4 La triste morada de un rico

Mientras la Karysta se dirigía hacia el norte, con un destino que sólo su capitán conocía, en Corfú sucedía un hecho que, a pesar de su carácter privado, había de atraer la atención pública sobre los principales personajes de esta historia.

Ya sabemos que desde 1815, según lo establecido en los tratados que se firmaron ese año, el grupo de las islas Jónicas había quedado bajo el protectorado de Inglaterra, después de haber aceptado el de Francia hasta 181414[14].

De todo ese grupo que comprende Cerigo, Zante, Itaca, Cefalonia, Leucade, Paxos y Corfú, 14[14] En 1864, las islas Jónicas recuperaron su independencia y, divilas en tres monarquías, quedaron anexionadas al reino helénico.

esta última, la más septentrional, es también la más importante. Se trata de la antigua Corcira, una isla que tuvo como rey al generoso anfitrión de Jasón y Medea, Alcinoo, el cual, más tarde, acogió también al prudente Ulises después de la guerra de Troya, y que tiene, por lo tanto, derecho a ocupar un puesto preferente en la historia antigua. En lucha primero contra los francos, los búlgaros, los sarracenos y los napolitanos, saqueada después por Barbarroja en el siglo XVI, protegida en el XVIII por el conde de Schulembourg y defendida, al terminar el Primer Imperio, por el general Donzalot, era entonces la residencia de un Alto Comisario inglés.

En aquel momento, este Alto Comisario era sir Frederik Adam, gobernador de las islas Jónicas. En previsión de las eventualidades que podía provocar la lucha de los griegos contra los turcos, tenía siempre dispuestas algunas fragatas destinadas a llevar a cabo la vigilancia de aquellos mares. Se necesitaban buques de alto bordo para mantener el orden en aquel archipiélago, entregado a los griegos, los turcos y los portadores de patentes de corso, por no hablar de los piratas, cuya única misión era la que ellos mismos se arrogaban de saquear a su antojo los navíos de todas las nacionalidades.

En aquella época había en Corfú un cierto número de extranjeros, particularmente de aquellos que, desde hacía tres o cuatro años, se habían ido sintiendo atraídos por las diversas fases de la guerra de la Independencia. Era en Corfú donde unos se embarcaban para ir a unirse a los que luchaban en el frente y era a Corfú adonde otros regresaban cuando las fatigas de la guerra les imponían un tiempo de reposo.

Entre estos últimos conviene citar a un joven francés. Apasionado por esta noble causa, durante los cinco años anteriores había tomado parte activa y gloriosa en los principales acontecimientos de que era escenario la península helénica.

Henry d'Albaret, teniente de navío de la Marina Real, uno de los oficiales más jóvenes de su grado, que gozaba entonces de un permiso ilimitado, se había alistado, desde el comienzo mismo de la guerra, bajo la bandera de los filohelenos franceses. Con veintinueve años de edad, estatura mediana y una constitución robusta, que lo hacía apto para soportar todas las fatigas del oficio de marino, este joven oficial, por la gracia de sus ademanes, la distinción de su persona, la franqueza de su mirada, el atractivo de su fisonomía y la seguridad de sus relaciones, inspiraba desde el primer momento una simpatía que con el trato íntimo sólo podía acrecentarse.

Henry d'Albaret pertenecía a una acaudalada familia de origen parisino. Apenas había conocido a su madre y su padre había muerto al alcanzar él la mayoría de edad, es decir, dos o tres años después de su salida de la escuela naval. Dueño de una bonita fortuna, ni por un momento pensó que esto fuera una razón para abandonar su oficio de marino. Al contrario, siguió adelante con su carrera -una de las más hermosas del mundoy era teniente de navío cuando el pabellón griego fue enarbolado frente a la media luna turca en el norte de Grecia y el Peloponeso.

Henry d'Albaret no vaciló. Como tantos otros jóvenes valientes, arrastrados de forma irresistible por este movimiento, acompañó a los voluntarios que, guiados por algunos oficiales franceses, se dirigían hacia los confines de la Europa oriental. Fue uno de aquellos primeros filohelenos que vertieron su sangre por la causa de la independencia. Ya en el año 1822 se hallaba, entre los gloriosos vencidos de Mavrocordato, en la famosa batalla de Arta, y, entre los vencedores, en el primer sitio de Misolonghi.

Allí seguía al año siguiente, cuando sucumbió Marco Botsaris. Durante el año 1824, tomó parte, de forma brillante, en los combates navales que compensaron a los griegos por las victorias de Mehmet-Alí. Después de la derrota de Trípolis, en 1825, mandaba un destacamento de regulares bajo las órdenes del coronel Fabvier.

En julio de 1826 se batía en Chaidari, donde salvaba la vida de Andronika Starkos, a quien los caballos de Kioutagi tenían ya bajo sus cascos. Fue aquélla una batalla terrible, en la cual los filohelenos sufrieron irreparables pérdidas.

Sin embargo, Henry d'Albaret no quiso abandonar a su jefe y, poco tiempo después, se reunía con él en Metenas.

En ese momento, la acrópolis de Atenas estaba defendida por el comandante Gouras, que tenía mil quinientos hombres a sus órdenes.

Dentro de esta ciudadela se habían refugiado quinientas mujeres y niños, que no habían podido huir en el momento en que los turcos se apoderaban de la ciudad. Gouras tenía víveres para un año y un material de catorce cañones y tres obuses, pero las municiones escaseaban.

Entonces Fabvier decidió abastecer la acrópolis. Apeló a los hombres de buena voluntad para que lo secundaran en este audaz proyecto.

Quinientos treinta respondieron a su llamada, entre ellos, cuarenta filohelenos; y entre estos cuarenta, encabezándolos, Henry d'Albaret.

Cada uno de aquellos osados partisanos se procuró un saco de pólvora y, bajo el mando de Fabvier, se embarcaron todos en Metenas.

El 13 de diciembre, este pequeño cuerpo desembarca casi al pie de la acrópolis. Un rayo de luna lo delata, y lo acoge la descarga de los turcos. Fabvier grita: «¡Adelante!» Todos, sin abandonar los sacos de pólvora, que pueden hacerles saltar por los aires de un momento a otro, salvan el foso y penetran en la ciudadela, cuyas puertas están abiertas. Los sitiados rechazan victoriosamente a los turcos. Pero Fabvier resulta herido, su segundo muere y Henry d'Albaret cae, al ser alcanzado por una bala.

Las tropas regulares y sus jefes se hallaban ahora encerrados en la ciudadela con aquellos a los que, de forma tan valerosa, habían ido a socorrer y que ya no querían dejarlos salir.

Allí, el joven oficial, cuya herida, por suerte, no era grave, tuvo que compartir las miserias de los sitiados, cuyo único sustento se reducía a algunas raciones de cebada. Pasaron seis meses antes de que la rendición de la acrópolis, consentida por Kioutagi, le devolviera la libertad.

Hasta el 5 de junio de 1827, Fabvier, sus voluntarios y los sitiados no pudieron abandonar la ciudadela de Atenas y embarcarse en los buques que los transportaron a Salamina.

Henry d'Albaret, muy débil aún, no quiso detenerse en esta ciudad y se dirigió hacia Corfú. Allí se reponía de sus heridas desde hacía dos meses, esperando el momento de reintegrarse a su puesto en primera línea, cuando el azar dio un nuevo sentido a su vida, que hasta entonces sólo había sido la propia de un soldado.Había en Corfú, en el extremo de la Strada Reale, una vieja casa de apariencia discreta, cuyo aspecto era medio griego, medio italiano.

En esta casa habitaba un personaje, que se dejaba ver poco, pero del cual se hablaba mucho.

Era el banquero Elizundo. ¿Sexagenario o septuagenario? Nadie habría sido capaz de precisarlo. Desde hacía unos veinte años vivía en aquella sombría morada, que rara vez abandonaba. Pero, si bien él no salía, mucha gente de todos los países y condiciones -clientes asiduos de su despachovenían allí a visitarlo. Sin duda, en esta casa de banca, cuya honorabilidad era intachable, se llevaban a cabo negocios de considerable importancia. Se decía, además, que Elizundo era extremadamente rico. Ningún crédito, no ya sólo en las islas Jónicas, sino ni siquiera entre sus colegas dálmatas de Zara o de Ragusa, habría podido rivalizar con el suyo.

Una letra de cambio, aceptada por él, valía como el oro. Desde luego, nunca se confiaba imprudentemente. Era muy riguroso en los negocios. Exigía siempre referencias excelentes y garantías completas; con todo, su caja parecía inagotable. Hay que hacer notar la circunstancia de que Elizundo lo hacía casi todo él mismo y tenía como único empleado a un hombre de su casa, del que más tarde hablaremos, que se encargaba de llevar las cuentas sin importancia.

Era, a la vez, su propio cajero y su propio contable. Ni un contrato que no fuera redactado por él, ni una carta que no escribiera de su puño y letra. Jamás un empleado venido de fuera se había sentado en el escritorio de su despacho. Esto contribuía, y no poco, a asegurar el secreto de sus negocios.

¿Cuál era el origen de este banquero? Se decía que era ilirio o dálmata; pero no se sabía nada en concreto. Mudo acerca de su pasado, mudo acerca de su presente, nunca se había relacionado con la sociedad corfiota. Cuando aquellas tierras quedaron bajo el protectorado de Francia, su existencia era ya la que había sido desde la época en la que era un gobernador inglés quien ejercía su autoridad sobre las islas Jónicas. Sin duda, no había que tomar al pie de la letra lo que se decía de su fortuna, la cual, según los rumores que corrían, se elevaba a centenares de millones. Pero, con todo, debía de ser muy rico, y efectivamente lo era, aunque su tren de vida fuera el de un hombre modesto, tanto en sus necesidades como en sus gustos.

Elizundo era viudo. Lo era ya al establecerse en Corfú con una niña, que contaba entonces dos años. Ahora la niña, llamada Hadjine, tenía ya veintidós y vivía en aquella mansión, dedicada al cuidado de la casa.

En cualquier lugar, incluso en estos países de Oriente, donde la belleza de las mujeres es indiscutible, Hadjine Elizundo habría sido considerada extremadamente hermosa, y ello a pesar de la gravedad de su fisonomía, un poco triste. ¿Cómo podría haber sido de otra manera en el ambiente en el que había transcurrido su infancia y su adolescencia, sin una madre para guiarla, sin una compañera a quien hacer partícipe de sus primeros pensamientos de muchacha? Hadjine Elizundo era de estatura mediana, pero elegante. Debido a su origen griego, por parte de madre, recordaba a esas hermosas jóvenes de Laconia, que se destacan en belleza entre todas las del Peloponeso.

Entre padre e hija no había ni podía haber una intimidad profunda. El banquero vivía solo, silencioso y reservado; era uno de esos hombres que vuelven siempre la cabeza y bajan los párpados como si la luz los hiriese. Poco comunicativo, tanto en su vida privada como en su vida pública, nunca daba confianzas, ni siquiera en las relaciones con los clientes de la casa. ¡Cómo habría podido encontrar Hadjine Elizundo algún atractivo en aquella existencia cerrada, si ni siquiera podía hallar entre aquellos muros el corazón de su padre! Por suerte, tenía cerca de ella a un ser bueno, abnegado, cariñoso, que no vivía más que para su joven ama, que se entristecía con sus penas y cuyo rostro se iluminaba si la veía sonreír. Toda su vida dependía de la de Hadjine. Sin duda, este retrato podría hacer creer que estamos hablando de un perro fiel y valiente, uno de esos «aspirantes a convertirse en humanos», como dice Michelet, «un amigo humilde», como dice Lamartine. ¡No! No era más que un hombre, pero habría merecido ser un perro.

Había visto nacer a Hadjine y no se había apartado nunca de su lado, la había acunado de niña y la servía ahora que era ya una mujer.

Era un griego, llamado Xaris, hermano de leche de la madre de Hadjine, que había seguido a su servicio después de que ésta se casara con el banquero de Corfú.

Hacía más de veinte años, pues, que estaba en la casa, ocupando una posición más elevada que la de un simple sirviente y ayudando incluso a Elizundo, cuando se trataba tan sólo de pasar algunas cuentas.

Xaris, como cierto tipo de hombre de Laconia, era alto, ancho de espaldas y de una fuerza muscular excepcional. De rostro agraciado, tenía unos hermosos ojos de mirada franca y una nariz larga y arqueada que subrayaban sus soberbios bigotes negros. Sobre la cabeza llevaba el casquete de lana oscura, y colgando alrededor de la cintura, las elegantes enagüillas típicas de su país.

Cuando Hadjine Elizundo salía, fuera por necesidades domésticas o para ir a la iglesia católica de San Espiridión, fuera simplemente para respirar un poco de aquella brisa marina que apenas llegaba hasta la mansión de la Strada Reale, Xaris la acompañaba. Los jóvenes de Corfú habían podido verla por la Explanada e incluso por las calles del arrabal de Kastradés, que se extiende a lo largo de la bahía del mismo nombre. Más de uno había intentado llegar hasta su padre. ¿Quién no se habría sentido atraído por la belleza de la muchacha y quizá también por los millones de la casa Elizundo? Pero Hadjine había contestado siempre con una negativa a todas las propuestas de este género.

Por su parte, el banquero nunca había intervenido para hacerle cambiar su decisión. En cuanto al honrado Xaris, habría dado, para que su joven ama fuera dichosa en este mundo, toda la parte de felicidad a que su abnegación sin límites le daba derecho en el otro.

Así era, pues, esta casa severa y triste, que se encontraba como aislada en un rincón de la capital de la antigua Corcira; así era este interior en el que los azares del destino iban a introducir a Henry d'Albaret.

Los primeros contactos entre el banquero y el oficial francés fueron por cuestiones de negocios. Al abandonar París, Henry d'Albaret llevaba consigo unas importantes órdenes de pago para la casa Elizundo. Fue en Corfú donde cobró su importe. Y fue también en Corfú de donde sacó después todo el dinero que necesitó durante sus campañas como filoheleno. Volvió a la isla varias veces y así fue como conoció a Hadjine Elizundo. La belleza de la joven lo había cautivado. Su recuerdo lo acompañó en los campos de batalla de Morea y el Ática.

Después de la rendición de la acrópolis, Henry d'Albaret no tenía nada mejor que hacer que volver a Corfú. No estaba bien restablecido de su herida. Las excesivas penurias que había pasado durante el asedio habían alterado su salud. En Corfú, aunque vivía fuera de la casa del banquero, encontraba cada día en ella, durante algunas horas, una hospitalidad de la que ningún extranjero había podido gozar hasta entonces.

Hacía aproximadamente tres meses que Henry d'Albaret vivía de este modo. Poco a poco, sus visitas a Elizundo, que al principio eran sólo por negocios, se volvieron más interesadas, al tiempo que se convertían en cotidianas. Al joven oficial le gustaba mucho Hadjine.

¡Y cómo pensar que ella no se daba cuenta, si lo tenía siempre a su lado, entregado por completo al placer de mirarla y escucharla! Por su parte, Hadjine no había dudado en darle todos los cuidados que el comprometido estado de su salud exigía. Henry d'Albaret no podía por menos de sentirse maravillosamente bien en tal situación.

Por otro lado, Xaris no disimulaba la simpatía que le inspiraba el carácter tan franco y amable de Henry d'Albaret, a quien iba queriendo cada día más.

-Tienes razón, Hadjine -le repetía a menudo a la muchacha-. Grecia es tu patria, como también la mía. ¡Y no debemos olvidar que si este joven oficial ha sufrido ha sido luchando por ella!-¡Me ama! -le confesó un día a Xaris.

Y lo dijo con la sencillez que ponía en todas las cosas.

-Bueno, pues déjate querer -contestó Xaris-.

Tu padre se está haciendo viejo, Hadjine. ¡Yo no voy a estar siempre aquí!... ¿Dónde encontrarías, en toda tu vida, mejor protector que Henry d'Albaret? Hadjine no contestó. Tendríamos que haber dicho que, si era cierto que se sentía amada, no lo era menos que también amaba. Una reserva muy natural le impedía confesar este sentimiento, incluso a Xaris.

Sin embargo, así eran las cosas. Entre la sociedad corfiota, ya no era un secreto para nadie.

Antes incluso de que se tratara el asunto de forma oficial, se hablaba de la boda entre Henry d'Albaret y Hadjine Elizundo como si el matrimonio ya estuviese decidido.

Debemos hacer notar que el banquero no parecía lamentar la asiduidad con que el joven oficial visitaba a su hija. Tal como decía Xaris, se sentía envejecer rápidamente. Por seco que tuviera el corazón, tenía que preocuparle que Hadjine se quedara sola en la vida, aunque supiera que iba a estar bien respaldada por la fortuna que heredaría. El tema del dinero, por otra parte, nunca había interesado a Henry d'Albaret. Que la hija del banquero fuese rica o no, no era algo que pudiese preocuparlo lo más mínimo. El amor que sentía por la joven nacía de unos sentimientos mucho más elevados, no de vulgares intereses. La quería por su bondad, tanto como por su belleza. Y también por la viva simpatía que le inspiraba la situación de Hadjine en aquel triste ambiente en el que vivía. Por la nobleza de sus ideas, la grandeza de su visión de las cosas, el coraje del que la sentía capaz, si alguna vez tenía que demostrarlo.

Y eso se comprendía muy bien cuando Hadjine hablaba de la Grecia oprimida y de los esfuerzos sobrehumanos que sus hijos hacían para devolverle la libertad. En este terreno, los dos jóvenes no podían por menos de estar siempre de acuerdo.

¡Qué horas de emoción pasaron conversando acerca de todas estas cosas en aquella lengua griega que Henry d'Albaret hablaba ya como la suya propia! ¡Qué alegría íntimamente compartida cada vez que una victoria naval venía a compensar los reveses de los que eran escenario la Morea o el Ática! Henry d'Albaret tuvo que narrarle con detalle todas las operaciones en las que había intervenido y darle los nombres de todos aquellos, nacionales o extranjeros, que se habían destacado en las sangrientas luchas, y los de las mujeres a las que Hadjine Elizundo, de haber sido libre, habría deseado imitar: Bobolina, Modena, Zacarías, Kaidos, sin olvidar a la valerosa Andronika, a quien el joven oficial había salvado de la matanza de Chaidari.

Un día, habiendo pronunciado Henry d'Albaret el nombre de esta mujer, Elizundo, que escuchaba la conversación, reaccionó de una forma que llamó la atención de su hija.

-¿Qué tenéis, padre mío? -preguntó la joven.

-Nada -respondió el banquero.

Después, dirigiéndose al joven oficial, con el tono de quien quiere parecer indiferente a sus propias palabras, preguntó: -¿Habéis conocido a esa Andronika? -Sí, señor Elizundo.

-¿Y sabéis qué ha sido de ella? -Lo ignoro -respondió Henry d'Albaret-.

Creo que después del combate de Chaidari debió de regresar a las provincias de la Maina, su país natal. Pero, un día u otro, espero verla reaparecer en los campos de batalla de Grecia...

-¡Sí! -añadió Hadjine-. ¡Allí es donde hay que estar! ¿Por qué había hecho Elizundo aquella pregunta acerca de Andronika? Nadie se lo preguntó. Seguramente, él tampoco hubiera contestado más que de una forma evasiva. Pero aquello no dejó de preocupar a su hija, que se hallaba poco al corriente de las relaciones del banquero. ¿Podía existir algún lazo entre su padre y aquella Andronika a quien ella admiraba? Por otra parte, en lo que se refería a la guerra de la Independencia, la reserva de Elizundo era absoluta. ¿De parte de quién estaba, de los opresores o de los oprimidos? Habría sido difícil decirlo, aun en el supuesto de que hubiese sido hombre capaz de comprometerse con alguien o con algo. Lo cierto era que el correo le traía al menos tantas cartas procedentes de Turquía como de Grecia.

Ahora bien, y es importante decirlo, aunque el joven oficial se había entregado a la causa de los helenos, Elizundo no había dejado por ello de darle buena acogida en su casa.

No obstante, Henry d'Albaret no podía prolongar su estancia en Corfú por más tiempo.

Totalmente repuesto de sus heridas, estaba decidido a llegar hasta el final en lo que consideraba como su deber. A menudo, le hablaba de ello a la muchacha.

-Es vuestro deber, en efecto -le respondía Hadjine-. Por mucho dolor que me cause vuestra partida, Henry, comprendo que debéis reuniros con vuestros compañeros de armas. ¡Sí! ¡Mientras Grecia no haya recobrado su independencia, hay que luchar por ella! -¡Me iré, Hadjine, me iré! -le dijo un día Henry d'Albaret-. Pero si pudiera llevar conmigo la certeza de que me amáis como yo os amo...

-Henry, no tengo ningún motivo para ocultar los sentimientos que me inspiráis respondió Hadjine-. Ya no soy una niña y debo enfrentarme seriamente al porvenir. Tengo fe en vos -añadió tendiéndole la mano-. ¡Tened vos fe en mí! ¡Tal como me dejaréis al marchar, me hallaréis a vuestro regreso! Henry d'Albaret había estrechado con fuerza la mano que le tendía Hadjine como prenda de sus sentimientos.

-¡Os doy las gracias con toda mi alma! contestó-. ¡Sí! ¡Somos el uno del otro!... ¡Lo somos ya! Y aunque nuestra separación es muy penosa, al menos llevo conmigo la seguridad de que me amáis... Pero antes de marcharme, Hadjine, quisiera hablar con vuestro padre...

Quiero tener la certeza de que aprueba nuestro amor y de que no nos pondrá ningún obstáculo...-Haréis bien, Henry -respondió la joven-.

¡Obtened su promesa como habéis obtenido la mía! Y Henry d'Albaret no tardó en hacerlo, pues estaba decidido a reincorporarse al servicio a las órdenes del coronel Fabvier.

En efecto, las cosas iban de mal en peor para la causa de la independencia. La convención de Londres no había surtido aún ningún efecto útil y cabía preguntarse si las potencias se limitarían a hacerle al sultán observaciones puramente oficiosas y, en consecuencia, totalmente ineficaces.Por otra parte, los turcos, envanecidos por sus éxitos, no parecían muy dispuestos a ceder ni un ápice en sus pretensiones. Aunque dos escuadras, una inglesa mandada por el almirante Codrington, y otra francesa, a las órdenes del almirante De Rigny, recorrían entonces el mar Egeo, y a pesar de que el gobierno griego se había instalado en Egina para deliberar en las mejores condiciones de seguridad, los turcos daban muestras de una obstinación que los hacía temibles.

Y era muy comprensible, teniendo en cuenta que en la espaciosa rada de Navarino había anclado, el 7 de septiembre, toda una flota de noventa y dos buques otomanos, egipcios y tunecinos. Esta flota traía un inmenso cargamento de provisiones destinadas a Ibrahim, para que éste atendiese las necesidades de una expedición que estaba preparando contra los hidriotas.

Y era precisamente en Hidra donde Henry d'Albaret había resuelto incorporarse al cuerpo de voluntarios. Esta isla, situada en el extremo de la Argólida, es una de las más ricas del Archipiélago. Después de haber dado tanto, en sangre y dinero, por la causa de los helenos, defendida ésta por sus intrépidos marinos Tombasis, Miaulis y Tsamados, tan temidos por los capitanes turcos, se veía entonces amenazada por las represalias más terribles.

Henry d'Albaret no podía, por lo tanto, tardar mucho en marcharse de Corfú, si quería llegar a Hidra antes que los soldados de Ibrahim. De manera que fijó definitivamente su partida para el 21 de octubre.

Unos días antes, tal como habían convenido, el joven oficial fue a ver a Elizundo y le pidió la mano de su hija. No le escondió que Hadjine se sentiría muy feliz si él aceptaba aquella petición. Por otra parte, se trataba sólo de que diera su consentimiento. El matrimonio no se celebraría hasta el regreso de Henry d'Albaret. Su ausencia, al menos así lo esperaba, ya no podía ser muy larga.

El banquero conocía la situación del joven oficial, su posición económica y la consideración de que disfrutaba su familia en Francia.

No tenía, pues, nada que objetar a ese respecto.

Por lo que a él mismo se refería, su honorabilidad era perfecta, y nunca había circulado con relación a su casa el menor rumor desfavorable. Acerca de su propia fortuna, como Henry d'Albaret no le habló del asunto, Elizundo guardó silencio. Y en relación con la proposición misma, dijo que la aceptaba. Aquel matrimonio sólo podía hacerlo feliz, ya que había de ser también la felicidad de su hija.

Todo esto fue dicho con bastante frialdad, pero lo importante era que se dijese. Henry d'Albaret tenía ahora la palabra de Elizundo y, a cambio, el banquero recibió de su hija un agradecimiento que aceptó con su reserva acostumbrada.

Todo, pues, parecía ir conforme a los deseos de los dos jóvenes y, debemos añadir, con el mayor contento de Xaris. Este hombre excelente lloró como un niño y de buena gana hubiera estrechado al joven oficial entre sus brazos.

Sin embargo, a Henry d'Albaret le quedaba poco tiempo para estar al lado de Hadjine Elizundo. Había tomado la decisión de embarcarse en un bergantín levantino, y éste debía abandonar Corfú el 21 de aquel mes con rumbo a Hidra.

No es difícil adivinar lo que fueron aquellos últimos días en la casa de la Strada Reale. Henry d'Albaret y Hadjine no se separaron ni un minuto. Conversaban largamente en el salón que había en la planta baja de aquella sombría morada. La nobleza de sus sentimientos daba a aquellas conversaciones un encanto penetrante que endulzaba la seriedad de la estancia. Se decían que el futuro les pertenecía, aunque el presente, por así decirlo, todavía se les escapara. Y era aquel presente lo que querían afrontar con sangre fría. Juntos calcularon todas las posibilidades, buenas o malas, pero sin descorazonarse, sin debilidad. Y mientras hablaban de estas cosas, iban exaltándose por aquella causa a la cual Henry d'Albaret iba a entregarse de nuevo.

Una noche, el 20 de octubre, se repetían aquellas cosas por última vez, con más emoción quizá. Al día siguiente, el joven oficial debía partir.

De pronto, Xaris entró en la sala. No podía hablar. Jadeaba. ¡Había corrido y de qué manera! En pocos minutos, sus piernas robustas lo habían llevado, atravesando toda la ciudad, desde la ciudadela hasta el final de la Strada Reale.

-¿Qué quieres?... ¿Qué te pasa, Xaris?... ¿Por qué tanta emoción?... -preguntó Hadjine.

-¡Es que tengo...! ¡Tengo...! ¡Una noticia...! ¡Una noticia importante... grave! -¡Hablad!... ¡Hablad!... ¡Xaris! -dijo a su vez Henry d'Albaret, no sabiendo si debía alegrarse o inquietarse.

-¡No puedo!... ¡No puedo! -respondió Xaris, ahogado por la emoción.

-¿Se trata de una noticia acerca de la guerra? -preguntó la joven cogiéndole la mano.

-¡Sí!... ¡Sí! -Pero, ¡habla!... -repetía ella-. ¡Habla ya, mi buen Xaris!... ¿Qué pasa? -Los turcos... hoy... vencidos... ¡en Navarino! Así fue como Henry d'Albaret y Hadjine se enteraron de la noticia de la batalla naval del 20 de octubre.

El banquero Elizundo acababa de entrar en la sala, atraído por el ruido de la irrupción de Xaris. Cuando supo de qué se trataba, apretó los labios involuntariamente y arrugó la frente, pero no demostró ni satisfacción ni descontento, mientras los dos jóvenes dejaban 1 que la alegría de su corazón se desbordase.

En efecto, la noticia de la batalla de Navarino acababa de llegar a Corfú. Apenas se hubo difundido por toda la ciudad, se conocieron los detalles, que fueron transmitidos telegráficamente a través de los aparatos aéreos de la costa albanesa.

Las escuadras inglesa y francesa, a las cuales se había unido la escuadra rusa, en total veintisiete buques y mil doscientos setenta y seis cañones, habían atacado a la flota otomana forzando los pasos de la rada de Navarino. A pesar de que los turcos eran superiores en número, pues tenían sesenta barcos de todas las medidas, armados con mil novecientos noventa y cuatro cañones, habían sido vencidos. Varios de sus navíos se habían hundido o habían volado por los aires con gran número de oficiales y marineros. Por lo tanto, Ibrahim ya no podía esperar que la marina del sultán lo ayudase en su expedición contra Hidra.

Aquél era un hecho de una importancia considerable. En efecto, éste iba a ser el punto de partida de un nuevo período para los asuntos de Grecia. Si bien las tres potencias habían decidido previamente no sacar partido de esta victoria aplastando la Puerta, parecía seguro que su acuerdo acabaría por arrancar el país de los helenos a la dominación otomana, y también que, en un período de tiempo más o menos corto, la autonomía del nuevo reino sería un hecho.

Éste fue el juicio que se formaron acerca del suceso en casa del banquero Elizundo. Hadjine, Henry d'Albaret y Xaris habían dado palmas de alegría. Su júbilo encontró eco en toda la ciudad. Lo que los cañones de Navarino acababan de asegurar a todos los hijos de Grecia era la independencia.

Para empezar, los proyectos del joven oficial quedaron absolutamente modificados por la victoria de las potencias aliadas, o, más bien para expresarlo mejor-, por la derrota de la marina turca. De resultas de ésta, Ibrahim tendría que renunciar a emprender la campaña que preparaba contra Hidra y ya no se volvería a hablar de ese tema.

De manera que Henry d'Albaret cambió los planes que había hecho antes de aquella fecha del 20 de octubre. Ya no era necesario que fuera a reunirse con los voluntarios que habían acudido en ayuda de los hidriotas. Resolvió, pues, esperar en Corfú los acontecimientos que serían la consecuencia natural de la batalla de Navarino.En cualquier caso, la suerte de Grecia ya no podía ser objeto de duda. Europa no dejaría que la aplastaran. En poco tiempo, en toda la península helénica, la media luna cedería su lugar a la bandera de la independencia.

Ibrahim, que ya únicamente ocupaba el centro y las ciudades litorales del Peloponeso, se vería por fin obligado a evacuar esas zonas.

En aquellas condiciones, ¿hacia qué punto de la península se habría dirigido Henry d'Albaret? Sin duda, el coronel Fabvier se disponía a abandonar Mitilene para ir a hacer campaña contra los turcos en la isla de Scio; pero aún no había acabado los preparativos y no lo haría antes de algún tiempo. No cabía, pues, pensar en una partida inmediata.

Así juzgó la situación el joven oficial. Y así la juzgó también Hadjine. Por lo tanto, ya no había motivo para retrasar la boda. Elizundo, por otra parte, no puso objeción alguna a que ésta se celebrase sin demora. De manera que la fecha fue fijada para diez días más tarde, es decir, a finales del mes de octubre.

Es inútil insistir sobre los sentimientos que la proximidad de su unión hizo nacer en el corazón de los prometidos. ¡Henry d'Albaret ya no partiría hacia aquella guerra en la cual podía dejar la vida! ¡Hadjine ya no tendría que sufrir aquella espera dolorosa durante la cual habría contado los días y las horas! Xaris, si es que eso es a posible, era el más feliz de la casa. Si se hubiese tratado de su propia boda, su alegría no hubiese sido más desbordante. Incluso el banquero, a pesar de su frialdad habitual, daba muestras visibles de su satisfacción. ¡El porvenir de su hija estaba asegurado! Acordaron que las cosas se harían con toda sencillez y les pareció inútil invitar a la ciudad entera a la ceremonia. Ni Hadjine ni Henry d'Albaret eran de los que gustan de tener muchos testigos de su felicidad. Pero, a pesar de todo, eran necesarios ciertos preparativos, de los cuales se ocuparon sin ostentación.

Era el 23 de octubre. Faltaban sólo siete días para la celebración de la boda. No parecía, pues, que hubiese que preocuparse por la aparición de ningún obstáculo ni temer retraso alguno. Y, no obstante, se produjo un hecho que habría inquietado vivamente a Hadjine y Henry d'Albaret, si hubieran tenido conocimiento de él.

Aquel día, entre el correo de la mañana, Elizundo encontró una carta, cuya lectura supuso para él un golpe inesperado. La estrujó, la rompió en pedazos e incluso la quemó, lo cual denotaba una profunda inquietud en un hombre tan dueño de sí mismo como era el banquero.

Y habría podido oírsele murmurar estas palabras: -¿Por qué no habrá llegado esta carta ocho días más tarde? ¡Maldito sea el que la ha escrito!

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