EL ENTIERRO DE UNA GAVIOTA
¿EN el curso de su penosa existencia en la degradante atmósfera de los andrajosos, no volvía Hormiguita alguna vez la vista al pasado? Que un niño feliz con los cuidados que le rodean y las caricias que se le prodigan se entregue a la alegría de vivir, sin pensar en lo que ha sido ni en lo que será, abandonándose al esparcimiento de su edad, cosa es que se concibe, esto es lo que debe ser. Pero no sucede lo mismo cuando el pasado sólo ha sido de sufrimientos, y el porvenir aparece con sombrío aspecto. Se mira adelante después de haber mirado atrás.
¿Y qué veía Hormiguita al volver la vista uno o dos años atrás? Aquel Thornpipe brutal y despiadado, al que temía encontrar a la vuelta de alguna calle extendiendo sus manos para cogerle de nuevo. También le asaltaba un recuerdo vago y terrible; el de la cruel mujer que le maltrataba, y el de aquella jovencilla que le mecía en sus rodillas.
—Creo recordar que se llamaba Sissy —dijo un día a su compañero.
—¡Qué nombre más bonito! —respondió Grip.
En realidad Grip estaba persuadido de que aquella Sissy no debía de existir más que en la imaginación del niño; pero cuando dudaba de su existencia Hormiguita se incomodaba. ¡Sí! ¡Él la veía en su pensamiento! ¿No la encontraría alguna vez? ¿Qué sería de ella? ¿Viviría aún con aquella furia lejos de él? ¿Millas y millas les separarían? Ella le quería y él también a ella. Era el primer afecto que había sentido antes de encontrar a Grip. Ella era buena, dulce, le acariciaba, enjugaba sus lágrimas y partía con él sus patatas.
—Yo hubiera querido defenderla cuando la infame mujer le pegaba —decía.
—¡También yo creo que hubiera golpeado a esa arpía! —respondía Grip por dar gusto al niño.
Porque si este bravo mozo no se defendía cuando se le atacaba, sabía defender a los otros, habiendo ya probado que era fuerte para meter en cintura a aquellos malos bichos encarnizados contra su protegido.
Una vez, durante los primeros meses de su estancia en la Ragged-School, atraído por las campanas del domingo, Hormiguita había entrado en la catedral de Galway. Hay que confesar que sólo la casualidad le había llevado allí, pues a los mismos turistas les cuesta trabajo descubrirla, por estar perdida en un laberinto de calles fangosas y estrechas.
El niño estaba vergonzoso y temeroso. Ciertamente, de verle el terrible pertiguero, medio desnudo y lleno de harapos, no le hubiera permitido permanecer en la iglesia. Hormiguita quedó encantado de lo que oía: los cánticos de la misa, el acompañamiento del órgano, y de lo que veía: el sacerdote con sus ornamentos de oro, y los cirios encendidos en pleno día.
El niño no había olvidado que el cura de Westport le habló algunas veces de Dios; de Dios, padre de todos. Recordaba también que cuando Thornpipe pronunciaba este nombre era para mezclarlo con horribles juramentos, recuerdo que le turbaba en medio de las ceremonias religiosas. Bajo la bóveda de la catedral, oculto tras un pilar, sentía una especie de curiosidad, mirando a los sacerdotes como hubiese mirado a los soldados. Después, y mientras todos se inclinaban al levantar la Sagrada Forma entre el sonar de las campanillas, alejose antes de ser visto, arrastrándose sobre los escalones sin más ruido que un ratón que vuelve a su agujero.
Cuando regresó de la iglesia a nadie le dijo que había estado en ella, ni aun a Grip, que por otra parte no tenía más que una idea vaga de lo que significaban aquellas pompas de la misa y de las vísperas. Después de una segunda visita, encontrándose a solas con Kriss apresurose a preguntarle quién era Dios.
—¿Dios? —respondió la vieja revolviendo sus terribles ojos entre las bocanadas nauseabundas que se escapaban de su pipa negra.
—Sí; Dios.
—Es el hermano del diablo, a quien envía a los niños malos para quemarlos en el fuego del infierno.
Hormiguita palideció al oír tal respuesta, y aunque hubiera deseado saber dónde estaba aquel infierno lleno de llamas y de niños, no osó preguntárselo a Kriss.
Pero no cesó de pensar en aquel Dios cuya única ocupación parecía ser la de castigar niños ¡y de qué horrible manera!, a creer a Kriss.
Sin embargo, un día quiso hablar de esto con su amigo Grip.
—Grip —le preguntó—, ¿has oído alguna vez hablar del infierno?
—Algunas veces.
—¿Dónde está?
—No lo sé.
—Dime: si se quema allí a los niños malos, ¿se quemará a Carker?
—Ya lo creo.
—Yo, Grip ¿no soy malo, verdad?
—Tú, no… ¡Creo que no!
—¿Entonces no seré quemado?
—No.
—Ni tú Grip.
—Ni yo; estoy seguro.
Y Grip creyó conveniente añadir que siendo tan delgado no valía la pena quemarle.
He ahí todo lo que Hormiguita sabía de Dios; todo el catecismo que había aprendido. En su sencillez, en la inocencia de su edad, sentía confusamente lo que era el bien y el mal. Pero si no debía ser quemado, siguiendo los consejos de la mujer de la Ragged-School, arriesgaba serlo siguiendo los de mister O’Bodkins.
En efecto, mister O’Bodkins no estaba contento. Hormiguita figuraba en su libro en la columna de los gastos; pero no en la de los ingresos. Un galopín que costaba dinero y que nada producía. Al menos los otros, mendigando y robando, subvenían en parte a los gastos de alojamiento y comida, pero el niño no llevaba nada.
Un día mister O’Bodkins le dirigió vivos reproches lanzándole una mirada severa a través de sus anteojos. El niño tuvo fuerzas para no llorar al recibir esta amonestación que mister O’Bodkins le dirigía con el doble título de administrador y director.
—¿No quieres hacer nada? —le dijo.
—Sí —respondió el niño—. ¿Qué quiere usted que haga?
—Algo que compense lo que cuestas.
—Bien querría, pero no sé.
—Se sigue a las gentes en la calle, se piden encargos.
—Soy muy pequeño.
—Busca en los montones de basura. Siempre hay algo.
—Los perros me muerden y soy débil. No puedo echarles.
—¿Tienes manos?
—Sí.
—¿Tienes piernas?
—Sí.
—Pues bien, corre por las calles tras los carruajes y atrapa algunos coppers, ya que no puedes hacer otra cosa.
—¡Pedir coppers!
Y Hormiguita enrojeció. Su orgullo se rebelaba a tender la mano.
—No podré hacerlo mister O’Bodkins —dijo.
—Ah, ¿no podrás?
—No.
—¿Y podrás vivir sin comer? No. Te prevengo de que un día u otro te sujetaré a este régimen si no imaginas un medio de ganarte la vida. Y ahora vete. ¡Ganar su vida a los cuatro años y algunos meses! Verdad es que con Thornpipe la ganaba; ¡y de qué modo! El niño se alejó angustiado. El que le hubiera visto en un rincón con los brazos cruzados y la cabeza baja hubiera sentido lástima. ¡Qué carga era la vida para el pobre ser!
Nadie sabe lo que sufren estos pequeños afligidos por la miseria en su más tierna edad; jamás nadie se apiadará bastante de su suerte. Después de las amonestaciones de mister O’Bodkins, venían las excitaciones de los pillos de la escuela.
Les irritaba ver al niño más honrado que ellos; y se complacían en impulsarle al mal, no escatimando ni los pérfidos consejos ni los golpes. Sobre todos, Carker mostraba un encarecimiento que se explica por su perversidad.
—¿Tú no quieres pedir limosna? —le dijo un día.
—No —respondió Hormiguita con voz firme.
—Pues bien; bestia, no pidas… ¡toma!
—¡Tomar!
—Sí, cuando se ve un señor bien puesto con un pañuelo que sale de su bolsillo, se aproxima uno, se tira del pañuelo y él viene solo.
—Déjame, Carker.
—Y alguna vez con el pañuelo viene un portamonedas.
—Eso es robar.
—Y no son coppers lo que se encuentran en los portamonedas de los ricos, sino chelines, coronas, y hasta piezas de oro, que se reparten con los amigos.
—Sí —dijo otro—, y se burla al policía.
—Y si se va a la cárcel —añadió Carker— ¿qué importa? En ella se está tan bien o mejor que aquí; se tiene pan, sopa, patatas y se come a gusto.
—¡No quiero! ¡No quiero! —repetía una y otra vez el niño defendiéndose contra aquellos bribones que le enviaban de uno a otro como a una pelota.
Grip entró en la sala y se apresuró a arrancarlo de sus manos.
—¡Vais a dejarle en paz! —exclamó apretando los puños. Esta vez estaba verdaderamente colérico.
—Sabes —dijo a Carker— que no pego a menudo, ¿no es verdad? Pero si pego…
Cuando aquellos miserables abandonaron a su víctima, les arrojaron a los dos una mirada que significaba que prometían volver a empezar cuando Grip no estuviese.
—Seguramente tú serás quemado, Carker —dijo Hormiguita, no sin cierta conmiseración.
—¿Quemado?
—Sí, en el infierno, si continúas siendo malo.
Respuesta que excitó la risa de aquella banda. El que Carker fuese quemado era una idea fija en el cerebro del niño.
Era de temer que la intervención de Grip en su favor no produjera buenos resultados. Carker y los otros hallábanse decididos a vengarse del protector y del protegido. En los rincones, los peores de la Ragged-School celebraban conciliábulos que nada bueno presagiaban. Así es que Grip no cesaba de vigilarles, abandonando al niño lo menos posible. Por la noche hacíale subir hasta el desván que él ocupaba junto al tejado. Allí estaba Hormiguita al menos al abrigo de los pérfidos consejos y de los malos tratos.
Un día, Grip y él habían ido a pasear por la arena de Salthill, donde algunas veces se bañaban. Grip, que sabía nadar, daba lecciones al niño. Sentíase éste muy dichoso al extenderse en aquel agua limpia sobre la que navegaban hermosos barcos cuyas blancas velas veía perderse en el horizonte. Ambos se agitaban en medio de las olas que llegaban a la arena. Grip, sujetando al niño por los hombros, le indicaba los primeros movimientos.
De repente, verdaderos gritos de chacal se oyeron en las rocas y vieron aparecer a los andrajosos de la Ragged-School. Eran una docena, los más viciosos y feroces, con Carker a la cabeza.
Si gritaban tanto era porque acababan de ver a una gaviota herida en el ala que trataba de huir; cosa que tal vez hubiera conseguido a no lanzarle Carker una piedra que la tocó.
Hormiguita lanzó un grito como si él hubiera recibido el golpe.
—¡Pobre gaviota! ¡Pobre gaviota! —repetía.
Una gran rabia se apoderó de Grip, y probablemente se disponía a ir a castigar a Carker cuando vio al niño lanzarse sobre la arena, en medio de la banda, pidiendo perdón para el pájaro.
—Carker, yo te lo suplico —repetía—, pégame a mí, pero no a la gaviota, ¡no a la gaviota!
¡Qué burlas le dirigieron cuando se le vio arrastrarse sobre la arena, desnudo, con sus miembros delgaduchos, y los huesos marcándosele a través de la piel! Él seguía gritando.
—Perdón, Carker, ¡perdón para la gaviota!
Nadie le escuchaba. Se reían de sus súplicas. La banda perseguía al ave que en vano intentaba volar, saltando de un lado a otro, y procurando esconderse entre las rocas.
¡Esfuerzos inútiles!
—¡Dejadla, dejadla! —gritaba uno.
Carker había cogido a la gaviota por un ala y la lanzó al aire. Otro la recogió arrojándola sobre los guijarros.
—¡Grip, Grip! —repetía Hormiguita—. ¡Defiéndela, defiéndela!
Grip se precipitó sobre los pilluelos para arrancarles el ave. Era tarde. Carker acababa de aplastar con su talón la cabeza de la gaviota. Todos rieron y lanzaron hurras. Hormiguita estaba transformado. Poseído de una cólera ciega, cogió un guijarro y lo arrojó con toda su fuerza sobre Carker; el golpe le dio a éste en mitad del pecho.
—¡Ah, me las vas a pagar! —exclamó Carker.
Y antes de que Grip pudiera impedirlo, se precipitó sobre el niño y le arrastró al borde de la arena, golpeándole. Después, y mientras los demás detenían a Grip por los brazos y por las piernas, hundió la cabeza de Hormiguita en las olas, a riesgo de asfixiarle.
Logrando desembarazarse a golpazos de aquellos miserables, la mayor parte de los cuales rodaron por la arena, Grip corrió hacia Carker, que huyó con toda la banda.
Al retirarse las olas hubiesen arrastrado a Hormiguita si Grip no le hubiera cogido y apartado medio desvanecido. Después de frotarle vigorosamente, Grip no tardó en ponerle en pie, y vistiéndole le cogió por la mano y le dijo:
—Ven, ven.
Hormiguita subió por las rocas, y viendo al ave aplastada, se arrodilló, sus ojos se llenaron de lágrimas y haciendo un agujero en la arena enterró a la gaviota.
Él mismo, ¿qué era más que un pájaro abandonado, una pobre gaviota humana?