IX

LA GRANJA DE KERWAN II

AL día siguiente, 20 de octubre, hacia las tres de la tarde, alegres gritos se oyeron en el camino a la entrada de la granja de Kerwan:

—¡Mira, padre!

—¡Mira, madre!

Eran Kitty y Sim que saludaban desde lejos a Martin y Martina MacCarthy.

—Buenos días, hijos.

—Buenos días, hijos míos.

Y en su boca este míos, estaba lleno de maternal orgullo.

El labrador y la labradora habían salido por la mañana de Limerick. Un viaje de unas treinta millas, cuando las brisas del otoño son ya frescas, y se dispone de un jaunting car, o sea, un carro en el que los viajeros se colocan de dos en dos, es penoso. Imaginad uno de esos dobles bancos que se ven en los bulevares de las ciudades, añadidle un par de ruedas, y completadlo con una plancha en la que descansan los pies de los viajeros, y tendréis el carruaje ordinariamente empleado en Irlanda. Si no es muy cómodo, pues no permite ver más que un lado del paisaje, ni el más confortable, porque va descubierto, es al menos el más rápido.

No se extrañará, pues, que Martin y Martina MacCarthy, que salieron a eso de las siete de Limerick, llegaran a las tres de la tarde a la granja. No iban solos en el carro, que podía llevar hasta diez viajeros. Después de haber dejado en su casa a los dos labradores, el rápido vehículo continuó su camino hacia la capital del condado de Kerry.

Murdock salió en seguida de su alojamiento, situado en un ángulo del patio, a la derecha.

—¿Habéis hecho buen viaje, padre? —preguntó la joven a quien Martina acababa de abrazar.

—Muy bueno, Kitty.

—¿Habéis encontrado las plantas de coles en el mercado de Limerick? —dijo Murdock.

—Sí; y mañana llegarán.

—¿Y nabos?

—También; muy buenos.

—Bien, padre.

—Y también una especie de grano…

—¿Cuál?

—Grano de bebé, Murdock; que me parece de excelente calidad.

Y como Murdock y su hermano parecieran asombrados mirando al niño que Martina tenía en sus brazos, dijo ésta:

—Aquí hay un niño hasta que Kitty nos dé otro parecido.

—¡Pero está helado! —respondió la joven.

—Pues le he traído bien envuelto en mi tartán durante el viaje —replicó la labradora.

—Pronto, pronto —dijo Martin—. Vamos a calentarle al fuego del hogar, y comencemos por abrazar a la abuela, que debe de tener deseos de ello.

Kitty recibió al niño de manos de Martina, y muy pronto toda la familia estuvo reunida en la sala donde la abuela ocupaba un viejo sillón.

Se le presentó al niño. Ella le tomó en sus brazos y sentole sobre sus rodillas.

Él se dejó hacer. Sus ojos iban de unos a otros. No comprendía nada de lo que pasaba. El día de hoy no se parecía al de ayer, ¿era un sueño?

Veía caras agradables en torno suyo, jóvenes y viejas. Sólo afectuosas palabras había oído. El viaje fue para él una distracción en aquel carruaje que cruzaba los campos con tanta rapidez. El aire sano de la mañana, con aromas de árboles y flores, le llenaba el pecho. Una sopa bien caliente le había confortado antes de la partida, y durante el camino, comiendo algo de lo que contenía el saco de Martina, había contado lo que sabía de su historia; su vida en la Ragged-School, incendiada, los solícitos cuidados de Grip, cuyo nombre repetía varias veces; después, lo referente a la señora Anna que le había llamado su hijo, y que no era su madre; después la cólera de un caballero que se llamaba el duque, un duque del que había olvidado el nombre, y que quería apoderarse de él; en fin, su abandono, y cómo se había encontrado solo en el cementerio de Limerick. Martin y Martina no habían comprendido gran cosa de su historia, si no es que no tenía padres ni familia, y que era un ser abandonado a quien la Providencia confiaba a ellos.

La abuela, muy conmovida, le abrazó, y los otros, no menos emocionados, hicieron lo mismo.

—¿Y cómo se llama? —preguntó la abuela.

—No ha podido decirnos otro nombre que Hormiguita —respondió Martina.

—No tiene necesidad de otro —dijo Martin—, y así le llamaremos nosotros.

—Bien, ¿y cuando sea mayor? —observó Sim.

—Será Hormiguita también —respondió la vieja, que bautizó al niño con un beso.

He aquí la acogida que a nuestro héroe se dio en la granja. Quitáronle los andrajos que él se puso para el papel de Sib, y fueron reemplazados por otras ropas que Sim usó cuando tenía la edad del niño, no muy nuevas, pero cálidas y limpias. Él conservó su traje de lana, que comenzaba a estarle estrecho, pero al que parecía querer mucho.

Comió con la familia sentado en una silla alta, preguntándose si toda aquella felicidad no desaparecería. ¡No! No desapareció la buena sopa de avena, de la que se le sirvió un buen plato; no desapareció el pedazo de grasa y de coles, del que se le dio bastante, ni la torta con huevos y harina, que fue distribuida por partes iguales entre todos, comida y remojada en un vaso de ese excelente potheen que el labrador destilaba de la cebada recolectada en las tierras de Kerwan.

Fue una buena comida, sin contar que nuestro héroe no veía más que caras sonrientes, excepto tal vez la del hermano mayor, siempre seria y hasta algo triste… Los ojos del niño se humedecieron y las lágrimas corrían por sus mejillas.

—¿Qué tienes? —le preguntó Kitty.

—Vamos, no hay por qué llorar —añadió la abuela—. Aquí te queremos mucho.

—Y yo te haré juguetes —le dijo Sim.

—No lloro —respondió el niño—. No son lágrimas.

¡No, en verdad! Más bien era el corazón de la pobre criatura que se desbordaba.

—¡Vamos! ¡Vamos! —dijo Martin—. Por una vez pase, pero te advierto que aquí está prohibido llorar.

—No lloraré más, señor —respondió el niño, yendo a los brazos que la abuela le tendía.

Martin y Martina tenían necesidad de descanso. Además, en la granja se acostaban temprano, pues tenían la costumbre de levantarse al alba.

—¿Dónde se va a colocar al riño? —preguntó el labrador.

—En mi cuarto —respondió Sim—; le cederé la mitad de mi cama como si fuera un hermano pequeño.

—No, hijos míos —respondió la abuela—. Dejad que se acueste junto a mí: no me incomodará; le miraré dormir, y esto me proporcionará placer.

Cualquier deseo de la abuela jamás había encontrado sombra de resistencia.

Instalose un lecho cerca del suyo, como había pedido, y Hormiguita fue inmediatamente conducido a él.

Blancas sábanas, una buena colcha: esto lo había él conocido durante algunas semanas en el George Royal Hotel de Limerick, en la habitación de Miss Anna. Pero las caricias de la actriz no valían lo que las de aquella honrada familia. Tal vez apreció la diferencia, sobre todo cuando la abuela le dio un fuerte beso.

—¡Ah!… Gracias… Gracias… —murmuró. Ésta fue toda su oración aquella noche, y sin duda no sabía otra.

Era el principio del invierno. La cosecha estaba terminada. Poco o nada había que hacer fuera de la granja. En aquellos rudos terrenos la siembra del trigo, de la cebada y de la avena no se pueden efectuar al principio del invierno, cuya extensión y rigor podrían comprometerla. Así es que Martin MacCarthy tenía la costumbre de esperar a los meses de marzo y abril para sembrar sus cereales, buscando las especies convenientes. Abrir el surco en un suelo que se hiela a varios pies de profundidad hubiera sido un trabajo tan duro como inútil.

Tanto hubiera valido arrojar la simiente a la arena o a las rocas del litoral.

Sin embargo, en la granja no faltaba que hacer. En primer lugar, limpiar la cebada y la avena. Y después, en los meses del invierno no escaseaba el trabajo. Hormiguita pudo notarlo desde el primer día, pues no quería ser inútil. Levantado al alba, se fue hacia los establos. Tenía el presentimiento de que allí podría hacer algo provechoso.

¡Qué diablo! Él cumpliría seis años a fin del año, y a esa edad ya se es capaz para guardar los gansos, las vacas, hasta los carneros, cuando se tiene la ayuda de un buen perro.

Así pues, al desayunar, ante su taza de leche caliente, él hizo la proposición.

—Bien —respondió Martin—. Quieres trabajar y tienes razón. Es preciso saberse ganar la vida.

—Y la ganaré, señor Martin —respondió él.

—¡Es tan pequeño! —observó la anciana.

—No importa, señora.

—Llámame abuela.

—Pues bien; no importa nada, abuela… ¡Me gustaría tanto trabajar!

—Y trabajarás —dijo Murdock, bastante sorprendido de aquel carácter firme y resuelto en un niño que no había conocido hasta entonces más que las miserias de la vida.

—Gracias, señor.

—Te enseñaré a cuidar de los caballos —dijo Murdock— y a montar, si no tienes miedo…

—Sí que quiero —respondió.

—Y yo te acostumbraré a cuidar de las vacas —dijo Martina— y a llevarlas, sino temes una cornada.

—Si que quiero, señora Martina.

—Y yo —exclamó Sim— te diré cómo se guardan los carneros en el campo.

—También…

—¿Sabes leer? —preguntó el labrador.

—Un poco, y escribir en letras grandes.

—¿Y contar?

—Oh, sí, hasta cien, señor.

—Bien —dijo Kitty sonriendo—, yo te enseñaré a contar hasta mil y a escribir en letras pequeñas.

—También yo lo deseo, señora.

Y realmente aquel niño quería cuanto se le proponía. Estaba decidido a mostrar su agradecimiento por lo que aquella familia iba a hacer en su favor. Ser el criado de la granja; a esto se limitaba su ambición. Pero lo que atestiguaba la seriedad de su espíritu, fue la respuesta que dio al labrador cuando éste le dijo riendo:

—¡Eh! Hormiguita, tú llegarás a ser un mozo sin precio entre nosotros. Los caballos, las vacas, los carneros. Si te ocupas de todo, no quedará trabajo para nosotros. ¿Y cuánto me llevarás de salario?

—¿De salario?

—Sí. Supongo que no trabajarás de balde.

—¡Oh! No, señor Martin.

—¡Cómo! —exclamó Martina con sorpresa—. Fuera de su alimento, de su habitación, de su traje, tiene la pretensión de ser pagado…

—Sí, señora.

Murdock, que le observaba, se contentó con añadir:

—Dejadle que se explique.

—Sí —dijo la abuela—. Dinos lo que quieres ganar. ¿Es dinero?

Hormiguita sacudió la cabeza.

—Veamos… ¿una corona por día? —dijo Kitty.

—¡Oh, señora!…

—¿Por mes? —dijo la labradora.

—Señora Martina…

—¿Por año tal vez? —preguntó Sim riendo—. Una corona por año.

—En fin, ¿qué quieres? —dijo Murdock—. Comprendo que tengas la idea de ganar tu vida como la tenemos todos. Por poco que sea lo que se recibe se aprende a contar… ¿Qué quieres… un penique, un copper por día?

—No, señor Murdock.

—Explícate, pues.

—Pues bien, cada noche, el señor Martin me dará un guijarro.

—¡Un guijarro! —exclamó Sim—. ¿Es con guijarros como harás una fortuna?

—No; pero me proporcionará gran placer, y más tarde, dentro de algunos años, cuando sea mayor si están contentos de mí…

—Comprendido —respondió Martin—; cambiaremos tus guijarros por peniques o chelines.

Todos elogiaron a Hormiguita por su excelente idea, y desde aquella misma noche, Martin MacCarthy le entregó un guijarro que cogía en el lecho del Cashen, todavía había muchos millones de ellos. El niño lo guardó en un viejo puchero que la abuela le dio.

—Niño singular —dijo Murdock a su padre.

Sí, y su buen natural no había podido ser alterado; ni por los malos tratos de Thornpipe, ni por los malos consejos de la Ragged-School. A medida que pasaba el tiempo, la familia, observándole de cerca, conocía sus cualidades naturales. No faltaba aquella alegría que constituye el fondo del carácter nacional y que se encuentra hasta entre los más pobres de la pobre Irlanda. Además, no era Hormiguita uno de esos niños que sólo piensan en jugar de la mañana a la noche, cuyas miradas van de un lado a otro distraídas por el vuelo de una mosca o de una mariposa. Se le veía atento a todo, interrogando al uno y al otro, deseoso de instrucción. No dejaba de recoger cualquier objeto, como si se tratase de un chelín. Cuidaba sus ropas y trataba con esmero sus utensilios de aseo. El orden era innato en él. Respondía cortésmente cuando se le hablaba, insistiendo en el sentido de las respuestas que se le daban cuando no las comprendía. Al mismo tiempo hacía rápidos progresos en la escritura. El cálculo, sobre todo, parecía serle fácil, sin que en él hubiese nada de esos Mondeux y de esos Inaudi que, después de haber sido niños prodigios, no han servido para nada en la mayoría edad; combinaba algunas operaciones que otros niños no hubieran sabido hacer sin el auxilio de la pluma. Lo que Murdock notó, con una gran sorpresa, fue que la razón parecía dirigir todos sus actos.

Conviene advertir también que, gracias a las lecciones de la abuela, mostraba el niño gran celo en las oraciones a Dios, tales como las ha formulado la religión católica, tan profundamente arraigada en el corazón de los irlandeses. Todos los días hacía con fervor su plegaria de la mañana y de la noche.

Corría el invierno; un invierno muy frío, con fuertes vientos, lleno de impetuosos huracanes que se desencadenaban como trombas por los valles de Cashen. ¡Cuántas veces se tembló en la granja por los tejados que amenazaban ser arrancados y por cierta porción de los muros que amenazaban ruina!

Pedir reparaciones al midleman John Eldon hubiera sido inútil. Martin y sus hijos se encargaban de la tarea por sí mismos; esto constituía su principal ocupación fuera de la trilla de los granos; aquí una caña que sustituir, allá una brecha que tapar, allí una cerca que consolidar.

Durante este tiempo, las mujeres trabajaban en diversas ocupaciones. La abuela hilaba en un rincón del hogar; Martina y Kitty vigilaban los establos y el corral. Hormiguita las ayudaba sin cesar lo mejor que podía. Él estaba en cuanto atañía al arreglo de la casa. Demasiado niño para cuidar de los caballos, había entrado en relaciones directas con el pollino, un animal terco para el trabajo que le pagaba su amistad. El niño quería que el asno fuese tan limpio como él, lo que le valía los plácemes de Martina. Para los puercos esto hubiera sido trabajo perdido; renunció a él. En cuanto a los carneros, después de haberlos contado y recontado, había inscrito su número —ciento tres—, en un viejo cuaderno regalo de Kitty. Su afición a esta contabilidad se desarrollaba gradualmente y se podía creer que había recibido las lecciones de mister O’Bodkins en la Ragged-School.

Esta vocación se vio clara el día en que Martina fue a buscar huevos conservados para el invierno. La labradora acababa de tomar una docena cuando Hormiguita exclamó:

—Éstos no, señora Martina.

—¿Por qué?

—Porque no están en el orden.

—¿Qué orden? ¿Es que los huevos no son todos iguales?

—No, señora Martina. Acaba de coger el cuarenta y ocho, y es preciso comenzar por el treinta y siete. Mire bien.

Martina miró, y vio que cada huevo llevaba en la cáscara un número que Hormiguita había escrito con tinta.

Puesto que la labradora tenía necesidad de una docena, preciso era que los tomase siguiendo la numeración de treinta y siete a cuarenta y ocho y no a cincuenta y nueve. Esto fue lo que hizo después de felicitar al niño por su idea.

Felicitaciones que se redoblaron cuando contó el caso en el almuerzo. Murdock se apresuró a decir:

—Hormiguita, ¿has contado cuántos pollos y polluelos tiene el corral?

—Ciertamente. Y sacando su cuaderno:

—Hay cuarenta y tres pollos y sesenta y nueve polluelos. Sim añadió:

—Deberías también contar los granos de avena que contiene cada saco.

—No os burléis, hijos míos —replicó Martin MacCarthy—. Esto prueba que tiene orden, y el orden en las cosas pequeñas es la regularidad en las grandes y en la existencia.

Después, dirigiéndose al niño:

—¿Y tus guijarros? —le preguntó—. Los guijarros que te doy todas las noches.

—Están en la olla, señor Martin —respondió Hormiguita— y tengo ya cincuenta y siete.

En efecto, hacía cincuenta y siete días que había llegado a la granja.

—Y —dijo la abuela— esto hará cincuenta y siete peniques, a un penique el guijarro.

—¡Cuántas tortas podrás comprar con ese dinero! —dijo Sim.

—¿Tortas? No. Hermosos cuadernos para escribir. Esto me agradará más.

Aproximábase el fin del año. A las borrascas del mes de noviembre habían sucedido intensos fríos. Una extensa sábana de nieve cubría el suelo. Al niño le entusiasmaba el espectáculo de los grandes árboles blancos y con colgantes de hielo, y el de los vidrios de las ventanas donde la humedad condensada se cristalizaba caprichosamente, formando tan lindos dibujos, ¡y el río cubierto de hielo! Ciertamente estos fenómenos del invierno no eran nuevos para él y a menudo los había observado cuando corría por las calles de Galway hasta Claddagh. Pero en esta miserable época de su vida apenas iba vestido, y andaba por la nieve con los pies descalzos. El frío penetraba a través de sus harapos. Sus ojos lloraban, sus manos estaban amoratadas, y cuando regresaba a la Ragged-School no había sitio para él junto al hogar.

¡Qué dichoso se sentía al presente! ¡Qué contento vivía entre personas que le amaban! Parecíale que el cariño le calentaba más aún que los vestidos, el sano alimento servido en la mesa y las llamas de la chimenea. Y lo que le parecía mejor todavía, ahora que comenzaba a comprender que era útil, era sentir buenos corazones en torno a él. Se le trataba como de la casa. Tenía una abuela, una madre, hermanos, parientes… Y permanecería entre ellos sin abandonarles nunca, según pensaba; allí él se ganaría la vida. Ganarse la vida, como Murdock le había dicho un día; siempre pensaba en esto.

¡Qué alegría sintió cuando por vez primera pudo tomar parte en una de las fiestas, que es tal vez la más santificada del año entre los irlandeses! Era el 25 de diciembre, la Pascua. Hormiguita sabía a qué acontecimiento histórico responde la solemnidad que los cristianos celebran en ese día; pero ignoraba que fuese también una fiesta íntima de familia en el Reino Unido. Esto debía de ser una sorpresa para él. Comprendió, sin embargo, que desde la mañana se hacían algunos preparativos; pero como la abuela, Martina y Kitty parecían obrar con completa discreción, guardose bien de preguntarles nada.

Lo que es positivo, es que fue invitado para que se vistiera sus mejores ropas, que Martina MacCarthy y sus hijos, la abuela, su hijo y Kitty se pusieron las suyas desde la mañana para ir en calesa a la iglesia de Silton y que las conservaron puestas todo el día. Lo cierto es que la comida se retrasó dos horas y casi era ya de noche cuando la mesa fue puesta en medio de la sala con un lujo de alumbrado extraordinario. Lo cierto fue que en aquella comida suntuosa se sirvieron muy buenos manjares, tres o cuatro platos más que de costumbre, acompañados de una excelente cerveza y de una torta monstruo que Martina y Kitty habían confeccionado, según receta cuyo secreto venía de una bisabuela muy entendida en asuntos culinarios.

Dejamos imaginar si se comió y bebió alegremente. Murdock mismo estuvo más contento que de ordinario. Cuando los demás reían a carcajadas, él sonreía, y una sonrisa era en él como un rayo de luz en medio de la escarcha.

Lo que particularmente encantó a Hormiguita fue un árbol de Navidad, plantado en el centro de la mesa, un árbol lleno de cintas, con estrellas de luz resplandeciente entre las ramas.

La abuela le dijo:

—Mira bien entre las hojas, hijo mío. Creo que debe de haber alguna cosa para ti.

El niño no se hizo rogar; ¡y qué alegría sintió, qué rubor de placer le subió al rostro cuando encontró un lindo cuchillo irlandés con su vaina unida a un cinto de cuero!

Era el primer regalo de Año Nuevo que recibía, y ¡qué orgulloso se sintió cuando Sim le hubo ayudado a ponérselo!

—¡Gracias… abuela; gracias a todos! —exclamó yendo de uno a otro.

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