GALIA continuaba, en tanto, su marcha por los espacios interplanetarios bajo la influencia atractiva del Sol, sin que sus movimientos hubieran sufrido hasta entonces alteración alguna El planeta Nerina, de que se había apoderado al atravesar la zona de los asteroides, le seguía siendo fiel, y verificaba concienzudamente su pequeña revolución bimensual.
Todo debía ir bien durante el año galiano.
La gran preocupación de los habitantes involuntarios de Galia continuaba siendo la misma: ¿Volveremos a la Tierra? ¿No se ha engañado el astrónomo en sus cálculos? ¿Ha determinado con exactitud la nueva órbita del cometa y la duración de su revolución alrededor del Sol?
Palmirano Roseta era tan receloso y huraño que no se le podía indicar que revisara el resultado de sus observaciones; pero Héctor Servadac, el conde Timascheff y Procopio no dejaban de estar alarmados respecto a este punto. Los otros colonos no se cuidaban de tal cosa y era admirable la resignación con que soportaban su suerte y la filosofía práctica que tenían Los españoles, especialmente que en su país vivían de un modo miserable jamás habían sido tan felices. Negrete y sus compañeros nunca se habían encontrado en semejantes condiciones de bienestar. ¿Qué les importaba la marcha que siguiera Galia?
¿Por qué habían de mecerse en averiguaciones de si el Sol lo mantendría en su círculo de atracción, o si se saldría de este círculo para recorrer otros cielos? Pasaban el tiempo cantando porque para ellos no había mejor medio de distraerse.
Los seres más felices de la colonia eran, sin duda alguna, Pablo y Nina, quienes recorrían juntos las largas galerías de la Colmena v trepaban por las rocas del litoral. Un día patinaban hasta perderse De vista en la extensa superficie helada del mar; otros divertíanse pescando en el pequeño lago que la cascada de fuego conservaba en estado líquido, lo que no entorpecía las lecciones que les daba Héctor Servadac. Ya se entendía bien lo que hablaban en francés, y sobre todo, se comprendía, uno a otro.
¿Por qué aquel joven y aquella niña habían de preocuparse por lo porvenir? ¿Por qué habían de recordar lo pasado?
–¿Tienes padres, Nina? –preguntó un día Pablo a su amiguita.
–No, Pablo –respondió Nina–, no tengo a nadie. ¿Y tú, tienes parientes?
–Yo también estoy solo. Nina. ¿Qué hacías en la Tierra?
–Guardaba cabras, Pablo.
–Yo –respondió el joven– corría siempre delante de los tiros de las diligencias.
–Ahora ya no estamos solos, Pablo.
–No, Nina, ya no estamos solos.
–El gobernador es nuestro padre y el conde y el teniente son nuestros tíos.
–Y Ben-Zuf nuestro compañero –repuso Pablo.
–Todos son muy buenos para nosotros –agregó Nina–. Aquí nos miman mucho, Pablo; pero es necesario que nos portemos bien para que siempre estén contentes de nosotros.
–Tú eres muy buena, Nina, y estando a tu lado, se tiene que ser bueno.
–Soy tu hermana y tú eres mi hermano –dijo Nina con serenidad.
–Es indudable –asintió Pablo.
Todos amaban a aquellos dos seres cuya gracia y gentileza cautivaban los corazones.
Tenían siempre ambos chiquillos buenas palabras y caricias para todos, hasta para la cabra Marzy. El capitán Servadac y el conde Timascheff los amaban sincera y paternalmente. En estas circunstancias, ¿cómo habían de echar de menos, Pablo, las ardientes llanuras de Andalucía y Nina las rocas estériles de Cerdeña? Estaban convencidos de que el mundo de Galia había sido siempre el suyo.
Llegó el mes de julio, en cuya época Galia sólo tenía que recorrer en su órbita veintidós millones de leguas, alejándose del Sol ciento setenta y dos millones.
Encontrábase, pues, separado del astro de atracción cuatro veces y media más que la Tierra y caminaba con la misma velocidad que ésta. En efecto, el término medio de la celeridad del globo terrestre, al recorrer la eclíptica, es de unos veintiún millones de leguas por mes, o, lo que es lo mismo, veinticinco mil ochocientas leguas por hora. El 62 de abril galiano, el profesor advirtió al capitán Servadac, por medio de un lacónico billete, que aquel mismo día iba a empezar las operaciones para calcular la masa, densidad y la intensidad de la gravedad del cometa.
Héctor Servadac, el conde Timascheff y Procopio acudieron con puntualidad a la cita que se les daba, aunque los experimentos que iban a verificarse no les interesaban tanto como al profesor, y hubieran preferido saber de qué naturaleza era la sustancia que componía la armazón del cometa Galia.
Palmirano Roseta presentóse por la mañana en el salón y ¡ avis rara! parecía que no tenía muy mal humor; pero era muy temprano aún.
La intensidad de la gravedad, como todo el mundo sabe, es la fuerza atractiva que ejerce la Tierra sobre un cuerpo de masa igual a la densidad, y se recordará que esta atracción había disminuido mucho en Galia, por cuya causa habían, naturalmente, aumentado las fuerzas musculares de los galianos. Éstos, sin embargo, desconocían la proporción de este aumento.
La masa está formada por la cantidad de materia que constituye un cuerpo, y representada por el peso mismo del cuerpo; y densidad es la cantidad de materia que contiene un cuerpo en un volumen dado.
La intensidad de la gravedad en la superficie de Galia era, por consiguiente, la primera cuestión que se precisa resolver.
La segunda, la cantidad de materias contenidas en Galia, o lo que es lo mismo, la masa y el peso.
La tercera, la cantidad de materias que, después de conocido el volumen, tenía Galia o, para decirlo de otro modo, la densidad.
–Señores –dijo el profesor–, vamos hoy a terminar el estudio de los diversos elementos que constituyen mi cometa. Cuando nos sean conocidas la intensidad de la gravedad en su superficie, su masa y su densidad por medida directa, sabremos cuanto es posible saber En suma, vamos a pesar a Galia.
Al oír Ben-Zuf, que acababa de entrar en el salón, las últimas palabras del profesor, se apresuró a salir de nuevo para volver a los pocos instantes diciendo con sonrisa irónica:
–Aunque he registrado todo el almacén general, no he encontrado balanza ninguna, y además no sé yo dónde hemos de colgar el peso.
Y, al decir esto, Ben-Zuf miraba al exterior como si buscara en el cielo.
Una mirada del profesor y un gesto de Héctor Servadac impusieron silencio a Ben-Zuf.
–Señores –dijo Palmirano Roseta–, en primer término, necesitamos averiguar cuánto pesa en Galia un kilogramo terrestre, porque, como a causa de su menor masa su atracción es menor, todo objeto pesa menos en su superficie que en la de la Tierra. ¿Pero qué diferencia hay entre los dos pesos? Esto es lo que se trata de saber.
–Perfectamente –respondió el teniente–; pero las balanzas ordinarias, si las tuviéramos, no sirven para efectuar esa operación, porque, como ambos platillos están del mismo modo sometidos a la atracción de Galia, no podrían darnos la relación que existe entre el peso galiano y el peso terrestre.
–Así es, efectivamente –añadió el conde Timascheff–; el kilogramo, por ejemplo, de que nos servimos, ha perdido de su peso tanto como el objeto que se emplee para pesar y…
–Señores –dijo Palmirano Roseta–, si pretenden ustedes ilustrarme les advierto que pierden el tiempo, y les ruego que me dejen continuar mi explicación de física.
El profesor creía estar en su cátedra.
–¿Tienen ustedes una romana de muelles y una pesa de un kilogramo? –preguntó–.
Con esos elementos es suficiente. En la romana, el peso está indicado por una hoja de acero o por un resorte que obran en razón de su flexibilidad o de su tensión y la atracción no ejerce influencia alguna en el resultado. En efecto, si suspendemos una pesa de un kilogramo terrestre en la romana, la aguja marcará con exactitud lo que pesa este kilogramo en la superficie de Galia y esto me dará a conocer la diferencia que existe entre la atracción de Galia y la atracción de la Tierra. Vuelvo a preguntar: ¿tienen ustedes esa romana?
Los oyentes de Palmirano Roseta se interrogaron mutuamente con la mirada y Héctor Servadac se volvió hacia Ben-Zuf que conocía bien todo el material de la colonia.
–No tenemos romana ni pesa de un kilo –dijo Ben-Zuf.
El profesor exteriorizó su desagrado, golpeando fuertemente el suelo con los pies.
–Pero –añadió Ben-Zuf– creo que podremos encontrar, por lo menos, una pesa.
–¿Dónde?
–En la urca del judío.
–¡Y está usted tan tranquilo, imbécil! –replicó el profesor encogiéndose de hombros.
–Hay que ir a buscarla en seguida –agregó el capitán Servadac.
–Voy al momento –dijo Ben-Zuf.
–Voy contigo –añadió Héctor Servadac–, porque el judío quizá ponga alguna dificultad para prestar un objeto, cualquiera que sea.
–Vamos todos a la urca –dijo el conde Timascheff–, y veremos cómo se ha instalado ese judío a bordo de la Hansa.
–Conde Timascheff, ¿no podría uno de sus marineros cortar un pedazo de roca que midiera exactamente un decímetro cúbico?
–Mi mecánico hará eso en un momento –respondió el conde Timascheff–; pero con la condición de que le den un metro para obtener medidas exactas.
–¿Pero tampoco tienen ustedes un metro? –exclamó Palmirano Roseta.
Ben-Zuf viose obligado a confesar que no había ningún metro en el almacén general de la colonia.
–Pero –añadió– quizás encontremos alguno a bordo de la Hansa.
–Vamos, pues –respondió Palmirano Roseta, penetrando con mucha ligereza en la galería.
Tras él siguieron los demás.
A los pocos momentos Héctor Servadac, el conde Timascheff, Procopio y Ben-Zuf desembarcaban en las altas rocas que dominaban el litoral, bajaban hasta la orilla y encaminábanse a la estrecha ensenada en que se encontraban la Dobryna y la Hansa aprisionadas en su corteza de hielo.
La temperatura era muy baja (35° bajo cero); pero, como el capitán Servadac y sus compañeros estaban bien vestidos y bien cubiertos con capuchas y pieles, podían arrostrarla sin grandes inconvenientes. Su barba, cejas y pestañas se cubrieron instantáneamente de pequeños cristales, pero esto debióse a que los vapores de su respiración se congelaron al contacto del aire frío. Sus rostros erizados de agujas blancas, frías y agudas, como cerdas de puercoespín, habrían hecho reír a quien los hubiera visto.
La cara del profesor, que, a causa de la pequeña estatura del dueño, parecía la de un oso, era más repulsiva que nunca.
Eran las ocho de la mañana en aquel momento. El Sol marchaba rápidamente hacia el cenit, y su disco, considerablemente reducido por la distancia, tenía el aspecto de la Luna llena. Sus rayos calentaban poco y su luz era muy débil. Las rocas del litoral al pie de la
peña volcánica y la peña misma mostraban la blancura inmaculada de las últimas nieves que habían caído antes que los vapores cesaran de saturar la atmósfera galiana.
En segundo término, hasta la cima del cono aumentado que dominaba aquel territorio, extendíase la inmensa alfombra en la que no había mancha alguna. La cascada de lavas caía en la vertiente septentrional, donde las nieves habían sido sustituidas por torrentes de fuego que serpenteaban siguiendo el capricho de los declives hasta la entrada de la caverna central para ir a parar al mar.
A ciento cincuenta pies más arriba de la caverna abríase una especie de agujero negro sobre el que se bifurcaba la erupción. De este agujero salía el tubo de un anteojo astronómico; era el lugar donde Palmirano Roseta tenía instalado su observatorio.
La playa estaba envuelta por completo en una capa de inmaculada blancura, confundiéndose con el mar helado, sin que los separara ninguna línea de demarcación.
Cubría aquella inmensa blancura un cielo azul pálido, y en la playa se conservaban las huellas de los pasos de los colonos que la recorrían diariamente, para recoger hielo y fundirlo para hacer agua dulce, o para ejercitarse en el patinaje. Las curvas de los patines entrecruzábanse en las superficies de la corteza de hielo endurecida, a semejanza de los círculos que los insectos acuáticos trazan en la superficie de las aguas.
También había huellas de pasos desde el litoral a la Hansa. Eran sin duda las últimas que Había dejado Isaac Hakhabut antes de que hubieran llegado las nieves. Aquellas huellas tenían la dureza del bronce, que les había hecho adquirir los fríos excesivos.
Las primeras rocas encontrábanse a medio kilómetro de distancia de la ensenada en que invernaban ambos barcos. Al llegar allí el teniente Procopio observó que se había levantado mucho la línea de flotación de la Hansa y de la Dobryna, que dominaban ya la superficie del mar lo menos en veinte pies.
–¡Curioso fenómeno! –exclamó el capitán Servadac.
–Curioso y alarmante –respondió el teniente Procopio–. Evidentemente, bajo el casco de estos buques donde hay poco fondo, está efectuándose un enorme trabajo de congelación. La corteza helada va levantándose poco a poco y condensando cuanto sostiene con fuerza irresistible.
–Pero ese trabajo tendrá término –observó el conde Timascheff.
–Lo ignoro, señor –respondió el teniente Procopio–, porque el frío no ha llegado todavía a su máximo.
–Así lo espero –exclamó el profesor–. No valdría la pena el haberse alejado a doscientos millones de leguas del Sol para encontrar la misma temperatura que en los polos terrestres.
–¡Qué ocurrencia, señor profesor! –respondió el teniente Procopio–. Por fortuna los fríos del espacio no pasan de sesenta a setenta grados bajo cero, que es una temperatura bastante aceptable.
–¡Bah! –dijo Héctor Servadac–. Frío sin viento es frío sin resfriados, y creo que no estornudaremos ni siquiera una vez durante el invierno.
Esto no obstante, el teniente Procopio informó al conde Timascheff de los temores que le inspiraba la goleta que podía ser levantada a gran altura a causa de la superposición de las capas de hielo, y, sí ocurría esto, cuando llegara el deshielo sería de temer alguna catástrofe análoga a las que suelen ocurrir a los buques balleneros que invernan en los mares árticos; ¿pero no había medios de impedirlo?
Llegaron a la Hansa, encerrada en su caparazón de hielo, y subieron a bordo utilizando los escalones que Isaac Hakhabut había hecho para su uso. ¿Qué resolución adoptaría si la urca se levantaba a un centenar de pies de la costa?
Esto sólo interesaba a él.
Un ligero humo azul salía del tubo de cobre que sobresalía de las nieves endurecidas y acumuladas sobre el puente de la urca.
Evidentemente, el avaro hacía poco consumo de combustible, pero no debía tener mucho frío En efecto, las capas de hielo que envolvían la urca, por ser malos conductores del calor, debían mantener una temperatura soportable en el interior.
–¡Eh, Nabucodonosor! –gritó Ben-Zuf.