Capítulo V EL CAPITÁN SERVADAC ES BASTANTE MALTRATADO POR EL PROFESOR PALMIRANO ROSETA

TODO estaba ya perfectamente aclarado, el profesor Palmirano Roseta había despejado la incógnita, y aquellos investigadores no necesitaban hacer otras investigaciones ni formular nuevas hipótesis para saber a qué atenerse. Recorrían, sobre un cometa, el mundo solar.

Después del choque era la Tierra que huía por el espacio lo que el capitán Servadac había entrevisto detrás de la espesa capa de nubes. Era el globo terrestre el que había ocasionado la importante y única marea cuya influencia había sufrido el mar de Galia.

Menos mal que el cometa tenía que volver a la Tierra, si era cierto lo que el profesor acababa de afirmar Sin embargo, ¿eran sus cálculos tan precisos que permitían asegurar matemáticamente la vuelta? ¿No era lógico que los galianos tuvieran algunas dudas respecto a este particular?

Los días siguientes empleáronse en la instalación del recién llegado. Afortunadamente, era una persona poco exigente en lo relativo a las cosas de la vida y que se conformaba con todo. Viviendo día y noche en el cielo, entre las estrellas, vigilando la marcha de los astros vagabundos por el espacio, las cuestiones de alojamiento y alimentación, excepción hecha del café, le interesaban poco. Ni siquiera se había dado cuenta de la actividad y del ingenio que los colonos habían desplegado para arreglar la Colmena de Nina.

El capitán Servadac deseaba ofrecer la mejor habitación de todas a su antiguo profesor; pero éste, a quien no interesaba la vida común, se negó resueltamente a ocuparla. Lo que necesitaba era una especie de observatorio, bien orientado y bastante aislado, donde pudiera entregarse tranquilamente a las tareas astronómicas.

Héctor Servadac y el teniente Procopio se ocuparon pues, en buscarle el alojamiento que deseaba, teniendo la fortuna de encontrar en las laderas de la peña volcánica, a unos cien pies de elevación sobre la gruta central, una especie de gabinete que, a pesar de sus reducidas dimensiones, bastaba para contener al observador y sus instrumentos.

Colocáronse, pues, en él una cama, algunas sillas, una mesa, un sillón y un armario, además del famoso telescopio que quedó instalado de modo que pudiera ser manejado con facilidad. Derivar un simple filete de lava bastó para caldear este observatorio.

Allí se retiró el profesor, que comía los alimentos que le llevaban a una hora fija, y se pasaba el día haciendo cálculos y la noche contemplando el cielo, sin mezclarse para nada en la vida común. Era, después de todo, lo mejor que podía hacerse dada su originalidad, dejarle vivir a su modo.

El frío había aumentado considerablemente, y la columna termométrica señalaba, por término medio, treinta grados centígrados bajo cero, bajando lenta pero progresivamente, baja que debía continuar hasta que llegara al extremo límite de los fríos del espacio.

Cuando Galia se acercara de nuevo al Sol, siguiendo su trayectoria elíptica, la temperatura volvería a subir.

Si la columna mercurial no oscilaba en el tubo del termómetro, debíase a que ningún soplo de viento alteraba la atmósfera galiana. Los colonos estaban en condiciones climáticas especiales; ni una molécula de aire se movía; y todo líquido o fluido en la superficie del cometa, parecía helado. No había, pues, tempestades ni lluvias ni vapores en el cenit ni en el horizonte, ni nieblas húmedas, ni aun las brumas secas que suelen invadir las regiones polares del esferoide terrestre. El cielo tenía una serenidad invariable, inalterable, impregnándose de día completamente de los rayos estelares sin que unos calentasen más que los otros.

Sin embargo, esta excesiva temperatura era perfectamente soportable al aire libre, porque lo que no pueden soportar impunemente los que invernan en los países árticos, lo que deseca sus pulmones y los imposibilita para el desempeño de las funciones vitales es el movimiento violento del aire frío, el viento agudo, las brumas insanas y los terribles huracanes de nieve. Estas son las causas de las enfermedades que consumen a los navegantes polares. En cambio, durante los períodos de calma, cuando la atmósfera está serena, aunque estén en la isla de Melville como Parry, o más allá del 81° de latitud como Kane o más lejos aún de los sitios adonde llegaron el valeroso Hall y los exploradores del Polaris, arrostran los fríos por intensos que sean y, estando bien vestidos y bien alimentados, soportan relativamente bien la más baja temperatura, como la han soportado en ausencia de todo viento, aun cuando el alcohol de los termómetros haya descendido a sesenta grados bajo cero.

Los colonos de Tierra Caliente encontrábanse, pues, en las mejores condiciones para arrostrar los fríos del espacio, porque no carecían de pieles, de las que llevaba la goleta, ni de vestidos bien preparados para el frío, el alimento era abundante y sano y la calma de la atmósfera permitía ir y venir impunemente, a pesar de la baja temperatura.

Además, el gobernador general de Galia procuraba que todos los colonos estuvieran bien abrigados y abundantemente alimentados. Prescribiéronse ejercicios higiénicos que se ejecutaban diariamente y nadie podía dejar de cumplir este programa de la vida común, ni aun el joven Pablo ni la pequeña Nina. Estos dos graciosos chiquillos semejaban pequeños esquimales con su indumentaria de pieles, cuando patinaban juntos en el litoral de Tierra Caliente. Pablo acompañaba a su compañera en sus juegos, sosteniéndola cuando se fatigaba demasiado. Cosas propias de la edad de ambos.

El judío, después de su presentación poco satisfactoria a Palmirano Roseta, había vuelto sumamente desconsolado a su urca. Los detalles tan precisos que había dado el profesor habían operado un cambio en sus ideas, y ya no dudaba; veíase llevado por el espacio en un cometa vagabundo a millones de leguas del globo terrestre en que había llevado a término tan buenos negocios.

El trigésimo sexto habitante de Galia, a pesar de que su situación estaba tan fuera de la previsión humana, no modificó su idiosincrasia ni su carácter. Parecía que, entrando en

cuentas consigo mismo, hubiera debido mirar con mejores sentimientos a los semejantes que Dios había puesto a su lado y no considerarlos como materia utilizable para su provecho y negocio.

Si Isaac Hakhabut hubiera variado, no habría sido el modelo acabado de lo que puede llegar a ser un hombre que sólo piensa en sí mismo. Por lo contrario, endurecido su corazón cada vez más, sólo pensó en los medios de aprovechar la nueva situación para acrecentar su fortuna. Conocía bien al capitán Servadac y tenía la seguridad de que no había de perjudicarle; sabía que su hacienda estaba bajo la salvaguardia del oficial francés, y que, a no ser en caso de fuerza mayor, nada se intentaría contra él. Este caso de fuerza mayor no era de temer y el judío pensaba explotar la situación de la manera que vamos a decir:

Las probabilidades de volver a la Tierra, por pocas que fuesen, merecían ser tenidas en cuenta; en la pequeña colonia no faltaban el oro y la plata de Inglaterra o de Rusia, y como estos metales no tenían valor alguno en Galia, trataba de absorber poco a poco toda la riqueza monetaria de los colonos.

El interés de Isaac Hakhabut era, pues, vender sus mercancías antes de volver a la Tierra, porque, no habiendo competencia, podría ponerles el precio que creyera más conveniente; pero era preciso esperar a que, a causa de las necesidades de la colonia, la demanda fuera muy superior a la oferta. De esta manera el alza era segura y el lucro no menos cierto. Debía, pues, vender, pero no enseguida, sino cuando pudiera vender mejor.

Tales eran las reflexiones que se hacía Isaac Hakhabut en su estrecho camarote de la Hansa, cuyo aislamiento libraba a los colonos de ver su triste figura, de lo que se alegraban mucho.

Durante aquel mes de abril Galia recorrió treinta y nueve millones de leguas, y, acabado el mes, se encontraba a ciento diez millones de leguas del Sol. El profesor había dibujado con completa exactitud la órbita elíptica del cometa, comprendiendo sus efemérides. La curva que había trazado tenía veinticuatro divisiones desiguales, en representación de los veinticuatro meses del año galiano, que indicaban el camino que mensualmente recorría. Los doce primeros segmentos marcados en la curva iban acortándose cada vez más hasta el punto del afelio, según una de las tres leyes de Kepler; y, pasado este punto, iban alargándose a medida que se aproximaban al perihelio.

El profesor mostró el 12 de mayo su trabajo al capitán Servadac, al conde Timascheff y al teniente Procopio, quienes lo examinaron con interés fácil de comprender. Toda la trayectoria de Galia desarrollábase a sus ojos, permitiéndoles ver que se extendía algo más allá de la órbita de Júpiter. El camino recorrido cada mes y las distancias al Sol estaban expuestos en números, con suma claridad, y, si Palmirano Roseta no había incurrido en algún error, si Galia efectuaba exactamente en dos años su revolución, tenía que encontrar a la Tierra en el punto mismo que la había encontrado al rozarla por primera vez, puesto que en el mismo espacio de tiempo se habrían verificado matemáticamente dos revoluciones terrestres. Pero ¿cuáles serían las consecuencias del nuevo choque? Los colonos no querían ni aun pensar en ello.

De todos modos, si se abrigaba alguna duda respecto a la exactitud de los cálculos hechos por el profesor Palmirano Roseta, era preciso guardarse bien de manifestarla.

–Según esto –dijo Héctor Servadac–, durante el mes de mayo, Galia sólo recorrerá treinta millones cuatrocientas mil leguas y pasará a ciento treinta y nueve millones del Sol.

–Precisamente –respondió el profesor.

–Hemos salido, por lo tanto, de la zona de los planetas telescópicos –añadió el conde Timascheff.

–Usted mismo puede verlo –replicó Palmirano Roseta–, puesto que he trazado la zona de esos planetas.

–¿Y el cometa estará en su afelio –preguntó Héctor Servadac– precisamente un año después de haber pasado por su perihelio?

–Sí, señores.

–¿El 15 de enero próximo?

–Con toda seguridad el 15 de enero… ¡Ah! Pero no –exclamó el profesor–. ¿Por qué dice usted el 15 de enero, capitán Servadac?

–Porque del 15 de enero al 15 de enero va un año, o, lo que es lo mismo, doce meses…

–Sí, doce meses terrestres –respondió el profesor–; pero no doce meses galianos.

El teniente Procopio al oír esto, no pudo menos de sonreírse.

–¿Se ríe usted? –preguntó con manifiesto mal humor Palmirano Roseta–. ¿A qué se debe esa sonrisa?

–Sencillamente, señor profesor, porque veo que pretende usted reformar el calendario, terrestre.

–No pretendo otra cosa que ser lógico.

–Seamos lógicos, querido profesor –exclamó el capitán Servadac–; seamos lógicos.

–¿Se admite –preguntó Palmirano Roseta, en tono bastante seco– que Galia ha de volver a su perihelio, dos años después de haber pasado por él?

–Se admite.

–Este período de tiempo, necesario para efectuar una revolución completa alrededor del Sol, ¿constituye el año galiano?

–Sin duda alguna,

–¿Debe dividirse este año en doce meses como cualquier otro?

–¿Por qué no, si usted lo quiere así, querido profesor?

–No suceden las cosas porque yo quiera.

–En ese caso, sí; de doce meses –dijo Servadac.

–¿Cuántos días han de tener esos doce meses?

–Sesenta días cada uno, puesto que han disminuido en la mitad.

–Capitán Servadac –dijo el profesor con gravedad–, reflexione usted lo que dice.

–Me parece que está de acuerdo con su sistema –respondió Héctor Servadac.

–No, señor.

–Explíquenos usted, entonces…

–Es sencillísimo –replicó Palmirano Roseta, encogiéndose de hombros desdeñosamente–. Cada mes galiano, ¿no comprende dos meses terrestres?

–Evidentemente, puesto que el año galiano debe durar dos años.

–Dos meses, ¿no tiene sesenta días en la Tierra?

–Sí, señor, sesenta días.

–Y, ¿por consiguiente? –preguntó el conde Timascheff, dirigiéndose a Palmirano Roseta.

–Por consiguiente, si dos meses tienen sesenta días terrestres, tendrán ciento veinte días galianos, porque el día sólo dura en la superficie de Galia doce horas. ¿No es esto?

–Perfectamente, comprendido, profesor –respondió el conde Timascheff–; pero ¿no teme usted que ese nuevo calendario sufra alguna alteración?

–No, señores; no puede alterarse –respondió el profesor–. Desde el 1.º de enero no cuento de otra manera.

–Entonces –dijo el capitán Servadac–, nuestros meses tiene ahora, por lo menos, ciento veinte días.

–¿Qué mal hay en eso?

–Ninguno, mi querido profesor. Así es que en vez de estar en mayo estaremos en marzo.

–En marzo, señores, en el día doscientos sesenta y seis del año galiano, que corresponde al ciento treinta y tres del año terrestre. Hoy es, por lo tanto, el doce de marzo galiano, y cuando hayan transcurrido otros sesenta días galianos…

–Estaremos a 72 de marzo –exclamó Héctor Servadac–. ¡Bravo! Seamos lógicos.

Palmirano Roseta pareció preguntarse si su antiguo discípulo se burlaba de él; pero, como era ya una hora bastante avanzada, los tres visitantes salieron del observatorio.

El profesor había, por consiguiente, fundado el calendario galiano; pero conviene advertir que era el único que lo utilizaba y que nadie lo entendía cuando hablaba del 47 de abril o del 118 de mayo.

Había empezado el mes de junio (según el antiguo calendario), durante el cual Galia debía recorrer veintisiete millones quinientas mil leguas solamente y alejarse ciento cincuenta y cinco mil millones de leguas del Sol. La temperatura continuaba decreciendo, pero la atmósfera manteníase tan pura y tranquila como antes. En Galia se efectuaban todas las operaciones con una regularidad sumamente monótona y para alterarla se necesitaba nada menos que la personalidad, ruidosa, nerviosa, caprichosa y malhumorada de Palmirano Roseta, quien, cuando se dignaba interrumpir sus observaciones y bajar a la sala común, provocaba siempre alguna escena nueva.

Discutíase, casi invariablemente, el encuentro que debía verificarse entre Galia y la Tierra, encuentro que, cualesquiera que fueran sus riesgos, el capitán Servadac y sus compañeros deseaban que se produjera, lo que desquiciaba los nervios del profesor, que no quería oír hablar de la vuelta a la Tierra y continuaba estudiando a Galia, como si tuviera que permanecer en ella siempre.

Un día, el 27 de junio, entró Palmirano Roseta como una tromba en la sala común, donde se encontraban a la sazón el capitán Servadac, el teniente Procopio, el conde Timascheff y Ben-Zuf.

–Teniente Procopio –dijo el profesor–, responda usted sin ambages ni subterfugios a la pregunta que voy a dirigirle.

–Señor profesor, no acostumbro… –replicó el teniente Procopio.

–Perfectamente –repuso Palmirano Roseta, que parecía tratar al teniente como un profesor a su discípulo–. Responda usted a esta pregunta: ¿Ha dado usted, sí o no, la vuelta a Galia con su goleta, siguiendo su ecuador, o, en otros términos, siguiendo uno de los círculos máximos?

–Sí, señor –respondió el teniente, a quien el conde Timascheff había indicado, por señas, que respondiera al gruñón Roseta.

–Está bien –dijo este último–. Y durante ese viaje de exploración, ¿no ha calculado el camino recorrido por la Dobryna?

–Aproximadamente –respondió Procopio–, por medio de la corredera y de la brújula; pero no por ¡a altura del Sol, o de las estrellas, porque no se podía hacer este cálculo.

–Y ¿qué ha deducido usted de ello?

–Que la circunferencia de Galia mide dos mil trescientos kilómetros aproximadamente, lo que da setecientos noventa y dos kilómetros.

–Sí… –dijo Palmirano Roseta, hablando consigo mismo–, ese diámetro sería dieciséis veces menor que el de la Tierra, que es de doce mil setecientos noventa y dos kilómetros.

El capitán Servadac y sus compañeros contemplaban al profesor sin adivinar qué se proponía.

–Entonces –agregó Palmirano Roseta–, para completar mis estudios de Galia necesito averiguar cuál es su superficie, su volumen, su masa, su densidad y su fuerza de gravedad.

–En lo que se refiere a la superficie y el volumen –respondió el teniente Procopio–, conociendo el diámetro de Galia, es una operación facilísima.

–¿Acaso he dicho yo que sea difícil? –repicó el profesor–. Esa clase de cálculos los hacía yo cuando estaba en la infancia.

–¡Oh, no! –dijo Ben-Zuf, que aprovechaba todas las ocasiones para molestar al profesor, para vengarse de él por el poco respeto con que había hablado de Montmartre.

–Servadac –dijo Palmirano Roseta, después de mirar un instante a Ben-Zuf–, tome usted la pluma, y, puesto que conoce la circunferencia de un círculo máximo de Galia, dígame cuál es su superficie.

–En seguida, señor Roseta –respondió Héctor Servadac, decidido a portarse como un buen discípulo–. Hemos dicho que hay que multiplicar 2.323 kilómetros, circunferencia de Galia, por 740 que tiene el diámetro.

–Sí, y hágalo usted pronto –dijo imperativamente el profesor–. Ya debía estar eso hecho. ¿En fin?

–Obtengo –respondió Héctor Servadac– un producto de un millón setecientos diecinueve mil veinte kilómetros cuadrados, que es lo que representa la superficie de Galia.

–O, lo que es lo mismo, una superficie doscientas noventa y siete veces menor que la de la Tierra, que tiene quinientos diez millones de kilómetros cuadrados.

–¡Bah! –exclamó Ben-Zuf, alargando los labios con gesto despectivo–. ¡Vaya un cometa pequeño!

Palmirano Roseta lo miró de un modo que habría atemorizado a cualquiera que no fuese aquel vivo ordenanza.

–En este caso –preguntó el profesor, animándose–, ¿cuál es el volumen de Galia?

–¿El volumen? –respondió Servadac, titubeando.

–Señor Servadac, ¿no sabe usted calcular el volumen de una esfera conociendo su superficie?

–Sí, señor Roseta; pero quiere usted todo tan de prisa que no me da tiempo para respirar.

–Cuando se hacen cálculos matemáticos no se respira, señor mío, no se respira.

Los interlocutores de Palmirano Roseta hacían grandes esfuerzos para contenerse.

–¿Acabaremos? –preguntó el profesor–. El volumen de una esfera…

–Es igual al producto de la superficie –respondió Héctor Servadac titubeando–

multiplicado…

–Por la tercera parte del radio, señor mío –interrumpió Palmirano Roseta–, por la tercera parte del radio. ¿Ha concluido ya?

–Estoy concluyendo. La tercera parte del radio de Galia es de 123, 3, 3, 3, 3.

–Tres, tres, tres –repitió Ben-Zuf pronunciando cada sílaba con diferente tono.

–¡Silencio! –ordenó el profesor muy irritado–. Conténtese usted con las cifras enteras y no haga caso de las demás.

–No hago caso –respondió Héctor Servadac.

–¿Y qué resulta?

–El producto de 1.719.020 por 123 con 33 es doscientos once millones cuatrocientos treinta y nueve mil cuatrocientos sesenta kilómetros cúbicos.

–Ese es por lo tanto, el volumen de mi cometa –exclamó el profesor–, y no es un volumen insignificante.

–Sin duda –observó el teniente Procopio–; pero ese volumen es cinco mil ciento setenta veces menor que el volumen de la Tierra, el cual tiene, en números redondos…

–Un billón ochenta y dos mil ochocientos cuarenta y un millones de kilómetros cúbicos, lo sé perfectamente –respondió Palmirano Roseta.

–Y, por consiguiente –añadió el teniente Procopio–, el volumen de Galia es también muy inferior al de la Luna, que es cuarenta y nueve veces menor que el de la Tierra.

–¿Y quién habla de eso? –preguntó el profesor, herido en su amor propio.

–Por consiguiente –prosiguió despiadadamente el teniente Procopio–, Galia, vista desde la Tierra, parece una estrella de séptima magnitud, o, lo que es lo mismo, sólo visible con el telescopio.

–¡Vaya un cometa! –exclamó Ben-Zuf–. ¿En un astro de esa especie estamos?

–¡Silencio! –ordenó Palmirano Roseta completamente fuera de sí.

–El famoso cometa es una avellana, un garbanzo, un grano de mostaza –continuó diciendo el vengativo Ben-Zuf.

–¿Quieres callarte, Ben-Zuf? –dijo el capitán Servadac.

–Una cabeza de alfiler, nada.

–¡Rayos y truenos! ¿Te callarás?

Ben-Zuf comprendió que el capitán iba a enfadarse y salió de la sala, despertando con sus formidables carcajadas los ecos de las rocas volcánicas.

Ya era tiempo de que callara. Palmirano Roseta estaba a punto de estallar, y necesitó algún tiempo de calma para reponerse. No quería que atacaran a su cometa, como Ben-Zuf no quería que atacasen a Montmartre, cada cual defendía su propiedad con igual encarnizamiento.

Tranquilizado, el profesor dijo a sus oyentes:

–Señores, conocemos el diámetro, la circunferencia, la superficie y el volumen de Galia; pero esto no es bastante, es preciso averiguar, por medida directa, su masa y su densidad, y saber cuál es la intensidad de la gravedad en su superficie.

–Será difícil –dijo el conde Timascheff.

–Aunque lo sea, quiero y necesito saber lo que pesa mi cometa y lo sabré.

–Como ignoramos de qué substancia está formado el cometa Galia –repuso el teniente Procopio–, el problema no es de fácil solución

–¡Ah! ¿Desconocen ustedes la sustancia de que se compone Galia? –preguntó e!

profesor.

–Sí señor –dijo el conde Timascheff– y, si pudiera usted ilustrarnos respecto a ese punto…

–Sin eso –repuso Palmirano Roseta– podré resolver mi problema.

–Cuando usted quiera, señor profesor, nos tendrá usted a sus órdenes –dijo el capitán

Servadac.

–Necesito aún un mes para hacer observaciones y cálculos –respondió Palmirano Roseta con su habitual acritud–, y creo que tendrán ustedes la bondad de esperar a que los concluya.

–Indudablemente, señor profesor –dijo el conde Timascheff–, esperaremos todo el tiempo que usted guste.

–Y más todavía –añadió el capitán Servadac, no pudiendo reprimir el deseo que experimentaba de dirigirle esta pulla.

–Entonces, emplazo a ustedes para dentro de un mes –respondió Palmirano Roseta–, o sea, para el día 62 de abril próximo.

El 62 de abril del año galiano era el 31 de julio del terrestre.

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