LA GRANJA DE KERWAN
QUE Hormiguita no hubiera vivido dichoso en la provincia del Ulster parecía verdad, aunque nadie supo cómo había pasado sus primeros años en algún pueblo del condado de Donegal.
La ciudad de Connaught no había sido más clemente con él, ni cuando recorría las calles del condado de Mayo bajo el látigo de Thornpipe, ni en el condado de Galway durante los dos años que permaneció en la Ragged-School.
En la provincia de Munster, gracias al capricho de una cómica, tal vez hubiera podido esperar que su miseria había concluido. ¡No! Acababa de ser abandonado, y ahora los azares de su existencia le iban a arrojar al fondo del Kerry, al extremo sudoeste de Irlanda. Esta vez unas personas habían tenido piedad de él… ¡Quizás jamás le abandonasen!
En uno de los distritos del norte del condado de Kerry, cerca del río Cashen, está situada la granja Kerwan. A unas doce millas se encuentra Tralée, la capital, de donde, a creer las tradiciones, San Bradán partió el siglo VI para ir a descubrir América antes que Colón. De aquí nacen las diversas vías férreas de Irlanda meridional.
Este territorio, muy accidentado, tiene las montañas más altas de la isla, tales como los montes Clanaraderry y los Stacks.
Numerosos ríos forman los afluentes del Cashen y hacen irregular el trazado de los caminos. A unas treinta millas hacia el oeste se desarrolla el litoral, profundamente cortado donde se encuentran la ensenada del Shannon y la larga bahía de Kerry, cuyas caprichosas rocas se desgastan con el ácido carbónico de las aguas marinas.
No se habrán olvidado estas palabras de O’Connell que hemos citado:
—«Irlanda para los irlandeses». He aquí cómo esto es verdad.
Existen trescientas mil granjas que pertenecen a propietarios extranjeros. En este número cincuenta mil comprenden más de veinticuatro acres, o sea unas doce hectáreas, y ocho mil no tienen más que de ocho a doce. El resto, menos. De forma que la propiedad no está bien repartida. Al contrario. Tres de estas propiedades pasan de cien mil acres, entre otras la de mister Richard Barridge, que tiene unas ciento sesenta millas de extensión.
¿Pero qué valen estos propietarios al lado de los landlords de Escocia, un conde de Breadalbane, propietario de cuatrocientos treinta y cinco mil acres; mister J. Matheson, de cuatrocientos seis mil; el duque de Sutherland, de un millón doscientos mil acres, la superficie de un condado entero?
Lo cierto es que después de la conquista de los anglonormandos en 1100, la isla Hermana ha sido tratada feudalmente y su suelo ha quedado feudal.
El duque de Rockingham era en esta época uno de los grandes landlords del condado de Kerry. Sus dominios, de una superficie de ciento cincuenta mil acres, comprendían tierras de cultivo, prados, bosques y balsas, servidos por mil quinientas granjas. Era extranjero, uno de esos a los que los irlandeses acusan con razón de absentismo, y la consecuencia de esto es que el dinero producido por el trabajo irlandés es enviado fuera y no aprovecha a Irlanda.
No hay que olvidar que la Verde Erin no forma parte de Gran Bretaña, denominación únicamente aplicable a Escocia e Inglaterra. El duque de Rockingham era un lord escocés. Jamás había ido a visitar sus tierras, al ejemplo de otros que poseen las nueve décimas partes de la isla y a quienes no conocen sus colonos. Bajo condición de una suma anual, él abandonaba la explotación de sus dominios a esos tratantes que, beneficiándose con ello, las arriendan por parcelas a los cultivadores. La granja de Kerwan dependía, con algunas otras, de un tal John Eldon, agente del duque de Rockingham.
Era esta granja de mediana importancia, puesto que no contaba más que un centenar de acres. Se trataba de una tierra muy difícil de cultivar, solamente a costa de un trabajo excesivo el campesino llegaba a arrancar de ella con que pagar el arriendo, sobre todo cuando el acre se alquila al precio excesivo de una libra por año.
Tal era el caso de la granja de Kerwan, dirigida por el labrador MacCarthy.
En Irlanda hay buenos propietarios, cierto; pero los midlemen o arrendatarios son duros y despiadados.
Conviene advertir que la aristocracia, que es bastante liberal en Inglaterra y Escocia, se muestra más bien opresora en Irlanda; es de temer que suceda una catástrofe; quien siembra odio recoge rebelión.
Martin MacCarthy, hombre todavía en pleno vigor de su edad, tenía cincuenta y dos años, era uno de los mejores labradores de los contornos. Laborioso, inteligente, entendido en materia de cultivo, bien secundado por sus hijos severamente educados, había conseguido ganar algún dinero, a pesar de los impuestos y censos que pesaban sobre el campesino irlandés.
Su mujer se llamaba Martina y poseía todas las buenas cualidades de un ama de casa. A los cincuenta años trabajaba como si tuviera veinte. En invierno, cuando no se trabajaba en el campo, la rueca cubierta, el huso lleno de cáñamo, se oía el ruido de su rueda ante el hogar cuando las exigencias del arreglo de la casa no reclamaban sus cuidados.
La familia MacCarthy, viviendo al aire libre, acostumbrada a las fatigas del campo, gozaba de una excelente salud, sin necesitar ni de medicinas ni de médicos. Venía de esa raza vigorosa de cultivadores irlandeses que se aclimatan tan bien a las praderas del Far-West americano, como a los territorios de Australia y de Nueva Zelanda. Esperamos que jamás se verán en la necesidad de emigrar al otro lado de los mares. ¡Haga el cielo que su isla no les arroje lejos de ella como a muchos de sus hijos!
Como cabeza de familia, querida y respetada, estaba la madre de Martin, una anciana de setenta y cinco años, cuyo marido había dirigido la granja. La abuela, deseosa de ser la menor carga posible para sus hijos, no tenía otra ocupación que la de hilar en compañía de su nuera.
El mayor de los hijos, Murdock, de veintisiete años, más instruido que su padre, se interesaba ardientemente por las cuestiones que tienen siempre apasionada a Irlanda, y se temía sin cesar que se comprometiese en algún mal asunto. Era de esos que sólo sueñan con la reivindicación del home-rule, es decir, con la conquista de la autonomía; y sin duda el home-rule tiende a las reformas políticas más que sociales. Y sin embargo son estas últimas de las que más necesidad tiene Irlanda, puesto que aún está sometida a las duras exacciones del régimen feudal.
Murdock, vigoroso, algo taciturno, poco comunicativo, se había casado recientemente con la hija de un labrador de la vecindad. Esta excelente joven, querida de toda la familia MacCarthy, poseía la belleza altiva y tranquila, la actitud noble y distinguida que se encuentra frecuentemente entre los irlandeses de las clases inferiores. Animaban su rostro grandes ojos azules, y su rubia cabellera formaba rizos bajo las cintas de su tocado. Kitty amaba mucho a su esposo, y Murdock, serio por naturaleza, dejaba asomar a sus labios una sonrisa cuando la miraba, pues sentía por ella profundo cariño. Ella empleaba su influjo en moderar sus ímpetus y contenerle cuando algún emisario de los nacionalistas venía a hacer propaganda por el país y a proclamar que no era posible conciliación alguna entre los arrendatarios y los landlords.
Huelga decir que los MacCarthy eran buenos católicos, y no hay que asombrarse, por lo tanto, de que considerasen a los protestantes como a verdaderos enemigos [1] .
Murdock acudía a los mítines, ¡y cómo se le oprimía el corazón a Kitty cuando le veía marchar para Tralée, u otra ciudad cualquiera del contorno! En las juntas, él hablaba con la elocuencia natural de los irlandeses, y a su regreso, cuando Kitty leía en su rostro las pasiones que le agitaban, cuando le veía golpear el suelo con el pie, murmurando una llamada a la revolución agraria, a una señal de Martina procuraba calmarle.
—Querido Murdock —le decía—, es preciso tener paciencia y resignación.
—¡Paciencia! —respondía él—. ¡Cuándo los años pasan y nada se consigue!… ¡Resignación, cuando se ven animosas criaturas como la abuela quedar miserables, después de una larga existencia de trabajo! A fuerza de ser pacientes y resignados, mi pobre Kitty, se llega a aceptarlo todo, a perder el sentimiento de los derechos, a encorvarse bajo el yugo, y esto no lo haré jamás, ¡jamás! —repetía, levantando orgullosamente la cabeza.
Martin MacCarthy tenía otros dos hijos. Pat, o Patrick, y Sim, o Simeon, de veinticinco y diecinueve años, respectivamente.
Pat navegaba actualmente como marinero en uno de los buques de la acreditada casa Marcuat de Liverpool.
En cuanto a Sim, lo mismo que Murdock, no había abandonado la granja, y su padre encontraba en ellos dos preciosos auxiliares para los trabajos del campo y el cuidado de los animales. Sim obedecía sin celos a su hermano mayor, cuya superioridad reconocía. Le daba testimonio de respeto como si fuera el jefe de la familia. Era jovial, lo que forma el fondo del carácter irlandés. Gustaba de divertirse y de reír, alegrando con su presencia y sus bromas el interior algo severo de aquella casa patriarcal. Muy atrevido, contrastaba con el temperamento más reposado y el espíritu más serio de su hermano Murdock.
Tal era aquella familia en la que Hormiguita fue admitido. ¡Qué diferencia entre la atmósfera degradante de la Ragged-School y la fortificante de una granja irlandesa! ¿No sería por esto herida su precoz imaginación? Sin duda, a decir verdad, nuestro héroe acababa de pasar algunas semanas de cierto bienestar en casa de la caprichosa Miss Anna Waston; pero no había encontrado en ella esas ternuras verdaderas que la vida teatral hace tan poco seguras, tan efímeras, tan fugaces.
La casa de los MacCarthy no tenía más que lo estrictamente necesario. Muchos de los establecimientos de los ricos condados del Reino Unido están instalados en condiciones lujosas. Después de todo, el labrador es el que hace la granja, y poco importa que ésta sea poco considerable si está dirigida con inteligencia. Sin embargo, Martin no pertenecía a la categoría más favorecida de los yeomen, que son pequeños propietarios de tierras: no era más que un colono del duque de Rockingham; se podía decir que era una de las cien máquinas agrícolas puestas en movimiento en el vasto dominio del landlord.
La casa principal, mitad de piedra, mitad de paja, sólo tenía un piso bajo donde la abuela, Martin y Martina, Murdock y su mujer ocupaban cuartos separados de una sala común con ancha chimenea, en la que se reunía la familia para comer. Encima, contigua a los graneros, una especie de desván servía de alojamiento a Sim y también a Pat en los intervalos de sus viajes.
Alrededor, a un lado estaban las eras, los hornos, los cobertizos bajo los que se guardaban el material de cultivo y los instrumentos de labranza, y al otro la vaquería, el aprisco, el corral y la pocilga para los puercos.
Estos sitios, faltos de las reparaciones convenientes, presentaban un aspecto poco confortable; aquí y allá plantas de diversas procedencias, hojas de puerta, placas de zinc, etc. tapaban las grietas de los muros, y los tejados de paja estaban cargados de gruesos guijarros para resistir la fuerza de los huracanes.
Entre los tres cuerpos de edificio se extendía un patio con puerta cochera, fijada en dos montantes. Un seto vivo formaba una cerca adornada con esas brillantes fucsias, tan abundantes en el campo irlandés. En el interior del patio, el césped, donde vienen a picotear los pajarillos. En el centro una balsa de agua clarísima rodeada de ramos de azaleas, de margaritas de un amarillo de oro y de asfodelos silvestres. La caña de los tejados alrededor de largas piedras no estaba menos florida que el césped y las hayas del patio. Había allí toda clase de plantas que encantaban los ojos, y particularmente innumerables fucsias mecidas sin cesar por las brisas. En cuanto a los muros, estaban hechos de pedazos y semejaban los remiendos de las ropas de un pobre. No estaban sujetos por la hiedra que sostenía el edificio cuando hasta faltaban los cimientos. Entre las tierras cultivables y la granja se extiende una huerta en la que mister Martin cultiva las legumbres precisas para su alimento, sobre todo nabos, coles y patatas. Estaba rodeada por una cortina de árboles y arbustos abandonados a los caprichos de una vegetación tan fantástica como es la de Irlanda.
Aquí están los robustos acebos con sus hojas de un verde rabioso que semejan conchas de forma original. Allí se levantan los tejos, que crecen libremente, sin que un cincel inhábil los convierta en utensilios de ninguna clase. Hacia la izquierda, un bosque de fresnos, uno de los árboles más hermosos de aquellos campos. Después, entremezclándose con hayas verdes, árboles de gran altura, serbales que desde lejos semejan viñedos cuyas cepas estuvieran cargadas de uvas de coral. Y no es preciso ir tres millas más lejos para sentir que se hincha el suelo con las primeras ramificaciones de las cadenas de los Clanaraderry, donde se desarrollan bosques de abetos, cuyas frutas parecen estar suspendidas en la red de las madreselvas.
La explotación de la granja de Kerwan comprende un cultivo muy variado, pero de un rendimiento mediano. El escaso cereal del que ordinariamente se hace la harina de avena, y que los MacCarthy recolectan, no es recomendable. Las avenas son mezquinas, circunstancia tanto más desagradable cuanto que la harina de avena es de un empleo constante, pues el trigo no es en aquellas tierras de buena calidad. Preferible es sembrar cebada y sobre todo centeno, que contribuye en una proporción notable a la fabricación del pan. Y tal es la rudeza del clima, que aun esta cosecha solo puede ser recolectada en octubre y noviembre. Entre los cultivos más extendidos, la patata ocupa el primer puesto. Es la base de la alimentación en Irlanda, principalmente en los distritos desheredados de la naturaleza. Podríase preguntar de qué vivían aquellos pueblos antes de que Parmentier hubiera hecho conocer y adoptar su precioso tubérculo. Tal vez el cultivador es imprevisor al contar con este producto; pero, en fin, puede salvarle de la pobreza cuando el invierno no hace de las suyas.
Si la tierra alimenta a los animales, éstos contribuyen a alimentar a la tierra. Ninguna explotación es posible sin ellos. Los unos sirven para trabajar el campo, los otros dan productos naturales, huevos, carne, leche. De todo sale el abono necesario para el cultivo. Así, en la granja de Kerwan se contaban seis caballos, y apenas bastaban cuando, unidos de dos en dos o de tres en tres cavaban con el arado las tierras rocosas. Bestias animosas y pacientes como sus amos, y que no por no estar inscritos en el Stud-book, libro de oro de la raza equina, dejan de prestar servicios reales, contentándose con unas berzas cuando el forraje falta. Un asno les hacía compañía, y no era cardo lo que le faltaba, pues todas las vallas no podrían destruir aquella invasión parásita en las tierras irlandesas.
Entre los animales de establo, debemos mencionar una docena de vacas y un centenar de carneros, de cabeza negra y lana blanca, cuya alimentación constituye un problema en invierno, cuando el suelo se cubre de nieve. No hay tantos motivos de inquietud para alimentar las cabras, de las que Martin MacCarthy poseía unas veinte, puesto que ellas se buscan su sustento. Si falta hierba se contentan con hojas que resisten a los más intensos fríos.
Respecto a los puercos, conviene advertir que una docena de estos animales tenían su pocilga en los anejos de la derecha, y sólo se les engordaba para comerlos.
En los cálculos del labrador no entraba el dedicarse a la venta de ellos, aunque en Limerick existe un importante comercio de jamones, que valen tanto como los de York, y se venden regularmente como tales.
Pollos, patos, ánades, hay en número suficiente para llenar de huevos el mercado de Tralée. Pero pocos pavos y pichones. Estas aves casi no se encuentran en los corrales de las granjas de Irlanda.
Conviene citar un perro de Escocia para guardar los rebaños de carneros. Nada de perros de caza, aunque ésta abunda en aquellas tierras, ellos silvestres, chochas y cabras salvajes. ¿Para qué? La caza es un placer de los landlords. La licencia es cara y sólo aprovecha al fisco británico, y además, para tener el derecho de poseer un perro de caza, se debe justificar que se posee una propiedad de mil libras por lo menos.
Tal era la granja de Kerwan, casi aislada en el fondo de un ángulo que forma el Cashen, a cinco millas de la parroquia de Silton. Ciertamente existen tierras peores en el condado, de esas ligeras y silíceas que no conservan el abono, y cuyo arriendo no sube más de una corona el acre.
Pero, a pesar de todo, el cultivo de Martin MacCarthy era de mediana calidad.
Delante de la parcela explotada se extendían áridas planicies, cubiertas de inevitable matorral. Por encima, grandes bandadas de cuervos ávidos del grano sembrado, y de esos pájaros que destrozan el grano formado. A lo lejos, espesos bosques de abedules y de alerces, fuertemente sacudidos en la estación de los huracanes. En suma, un curioso paisaje, digno de atraer a los turistas, con perspectivas magníficas envueltas en bruma; aunque país duro para los que lo habitan, tierra que a menudo se convierte en madrastra para los que la cultivan.
¡Quiera el cielo que la recolección de la patata, verdadero pan de la isla, no falte ni en Kerry ni en los demás sitios! Cuando falta, aparece el hambre en todo su horror [2] .
Así, después de haber cantado el God save the Queen, plegaria de los irlandeses, completadla diciendo:
—God save the potatoes.