediados de Misolonghi, quebrantados por la fatiga y exhaustos a causa del hambre, en vez de capitular ante Ibrahim, habían hecho estallar la ciudad y la fortaleza. Hombres, mujeres, niños, todos habían perecido en la explosión, que no perdonó tampoco a los vencedores.

Y, el año anterior, casi en el mismo lugar donde acababa de ser enterrado Marco Botsaris, uno de los héroes de la guerra de la Independencia, había venido a morir el descorazonado y desesperado lord Byron, cuyos despojos reposan ahora en Westminster. ¡Sólo su corazón permaneció en esta tierra de Grecia que amaba y que no volvió a ser libre hasta después de su muerte! Un gesto violento, ésa fue toda la respuesta que Nicolas Starkos dio a la observación de Skopelo. Luego, la sacoleva, alejándose rápidamente del golfo de Patrás, se encaminó hacia Cefalonia.

Con aquel viento que los impulsaba, no se necesitaban más que algunas horas para cubrir la distancia que separa Cefalonia de la isla de Zante. Además, la Karysta no se dirigió hacia Argostolion, la capital, cuyo puerto, poco profundo, es cierto, no es por ello menos excelente para los navíos de tonelaje mediano. Por el contrario, se metió audazmente por los estrechísimos canales que bañan su costa oriental y, hacia las seis y media de la tarde, alcanzaba la punta de Thiaki, la antigua Ítaca.

Esta isla, de ocho leguas de largo por una legua y media de ancho, singularmente rocosa, soberbiamente salvaje, rica en aceite y en vino, que produce en abundancia, cuenta con unos diez mil habitantes. Sin tener una historia propia, ha dejado, sin embargo, un nombre célebre en la antigüedad. Fue la patria de Ulises y Penélope, cuyos recuerdos se encuentran aún en las cimas del Anogi, en las profundidades de la caverna del monte de San Esteban, en medio de las ruinas del monte CE, a través de los campos de Eumea y al pie del Roquedal de los Cuervos, sobre el cual debieron de fluir las poéticas aguas de la fuente de Aretusa.

A medida que caía la noche, la tierra del hijo de Laertes había ido desapareciendo poco a poco en la sombra, unas quince leguas más allá del último promontorio de Cefalonia. Durante la noche, la Karysta, haciéndose un poco a la mar con el fin de evitar el estrecho paso que separa la punta norte de Itaca de la punta sur de San Mauro, siguió, a unas dos millas de la orilla, la costa oriental de esta isla.

Bajo la luz de la luna, se habría podido percibir vagamente, dominando el mar desde una altura de ciento ochenta metros, una especie de acantilado blanquecino: era el salto de Léucade, que Safo y Artemisa hicieron famoso. Pero cuando salió el sol, no quedaba, al sur, ningún rastro de esta isla, que se conoce también por el nombre de Léucade, y la sacoleva, acercándose a la costa albanesa, se dirigió, a toda vela a barlovento, hacia la isla de Corfú.

Nicolas Starkos tenía que hacer todavía unas veinte leguas aquel día si quería entrar, antes de la noche, en las aguas que bañan la capital de la isla.

La audaz Karysta, forzando de tal modo las velas que su borda se deslizaba a ras de agua, cubrió rápidamente aquellas veinte leguas. La brisa había arreciado considerablemente. El timonel tuvo, pues, que poner toda su atención para no empeñar bajo aquel enorme velamen.

Por suerte, los mástiles eran sólidos y el aparejo casi nuevo y de calidad superior. No se tomó ni un rizo, ni se amainó una boneta.

La sacoleva se comportó como lo habría hecho si se hubiese tratado de una carrera de velocidad en alguna competición internacional.

De este modo, pasaron ante la pequeña isla de Paxos. Hacia el norte, se dibujaban ya las primeras alturas de Corfú. A la derecha, la costa albanesa se perfilaba en el horizonte con los recortes dentados de los montes Acrauceronianos. En aquellos parajes tan frecuentados del mar Jónico, se veían algunos buques de guerra, que llevaban pabellón inglés o pabellón turco. La Karysta no intentó evitar a unos más que a otros. Si le hubieran hecho alguna señal para que se pusiera de través, habría obedecido sin vacilación, pues no llevaba a bordo cargamento ni papel alguno que pudiese denunciar su origen.

A las cuatro de la tarde, la sacoleva ceñía un poco el viento para entrar en el estrecho que separa la isla de Corfú de la tierra firme. Las escotas fueron tensadas, y el timonel orzó un cuarto, a fin de rebasar el cabo Blanco, en el extremo sur de la isla.

En esta primera porción del canal el paisaje es más placentero que en su parte septentrional. Por eso mismo, produce un afortunado contraste con la costa albanesa, entonces prácticamente inculta y medio salvaje. Algunas millas más lejos, el estrecho se ensancha por la escotadura del litoral corfiota. La sacoleva pudo, pues, largar un poco, para atravesarlo oblicuamente. Son estas hendiduras, profundas y multiplicadas, las que dan a la isla sesenta y cinco leguas de perímetro, mientras que sólo cuentan veinte en su longitud máxima y seis en su máxima anchura.

Hacia las cinco, la Karysta arranchaba, cerca del islote de Ulises, la abertura que comunica el lago Kalikiopulo, el antiguo puerto hilaico, con el mar. Luego siguió los contornos de ese encantador «canalón», plantado de acíbares y agaves, frecuentado ya entonces por los coches y los jinetes, que van a buscar, una legua al sur de la ciudad, junto con la frescura marina, todo el encanto de un admirable panorama, cuyo horizonte, al otro lado del canal, es la costa albanesa. Pasó por delante de la bahía de Kardakio y las ruinas que la dominan, por delante del palacio de verano de los Altos Lores Comisarios, de jando a su izquierda la bahía de Kastradés, sobre la cual se extiende formando un arco el arrabal del mismo nombre, la Strada Marina, que es menos una calle que un paseo, luego la prisión, el antiguo fuerte Salvador y las primeras casas de la capital corfiota. La Karysta dobló entonces el cabo Sidero sobre el que se asienta la ciudadela, suerte de pequeña villa militar, suficientemente grande como para albergar la residencia del comandante, los alojamientos de sus oficiales, un hospital y una iglesia griega, de la cual los ingleses habían hecho un templo protestante. Finalmente, dirigiéndose sin vacilar al oeste, el capitán Starkos dobló la punta San Nikolo y, después de haber avanzado a lo largo de la orilla, en la cual se escalonan las casas del norte de la ciudad, fondeó a una distancia del muelle de medio cable.

Prepararon el bote. Nicolas Starkos y Skopelo ocuparon su lugar en él, no sin que el capitán hubiese pasado por su cinturón uno de esos cuchillos de hoja corta y ancha, muy usados en las provincias de Mesenia. Ambos desembarcaron en la Oficina de Sanidad y mostraron los papeles de a bordo, que estaban perfectamente en regla. Así pues, después de acordar encontrarse de nuevo a las once para regresar a bordo, quedaron libres para ir adonde les conviniera.

Skopelo, encargado de los intereses de la Karysta, se hundió en la parte comercial de la ciudad, a través de callecitas estrechas y tortuosas, con nombres italianos y tiendas con soportales, con toda la mezcolanza de un barrio napolitano.Nicolas Starkos, por su parte, quería consagrar aquella tarde a sondear el ambiente. Se dirigió, pues, hacia la explanada, el barrio más elegante de la ciudad corfiota.

La explanada o plaza de armas, plantada lateralmen te de hermosos árboles, se extiende entre la ciudad y la ciudadela, de la cual se halla separada por un ancho foso.

Extranjeros e indígenas formaban entonces allí un incesante vaivén, que no era en absoluto el de una fiesta. Los mensajeros entraban en el palacio, construido al norte de la plaza por el general Maitland, y volvían a salir por las puertas de San Jorge y San Miguel, que flanquean su fachada de piedra blanca. Un incesante intercambio de comunicaciones se llevaba a cabo de este modo entre el palacio del gobernador y la ciudadela, cuyo puente levadizo estaba bajado delante de la estatua del mariscal de Schulembourg.

Nicolas Starkos se mezcló con la multitud.

Se dio perfecta cuenta de que toda aquella gente estaba bajo el dominio de una emoción fuera de lo común. No siendo hombre al que gustara preguntar, se contentó con escuchar. Lo que más impacto causó en su ánimo fue un nombre, invariablemente repetido en todos los corrillos con calificaciones que denotaban poca simpatía: el nombre de Sacratif.

Al principio, ese nombre pareció excitar ligeramente su curiosidad; pero, después de haberse encogido levemente de hombros, continuó descendiendo por la explanada, hasta la terraza en la que ésta termina dominando el mar.

Allí, algunos curiosos se habían colocado alrededor de un pequeño templo en forma circular, que había sido levantado recientemente a la memoria de sir Thomas Maitland. Unos años más tarde, un obelisco sería erigido en aquel lugar en honor de uno de sus sucesores, sir Howard Douglas, para hacer pareja con la estatua del Alto Lord Comisario que había entonces, Frederik Adam, cuyo lugar estaba ya señalado delante del palacio del gobierno. Es probable que, si el protectorado de Inglaterra no hubiese acabado y las islas Jónicas no hubiesen entrado a formar parte del reino helénico, las calles de Corfú hubiesen estado plagadas de estatuas de sus gobernadores. De todos modos, una buena parte de los corfiotas no pensaba siquiera en censurar aquella prodigalidad de hombres de bronce o de piedra y, tal vez, más de uno echa de menos ahora, junto con el antiguo estado de cosas, las actuaciones administrativas de los representantes del Reino Unido.

Pero si, a este respecto, existen opiniones bastante diversas; si, entre los setenta mil habitantes que cuenta la antigua Corcira y entre los veinte mil habitantes de su capital, hay cristianos ortodoxos, cristianos griegos y gran número de judíos, que, en aquella época, ocupaban un barrio aislado, una especie de gueto; si, en la existencia ciudadana de estas razas diferentes, había ideas divergentes a propósito de intereses diversos, aquel día toda disensión parecía haberse fundido en un pensamiento común, en una suerte de maldición dirigida contra aquel nombre que se repetía sin cesar: -¡Sacratif! ¡Sacratif! ¡Guerra al pirata Sacratif! Y aunque aquellas gentes que iban y venían hablasen inglés, italiano o griego, aunque la pronunciación de aquel nombre execrado difiriese, los anatemas con los cuales se lo abrumaba eran, sin embargo, la expresión del mismo sentimiento de horror.

Nicolas Starkos seguía escuchando y no decía nada. Desde lo alto de la terraza, sus ojos podían fácilmente recorrer gran parte del canal de Corfú, cerrado como un lago hasta las montañas de Albania, que el sol poniente doraba en la cima.

Luego, volviéndose hacia el lado del puerto, el capitán de la Karysta observó que había en él un movimiento considerable. Numerosas embarcaciones se dirigían hacia los navíos de guerra. Se intercambiaban señales entre estos navíos y el asta de bandera erigida en la cima de la ciudadela, cuyas baterías y casamatas desaparecían detrás de una cortina de acíbares gigantescos.

Evidentemente -y, ante todos estos síntomas, un marino no podía equivocarse-, uno o varios navíos se preparaban para abandonar Corfú. Si así era, la población corfiota, hay que reconocerlo, se tomaba en ello un interés verdaderamente extraordinario.

El sol había desaparecido ya detrás de las altas cumbres de la isla, y, dado que el crepúsculo es bastante corto en esa latitud, no tardaría en hacerse de noche.

Nicolas Starkos juzgó, pues, que era el momento de abandonar la terraza. Volvió a bajar la explanada, dejando en aquel lugar a la mayoría de los espectadores, a los que un sentimiento de curiosidad retenía aún allí. Luego se dirigió con paso tranquilo hacia los soportales de la hilera de casas que limita el lado oeste de la plaza de Armas.

Allí no faltaban ni los cafés, llenos de luces, ni las hileras de sillas dispuestas sobre la calzada, ocupadas ya por numerosos consumidores.

Es necesario hacer notar, sin embargo, que éstos charlaban más que «consumían», si es que, de todos modos, tal palabra, por ser demasiado moderna, puede aplicarse a los corfiotas de hace cincuenta años.

Nicolas Starkos se sentó a una pequeña mesa, con la clara intención de no perderse ni una sola palabra de las frases que se intercambiaban en las mesas vecinas.

-¡La verdad -decía un armador de la Strada Marinaes que ya no hay seguridad para el comercio y nadie se atrevería a arriesgar un cargamento de valor en los puertos de Levante! -¡Y pronto -añadió su interlocutor, uno de esos ingleses gordos que parecen estar siempre sentados sobre un fardo, como el presidente de su cámarano se encontrarán tripulaciones que quieran servir a bordo de los navíos del Archipiélago! -¡Oh! ¡Ese Sacratif!... ¡Ese Sacratif! -se repetía con verdadera indignación en los diferentes grupos.

«¡El nombre ideal para desollar el gaznate pensaba el dueño del caféy que debería empujar a refrescarlo! » -¿A qué hora debe partir la Syphanta? preguntó el hombre de negocios.

-A las ocho -respondió el corfiota-. ¡Pero añadió en un tono que no denotaba una confianza absolutano basta con partir, hay que llegar al destino! -¡Llegará! -exclamó otro corfiota-. Nadie podrá decir que un pirata haya hecho fracasar a la marina británica...

-¡Ni a la marina griega, ni a la marina francesa, ni a la marina italiana! -añadió flemáticamente un oficial inglés que quería que cada Estado tuviese su parte en aquel enojoso asunto. -En cualquier caso -dijo el hombre de negocios levantándose-, se acerca el momento, y si queremos asistir a la partida de la Syphanta, ya va siendo hora de que nos dirijamos a la explanada.

-No -respondió su interlocutor-, no hay prisa. Por otra parte, tienen que anunciar la maniobra de salida con un cañonazo.

Y los contertulios siguieron tocando su parte en el concierto de las maldiciones proferidas contra Sacratif.

Sin duda, Nicolas Starkos creyó que el momento era favorable para intervenir, y, sin que el menor acento pudiese revelar en él a un nativo de la Grecia meridional, dijo dirigiéndose a sus vecinos de mesa: -Señores, ¿podría preguntaros, si no os importa, qué es esa Syphanta de la que todo el mundo habla hoy? -Es una corbeta, señor -le respondieron-, una corbeta comprada, equipada y armada por una compañía de hombres de negocios ingleses, franceses y corfiotas, en la cual viaja una tripulación de esas diferentes nacionalidades y que debe zarpar bajo las órdenes del bravo capitán Stradena. ¡Tal vez él consiga lo que no han logrado los buques de guerra de Inglaterra y Francia! -¡Ah! -dijo Nicolas Starkos-. ¡Lo que parte es una corbeta!... Y, por favor, ¿hacia qué parajes? -¡Hacia aquellos en los que podrá encontrar, apresar y colgar al famoso Sacratif! -¿Y seríais tan amables de decirme -insistió Nicolas Starkosquién es ese famoso Sacratif? -¿Preguntáis quién es Sacratif? -exclamó estupefacto el corfiota, a quien el inglés hizo eco, acentuando su respuesta con un «¡oh!» de sorpresa.

El hecho es que un hombre que ignoraba todavía quién era Sacratif, en medio de la ciudad de Corfú y en el momento mismo en que ese nombre estaba en todas las bocas, podía ser mirado como un fenómeno.

El capitán de la Karysta se dio cuenta enseguida del efecto que producía su ignorancia.

Por eso, se apresuró a añadir: -Soy extranjero, señores, acabo de llegar de Zara, que es tanto como decir que vengo del fondo del Adriático, y no estoy al corriente de lo que pasa en las islas Jónicas.

-¡Decid mejor de lo que pasa en el Archipiélago! -exclamó el corfiota-. ¡Es todo el Archipiélago lo que Sacratif ha tomado como el teatro de sus piraterías! -¡Ah! -dijo Nicolas Starkos-. ¿Se trata de un pirata? -Un pirata, un corsario, un parásito del mar –replicó el obeso inglés-. ¡Sí! ¡Sacratif merece todos esos nombres e incluso todos los que sería necesario inventar para calificar a semejante malhechor! En ese punto, el inglés respiró un instante para retomar aliento. Luego añadió: -¡Lo que me sorprende, señor, es que sea posible encontrar a un europeo que no sepa quién es Sacratif! -¡Oh! -respondió Nicolas Starkos-. Ese nombre no me es totalmente desconocido, señor, creedme; pero ignoraba que hubiese sido él quien ha revolucionado hoy a toda la ciudad.

¿Acaso Corfú se halla amenazada por una incursión de ese pirata? -¡No se atrevería! -exclamó el hombre de negocios-. ¡Jamás se arriesgaría a poner los pies en nuestra isla! -¡Ah! ¿De veras? -respondió el capitán de la Karysta.

-¡Sin lugar a dudas, señor, y si lo hiciera, las horcas, sí, las horcas brotarían por sí mismas en todos los rincones de la isla para atraparlo cuando pasase! -Pero entonces, ¿de dónde viene toda esta agitación? -preguntó Nicolas Starkos-. He llegado hace apenas una hora y no comprendo tanto movimiento...

-Pues veréis, señor -respondió el inglés-. Dos buques mercantes, el Three Brothers y el Carnatic, fueron capturados, hace un mes aproximadamente, por Sacratif, y todos los sobrevivientes de las dos tripulaciones han sido vendidos en los mercados de Tripolitania.

-¡Oh! -respondió Nicolas Starkos-. Ése sí que es un feo asunto. ¡Sacratif podría tener que arrepentirse de ello! -Entonces -prosiguió el corfiota-, algunos hombres de negocios se asociaron para armar una corbeta de guerra, un excelente velero, con una tripulación elegida y al mando de un intrépido marino, el capitán Stradena, que va a dar caza a ese Sacratif. ¡Esta vez, cabe esperar que ese pirata, que tiene en jaque todo el comercio del Archipiélago, no escape a su suerte! -Será muy difícil, efectivamente -respondió Nicolas Starkos.

-Y si veis la ciudad conmocionada -añadió el hombre de negocios inglés-, si toda la población se ha dirigido hacia la explanada, es para asistir a la salida de la Syphanta, a la que saludarán con varios miles de hurras cuando descienda por el canal de Corfú.

Nicolas Starkos sabía, sin duda, todo lo que deseaba saber. Dio las gracias a sus interlocutores y luego, levantándose, fue de nuevo a mezclarse con la multitud que llenaba la explanada.

Lo que aquellos ingleses y aquellos corfiotas habían dicho no tenía nada de exagerado. ¡Era sólo la verdad! Desde hacía algunos años, las depredaciones de Sacratif se manifestaban por medio de actos indignantes. Muchos buques mercantes de todas las nacionalidades habían sido atacados por aquel pirata, tan audaz como sanguinario. ¿De dónde venía? ¿Cuál era su origen? ¿Pertenecía a esa raza de corsarios procedentes de las costas de Berbería? ¿Quién hubiera podido precisarlo? Nadie lo conocía.

Nadie lo había visto jamás. Ni uno solo de aquellos que se habían hallado bajo el fuego de sus cañones había regresado. Unos habían sido asesinados. Otros, reducidos a la esclavitud.

¿Quién hubiera podido identificar los barcos en los que viajaba? Pasaba sin cesar de uno a otro.

Tan pronto atacaba con un rápido bergantín levantino, como con una de esas ligeras corbetas que era imposible superar en velocidad, y siempre bajo pabellón negro. Si en esos encuentros no era el más fuerte, si se veía obligado a salvarse por medio de la fuga, en presencia de algún temible navío de guerra, desaparecía de repente. ¿Y en qué refugio desconocido, en qué rincón ignorado del Archipiélago, hubiera nadie intentado dar con él? Conocía los más secretos pasos de aquellas costas, cuya hidrografía dejaba todavía mucho que desear en esa época.

Si el pirata Sacratif era un buen marino, también era un hombre terrible en el combate.

Siempre secundado por tripulaciones que no retrocedían ante nada, no olvidaba nunca concederles, después del combate, la «parte del diablo», es decir, algunas horas de matanza y pillaje. Por eso, sus compañeros lo seguían a todas partes adonde quería llevarlos. Ejecutaban sus órdenes, cualesquiera que fuesen. Todos se habrían dejado matar por él. La amenaza del más espantoso suplicio no los hubiese hecho denunciar a su jefe, que ejercía sobre ellos una verdadera fascinación. Es raro que un navío pueda resistir a tales hombres lanzados al abordaje, sobre todo un buque mercante, que carece de medios de defensa suficientes.

En todo caso, si Sacratif, a pesar de toda su habilidad, hubiese sido sorprendido por un barco de guerra, se habría hecho saltar por los aires antes de rendirse. Se decía incluso que, en un caso como ése, faltándole proyectiles, había cargado sus cañones con las cabezas recién cortadas de los cadáveres que cubrían la cubierta.

Tal era el hombre que la Syphanta tenía la misión de perseguir. Así era aquel temible pirata, cuyo nombre, execrado por todos, causaba tanta agitación en la ciudad corfiota.

Pronto, una detonación resonó. Una humareda se elevó con un vivo relámpago sobre el terraplén de la ciudadela. Era la señal de partida. La Syphanta zarpaba e iba a atravesar el canal de Corfú para alcanzar los parajes meridionales del mar Jónico.

Toda la multitud se dirigió al borde de la explanada, hacia la terraza del monumento a sir Maitland.

Nicolas Starkos, arrastrado imperiosamente por un sentimiento más intenso quizá que el de una simple curiosidad, se encontró pronto en primera fila de los espectadores.

Poco a poco, bajo la claridad de la luna, apareció la corbeta con sus luces de posición.

Avanzaba bolineando, con objeto de pasar a bordadas el cabo Blanco, que se alarga al sur de la isla. Un segundo cañonazo partió de la ciudadela, luego un tercero, a los que respondieron tres detonaciones que iluminaron las portas de la Syphanta. A las detonaciones sucedieron miles de hurras. Los últimos llegaron a la corbeta cuando ésta doblaba la bahía de Kardakio.

Después, todo volvió a sumirse en el silencio. Poco a poco, la multitud, fluyendo a través de las calles del arrabal de Kastradés, dejó el campo libre a los raros paseantes que un interés de negocios o de placer retenía sobre la explanada.

Todavía durante una hora permaneció pensativo Nicolas Starkos, en la vasta plaza de Armas, casi desierta. Pero el silencio no debía de reinar ni en su cabeza ni en su corazón. Sus ojos brillaban con un fuego que sus párpados no conseguían enmascarar. Su mirada, como por un movimiento involuntario, se orientaba en dirección a aquella corbeta que acababa de desaparecer detrás de la masa confusa de la isla.Cuando las once sonaron en la iglesia de San Espiridión, Nicolas Starkos se dispuso a reunirse con Skopelo en el lugar en el que lo había citado, cerca de la Oficina de Sanidad. Así pues, remontó las calles del barrio que van hacia el Fuerte Nuevo y pronto llegó al muelle.

Skopelo lo esperaba allí.

El capitán de la sacoleva fue hacia él: -¡La corbeta Syphanta acaba de partir! -le dijo. -¡Ah! -dijo Skopelo.

-Sí... ¡Para dar caza a Sacratif! -¡Ésa u otra, qué importa! -respondió simplemente Skopelo señalando el gig, que se balanceaba, al pie de la escala, sobre las últimas ondulaciones de la resaca.

Instantes después, la embarcación atracaba junto a la Karysta, y Nicolas Starkos saltaba a bordo diciendo: -¡Hasta mañana, en casa de Elizundo!

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