LO QUE HABÍA PASADO EN DONEGAL
ES llegado el momento de mencionar que el labrador MacCarthy había tenido la idea de hacer algunas averiguaciones relativas al estado civil de su hijo adoptivo. Se conocía su historia desde el día en que los caritativos habitantes de Westport le habían arrancado a los malos tratos de Thornpipe. ¿Pero cuál había sido antes la existencia de aquel pobre ser? Se sabe que Hormiguita conservaba una vaga idea de haber vivido en casa de una miserable mujer con una y aun dos jóvenes en el fondo de una aldea de Donegal. Así, por este lado hizo Martin algunas investigaciones, que no dieron más resultado que el de saber que en la casa de caridad de Donegal se encontraba el rastro de un niño de dieciocho meses, recogido bajo el nombre de Hormiguita y enviado después a una cabaña del condado a casa de una de esas mujeres que se dedican al oficio de educar niños.
Séanos permitido completar la historia, cosa que hemos conseguido con una información más completa. No será más que la historia común de esos niños miserables que se abandonan a la asistencia pública.
Donegal, con su población de doscientas mil almas, es tal vez el más indigente de los condados de la provincia del Ulster, hasta de toda Irlanda. Hace algunos años apenas se encontraban dos colchones y ocho jergones para cuatro mil habitantes. En estos áridos territorios del norte no son brazos lo que faltan para el cultivo, pero el suelo es ingrato. En el interior no se ven más que quebradas vertientes, gargantas áridas, piedra dura, dunas arenosas, hornagueras abiertas como desolladuras malsanas, eriales pantanosos, montañas, los Glendowar, los Derryveagh; en una palabra, «un país roto», como dicen los ingleses. En el litoral, bahías, ensenadas y caletas dibujan cavernosos embudos donde soplan los vientos, gigantesca barrera granítica que el océano llena con sus tempestades. Donegal ocupa el primer puesto entre las regiones ofrecidas al asalto de las tormentas llegadas de América. Sería precisa una barrera de hierro para resistir a esas formidables galernas del noroeste.
Y precisamente la bahía de Donegal sobre la que se abre el puerto de este nombre, cortada en forma de mandíbula de tiburón, debe aspirar esas corrientes atmosféricas saturadas del rocío del mar.
La pequeña ciudad está situada en el fondo, sometida a los vientos en toda época. La pantalla de sus montañas no puede detener los huracanes. Éstos no han perdido su violencia cuando atacan la aldea de Rindok, a siete millas de Donegal.
¿Una aldea? No. Nueve o diez barracas esparcidas al borde de una estrecha garganta, cruzada por un río, simple arroyuelo en verano, impetuoso torrente en invierno. De Donegal a Rindok no hay camino trazado.
Sólo se encuentran algunos senderos apenas practicables para las carretas del país, arrastradas por esos caballos irlandeses de andadura prudente, y alguna vez para los jaunting-cars. Si diversas líneas cruzan ya Irlanda, está muy lejos el día en que los trenes recorran regularmente los condados del Ulster. ¿Además, para qué? Las poblaciones y pueblos son raros. Las etapas del viajero acaban más bien en las granjas que en las parroquias.
Sin embargo, aquí y allá aparecen algunos castillos rodeados de vegetación, que encantan la vista por su fantástica ornamentación de arquitectura anglosajona. Entre otros, más al noroeste del lado de Milford, se abre la mansión señorial de Carrikhart, en un vasto dominio de 800 000 acres, propiedad del conde de Leitrim.
Las cabañas de la aldea de Rindok tienen tejado de paja, insuficiente contra las lluvias del invierno. No se imaginaría que allí habitasen criaturas humanas a no ser por el hilo de humo que se escapa de estas cabañas. No es la leña ni la hulla la que producen ese humo; es el césped extraído del pantano vecino, el bog, de tintes rosáceos, junto al agua sombría, y que les sirve de combustible [3] .
Si en el fondo de estos condados no se corre el riesgo de morir de frío, se corre en cambio el de morir de hambre. Apenas el suelo da la limosna de algunas legumbres y de algunas frutas. Todo languidece allí a excepción de la patata.
¿A este tubérculo, qué puede añadir el campesino de Donegal? Alguna vez el pato o el ánade, más bien silvestres que domésticos. La caza sólo pertenece al landlord. Hay también algunas cabras que dan algo de leche y algunos cerdos que engordan con detritus. El puerco es el verdadero amigo de la casa, como el perro en otros países menos miserables. Es «el gentleman que paga la renta», siguiendo la justa expresión recopiada por mademoiselle de Bovet.
He aquí lo que era el interior de una de las más lamentables chozas de la aldea de Rindok; una habitación sola, cerrada por una mala puerta, dos agujeros a derecha e izquierda, que dejan filtrar la luz a través de un tabique de paja seca y también el aire; el suelo, lleno de lodo, y en los rincones, telas de araña; en el fondo, el hogar con chimenea hasta el tejado; en un rincón, una mezquina cama y otra de paja en el otro. A falta de muebles, un banco, una mesa desvencijada y un huso. Como utensilios, una marmita, algunos platos, jamás lavados, sin contar dos o tres botellas que se llenaban en el arroyo, después de haber sido vaciadas del whisky o de la ginebra que contenían. Aquí y allá pingajos sin forma de vestido, lienzos sórdidos en el banco o secándose en una percha fuera. Sobre la mesa constantemente un haz de varas usadas.
Era la miseria en toda su abominación; la miseria tal como se encuentra en los barrios pobres de Dublín o de Londres, de Clerkenwell, de Saint Giles, de Marylebone, de Whitechapel; la miseria irlandesa, la más espantosa de todas. La pequeña ciudad está situada en el fondo y venteada en toda época. Verdad es que el aire no es pestífero en las gargantas de Donegal; allí se respira la vivificante atmósfera exhalada de las montañas; los pulmones no se envenenan con las miasmas deletéreas, sudor mórbido de las grandes ciudades.
Claro es que en aquella choza la cama estaba destinada a la Hard, y el lecho de paja a los niños… y las varas también.
¡La Hard! Sí, se la llamaba la dura, y merecía el nombre. Era lo más odioso que imaginarse puede, de cuarenta a cincuenta años de edad, alta, delgada, cabeza de arpía, ojos pequeños, dientes grandes, manos descarnadas y huesosas, más bien patas que manos, dedos torcidos, aliento saturado de alcohol, vestida con una camisa remendada, y pies descalzos y de piel tan dura, que era insensible a los guijarros.
Su oficio era el de hilar el lino, como de ordinario en los pueblos de Irlanda, y más especialmente entre los campesinos del Ulster. Este cultivo del lino es bastante fructífero, aunque no compensa lo que un suelo mejor debería producir en cereales.
Pero a este trabajo que le producía algunos peniques por día, la Hard añadía otras funciones para las que era inepta. Desempeñaba el oficio de educar a los niños de poca edad que le confiaba el baby-farming.
Cuando la casa de caridad está llena, o cuando la salud de los niños exige el aire del campo, se les envía a estas matronas que venden cuidados maternales como cualquier otra mercancía, por el precio anual de dos o tres libras. Cuando el niño llega a los cinco o seis años, vuelve a la casa de caridad. Poco es lo que la matrona puede ganar con él, pues el precio es ínfimo, de donde resulta que al caer el niño en manos de una criatura sin entrañas, no es difícil que sucumba a los malos tratos o a la falta de alimentos. ¡Cuántos no vuelven a la casa de caridad!
Así sucedía, al menos, antes de la ley de 1889, ley de protección a la infancia, y que gracias a sus severas inspecciones con relación a las explotadoras del baby-farming, ha hecho disminuir la mortalidad de los niños educados fuera de las ciudades.
Observemos que en la época a que nos referimos, la vigilancia se ejercía poco o nada. En la aldea de Rindok, la Hard no tenía que temer la visita de un inspector, ni la queja de sus vecinos, endurecidos en su propia miseria.
Tres niños le habían sido confiados por la casa de caridad de Donegal, dos niñas de cuatro y seis años y medio, y un niño de dos años y nueve meses. Niños abandonados, claro está, huérfanos recogidos en la vía pública. No se conocía a sus padres, y, sin duda, no se les encontraría jamás. Si volvían a Donegal, les esperaba el trabajo cuando tuvieran edad para ello.
¿Cuál era el nombre de estos niños, o más bien el que en la casa de caridad se les había puesto? El primero encontrado al azar, de la más pequeña de las niñas poco importa el nombre, pues muy pronto iba a morir. La mayor se llamaba Sissy, abreviación de Cecilia. Era muy linda, con cabellos rubios, que un poco de cuidado hubiera hecho sedosos, grandes ojos azules, inteligentes cuya limpidez estaba ya alterada por las lágrimas, pero el color de su tez, lo delgado de sus miembros, lo hundido de su pecho, los huesos pronunciados bajo sus harapos, atestiguaban los malos tratamientos recibidos. Y sin embargo, dotada de una naturaleza paciente y resignada, aceptaba su vida sin imaginar que pudiera haber otra más feliz. ¿Cómo había de sospechar que existían niños mimados por su madre, rodeados de atenciones, acariciados de continuo, a los que no faltan ni besos, ni buenas ropas, ni sanos alimentos? No había de aprenderlo en la casa de caridad, donde sus iguales no eran mejor tratados que animalitos.
Si se pregunta el nombre del niño, la respuesta será que no lo tenía. Había sido encontrado en un rincón de una calle de Donegal, a la edad de seis meses, envuelto en un pedazo de grosera tela, con la cara amoratada, y no más que con un soplo de vida. Trasladado al hospital, habíasele puesto con los otros niños y nadie se ocupó de su nombre. ¡Qué queréis! Un olvido. Por costumbre se le llamó Little boy, después Hormiguita, y éste fue el calificativo que, como sabemos, le quedó.
Era muy probable, además, aunque Grip, por una parte, y Miss Anna Waston, por otra, lo dudasen, que no perteneciera a una familia rica, a la que hubiera sido robado. ¡Esto solo ocurre en las novelas!
De los tres productos de esta camada ¿no es ésta la palabra? Hormiguita era el más joven, dos años y nueve meses solamente; moreno, con ojos brillantes que prometían ser enérgicos andando el tiempo, si la muerte no los cerraba prematuramente; de una constitución que llegaría a ser robusta, si el aire mefítico de aquella zahúrda, y lo insuficiente del alimento, no impedían su desarrollo, haciéndole víctima de un precoz raquitismo.
Conviene observar que aquel niño, que tenía una gran fuerza de resistencia vital, debía oponer una dureza poco común a tantas causas de empobrecimiento físico. Siempre hambriento, no pesaba más que la mitad de lo que hubiera debido pesar a su edad; siempre tiritando durante los fríos del invierno, no llevaba sobre su camisa más que un viejo pedazo de paño, al que habían hecho dos agujeros para sacar los brazos; pero sus pies descalzos se apoyaban firmemente en el suelo, y sus piernas eran sólidas. Los cuidados más elementales hubiesen dado pronto su valor a aquella delicada máquina humana, dotándole después de inteligencia para el trabajo. Pero a no ser por alguna circunstancia imprevisible, ¿dónde los había de encontrar y de qué mano podía esperarlos?
Una sola palabra sobre la menor de las niñas. Una fiebre lenta la consumía. La vida se retiraba de ella como el agua de un vaso cascado. Hubiera tenido necesidad de medicinas, y las medicinas son costosas; necesitaba un médico, y un médico no vendría de Donegal para una pobre niña, nacida no se sabe dónde. La Hard no pensaba en ello. Una vez muerta aquella niña, la casa de caridad le enviaría otra, y no perdería los chelines que trataba de ganar con sus niños.
Cierto que como la ginebra y el whisky no corren en el lecho de guijarros de Rindok, la satisfacción de sus instintos de borracha absorbía el sueldo; y en aquel momento, de los cincuenta chelines recibidos en enero por cada niño, para todo el año, no quedaban más que diez o doce. ¿Qué haría la Hard para subvenir a las necesidades de sus pensionistas? Si no se arriesgaba a morir de sed, teniendo en cuenta cierto número de botellas ocultas, los pequeños morirían de inanición.
Tal era la situación sobre la que reflexionaba la Hard cuando se lo permitía su cerebro alcoholizado. ¿Pedir un suplemento a la casa de caridad? Había otros niños numerosos y sin familia, a los que la asistencia pública bastaba a penas.
¿Se vería obligada ella a devolver a los suyos? Perdía entonces su pan, o mejor dicho, su ginebra. Esto era lo que le oprimía el corazón, y no el pensamiento de que aquella pobrecilla no había comido desde la víspera.
Resultado de estas reflexiones: la Hard se ponía a beber, y como las dos niñas y el niño no contenían sus gemidos, les golpeaba. A una petición de pan, respondía con un regaño violento; a una súplica, más golpes. Esto no podía durar; los pocos chelines que sus bolsillos contenían, sería menester guardarlos para comprar un poco de alimento, pues en ninguna parte se lo darían fiado.
—¡No… no…! —repetía—. ¡Qué revienten!
Era el mes de octubre. En el interior de aquella casa, apenas cerrada, y donde caía la lluvia a través del techo de paja, el frío era intenso. Soplaba el huracán; el mezquino fuego de césped no bastaba para mantener una temperatura soportable.
Sissy y Hormiguita se apretaban el uno contra el otro sin conseguir entrar en calor. Mientras la enfermita pasaba la fiebre en la cama de paja, la Hard iba de un lado a otro, con paso mal seguro, rozando las paredes, dejando al niño en algún rincón. Sissy se arrodillaba junto a la enferma, humedeciéndole los labios con agua fría.
De vez en cuando miraba al hogar, en el que el fuego amenazaba apagarse. La marmita no estaba allí, y además, nada hubiera habido que meter en ella.
La Hard gruñía en voz baja:
—¡Cincuenta chelines! ¡Alimentar a un niño con cincuenta chelines! ¡Y si pido un suplemento a esos sin corazón de la casa de caridad, me enviarán al demonio!
Era probable, casi cierto, y aunque se le concediera el tal suplemento, los tres pobres seres no hubieran obtenido un pedazo más.
La víspera se había acabado lo que quedaba del stirabout, unas groseras gachas de harina de avena, y después nadie había vuelto a probar bocado en la choza. La Hard se sostenía con la ginebra y no gastaría un solo penique de lo que tenía en reserva. Veríase, pues, reducida a comer en un rincón del camino algunas mondaduras de patatas.
En este momento algunos gruñidos sonaron fuera. Abriose la puerta, y un cerdo que erraba por las calles penetró en la choza. El animal, hambriento, se puso a hozar por los rincones. Después de haber cerrado la puerta, La Hard miró al animal con esa mirada vaga de los borrachos que no se fija en ninguna parte. Sissy y Hormiguita se levantaron para huir del cerdo. El instinto de éste le hizo descubrir, tras el fuego apagado sobre el cieno gris, una gruesa patata que había rodado a aquel sitio. Después de un nuevo gruñido la cogió.
Hormiguita lo vio. Aquella patata la necesitaba. Se lanzó hacia el cerdo y se la arrancó a riesgo de ser mordido. Llamó a Sissy y la devoraron con gran gusto.
El animal había quedado inmóvil; después, lleno de rabia, se lanzó contra el niño.
Éste pretendió huir con el pedazo de patata que tenía en la mano, pero el animal le tiró al suelo, y sin la intervención de la Hard no hubiera podido escapar a los crueles mordiscos, aunque Sissy acudió en su socorro.
La borracha, que miraba, pareció comprender al fin. Cogiendo un palo golpeó al cerdo, que parecía decidido a no soltar su presa. Los golpes, no muy seguros, amenazaban herir la cabeza de Hormiguita y no se sabe cómo hubiera concluido la escena a no sonar un ligero ruido en la puerta.