V

AÚN LA RAGGED-SCHOOL

AL volver a la escuela, Grip creyó deber suyo llamar la atención de mister O’Bodkins sobre la conducta de Carker y de los demás. No trataba de hablar de las malas jugadas que a él se le hacían, y que no notaba la mayor parte de las veces. ¡No! Se trataba de Hormiguita y de los malos tratos de que era objeto. Esta vez se había ido tan lejos, que sin la intervención de Grip, el niño sería ahora un cadáver, que las olas arrojarían sobre la arena de Salthill.

Por toda respuesta, Grip no obtuvo más que un movimiento desdeñoso de cabeza de mister O’Bodkins. Debía comprender que estas cosas no le interesaban desde el punto de vista de la contabilidad. ¡Qué diablo! ¡El gran libro no podía tener una columna para los pescozones y otra para los puntapiés! Sin duda mister O’Bodkins tenía, como director, el deber de preocuparse por los tratos de sus pensionistas; mas como administrador, se limitó a enviar a paseo al vigilante de la escuela.

Desde ese día, Grip resolvió no perder de vista a su protegido, no dejarle jamás solo en la sala, y cuando él salía tenía cuidado de encerrarle en el desván, donde al menos el niño se encontraba a salvo.

Transcurrieron los últimos días del verano. Llegó septiembre. Esto es ya el invierno para los distritos de los condados del norte; el invierno de la alta Irlanda es una sucesión ininterrumpida de nieves, brisas, huracanes y nieblas que vienen de las llanuras heladas de América septentrional, y que los vientos del Atlántico precipitan sobre Europa.

Un tiempo rudo para los ribereños de la bahía de Galway, encerrada entre las montañas como entre las paredes de una nevera. Días muy cortos y noches muy largas para los que carecen de lumbre en su hogar. No os asombréis si la temperatura es baja en el interior de la Ragged-School, salvo en la habitación de mister O’Bodkins. ¿Es que de no ser así, la tinta estaría líquida en el tintero? ¿Es que su obra no se helaría antes de que él pudiese acabar sus florituras?

Es el momento de ir a buscar en las calles y caminos todo lo que es susceptible de combinarse con el oxígeno para producir calor. Mediano recurso, cuando se reduce a ramas caídas, a hulla mezclada con ceniza y abandonada a las puertas de las casas, y a restos de carbón que los pobres se disputan en los muelles de descarga del puerto. Los pensionistas de la escuela se ocupaban en esta recolección y ¡cuántos rebuscadores había!

Nuestro héroe tomaba parte en este penoso trabajo, y cada día traía un poco de combustible. Esto no era mendigar. Así, bien que mal, en el hogar brillaban unas mezquinas llamas con las que era preciso contentarse. Toda la escuela, helada bajo sus harapos, se apretaba en torno al fuego; los mayores en los sitios mejores, claro está, mientras la comida se cocía en la marmita. ¡Y qué comida! Cortezas de pan, patatas, desperdicios de carne, una abominable sopa con manchas de grasa que reemplazaban los ojos del buen caldo.

Ante el fuego jamás había sitio para Hormiguita, y rara vez una taza del líquido que la vieja reservaba para los mayores. Éstos se arrojaban sobre ella como perros hambrientos, enseñando los dientes para defender su mezquina porción.

Felizmente, Grip llevaba al niño a su agujero y le daba lo mejor de lo que a él le había tocado en la repartición cotidiana. Allí arriba no había fuego, pero acurrucándose en la paja, oprimiéndose uno contra otro, se defendían del frío y se dormían. ¿Les calentaba el sueño? Tal vez.

Un día Grip tuvo una verdadera fortuna. Paseándose por la calle principal de Galway, un viajero que entraba en el Royal Hotel le pidió que llevara una carta al correo. Grip se apresuró a hacerlo, recibiendo en pago un mimoso chelín. Ciertamente el capital no era tan grande que Grip tuviera que devanarse los sesos pensando si lo colocaría en renta del Estado o en valores industriales. No. La colocación sería en el estómago de Hormiguita y un poco en el suyo propio. Compró embutido fácil de conservar tres días y regaláronse con él ocultándose de Carker y de sus compañeros. No iba Grip a participar con éstos lo que ellos no participaban con él.

Además, y esto hizo más feliz el encuentro con el viajero del Royal Hotel, el digno gentleman, viendo a Grip tan mal vestido, se deshizo en su favor de un traje de lana en buen estado.

No se crea que Grip pensó guardarlo para sí. No. Sólo pensó en Hormiguita. «Estará como un carnero bajo su lana», pensó. Pero el carnero no quiso que Grip se despojase del traje en beneficio suyo. Hubo discusión, y las cosas pudieron arreglarse a gusto de ambos. En efecto, el gentleman era grueso y su traje hubiese dado dos vueltas al cuerpo de Grip; el gentleman era alto y su traje podía envolver a Hormiguita de la cabeza a los pies. Así pues, no era imposible utilizar el traje para los dos amigos.

Pedir a la vieja borracha de Kriss que hiciera la obra, sería como pedirle que renunciara a su pipa. Así pues, encerrándose en el desván, Grip puso manos a la obra, concentrando en ella toda su inteligencia. Después de tomar medida al niño, trabajó con tal acierto, que le confeccionó un buen traje de lana. En cuanto a él, se hizo un chaleco, sin mangas, cierto, Pero un chaleco ya es algo.

Claro es que recomendó a Hormiguita que ocultase el traje bajo sus harapos a fin de que los otros no lo vieran. Era mejor que dejárselo a éstos, que lo hubieran hecho pedazos. Si el niño apreció el excelente calor de aquel traje en los grandes fríos del invierno, por sabido se calla.

Después de un mes de octubre excesivamente lluvioso, noviembre echó sobre el condado un viento glacial que condensó en nieve toda la humedad de la atmósfera. La blanca cubierta llegó a tener un espesor de dos pies en las calles de Galway. La recolección cotidiana de hulla y de césped se resintió de esto. En la Ragged-School se helaban, y si en el hogar faltaba combustible, en el estómago, que es otro hogar, faltaba igualmente, pues no se encendía fuego todos los días.

Preciso era además que en medio de aquellas tempestades de nieves, a través de las corrientes heladas, a lo largo de las calles y en los caminos, los harapientos buscasen con qué proveer a las necesidades de la escuela. Ahora no se encontraba nada en las piedras. El único recurso era ir de puerta en puerta. La parroquia ciertamente hacía por los pobres lo que podía; pero además de la Ragged-School había numerosos establecimientos de caridad que le pedían en este tiempo de miseria. Los niños veíanse reducidos a ir de casa en casa y algunas veces se les recibía mal. Se les recibía a menudo con brutalidad, amenazándoles si volvían, y regresaban entonces con las manos vacías.

Hormiguita no había podido rehusar seguir el ejemplo de sus compañeros. Cuando se detenía ante una puerta después de haber golpeado con el llamador, parecíale que éste le golpeaba en el pecho. Entonces, en vez de tender la mano, preguntaba si había algún recado que hacer, evitándose al menos la vergüenza de mendigar. Un encargo a aquel chico de cinco años ya se sabía lo que representaba, y alguna vez le arrojaban un pedazo de pan que él tomaba llorando. ¿Qué queréis? El hambre…

Con diciembre el frío fue muy riguroso y muy húmedo. La nieve no cesaba de caer en grandes copos. A las tres de la tarde era preciso encender el gas, y la luz azulada de los mecheros no llegaba a disipar las brumas, como si hubiera perdido todo su resplandor. Ni coches, ni carros circulaban. Raros transeúntes apresurándose a llegar a sus casas. Y Hormiguita, con los ojos quemados por el frío, las manos y la cara amoratada por el cierzo, corría, apretando a su cuerpo sus andrajos, blancos por la nieve.

Al fin se acabó el invierno. Los primeros meses del año de 1879 fueron menos duros. El verano hizo una aparición precoz. En el mes de junio hubo fuertes calores.

El 17 de agosto, Hormiguita, que contaba entonces cinco años y medio, tuvo un buen encuentro que debía producir consecuencias inesperadas.

A las siete de la tarde seguía una de las calles que desembocan en el puente de Claddagh y volvía a la Ragged-School seguro de ser mal recibido, pues su paseo había sido infructuoso. Si Grip no tenía alguna corteza de reserva, pasarían la noche sin comer. No sucedería esto por primera vez; pues comer todos los días a hora fija era una presunción. Que los ricos tengan esta costumbre, está bien, puesto que tienen medios para hacerlo; pero un pobre diablo come cuando puede, y cuando no, no come, según decía Grip, habituado a alimentarse con máximas filosóficas.

He aquí que a unos doscientos pasos de la escuela Hormiguita tropezó y cayó a lo largo sobre las piedras. Como no cayó de alto no se hizo daño. Pero en el momento en que se levantaba, un objeto lanzado por su pie rodó ante él. Era una botella grande de barro que no se había roto por fortuna, pues podría haberle herido gravemente.

Nuestro niño se levantó, y buscando en torno suyo, acabó por encontrar la botella, de unos diez o doce cuartillos de capacidad.

Un tapón de corcho la cerraba y bastaba levantarlo para ver lo que contenía dicha botella. Hízolo así Hormiguita, y le pareció que estaba llena de ginebra. Hubiera bastado para satisfacer a todos los de la Ragged-School, y el niño podía tener la seguridad de ser bien recibido. La calle estaba desierta; nadie le había visto, y doscientos pasos le separaban de la Ragged-School.

Pero acometiole una idea que a buen seguro no hubieran tenido ni Carker ni los otros. La botella no le pertenecía. No era un donativo, sino un objeto perdido. Sin duda que el encontrar a su propietario sería bastante difícil, pero no importaba: la conciencia le decía al niño que no tenía el derecho de disponer de lo que pertenecía a otro. Lo sabía por instinto, pues ni Thornpipe ni mister O’Bodkins le habían nunca enseñado lo que era la honradez. Felizmente hay corazones infantiles donde todo esto está escrito.

Hormiguita, contento con su hallazgo, tomó la resolución de consultar a Grip. Estaba seguro de que éste procuraría restituir la botella. Lo esencial era introducirla en el desván sin ser visto por los demás, que no se inquietarían por devolverla a su dueño. ¡Diez o doce cuartillos de ginebra! ¡Qué inesperada fortuna! Llegada la noche, no quedaría una gota. Por lo que concierne a Grip, el niño respondía de él como de sí mismo. No tocaría la botella; la ocultaría entre la paja y al día siguiente se informaría en el barrio de quién podía ser su dueño. Si era menester, los dos llamarían a todas las puertas, y esta vez no sería para mendigar.

Hormiguita se dirigió hacia la escuela, procurando, no sin trabajo, ocultar la botella que hacía un gran bulto bajo sus andrajos.

Por desgracia, cuando llegó ante la puerta, Carker salió bruscamente, y el otro no pudo evitar el choque. Habiéndole reconocido Carker y viéndole solo, encontró buena la ocasión para hacerle pagar la cuenta atrasada que le debía desde la intervención de Grip en la arena de Salthill. Arrojose, pues, sobre Hormiguita, y tocando la botella bajo los harapos, se la arrancó.

—¡Eh! ¿Qué es esto? —gritó.

—Eso… ¡no es para ti!

—¿Entonces es tuyo?

—No. Tampoco.

Y Hormiguita quiso arrojarse sobre Carker, el que de un puntapié le hizo rodar a tres pasos. Apoderarse de la botella y entrar en la sala fue para Carker cuestión de un instante. Hormiguita no pudo hacer más que seguirle, llorando de rabia.

Todavía quiso protestar; pero Grip no estaba allí para ayudarle y recibió pescozones, puntapiés, mordiscos… hasta de la vieja Kriss, que se mezcló en el asunto desde que vio la botella.

—¡Ginebra! —exclamó—. Buena ginebra, y habrá para todos.

Seguramente Hormiguita hubiera obrado más cuerdamente dejando la botella en la calle donde tal vez ahora la buscaba su dueño; pues diez o doce cuartillos de ginebra valían algunos chelines, y hasta más de media corona… Debiera haber comprendido lo imposible de subir al desván de Grip sin ser visto. Ahora ya era tarde.

En cuanto a dirigirse a mister O’Bodkins y contarle lo sucedido… ¡bien recibido hubiera sido! Ir al gabinete del director, entreabrir la puerta, por poco que fuese, era arriesgarse, distraerle en lo más fuerte de sus cálculos ¿Y qué resultaría? Mister O’Bodkins haría que le llevaran la botella, y lo que entraba en el cajón del director no salía nunca.

Hormiguita, pues, no podía hacer nada; y apresurose a reunirse con Grip en el desván a fin de contárselo todo.

—Grip —preguntole—, ¿es de uno una botella que se encuentra?

—No; creo que no —respondió Grip—. ¿Pero es que tú has encontrado una botella?

—Sí… Tenía la intención de dártela y mañana hubiéramos podido enterarnos en el barrio…

—¿De quién era su dueño?…

—Sí… Tal vez buscando…

—¿Y te han cogido la botella?

—Sí, Carker. He pretendido impedirlo… y entonces los otros… ¡Si tú bajases, Grip!…

—Voy a bajar y veremos de quién es la botella…

Pero cuando Grip quiso salir, no pudo. La puerta estaba cerrada por fuera: y aunque la sacudió vigorosamente, resistió, con gran alegría de la banda que gritaba desde abajo:

—¡Eh… Grip!…

—¡Eh… Hormiguita!…

—¡A vuestra salud!…

No pudiendo Grip forzar la puerta, se resignó, siguiendo su costumbre, y procuró calmar a su encolerizado compañero.

—Bueno —dijo—; dejemos a esos bestias.

—¡Ah…! ¡No ser más fuerte!…

—¿De qué serviría? Toma esas patatas que te he guardado; come.

—¡No tengo hambre, Grip!

—Come y después, a dormir en la paja.

Era lo mejor después de una comida tan mezquina.

Carker había cerrado la puerta para que Grip no les impidiera beber la botella de ginebra. Kriss no se opondría, siempre que se le reservase su parte.

El líquido circuló en las tazas. ¡Qué gritos! ¡Qué tumulto! No era necesario mucho para que aquellos bribones se embriagasen, sobre todo Carker, que tenía el vicio del beodo.

No tardó en suceder así. Apenas mediada la botella, la innoble banda estaba borracha. El tumulto no bastó para sacar a mister O’Bodkins de su acostumbrada indiferencia. ¿Qué le importaba lo que sucedía abajo estando él arriba ante sus libros? La trompeta del juicio final no hubiera podido distraerle. Sin embargo, pronto iba a ser sacado de su despacho, no sin menoscabo de su contabilidad.

Después de haber bebido unos siete cuartillos de ginebra de los doce que la botella contenía, la mayor parte de los bebedores estaba sobre la paja, por no decir sobre el estercolero. Hubiesen acabado por dormirse si no se le hubiera ocurrido a Carker la idea de hacer un brulote, especie de ponche en que la ginebra sustituye al ron. Accedieron con gusto la vieja Kriss y los demás que aún resistían la borrachera, y aunque faltaban algunos ingredientes para el brulote, los pensionistas eran poco exigentes.

Después de verter la ginebra en la marmita, único utensilio que la vieja Kriss tenía a su disposición, Carker tomó una cerilla y prendió fuego al brulote. Una vez que la llama iluminó la sala, los andrajosos que podían tenerse en pie comenzaron a bailar en torno a la marmita. El que en aquellos momentos hubiera pasado por la calle, habría creído que una legión de diablos había invadido la escuela. Pero en las primeras horas de la noche aquel barrio estaba desierto.

De repente, una vasta luz apareció en el interior de la casa.

Habiéndose vertido el recipiente, del que se desbordaban los inflamados vapores de la ginebra, el líquido se esparció por la paja llegando hasta últimos rincones de la sala. En un instante se extendió el fuego. Los que aún no estaban completamente borrachos, no tuvieron tiempo más que a abrir la puerta, arrastrar a la vieja Kriss y echarse a la calle.

En este momento Grip y Hormiguita, que acababan de despertarse, fintaron en vano huir del desván lleno de un sofocante humo.

El reflejo de las llamas había sido ya notado. Algunos vecinos provistos de cubos y de escala acudieron. Afortunadamente la Ragged-School estaba aislada y el viento contrario no amenazaba extender el incendio a las casas de enfrente.

Pero si no había esperanza de salvar el viejo edificio, era preciso pensar en los que en él se encontraban, y a quienes las llamas cerraban toda salida.

Abriose una ventana del piso que daba a la calle: la del gabinete de mister O’Bodkins, donde el incendio amenazaba llegar muy pronto. El director apareció asustado y mesándose los cabellos. No se crea que se inquietaba por saber si sus pensionistas estaban a salvo, ni aun pensaba en el peligro que corría él mismo.

—¡Mis libros! ¡mis libros! —gritaba agitando desesperadamente los brazos. Y después de haber tratado de bajar por la escalera de su gabinete, cuyos escalones trepidaban por el incendio, decidiese a arrojar por la ventana sus registros, cartones, todos los objetos de su escritorio. Después tomó el partido de salvarse por una escala de cuerda sujeta a la muralla.

Pero Grip y el niño no podían hacer lo mismo. El desván no recibía luz más que por una estrecha ventanilla, y la escalera era pasto de las llamas que caían en lluvia sobre el techo y que pronto harían de la Ragged-School una inmensa hoguera.

Los gritos de Grip dominaron entonces el ruido del incendio.

—¿Hay gente en ese granero? —preguntó una señora que acababa de llegar al teatro de la catástrofe. Iba con ropa de viaje y había dejado su carruaje en la esquina, y acudido con su doncella. En realidad, el siniestro se había propagado tan rápidamente, que era imposible dominarlo. Así es que desde que el director estuvo a salvo, se dejó que el fuego devorase la casa en la que se creía no había nadie.

—¡Socorred a los que están ahí! —gritó de nuevo la viajera con ademanes dramáticos—. ¡Escalas, amigos míos, escalas y salvadores!

Pero ¿cómo apoyar escalas contra aquellos muros que amenazaban derrumbarse? ¿Cómo llegar al desván por un tejado envuelto en una espesa humareda?

—¿Quién está en el granero? —preguntó a mister O’Bodkins, ocupado en recoger sus registros.

—¿Quién?… No lo sé —respondió el director, sin conciencia más que de su propio desastre. Después, recordando, dijo:

—¡Ah!… sí. Son… Grip y Hormiguita.

—¡Desgraciados! —exclamó la dama—. ¡Mi dinero, mis alhajas, todo lo que poseo a quien los salve!

Ya era imposible penetrar en la escuela. Un resplandor intenso se proyectaba a través de los muros. Algunos instantes más y, a impulsos del huracán, la escuela no sería más que una caverna de fuego: un turbión de incandescentes vapores. De repente, el tejado de la casa reventó a la altura de la buhardilla. Grip había llegado a romperla en el momento en que el incendio hacía crujir el suelo del desván. Se izó entonces y atrajo al niño medio sofocado. Después, tras ganar la parte del muro delantero, se dejó deslizar por el borde, llevando siempre a Hormiguita en sus brazos.

En este instante se produjo una violenta afluencia de llamas salidas del tejado, lanzando mil resplandores.

—¡Salvadle! —gritó Grip—. ¡Salvadle!

Y lanzó al niño a la calle, donde por fortuna un hombre le recibió en sus brazos antes de que chocase contra el suelo. Grip, arrojándose a su vez, rodó medio asfixiado al pie de la muralla. La viajera se aproximó al hombre que tenía a Hormiguita, y le preguntó con voz temblorosa por la emoción:

—¿De quién es esta inocente criatura?…

—De nadie. Es un niño abandonado —le respondió el hombre.

—Pues bien, es mío… es mío —exclamó ella cogiéndole y apretándole contra su pecho.

—Señora —observó la doncella.

—¡Calla, Elisa, calla! Es un ángel que ha caído del cielo.

Como el ángel no tenía padres ni familia, lo mejor era dejarle en manos de aquella bella señora, dotada de tan hermoso corazón, y fue saludada con hurras en el momento en que se hundían en medio de un torbellino de llamas los últimos restos de la Ragged-School.

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