7 Lo inesperado

Al día siguiente, hacia las diez de la mañana, Nicolas Starkos desembarcaba en el muelle y se dirigía hacia la casa de banca. No era la primera vez que se presentaba en el despacho y siempre había sido recibido como un cliente cuyos asuntos no hay que desdeñar.

Sin embargo, Elizundo lo conocía. Debía de saber muchas cosas acerca de su vida. Ni siquiera ignoraba que fuese el hijo de aquella patriota, de la cual había hablado un día a Henry d'Albaret. Pero nadie sabía ni podía saber lo que era el capitán de la Karysta.

Era evidente que se esperaba a Nicolas Starkos, ya que fue recibido en cuanto se presentó.

En efecto, la carta, fechada en Arcadia, que había llegado cuarenta y ocho horas antes era suya. Por lo tanto, fue inmediatamente conducido al despacho donde se encontraba el banquero, quien tomó la precaución de cerrar la puerta con llave. Elizundo y su cliente estaban ahora solos frente a frente. Nadie vendría a molestarlos. Nadie oiría lo que iba a ser dicho en aquella conversación.

-Buenos días, Elizundo -dijo el capitán de la Karysta, dejándose caer sobre un sillón con la familiaridad de un hombre que estuviese en su propia casa-. ¡Pronto hará seis meses que no os había visto, aunque hayáis tenido a menudo noticias mías! Por eso, no he querido pasar tan cerca de Corfú sin detenerme, para tener el placer de estrecharos la mano.

-No es para verme ni para hacerme cumplidos para lo que habéis venido, Nicolas Starkos respondió el banquero con voz sorda-. ¿Qué queréis de mí? -¡Eh! -exclamó el capitán-. ¡Ahora reconozco a mi viejo amigo Elizundo! ¡Nada a los sentimientos, todo a los negocios! ¡Hace mucho tiempo que habéis debido de meter vuestro corazón en el cajón más secreto de vuestra caja, un cajón cuya llave habéis perdido! -¿Queréis explicarme lo que os trae aquí y por qué me habéis escrito? -insistió Elizundo.

-¡Tenéis razón, Elizundo! ¡Dejémonos de tonterías! ¡Seamos serios! ¡Hoy tenemos que discutir asuntos muy graves y no pueden esperar!-Vuestra carta me habla de dos asuntos continuó el banquero-, uno que entra en la categoría de nuestras relaciones habituales y otro que es puramente personal.

-En efecto, Elizundo.

-¡Y bien, hablad, Nicolas Starkos! ¡Tengo prisa por conocer los dos! Como se ve, el banquero se expresaba muy categóricamente. Quería, de ese modo, exhortar a su visitante a que se explicara, sin utilizar subterfugios o escapatorias. Pero lo que contrastaba con la nitidez de estas preguntas era el tono un poco sordo con que las hacía. Evidentemente, de aquellos dos hombres, situados uno frente a otro, no era precisamente el banquero quien controlaba la situación.

Por eso, el capitán de la Karysta no pudo esconder una media sonrisa, que Elizundo, con los ojos bajos, no vio.

-¿Cuál de las dos cuestiones abordaremos primero? -preguntó Nicolas Starkos.

-¡Primero la que es puramente personal! respondió vivamente el banquero.

-Yo prefiero comenzar por la que no lo es replicó el capitán en un tono cortante.

-Está bien, Nicolas Starkos. ¿De qué se trata? -Se trata de un convoy de prisioneros que tenemos que recoger en Arcadia. Allí hay doscientas treinta y siete cabezas, hombres, mujeres y niños, que serán transportados a la isla de Escarpanto, desde donde yo me encargaré de conducirlos a la costa berberisca. Pero vos ya sabéis, Elizundo, pues hemos hecho a menudo operaciones de esta clase, que los turcos sólo entregan su mercancía a cambio de dinero o de papel, a condición de que una buena firma le dé un valor seguro. Así pues, vengo a pediros vuestra firma y cuento con que se la daréis de buen grado a Skopelo cuando os traiga las órdenes de pago preparadas. No habrá ninguna dificultad, ¿verdad que no? El banquero no respondió, pero su silencio no podía ser sino el otorgamiento de lo que el capitán pedía. Por otra parte, había precedentes que lo comprometían.

-Tengo que añadir -prosiguió negligentemente Nicolas Starkosque no será un mal negocio. Las operaciones otomanas están tomando un mal cariz en Grecia. La batalla de Navarino tendrá funestas consecuencias para los turcos, pues las potencias europeas se están metiendo por en medio. Si se ven obligados a renunciar a la lucha, se acabaron los prisioneros, las ventas y los beneficios. Por eso, estos últimos convoyes que nos entregan, todavía en buenas condiciones, encontrarán compradores a precios altos en las costas de África. De manera que nosotros sacaremos nuestro provecho de este negocio y, en consecuencia, vos el vuestro.

¿Puedo contar con vuestra firma? -Os descontaré las letras -respondió Elizundo-; no tendré que daros mi firma.

-Como queráis, Elizundo -respondió el capitán-, pero nosotros nos habríamos contentado con vuestra firma. ¡No vacilabais en darla otras veces! -Hoy no es como otras veces -dijo Elizundo-.

¡Ahora tengo ideas diferentes sobre todo eso! -¡Ah! ¿De veras? -exclamó el capitán-. ¡Como gustéis, pues! ¿Pero entonces es verdad, como he oído decir, que pretendéis retiraros de los negocios? -¡Sí, Nicolas Starkos! -respondió el banquero con voz más firme-. Y, por lo que a vos respecta, ésta es la última operación que haremos juntos... ¡Ya que os empeñáis en que la haga yo! -¡Me empeño, Elizundo! -respondió Nicolas Starkos en tono seco.

Luego se levantó y dio algunas vueltas por el gabinete, sin dejar de envolver al banquero en una mirada poco agradable. Plantándose de nuevo frente a él, dijo en tono burlón: -¿Así pues, maestro Elizundo, sois muy rico, ya que pensáis en retiraros de los negocios? El banquero no respondió.

-Y bien -prosiguió el capitán-, ¿qué haréis con todos esos millones que habéis ganado? ¡No os los llevaréis al otro mundo! ¡Sería un poco molesto para el último viaje! Cuando os hayáis ido, ¿a quién irán a parar? Elizundo persistió en guardar silencio.

-¡Irán a vuestra hija -continuó Nicolas Starkos-, la bella Hadjine Elizundo! ¡Ella heredará la fortuna de su padre! ¿Qué puede haber más justo? Pero ¿qué hará con esa fortuna? ¿Sola en la vida, a cargo de tantos millones? El banquero se puso de pie, no sin cierto esfuerzo, y, rápidamente, como un hombre que hace una confesión cuyo peso lo ahoga, dijo: -¡Mi hija no estará sola! -¿La casaréis? -respondió el capitán-. ¿Y con quién, si sois tan amable? ¿Qué hombre querrá a Hadjine Elizundo cuando sepa de dónde viene en gran parte la fortuna de su padre? Y, añadiría, cuando ella misma lo sepa, ¿a quién osaría dar su mano Hadjine Elizundo? -¿Cómo podría saberlo ella? -dijo el banquero-. Hasta ahora lo ignora y ¿quién se lo dirá? -¡Yo, si hace falta! -¿Vos? -¡Yo! Escuchad, Elizundo, y tened en cuenta mis palabras -respondió el capitán de la Karysta con calculada desvergüenza-, porque no volveré sobre lo que voy a deciros. Habéis ganado esa enorme fortuna sobre todo gracias a mí, a las operaciones que hemos hecho juntos y en las cuales yo arriesgaba mi cabeza. ¡Traficando con cargamentos robados y con prisioneros comprados y vendidos durante la guerra de la Independencia es como habéis llenado vuestra caja con esas ganancias, cuya suma asciende a millones! Pues bien, lo justo es que esos millones vengan a parar a mis manos. Yo no tengo prejuicios. ¡Vos lo sabéis, además! ¡No os preguntaré cuál es el origen de vuestra fortuna! Cuando la guerra termine, también yo me retiraré de los negocios. Pero tampoco deseo estar solo en la vida y quiero, entendedme bien, quiero que Hadjine Elizundo se convierta en la mujer de Nicolas Starkos.

El banquero se dejó caer de nuevo en su butaca. Sabía muy bien que estaba en las manos de aquel hombre, su cómplice desde hacía tanto tiempo. Sabía que el capitán de la Karysta no retrocedería ante nada para conseguir su objetivo. No dudaba de que, si era necesario, era hombre capaz de contarlo todo acerca del pasado de la casa de banca.

Para responder negativamente a la demanda de Nicolas Starkos, a riesgo de provocar un estallido, a Elizundo sólo le quedaba una cosa por decir y, no sin cierta vacilación, la dijo: -¡Mi hija no puede ser vuestra mujer, Nicolas Starkos, porque ha de ser la mujer de otro! -¡De otro! -exclamó Nicolas Starkos-. ¡Verdaderamente, he llegado a tiempo! ¡Ah! ¿La hija del banquero Elizundo se casa?...

-¡Dentro de cinco días! -¿Y con quién se casa?... -preguntó el capitán, cuya voz se estremecía de cólera.

-Con un oficial francés.

-¡Un oficial francés! ¿Sin duda, uno de los filohelenos que han venido en socorro de Grecia? -¡Sí! -¿Y se llama?...

-Es el capitán Henry d'Albaret: -Bien, maestro Elizundo -prosiguió Nicolas Starkos, que se acercó al banquero y le habló mirándole a los ojos-, os lo repito, cuando el capitán Henry d'Albaret sepa quién sois, ya no querrá saber nada de vuestra hija, y cuando vuestra hija sepa la fuente de la fortuna de su padre, ya no podrá ni siquiera pensar en ser la mujer de ese capitán Henry d'Albaret. De manera que si no rompéis ese matrimonio hoy mismo, mañana se romperá por sí solo, ¡porque mañana los dos prometidos lo sabrán todo!...

¡Sí!... ¡Sí!... ¡Por todos los diablos, lo sabrán! El banquero se levantó de nuevo. Miró fijamente al capitán de la Karysta y entonces, con un acento de sesperación, que no daba lugar a error, dijo: -¡Está bien!... ¡Me mataré, Nicolas Starkos, y ya no seré una vergüenza para mi hija! -¡Sí -respondió el capitán-, lo seréis en el futuro como lo sois en el presente, y vuestra muerte no borrará jamás que Elizundo ha sido el banquero de los piratas del Archipiélago! Elizundo cayó de nuevo, abrumado, y no pudo responder nada. El capitán añadió: -¡Y ésa es la razón por la cual Hadjine Elizundo no será la mujer de ese Henry d'Albaret, la razón por la cual será, lo quiera ella o no, la mujer de Nicolas Starkos! Durante otra media hora, la conversación se prolongó en súplicas por parte d e uno y amenazas por parte del otro. Ciertamente, si Nicolas Starkos se imponía a sí mismo a la hija de Elizundo, no era por amor, no. Se trataba tan sólo de los millones cuya completa posesión deseaba, y ningún argumento lo haría ceder.

Hadjine Elizundo no sabía nada de aquella carta que había llegado anunciando la llegada del capitán de la Karysta; pero, desde el día en que se había recibido, le había parecido que su padre estaba más triste, más sombrío que de costumbre, como si se hallase oprimido por alguna preocupación secreta, Por eso, cuando Nicolas Starkos se presentó en la casa de banca, no pudo evitar sentir una inquietud aún más viva. En efecto, ella conocía a aquel personaje, pues lo había visto venir varias veces durante los últimos años de la guerra. Aunque no tenía plena conciencia de ello, Nicolas Starkos siempre le había inspirado repulsión. Al parecer, la miraba de una forma que le desagradaba, a pesar de que nunca le había dirigido más que palabras insignificantes, como hubiera podido hacerlo uno de los clientes habituales del despacho. Pero la joven no había dejado de observar que, después de las visitas del capitán de la Karysta, su padre era siempre, y durante algún tiempo, presa de una especie de postración, mezclada con espanto. De ahí su antipatía, que nada justificaba, al menos hasta entonces, contra Nicolas Starkos.

Hadjine Elizundo no le había hablado todavía de aquel hombre a Henry d'Albaret. El lazo que lo unía a la casa de banca no podía ser más que un vínculo comercial, y, en sus encuentros, nunca habían tratado de los negocios de Elizundo, cuya naturaleza ella, por otra parte, ignoraba. Así pues, el joven oficial no sabía nada de la relación que existía no sólo entre el banquero y Nicolas Starkos, sino también entre ese capitán y la valiente mujer a quien había salvado la vida en el combate de Chaidari, a la que sólo conocía por el nombre de Andronika.

Al igual que Hadjine, Xaris había tenido varias veces ocasión de ver y recibir a Nicolas Starkos en el despacho de la Strada Reale.

También él experimentaba en relación con Starkos el mismo sentimiento de repulsión que la muchacha. Sólo que, dada su naturaleza vigorosa y decidida, este sentimiento se traducía en él de otro modo. Si Hadjine Elizundo evitaba toda ocasión de encontrarse en presencia de aquel hombre, Xaris más bien las hubiera buscado, para «romperle las costillas», como le gustaba decir: «Evidentemente -pensaba-, no tengo derecho a hacerlo, pero tal vez llegue ese momento.

» De todo lo cual resulta, por tanto, que la nueva visita del capitán de la Karysta al banquero Elizundo no podía agradar en absoluto ni a Xaris ni a la muchacha. Por eso, fue un alivio para ambos ver que Nicolas Starkos, después de una conversación de la que nada había traslucido, abandonaba la casa y retomaba el camino del puerto.

Durante una hora, Elizundo permaneció encerrado en su gabinete. No se le oía ni siquiera moverse. Pero sus órdenes eran terminantes: ni su hija ni Xaris debían entrar si no habían sido llamados expresamente. Puesto que esta vez la visita había durado largo rato, su ansiedad había crecido a razón del tiempo transcurrido.

De pronto, se oyó el sonido de la campanilla de Elizundo, un tañido tímido, procedente de una mano insegura.

Xaris respondió a esta llamada, abrió la puerta, que ya no estaba cerrada por dentro, y se encontró en presencia del banquero.

Elizundo estaba todavía en su sillón, medio hundido, y tenía el aspecto de un hombre que acaba de sostener una violenta lucha contra sí mismo. Levantó la cabeza, miró a Xaris, como si le costara cierto esfuerzo reconocerlo, y, pasándose la mano por la frente, dijo con voz sofocada:-¿Hadjine? Xaris hizo un gesto afirmativo y salió. Al cabo de un instante, la joven se encontraba ante su padre. Enseguida, sin más preámbulo, pero con los ojos bajos, éste le dijo con una voz alterada por la emoción: -¡Hadjine, tenemos que... tenemos que renunciar al matrimonio que habíamos proyectado con el capitán Henry d'Albaret! -¿Qué decís, padre?... -exclamó la muchacha, a quien aquel golpe imprevisto alcanzaba en lo más íntimo de su corazón.

-¡Es preciso, Hadjine! -repitió Elizundo.

-Padre, ¿me diréis por qué os desdecís de vuestra palabra, la que nos disteis a él y a mí? preguntó la joven-. No tengo por costumbre discutir vuestros deseos, vos lo sabéis, y esta vez no los discutiré tampoco, cualesquiera que sean... Pero, en fin, ¿me diréis por qué razón debo renunciar a casarme con Henry d'Albaret? -Porqué es necesario, Hadjine... ¡Es necesario que seas la mujer de otro! -murmuró Elizundo.

Aunque había hablado muy bajo, su hija lo oyó.-¡Otro! -dijo, conmocionada por este segundo golpe, de modo no menos cruel que por el primero-. ¿Y ese otro?...

-¡Es el capitán Starkos! -¡Ese hombre!... ¡Ese hombre! Aquellas palabras escaparon involuntariamente de los labios de Hadjine, que tuvo que apoyarse en la mesa para no caer.

Luego, en un último movimiento de rebeldía provocado por aquella resolución, dijo: -¡Padre, en esa orden que me dais, a pesar vuestro tal vez, hay algo que no puedo explicarme! ¡Hay un secreto que vaciláis en decirme! -¡No me preguntes nada! -exclamó Elizundo. ¡Nada! -¿Nada?... ¡Padre!... ¡Está bien!... ¡Así será! ¡Pero si, para obedeceros, puedo renunciar a ser la mujer de Henry d'Albaret... aunque ello me cause la muerte... no puedo casarme con Nicolas Starkos!... ¡Vos no lo querríais! -¡Es necesario, Hadjine! -repitió Elizundo.

-¡Está en juego mi felicidad! -exclamó la joven.-¡Y mi honor! -¿El honor de Elizundo puede depender de otro que no sea él mismo? -preguntó Hadjine.

-¡Sí!... ¡De otro!... ¡Y ese otro... es Nicolas Starkos! Dicho esto, el banquero se levantó, con la mirada perdida y el rostro contraído, como si fuera a darle una congestión.

Frente a este espectáculo, Hadjine recuperó toda su energía. Y, verdaderamente, le hizo falta para, al tiempo que se retiraba, decir: -¡Está bien, padre!... ¡Os obedeceré! Su vida estaba destrozada para siempre, pero había comprendido que en las relaciones entre el banquero y el capitán de la Karysta había algún secreto espantoso. ¡Había comprendido que el anciano estaba en las manos de aquel personaje odioso!... ¡Se doblegó! ¡Se sacrificó!... ¡El honor de su padre exigía este sacrificio!Xaris acogió entre sus brazos a la joven, casi desfalleciente. La llevó a su habitación. Allí supo por ella todo lo que había pasado, a qué renuncia había consentido... Y a consecuencia de ello, ¡cómo se redobló en él el odio contra Nicolas Starkos! Una hora más tarde, según su costumbre, Henry d'Albaret se presentaba en la casa de banca. Una de las sirvientas le contestó que Hadjine Elizundo no podía recibirlo. Pidió ver al banquero... El banquero no podía atenderlo.

Pidió hablar con Xaris... Xaris no estaba en el despacho.

Henry d'Albaret regresó al hotel, extremadamente inquieto. Nunca le habían dado semejantes respuestas. Resolvió volver por la noche y esperó en medio de una profunda ansiedad.

A las seis, le enviaron una carta al hotel. Miró la dirección y reconoció en ella la mano del propio Elizundo. Aquella carta no contenía más que estas líneas: Se ruega al señor Henry d'Albaret que considere anulados los proyectos de unión previstos entre él y la hija del banquero Elizundo. Por razones que le son totalmente ajenas, ese matrimonio no puede tener lugar y el señor Henry d'Albaret será tan amable de suspender sus visitas a la casa de banca.

ELIZUNDO Al principio, el joven oficial no comprendió nada de lo que acababa de leer. Después releyó la carta... Se sintió aterrado. ¿Qué había sucedido en casa de Elizundo? ¿Por qué aquel cambio repentino? ¡La víspera, había abandonado aquella casa y en ella todavía se hacían los preparativos de la boda! ¡El banquero había estado con él como estaba siempre! ¡Y en cuanto a la muchacha, nada indicaba que sus sentimientos respecto a él hubiesen cambiado! «¡Y además, la carta no está firmada por Hadjine! -se repetía-. ¡Está firmada por Elizundo!.. ¡No! ¡Hadjine no lo sabe, no sabe lo que me escribe su padre!... ¡Ha cambiado sus planes sin que ella lo sepa!. . ¿Por qué?... No he dado ningún motivo que haya podido... ¡Debo saber cuál es el obstáculo que se interpone entre Hadjine y yo!» Y puesto que ya no podía ser recibido en la casa del banquero, le escribió «teniendo todo el derecho -decíaa conocer las razones por las que se rompía aquel matrimonio la víspera de su celebración».

Su carta quedó sin respuesta. Escribió otra, y otras dos: idéntico silencio.

Se dirigió entonces a Hadjine Elizundo. ¡Le suplicaba, en nombre de su amor, que le contestase, aunque tuviese que hacerlo rehusando volver a verlo nunca!... No obtuvo respuesta.

Es probable que su carta no llegara hasta la muchacha. Henry d'Albaret, al menos, así lo creyó. Conocía suficientemente su carácter como para estar seguro de que le habría contestado.Entonces, el joven oficial, desesperado, intentó ver a Xaris. Ya no abandonó la Strada Reale. Deambuló durante horas enteras alrededor de la casa de banca. Fue inútil. Xaris, obedeciendo quizá las órdenes del banquero, tal vez por ruego de Hadjine, ya no salía.

Así transcurrieron, en vanas diligencias, los días 24 y 25 de octubre. En medio de indecibles angustias, Henry d'Albaret creía haber alcanzado el límite máximo del sufrimiento.

Se equivocaba.

En efecto, el día 26 se difundió una noticia que iba a golpearlo de manera aún más terrible.

¡No sólo su matrimonio con Hadjine Elizundo se había roto -ruptura que a la sazón era conocida ya en toda la ciudad-, sino que además Hadjine Elizundo iba a casarse con otro! Henry d'Albaret se quedó anonadado al enterarse de esta noticia. ¡Otro hombre sería el marido de Hadjine! -¡Voy a saber quién es ese hombre! -exclamó. ¡Sea quien sea, lo conoceré!... ¡Llegaré hasta él!... Le hablaré... ¡Y tendrá que responderme! El joven oficial no iba a tardar en enterarse de quién era su rival. En efecto, lo vio entrar en la casa de banca; lo siguió cuando salió de allí; lo espió hasta el puerto, donde lo esperaba su bote al pie de la escollera, y lo vio regresar a la sacoleva, anclada a una distancia de medio cable mar adentro.

Era Nicolas Starkos, el capitán de la Karysta.

Esto sucedía el 27 de octubre. De las informaciones precisas que Henry d'Albaret pudo obtener se deducía que el matrimonio de Nicolas Starkos y Hadjine Elizundo estaba muy próximo, pues los preparativos se llevaban a cabo de forma apresurada. La ceremonia religiosa había sido encargada en la iglesia de San Espiridión para el 30 de aquel mes, es decir, la misma fecha que había sido fijada anteriormente para el matrimonio de Henry d'Albaret. ¡Sólo que el novio ya no sería él! ¡Sería aquel capitán, que venía de no se sabe dónde para ir adonde nadie sabía! Henry d'Albaret, presa de un furor que ya no podía dominar, estaba decidido a provocar a Nicolas Starkos, a ir a buscarlo hasta el pie del altar. ¡Si no lo mataba, Starkos lo mataría a él, pero, por lo menos, habría terminado con aquella situación intolerable! En vano se repetía que, si aquel matrimonio se celebraba, era con el asentimiento de Elizundo. En vano se decía que el que disponía de la mano de Hadjine era su padre.

«¡Sí, pero es contra su voluntad!... ¡Se ve obligada a entregarse a ese hombre!... ¡Se sacrifica!» Durante la jornada del 28 de octubre, Henry d'Albaret trató de encontrar a Nicolas Starkos.

Lo acechó en el desembarcadero, lo acechó a la entrada del despacho, pero fue en vano. Y, en dos días, aquel odioso matrimonio se habría realizado, dos días durante los cuales el joven oficial lo intentó todo para llegar hasta la joven o para encontrarse frente a Nicolas Starkos.

Pero, el día 29, hacia las seis de la tarde, se produjo un hecho inesperado que iba a precipitar el desenlace de aquella situación.

A primera hora de la tarde, se difundió el rumor de que el banquero acababa de sufrir una congestión cerebral.

Y, en efecto, dos horas más tarde, Elizundo estaba muerto.

Share on Twitter Share on Facebook