5 La costa mesenia

Durante toda la noche, después de haber abandonado Vitylo, la Karysta se había dirigido hacia el sudoeste, atravesando oblicuamente el golfo de Corón. Nicolas Starkos había bajado a su camarote y ya no volvería a aparecer en cubierta antes de que se hiciese de día.

El viento era favorable, una de esas frescas brisas del sudeste que generalmente reinan en aquellos mares, al final del verano y al principio de la primavera, hacia la época de los solsticios, cuando los vapores del Mediterráneo se convierten en lluvia.

Por la mañana, doblaron el cabo Gallo, situado en el extremo de Mesenia, y las últimas cumbres del Taigeto, que delimitan sus abruptos flancos, quedaron pronto sumergidas en la neblina del sol naciente.

Cuando la punta del cabo ya había sido rebasada, Nicolas Starkos reapareció sobre el puente de la sacoleva. Su primera mirada se dirigió hacia el este.

Ya no se veía la tierra de la Maina. Por aquel lado se alzaban ahora los poderosos contrafuertes del monte Agios Dimitros, un poco por detrás del promontorio.

Durante un instante, el brazo del capitán se alargó en dirección a la Maina. ¿Era un gesto de amenaza? ¿Era un adiós para siempre a su tierra natal? ¿Quién hubiera podido decirlo? ¡Pero no había nada bueno en la mirada que lanzaron en aquel momento los ojos de Nicolas Starkos! La sacoleva, bien asentada bajo sus velas cuadradas y sus velas latinas, puso las amuras a estribor y comenzó a avanzar hacia el noroeste. Como el viento venía de tierra, el mar ofrecía todas las condiciones para una navegación rápida.

La Karysta dejó a la izquierda las islas Enusas, Cabrera, Sapienza y Venético; luego, picó recto a través del canalizo entre Sapienza y la tierra, para pasar a la vista de Modón.

Ante ella se extendía entonces la costa mesenia con el maravilloso panorama de sus montañas, que presentan un carácter volcánico muy marcado. Mesenia estaba destinada a convertirse, después de la constitución definitiva del reino, en uno de los trece nomos o prefecturas de que se compone la Grecia moderna, incluyendo las islas Jónicas. Pero en aquella época no era todavía más que uno de los numerosos escenarios de la lucha, tan pronto en manos de Ibrahim como en manos de los griegos, según la suerte de las armas, del mismo modo que, en otro tiempo, había sido el escenario de aquellas tres guerras de Mesenia contra los espartanos, en las que sobresalieron los nombres de Aristómenes y Epaminondas.

Nicolas Starkos, sin pronunciar una sola palabra, después de haber verificado con el compás la dirección de la sacoleva y de haber observado el aspecto que tenía el tiempo, había ido a sentarse a popa.

Mientras tanto, en la proa, los miembros de la tripulación de la Karysta cambiaban impresiones con los diez hombres embarcados la víspera en Vitylo; en total, eran una veintena de marineros, con sólo un contramaestre a las órdenes del capitán para dirigirlos. En aquel momento, el segundo de la sacoleva no se encontraba a bordo.

Y he aquí lo que decían acerca del destino al que se dirigía en aquel momento el pequeño buque y del rumbo que seguía, remontando las costas de Grecia. Es evidente que las preguntas las hacían los marineros nuevos y las respuestas las daban los antiguos.

-¡No habla mucho el capitán Starkos! -Lo menos posible; pero cuando habla, lo hace bien, y hay que obedecerle inmediatamente. -¿Adónde se dirige la Karysta? -Nunca se sabe adónde va la Karysta.

-¡Por todos los diablos! Nos hemos enrolado con toda confianza y, después de todo, ¡qué más da! -¡Sí! Y podéis estar seguros de que adonde nos lleva el capitán es adonde hay que ir.

-¡Pero no será con estas dos pequeñas carronadas de proa con las que la Karysta se atreva a dar caza a los buques mercantes del Archipiélago! -¡Tampoco es su función saquear los mares! ¡El capitán Starkos tiene otros navíos, y ésos sí que están bien armados y bien equipados para perseguir y dar caza a cualquier buque! La Karysta es, como si dijéramos, su yate de placer.

¡Observad qué aspecto más frágil tiene! ¡Los cruceros franceses, ingleses, griegos o turcos se dejarán engañar completamente! -¿Y el botín...? -El botín es para quienes se hacen con él, ¡y vosotros seréis de ésos cuando la sacoleva haya terminado su campaña! ¡No vais a estar ocio-sos, y, si hay peligro, también habrá beneficio! -¿Así pues, ahora no hay nada que hacer en los parajes de Grecia y de las islas? -Nada... ni tampoco en las aguas del Adriático, si es que la fantasía del capitán nos lleva hacia ese lado. De manera que, hasta nueva orden, somos tan sólo unos honrados marineros, a bordo de una honrada sacoleva, surcando honradamente el mar Jónico. ¡Pero ya cambiarán las cosas! -¡Y cuanto antes, mejor! Como se ve, los recién embarcados, al igual que los demás marineros de la Karysta, no eran gente que pusiese peros a una faena, cualquiera que ésta fuese. De la población marinera de la baja Maina no cabía esperar ni escrúpulos, ni remordimientos, ni tan siquiera simples prejuicios. En verdad, eran dignos de quien los capitaneaba y éste sabía que podía contar con ellos.

Pero si los de Vitylo conocían al capitán Starkos, no conocían, en cambio, a su segundo, al mismo tiempo oficial de la marina y hombre de negocios: su instrumento ciego, en una palabra. Era un tal Skopelo, originario de Cerigoto, pequeña isla de bastante mala fama, situada en el límite meridional del Archipiélago, entre Cerigo y Creta. Por eso, uno de los nuevos, dirigiéndose al contramaestre de la Karysta, preguntó: -¿Y el segundo de a bordo? -El segundo no está embarcado -le contestaron.-¿Y no lo veremos? -Sí.

-¿Cuándo? -¡Cuando llegue el momento! -Pero, ¿dónde está? -¡Donde debe estar! Tuvo que contentarse con esta respuesta, que no decía nada. En aquel momento, además, el silbido del contramaestre llamó a todo el mundo arriba para tensar las escotas. De modo que la conversación que tenía lugar en el castillo de proa quedó cortada en ese punto.

En efecto, había que ceñir un poco más el viento, a fin de arranchar, a la distancia de una milla, la costa mesenia. Hacia el mediodía, la Karysta pasaba ante Modón. Aquél no era su destino y, por lo tanto, no fue a recalar en esta pequeña ciudad, levantada sobre las ruinas de la antigua Metona, en el extremo de un promontorio que proyecta su punta rocosa hacia la isla de Sapienza. Pronto, el faro que se alza a la entrada del puerto se perdió detrás de una vuelta de los acantilados.

Entretanto, a bordo de la sacoleva se había dado una señal. Un gallardete negro cuartelado por una media luna roja había sido izado a la punta de la entena mayor. Pero desde tierra no hubo respuesta. De modo que siguieron ruta en dirección al norte.

A última hora de la tarde, la Karysta llegaba a la entrada de la rada de Navarino, que es como un gran lago marítimo, enmarcado por una orla de grandes montañas. La ciudad, dominada por la confusa masa de su ciudadela, apareció a través de la brecha abierta en el centro de una gigantesca roca. Aquélla era la punta extrema de esta escollera natural, que contiene el furor de los vientos del noroeste, vertidos a torrentes sobre el mar Jónico por ese larguísimo odre que es el Adriático.

El sol poniente iluminaba todavía la cima de las últimas montañas, al este; pero la sombra oscurecía ya la vasta rada.

Esta vez, la tripulación habría podido creer que la Karysta iba a hacer escala en Navarino, pues, en efecto, se metió resueltamente por el paso de Megalo-Thouro, al sur de la estrecha isla de Esfacteria, que se extiende a lo largo de una distancia de unos cuatro mil metros. En aquel lugar se alzaban ya entonces dos tumbas, erigidas en memoria de dos de las más nobles víctimas de la guerra: la del capitán francés Mallet, muerto en 1825, y, en el fondo de una gruta, la del conde de Santa Rosa, un filoheleno de origen italiano, antiguo ministro del Piamonte, muerto el mismo año por defender la misma causa.

Cuando la sacoleva estuvo a una distancia de la ciudad de tan sólo unos diez cables, se puso de través, con el foque cazado a barlovento. Un fanal rojo subió, como lo había hecho anteriormente el gallardete negro, a la punta de la entena mayor. Tampoco hubo respuesta a esta señal.

La Karysta no tenía nada que hacer en aquella rada, donde en ese momento había un gran número de bajeles turcos. Así pues, maniobró para costear el islote blanquecino de Kouloneski, situado más o menos en el centro. Luego, siguiendo las órdenes del contramaestre, después de que las escotas hubieran sido ligeramente amolladas, la caña del timón fue orientada hacia estribor, lo cual permitió a la nave volver hacia la orilla de la isla de Esfacteria.

Había sido precisamente en el islote de Kouloneski donde, al principio de la guerra, en 1821, habían sido confinados varios centenares de turcos, al ser sorprendidos por los griegos. Y allí habían muerto de hambre, a pesar de que, confiando en la promesa de que serían transportados a tierra otomana, se habían rendido.

Más tarde, en 1825, y como consecuencia de ello, cuando las tropas de Ibrahim pusieron sitio a Esfacteria, defendida por Mavrocordato en persona, ochocientos griegos fueron degollados en el islote como represalia.

La sacoleva se dirigía en aquel momento hacia el paso de Sikia, de unos doscientos metros de ancho, abierto al norte de la isla, entre su punta septentrional y el promontorio de Corifasion. Había que conocer bien el canal para aventurarse por él, ya que es casi impracticable para los navíos cuyo calado exige cierta profundidad. Pero Nicolas Starkos, tal y como lo hubiera hecho el mejor de los pilotos de la rada, arranchó audazmente las rocas escarpadas de la punta de la isla y dobló el promontorio de Corifasion. Luego, al darse cuenta de que fuera del canalizo estaban ancladas varias escuadras -una treintena de buques franceses, ingleses y rusoslas evitó prudentemente, volvió a avanzar, durante la noche, a lo largo de la costa mesenia, se deslizó entre la tierra y la isla de Prodano, y, cuando llegó la mañana, la sacoleva, llevada por una brisa fresca del sudeste, seguía las sinuosidades del litoral sobre las aguas apacibles del golfo de Arcadia.

El sol se elevaba entonces por detrás de la cima del Ithomo, desde donde la vista, después de abarcar todo el territorio sobre el que se asentaba la antigua Mesenia, se pierde, por una parte, en el golfo de Corón y, por otra, en el golfo al cual la ciudad de Arcadia ha dado su nombre. El mar rielaba bajo los primeros rayos del día formando largas placas que la brisa rizaba.

Desde el alba, Nicolas Starkos maniobró de modo que la sacoleva pasase lo más cerca posible de la ciudad, situada en una de las concavidades de la costa que se redondea formando una ancha rada exterior.

Hacia las diez, el contramaestre se acercó a popa y se plantó delante del capitán con la actitud de quien espera órdenes.

Toda la inmensa madeja de las montañas de Arcadia se extendía entonces al este. Pueblos perdidos a media colina entre macizos de olivares, almendros y viñas, riachuelos que corrían hacia el lecho de algún afluente, entre los ramilletes de arrayanes y adelfas; más allá, plantadas a todas las alturas, en todos los bancales, según todas las orientaciones, millares de cepas de las famosas viñas de Corinto, que no dejaban desocupada ni una pulgada de tierra; más abajo, sobre las primeras rampas, las casas rojas de la ciudad, resplandecientes como grandes pedazos de estameña sobre un telón de fondo de cipreses: así se presentaba el magnífico panorama de una de las más pintorescas costas del Peloponeso.

Pero, al acercarse más a Arcadia, la antigua Kiparissia, que fue el principal puerto de Mesenia en tiempos de Epaminondas, y luego uno de los feudos del francés Ville-Hardouin, después de las Cruzadas, ¡qué espectáculo más desolador! ¡Qué doloroso pesar para cualquiera que tuviera la religión de los recuerdos! ¡Dos años antes, Ibrahim había destruido la ciudad y asesinado a niños, mujeres y ancianos! ¡En ruinas se hallaba el viejo castillo, construido en el lugar en el que había estado la antigua acrópolis! ¡En ruinas, la iglesia de San Jorge, que los fanáticos musulmanes habían arrasado! ¡En ruinas también, las casas y edificios públicos! -¡Se ve que nuestros amigos los egipcios han pasado por aquí! -murmuró Nicolas Starkos, que no sintió ni la más mínima congoja ante aquella escena de desolación.

-¡Y ahora, los turcos son los amos! respondió el contramaestre.

-Sí... lo serán por mucho tiempo... ¡Esperemos incluso que para siempre! -añadió el capitán.

-¿Atracará la Karysta o largamos? Nicolas Starkos observó atentamente el puerto, que se hallaba ya a una distancia de tan sólo algunos cables. Luego, su mirada se dirigió a la ciudad misma, edificada una milla por detrás, sobre un contrafuerte del monte Psykhro.

Parecía dudar acerca de lo que convendría hacer a la vista de Arcadia: atracar en el muelle o hacerse a la mar de nuevo.

El contramaestre seguía esperando que el capitán respondiera a su pregunta: -¡Mandad la señal! -dijo al fin Nicolas Starkos.El gallardete rojo con la media luna de plata fue izado al extremo de la entena y ondeó al viento.

Unos minutos más tarde, un gallardete idéntico flotaba en el extremo de un mástil que se erguía sobre la cabeza del muelle del puerto.

-¡Atracar! -dijo el capitán.

Pusieron caña a barlovento y la sacoleva se colocó todo a ceñir. En cuanto la entrada del puerto estuvo suficientemente abierta, largó sin vacilación. Enseguida las velas de trinquete fueron amainadas, después lo fue la vela mayor y la Karysta entró en el canal bajo su ala de cangreja y su foque. La velocidad que llevaba bastó para alcanzar el centro del puerto. Allí dejó caer el ancla y los marineros se ocuparon de las diversas maniobras que siguen al fondeo.

Casi al momento, un bote era echado al agua y el capitán se embarcaba en él, se alejaba de la nave empujado por cuatro remos y atracaba junto a una pequeña escalera de piedra, esculpida en el macizo del muelle. Allí lo esperaba un hombre que le dio la bienvenida en estos términos: -¡Skopelo a las órdenes de Nicolas Starkos! Un gesto de familiaridad por parte del capitán fue la única respuesta. Éste tomó la delantera y subió por la cuesta para alcanzar las primeras casas de la ciudad. Después de haber pasado por las ruinas del último asedio, en medio de calles obstruidas por soldados turcos y árabes, se detuvo delante de una posada más o menos intacta, con un letrero con el nombre Minerva, en la cual su compañero entró tras él.

Al cabo de un instante, el capitán Starkos y Skopelo estaban en una habitación sentados a una mesa, con dos vasos y, frente a ellos, una botella de raki15[15], fuerte alcohol extraído del asfódelo. Con el rubio y perfumado tabaco de Misolonghi, liaron cigarrillos, los encendieron y se los fumaron; después comenzó la conversación entre aquellos dos hombres, uno de los cuales se presentaba de buen grado como el humilde servidor del otro.

Era una fisonomía siniestra la de Skopelo, baja, cautelosa, y, sin embargo, inteligente. Tenía cincuenta años a lo sumo, aunque parecía un poco más viejo. Un rostro de prestamista, con unos ojillos falsos pero vivos, el pelo rapado, la nariz curvada, las manos con dedos ganchudos y largos pies, de los que habría podido 15[15] Aguardiente de arroz fermentado.

decirse lo que se dice de los pies de los albaneses: «que el dedo gordo está en Macedonia cuando el talón todavía está en Beocia». En fin, una cara redonda, sin bigote, con una perilla grisácea en el mentón, una cabeza fuerte y pelada, sobre un cuerpo enjuto y de estatura mediana. Este tipo de judío árabe aunque cristiano de nacimiento, llevaba un atuendo muy simple -la chaqueta y el calzón del marinero levantino, escondido bajo una especie de hopalanda.

Skopelo era justamente el hombre de negocios adecuado para gestionar los intereses de aquellos piratas del Archipiélago, muy hábil para ocuparse de colocar el botín y de la venta de los prisioneros, entregados en los mercados turcos y transportados a las costas berberiscas.

No es difícil imaginar lo que podía ser una conversación entre Nicolas Starkos y Skopelo, los temas de los que trataría, el modo en que los hechos de la guerra que estaba teniendo lugar serían apreciados y los beneficios que se proponían sacar de ella.

-¿Cómo están las cosas en Grecia? -preguntó el capitán.

-Más o menos en el estado en que vos las dejasteis. ¡Sin duda! -respondió Skopelo-. ¡Hace ya un mes largo que la Karysta navega por las costas de Tripolitania y probablemente, desde vuestra partida, no habéis recibido noticia alguna al respecto! -Ninguna, en efecto.

-Pues os informo, capitán, de que los bajeles turcos están listos para transportar a Ibrahim y sus tropas a Hidra.

-Sí -dijo Nicolas Starkos-. Los vi ayer por la noche, al atravesar la rada de Navarino.

-¿No habéis recalado en ningún sitio después de abandonar Trípolis? -preguntó Skopelo. -Sí... una sola vez. Me detuve unas horas en Vitylo... Para completar la tripulación de la Karysta. Pero desde que perdí de vista las costas de la Maina, nadie ha respondido a mis señales hasta que he llegado a Arcadia.

-Probablemente no había por qué responder -replicó Skopelo.

-Dime -prosiguió Nicolas Starkos-, ¿qué están haciendo en este momento Miaulis y Canaris?-Se han visto reducidos a intentar sólo golpes de mano, capitán. ¡Acciones que pueden asegurarles algunos triunfos parciales, pero nunca una victoria definitiva! Con todo, mientras ellos dan caza a los navíos turcos, los piratas pueden moverse a sus anchas en todo el Archipiélago.

-¿Y todavía se habla de...? -¿De Sacratif? -replicó Skopelo bajando un poco la voz-. ¡Sí!... ¡Por todas partes!... ¡Y a todas horas! ¡Y sólo depende de él, Nicolas Starkos, que se hable más todavía! -¡Se hablará! Después de haber vaciado su vaso, que Skopelo volvió a llenar, Nicolas Starkos se había levantado. Caminaba de un lado para otro; luego, parándose ante la ventana con los brazos cruzados, escuchó el canto grosero de los soldados turcos, que se oía a lo lejos.

Por fin, volvió a sentarse de cara a Skopelo y, cambiando bruscamente el tema de la conversación, preguntó: -Según tu señal, tienes aquí un cargamento de prisioneros, ¿lo he entendido bien? -¡Sí, Nicolas Starkos, suficientes para llenar un navío de cuatrocientas toneladas! Es todo lo que queda de la matanza que siguió a la derrota de Cremmidi. ¡Dios! ¡Esta vez a los turcos se les ha ido la mano! ¡Si les hubiéramos dejado, no habría quedado ni un solo prisionero! -¿Son hombres? ¿Mujeres? -Sí, y niños... ¡Vaya, de todo! -¿Dónde están? -En la ciudadela de Arcadia.

-¿Has pagado mucho por ellos? -¡Hum! El bajá no se mostró muy complaciente -respondió Skopelo-. Cree que la guerra de la Independencia está tocando a su fin... ¡Por desgracia! Si ya no hay guerra, no hay batallas, si no hay batallas, no hay razzias, como dicen allá abajo, en Berbería, ¡y si no hay razzias, se acabó la mercancía humana o de cualquier otro tipo! ¡Si los prisioneros escasean, los precios suben! Es una compensación, capitán. Sé de buena fuente que, en este momento, faltan esclavos en los mercados de África y nosotros vamos a vender éstos a un precio ventajoso.

-¡Sea! -respondió Nicolas Starkos-. ¿Lo tienes todo listo para embarcarte a bordo de la Karysta?-Todo está a punto y ya no hay nada que me retenga aquí.

-Está bien, Skopelo. Dentro de ocho o diez horas, como muy tarde, un buque enviado desde Escarpanto vendrá a recoger la carga. ¿Podremos entregarla sin dificultad? -Sin problema. Todo está perfectamente convenido -contestó Skopelo-, pero hay que pagar en el acto. Así que primero habrá que ponerse de acuerdo con el banquero Elizundo para que avale nuestros pagarés. ¡Su firma es buena y el bajá aceptará sus valores como si fueran dinero contante y sonante! -Voy a escribir a Elizundo para comunicarle que no tardaré en atracar en Corfú, y allí remataré este asunto...

-¡Este asunto... y otro no menos importante, Nicolas Starkos! -añadió Skopelo.

-Tal vez... -respondió el capitán.

-¡En realidad, sería tan sólo lo justo! Elizundo es rico... excesivamente... dicen... ¿Y quién lo ha enriquecido, sino nuestro comercio... y nosotros... a riesgo de acabar colgando del extremo de una verga de trinquete, cuando el contramaestre diera la señal con un silbido?... ¡Sí, en los tiempos que corren, hace bien siendo el banquero de los piratas del Archipiélago! ¡Por lo tanto, lo repito, Nicolas Starkos, sería sólo lo justo! -¿Qué es lo que sería sólo lo justo? -preguntó el capitán mirando a su segundo fijamente a la cara.

-¡Eh! ¿No lo sabéis? -respondió Skopelo-. La verdad, capitán, es que sólo me lo preguntáis para oírmelo repetir por centésima vez. ¡Confesadlo! -Quizá.

-La hija del banquero Elizundo...

-¡Lo que es justo será! -respondió simplemente Nicolas Starkos levantándose.

Y, sin más, salió de la posada Minerva y, seguido de Skopelo, regresó al puerto, al lugar donde lo esperaba su bote.

-Embarquemos -dijo a Skopelo-. Negociaremos las órdenes de pago con Elizundo en cuanto lleguemos a Corfú. Después, una vez hecho eso, volverás a Arcadia para recoger el cargamento.

-¡Embarquemos! -respondió Skopelo.

Una hora más tarde, la Karysta salía del golfo. Pero antes de finalizar la jornada, Nicolas Starkos pudo escuchar un rugido lejano, cuyo eco le llegaba del sur.

Eran los cañones de las escuadras combinadas que tronaban sobre la rada de Navarino.

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