III

RAGGED-SCHOOL

—¿Y el número 13, qué tiene?

—Fiebre.

—¿Y el número 9?

—Tos ferina.

—¿Y el 17?

—Tos ferina también.

—¿Y el 23?

—Creo que será escarlatina.

A medida que le daban estas respuestas, mister O’Bodkins las escribía en un registro admirablemente llevado en los folios correspondientes a los números 23, 17, 9 y 13. En tal registro había una columna destinada al nombre de la enfermedad, a la hora de la visita del médico, a la clase de medicamentos empleados y a las condiciones en que éstos debían ser administrados cuando los enfermos hubieran sido transportados al hospital. Los nombres estaban escritos en letra gótica, los números en cifras arábigas, los medicamentos en letra redonda, las prescripciones en letra cursiva, todo mezclado con corchetes finamente trazados con tinta azul, y dobles rayas en tinta roja. Un modelo de caligrafía y una obra maestra de contabilidad.

—Algunos de esos niños están gravemente enfermos —añadió el médico—. Recomiende que no cojan frío en el camino.

—¡Sí, sí, se recomendará! —respondió negligentemente mister O’Bodkins—. Cuando no estén aquí, esto ya no me atañe, y con tal que mis libros estén corrientes…

—Además, si la enfermedad se los lleva —dijo el doctor tomando su bastón y su sombrero— creo que la pérdida no será muy grande.

—Conformes —respondió O’Bodkins—. Les inscribiré en la columna de los fallecidos, y su cuenta quedará saldada. Me parece que cuando una cuenta está saldada, nadie tiene derecho a quejarse.

El médico salió después de haber estrechado la mano de su interlocutor.

O’Bodkins era el director de la Ragged-School de Galway, pequeña ciudad situada en la bahía y en el condado del mismo nombre, al suroeste de la provincia de Connaught. Ésta es la única en que los católicos pueden poseer tierras, y en ella, como en el Munsater, el gobierno inglés toma a mal rechazar la Irlanda católica.

Se conoce el tipo original que recuerda este mister O’Bodkins, y no merece ser clasificado entre los bienhechores de la raza humana. Un hombre pequeño y grueso, de esos solteros que no han sido jóvenes nunca, y que tampoco serán viejos, que han sido siempre lo mismo, con cabellos que ni se caen ni emblanquecen, y que parecen haber nacido con anteojos de oro; que tienen el corazón necesario para vivir, y a los que jamás ha conmovido un sentimiento de amor, de simpatía ni de compasión. Uno de esos seres ni buenos ni malos, que pasan por la tierra sin hacer bien, pero tampoco sin hacer mal, que no son jamás desgraciados y menos con la desventura del prójimo.

Tal era O’Bodkins, y hay que convenir en que había nacido precisamente para ser director de una Ragged-School.

Ragged-School es la escuela de los andrajosos, y se ha visto qué admirable exactitud, qué cuenta más precisa del debe y haber atestiguan los libros de mister O’Bodkins. Tenía éste por auxiliares una vieja, la tía Kriss, aficionada al tabaco, y un antiguo pensionista de dieciséis años, llamado Grip. Era éste un pobre diablo de buenos ojos, fisonomía jovial, nariz arremangada, signo característico de la raza irlandesa, y valía infinitamente más que las tres cuartas partes de los miserables recogidos en aquella especie de lazareto escolar.

Son los tales, niños huérfanos o abandonados por sus padres, que la mayor parte no han conocido. Nacidos en el arroyo y recogidos de las calles, a las que volverán cuando tengan edad para trabajar.

¡Qué degradación moral! ¡Qué aglomeración de larvas humanas destinadas a convertirse en monstruos!, porque de aquellos granos arrojados al azar entre las piedras, ¿qué podrá salir?

En la escuela de Galway había unos treinta, de entre tres y doce años, cubiertos de harapos, siempre hambrientos, puesto que sólo de los restos de la caridad pública se alimentaban. Algunos estaban enfermos, y como acabamos de ver, estos niños daban un gran contingente a la mortalidad, lo que no era una gran pérdida a juicio del médico.

Razón tenía éste, si ningún cuidado, si ninguna moralización había de impedirles ser unos malhechores. Pero, bajo aquella triste envoltura hay un alma, y con mejor dirección se podría encaminarles a la senda del bien. En todo caso, necesarios sería para educarles otros preceptores, y no uno de esos maniquíes de los que mister O’Bodkins nos ofrece el deplorable tipo, y que no es raro encontrar hasta en lugares que no son los condados de Irlanda.

Hormiguita era uno de los niños de menor edad en esta Ragged-School. Sólo contaba cuatro años y medio, todos de desventuras. Haber sido tratado como se sabe, por Thornpipe, haberse visto reducido al estado de manivela; después arrancado a aquel verdugo por la compasión de algunas buenas almas de Westport y ser ahora huésped de la Ragged-School de Galway. ¿Y cuando saliera de allí, no iba a encontrarse aún peor?

Ciertamente, un noble sentimiento era el que había llevado al cura a arrancar al desventurado ser de las garras de Thornpipe.

Después de haber hecho algunas pesquisas para averiguar su origen, había renunciado a ellas. Hormiguita sólo recordaba que había vivido en casa de una perversa mujer, junto a una niña que le besaba, y también otra niña que había muerto. ¿En qué lugar? No lo sabía. Nadie podía decir si era un niño abandonado o robado a su familia.

Desde que fue recogido en Westport, se le había cuidado, había andado de casa en casa. Las mujeres se apiadaban de su suerte. Se le conservó el nombre de Hormiguita. Algunas familias le tuvieron ocho, quince días. Así pasaron tres meses; pero la parroquia no era rica, y bastantes desgraciados vivían a su costa. De poseer una casa de caridad, en ella hubiera habido sitio para el niño; pero no teniéndola, fue enviado a la Ragged-School de Galway, y hacía nueve meses que Hormiguita vegetaba en medio de aquellos vicios. Cuando saliera ¿qué llegaría a ser? Uno de esos desheredados para los que, desde sus más tiernos años, la existencia, con sus cotidianas exigencias, es una pregunta de vida o muerte, ¡pregunta que muy a menudo queda sin respuesta!

De forma que desde hacía nueve meses el niño estaba confiado a los cuidados de la vieja Kriss, medio embrutecida, de aquel pobre Grip, resignado con su suerte, y de mister O’Bodkins, aquella máquina para hacer balances de entradas y salidas. Sin embargo, su buena constitución le había permitido resistir a tantas causas de destrucción, y no figuraba aún en el gran libro del director, en la columna de los atacados del sarampión, escarlatina y otras enfermedades de la infancia, sin que su cuenta hubiera estado saldada en el fondo de la fosa común de Galway.

Pero si en lo que toca a la salud el niño soportaba impunemente tales pruebas, ¿qué se podía temer desde el punto de vista de su desarrollo intelectual? ¿Cómo resistiría al contacto de aquellos viciosos de cuerpo y espíritu, los unos nacidos no se sabía dónde ni de quién, los otros, la mayor parte, hijos de presidiarios, cuando no de ahorcados?

Había uno cuya madre estaba cumpliendo su condena en la isla de Norfolk, en el centro de los mares australianos, y cuyo padre, condenado a muerte por asesinato, acababa de morir a manos del famoso Berry en la prisión de Newgate. Este muchacho se llamaba Carker, y a los doce años parecía ya predestinado a seguir las huellas de sus padres. En la Ragged-School gozaba de cierta consideración; estando pervertido, pervertía, tenía cómplices y discípulos, y era jefe de los más miserables, siempre prestos a un mal golpe, en espera de delitos, cuando la escuela los hubiera arrojado a la calle como una escoria.

Apresurémonos a decir que Hormiguita sólo sentía aversión por este Carker, bien que no cesase de mirarle con ojos llenos de asombro… juzgad… ¡El hijo de un ahorcado!

En general, estas escuelas en nada se parecen a los modernos establecimientos de educación, en los que el cubo de aire está distribuido de un modo matemático. El continente es apropiado al contenido. Siendo las almohadas y mantas paja, el lecho se hace pronto. ¿Refectorios? ¿Para qué? Cuando sólo hay por comida algunas cortezas y patatas, cualquier sitio basta. En cuanto a la instrucción, mister O’Bodkins es el encargado de ella, sabe enseñar a leer, a escribir, a contar, pero él a nadie obliga, y después de dos o tres años pasados bajo su férula, no se hubieran encontrado diez de aquellos niños en estado de descifrar un bando.

Aunque Hormiguita era el más joven de todos, contrastaba con sus camaradas mostrando cierto deseo de instruirse que le valía mil sarcasmos. ¡Qué miseria y qué responsabilidad social, cuando una inteligencia pide cultivo y queda sin él!

¿Se sabe lo que pierde el porvenir con dejar esterilizar un cerebro en el que la naturaleza ha depositado tal vez los buenos gérmenes que no fructificarán?

Si el personal de la escuela trabajaba poco con la inteligencia, no quiere esto decir que trabajase honradamente con las manos. Reunir un poco de combustible para el invierno, mendigar los harapos entre las personas caritativas, recoger el estiércol de los caballos y demás animales para ir a venderlo a los cortijos por algunos coppers, a lo que mister O’Bodkins abría una cuenta especial; escudriñar en los montones de inmundicias, acumulados en los rincones de las calles, siempre que los perros dejaban, y si era menester, después de luchar con ellos; tales eran las ocupaciones cotidianas de los niños. De juegos, ninguno, a menos que sea una diversión arañarse, pellizcarse, morderse, golpearse con pies y manos, sin hablar de las malas pasadas que le jugaban a Grip. Verdad que éste no se inquietaba por tal cosa, lo que llevaba a Carker y a los otros a encarnizarse en él cruelmente.

La única habitación algo decente de la Ragged-School era la del director; y claro está que en ella jamás se dejaba entrar a nadie. Los libros hubieran sido hechos pedazos, sus hojas dispersas a todos los vientos. Así es que no le disgustaba que sus educandos se marchasen fuera, a errar a la aventura, y siempre le parecía temprano cuando, movidos por la necesidad de comer o de dormir, volvían a la escuela.

Por su espíritu serio y sus buenos instintos, Hormiguita se veía expuesto de ordinario no solamente a las burlas de Carker y de otros que no valían más, sino también a sus brutalidades.

Evitaba quejarse. ¡Ah, porque no tenía fuerzas!

Si no fuera así, se haría respetar, volviendo bofetada por bofetada, puntapié por puntapié… ¡qué cólera sentía al ver que era débil para defenderse!

Era el que menos salía de la escuela, muy dichoso de disfrutar de un poco de calma cuando los otros vagaban por los alrededores.

Sin duda esto era un perjuicio para su bienestar, pues hubiera podido encontrar un desperdicio que roer, o comprar una torta pasada con dos o tres coppers que le dieran de limosna. Pero sentía repugnancia de tender la mano, de correr con la esperanza de atrapar una pobre moneda, y sobre todo de robar alguna bagatela… ¡No! Prefería quedarse con Grip.

—¿No sales? —le decía éste.

—No, Grip.

—Carker te pegará si no traes nada esta tarde.

—Lo prefiero.

Grip sentía por Hormiguita un afecto del que el otro participaba. No falto de inteligencia, sabiendo leer y escribir, procuraba enseñar al niño algo de lo que había aprendido. Así es que desde que se encontraba en Galway comenzaba Hormiguita a hacer algunos progresos en la lectura, prometiendo honrar a su maestro.

Conviene añadir que Grip conocía una multitud de historias divertidas y que las contaba alegremente.

Con sus risotadas en aquel sombrío lugar parecíale a Hormiguita que aquel mozo era un rayo de luz en la tenebrosa escuela.

Lo que irritaba particularmente a nuestro héroe era que los demás hicieron a Grip objeto de su malquerencia. Éste, lo repetimos, lo soportaba con filosófica resignación.

—Grip —le decía alguna vez Hormiguita.

—¿Qué quieres?

—¡Carker es un miserable!

—Cierto…

—¿Por qué no le das un golpe?

—¿Golpearle?

—Y también a los otros.

Grip se encogía de hombros.

—¿Es que no eres fuerte, Grip?

—No sé…

—¿No tienes buenos brazos y buenas piernas?

Sí: era alto y delgado como un pararrayos.

—Pues bien, Grip, ¿por qué no das de golpes a esos bestias?

—Bah. No vale la pena.

—¡Ah! ¡Si yo tuviera tus piernas y tus brazos!…

—Mejor sería servirse de ellos para trabajar.

—¿Crees tú…?

—Estoy seguro.

—Pues bien: trabajaremos juntos… Probaremos… ¿quieres?

Grip quería.

Algunas veces salían juntos. Hormiguita estaba miserablemente vestido, con un traje deshilachado, gorra sin fondo, pies con borceguíes de cuero cuya suela estaba hecha pedazos. Grip, poco más o menos lo mismo. Y menos mal cuando hacía buen tiempo, tan raro en los condados de Irlanda como una buena comida en la cabaña de Paddy. Y entonces, bajo la lluvia, bajo la nieve, medio desnudos, con la cara amoratada por el frío, los ojos irritados por el cierzo, los pies enterrados en la nieve, aquellos dos miserables daban compasión, el mayor llevando al pequeño de la mano y corriendo para calentarse.

Erraban así por las calles de Galway, que tiene el aspecto de un pueblo español, solos, entre una multitud indiferente. Hormiguita hubiera deseado saber lo que había en el interior de las casas. A través de sus estrechas ventanas, cerradas con persianas, era imposible distinguir nada. Pensaba él que allí abría fuertes arcas llenas de sacos de plata. ¡Y qué placer cruzar las hermosas habitaciones de los hoteles a los que los huéspedes llegaban en carruaje, el Royal Hotel sobre todo! Pero los criados les hubiesen echado como a los perros, o lo que es peor, como a los mendigos, pues en rigor los perros pueden recibir alguna caricia…

Cuando se detenían ante las tiendas, no muy bien provistas en los pueblos de la alta Irlanda, las cosas les parecían un conjunto de riquezas incalculables. ¡Qué miradas lanzaban sobre un escaparate de ropas, ellos que estaban vestidos de andrajos, y a una tienda de calzado, ellos que andaban con los pies descalzos! ¿Conocerían alguna vez el placer de tener un traje nuevo y un par de buenos zapatos hechos a medida? No… ¡Sin duda, como otros miserables, estaban condenados a vestir ropa usada!

Había también carnicerías con grandes cuartos de vaca colgados, suficientes para alimentar durante un mes toda la Ragged-School. Cuando Grip y Hormiguita los contemplaban, abrían la boca desmesuradamente y sentían que su estómago se contraía con dolorosos espasmos.

—¡Bah! —decía Grip jovialmente—. Mueve tus mandíbulas y te parecerá que comes.

Ante los grandes panes de cálido olor, ante todo lo que excitaba el apetito de los que pasaban, quedaban estáticos, con los dientes largos, la lengua húmeda, los labios convulsos, la cara famélica, y Hormiguita murmuraba:

—¡Qué bueno debe de ser eso!

—Ya lo creo —respondió Grip.

—¿Lo has comido tú?

—Una vez.

—¡Ah! —suspiraba el niño.

Él no lo había probado nunca, ni en casa de Thornpipe, ni en la Ragged-School.

Un día, una señora, compadecida de su rostro pálido, le preguntó si quería torta.

—Preferiría un pan, señora —respondiole.

—¿Y por qué, niño?

—Porque es más grande.

Una vez, sin embargo, habiendo recibido Grip algún dinerillo por un encargo, compró una torta, que bien tendría ya ocho días.

—¿Te gusta? —le preguntó a Hormiguita.

—¡Oh! Diríase que está azucarada.

—Ya lo creo —respondió Grip—, y con verdadero azúcar.

Algunas veces Grip y su compañero llegaban en sus paseos al arrabal de Salthill. Veían desde allí la unión de la bahía, una de las más pintorescas de Irlanda, las tres islas de Aran, dispuestas como los tres conos de la bahía de Vigo, y atrás las salvajes montañas de Burren y de Clare, y los abruptos derrumbaderos de Moher. Volvían después hacia el puente, al muelle, a lo largo de los docks comenzados cuando se pensó hacer de Galway el punto de partida de una línea transatlántica que hubiese sido la más corta entre Europa y los Estados Unidos de América.

Cuando distinguían algunos buques en la bahía o atracados en la bocana del puerto, sentíanse como irresistiblemente atraídos, sospechando sin duda que la mar debe de ser menos cruel que la tierra para los pobres, y que les promete una existencia más segura; que la vida es mejor al aire libre de los mares, lejos de los cuchitriles de las ciudades; y que el oficio de marinero es por excelencia el que garantiza la salud del niño y el alimento del hombre.

—¡Muy bueno debe de ser, Grip, ir en esos barcos de grandes velas! —decía Hormiguita.

—Si supieses lo que me atrae —respondía Grip.

—¿Por qué no eres marino, entonces?

—Tienes razón, ¿por qué no lo soy?

—Irías lejos… lejos…

—¡Tal vez llegará!… —respondió Grip.

Pero, en fin; no lo era.

El puerto de Galway está formado por la desembocadura de un río que nace en Lough Corrib y se arroja al fondo de la bahía. En la otra orilla se alza la curiosa ciudad de Claddagh, con sus cuatro mil habitantes, todos pescadores que gozan desde largo tiempo de una autonomía comunal y cuyo alcalde es calificado de rey. Grip y el niño iban alguna vez a Claddagh. ¿Qué no hubiera dado Hormiguita por ser uno de aquellos mozos robustos, curtidos por la brisa, un hijo de una de aquellas madres vigorosas, algo salvajes en su aspecto? Sí. Él envidiaba a aquellos muchachos de buen porte, y más dichosos que los de otros puntos de Irlanda. ¡Mozos que gritaban y se divertían! ¡Hubiera querido ser de ellos! Sentía deseos de estrecharles la mano. Pero no se atrevía; tan andrajoso estaba, que al verle acercarse hubieran podido creer que iba a pedirles una limosna. Deteníase entonces, una gruesa lágrima brotaba en sus ojos y se contentaba con pasearse por el mercado admirando los arenques, únicos peces que buscan los pescadores de Claddagh. En cuanto a los cabrachos y langostas que abundan entre las rocas de la bahía, no podía creer que fueran comestibles, aunque Grip afirmara que era crema de pastel lo que tales bichos tenían bajo el cascarón. Tal vez no sería imposible que algún día pudieran experimentarlo prácticamente.

Terminado su paseo regresaban al barrio de la Ragged-School por calles estrechas y sucias. Pasaban por las ruinas que hacen de Galway un pueblo medio destruido por un terremoto. Y aun las ruinas que el tiempo ha hecho tienen algún encanto; pero aquí, las casas sin concluir por falta de dinero, los edificios bosquejados apenas y cuyos muros estaban llenos de grietas; en fin, todo lo que era obra del abandono y no de los siglos, no producía más que una impresión de tristeza. Pero más triste que los barrios pobres de Galway era la abominable y nauseabunda morada, el abrigo insuficiente y repugnante donde la miseria arrojaba a los compañeros de Hormiguita; y ni él ni Grip se apresuraban cuando llegaba la hora de regresar a la Ragged-School.

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