LIMERICK
¿QUIÉN era aquella caritativa mujer que acababa de entrar en escena de esta manera un poco melodramática? Se la hubiera visto precipitándose en medio de las llamas, sacrificando su vida para arrancar aquella víctima a la muerte, y nadie se hubiera asombrado de ello: tanta convicción escénica ciertamente tenía; de ser suyo el niño, no le hubiera estrechado más fuertemente en sus brazos, en tanto que le llevaba a su coche. En vano su doncella había querido librarla del precioso fardo. Jamás… jamás.
—No, Elisa, deja —repetía con voz vibrante—. Es mío. El cielo me ha permitido retirarlo de las ruinas de esta casa ardiendo. ¡Gracias, Dios mío, gracias!
El pobre niño estaba medio sofocado; la respiración anhelosa, los ojos cerrados. Hubiera necesitado aire; y después de haber sido casi asfixiado por la humareda del incendio, corría el riesgo de serlo por el torbellino de ternura en que su libertadora le envolvía.
—A la estación —dijo al cochero cuando llegó al carruaje—. ¡Una guinea si llegamos al tren de las 9 y 47!
El cochero no podía ser insensible a aquella promesa, toda vez que la propina en Irlanda es nada menos que una institución social. Puso, pues, al trote al caballo growler, nombre que se aplica a aquellos antiguos e incómodos vehículos.
Pero, en fin, ¿quién era aquella providencial viajera? ¿Por una suerte extraña había caído Hormiguita en manos que jamás le abandonarían?
Miss Anna Waston era primera dama del teatro de Drury Lane, una especie de Sarah Bernhardt en viaje, que daba actualmente representación en el teatro de Limerick, condado de Limerick, provincia de Munster. Terminaba un viaje de recreo de algunos días por el condado de Galway, acompañada de su doncella, amiga podía llamarse, tan gruñona como adusta, la seca Elisa Corbett. Esta actriz era excelente mujer, muy agradable al público de los melodramas, siempre en escena, siempre con el corazón en la mano y la mano abierta como el corazón, muy seria en lo que concernía al arte e intratable en el caso en que podía comprometerla una mala ventura.
Miss Anna Waston, ya muy conocida en todos los condados del Reino Unido, no esperaba más que la ocasión de ir a hacerse aplaudir a América, a las Indias, a Australia; en todos los lugares donde se hablase la lengua inglesa, pues era demasiado orgullosa para sujetarse a no ser más que una muñeca de pantomima en los teatros donde no pudiera ser comprendida.
Desde hacía tres días, deseosa de descansar de las incesantes fatigas que le imponía el drama moderno, en el que no cesaba de morir en el cuarto acto, había ido a respirar el aire puro y fortificante de la bahía de Galway. Acabado su viaje, dirigíase aquella noche a la estación para tomar el tren de Limerick, donde debía trabajar al día siguiente, cuando gritos y un intenso resplandor habían atraído su atención. Era el incendio de la Ragged-School.
¿Un incendio? ¿Cómo resistir al deseo de ver uno de esos incendios naturales que se parecen tan poco a los incendios del teatro? Siguiendo sus órdenes, y a pesar de las observaciones de Elisa, el carruaje se había detenido al extremo de la calle, y Miss Anna Waston había asistido a las diversas peripecias del espectáculo muy superior a los que los fingidos bomberos del teatro miran sonriendo. Esta vez los decorados se quemaban realmente, y además había interés. La situación estaba preparada como en una escena bien dirigida.
Dos criaturas humanas encerradas en el fondo de un desván, cuya escalera era pasto de las llamas, y completamente aisladas. Dos jóvenes, uno mayor y otro pequeño. ¿Hubiese sido mejor una jovencilla? Y entonces los gritos lanzados por Miss Anna Waston. El tejado acaba de abrirse junto a la buhardilla. Los dos desgraciados aparecen en medio de los vapores; el mayor llevando al pequeño. ¡Ah, qué héroe y qué artista! ¡Qué ciencia del gesto, qué verdad de expresión! ¡Pobre Grip! ¡No sabe el efecto que ha producido! En cuanto al pequeño, el gentil, como dice Miss Anna, es un ángel que atraviesa las llamas del infierno. En verdad, Hormiguita, que es la primera vez que tú has sido comparado a un querubín o a otro modelo de la corte celestial.
Sí, Miss Anna Waston había observado los menores detalles del espectáculo. Como en el teatro, había gritado: «¡Mi dinero, mis alhajas, todo lo que poseo a quien les salve!». Pero nadie había podido lanzarse a aquellos muros que se derrumbaban, a aquel tejado que se hundía. Al fin, el querubín había sido recogido entre unos brazos abiertos para recibirle, y de estos brazos había pasado a los de Miss Anna Waston, y al presente Hormiguita tenía una madre, y hasta la multitud aseguraba que debía de ser una gran señora que acababa de reconocer a su hijo en medio del incendio de la Ragged-School.
Después de haber saludado, inclinándose, al público que la aplaudía, Miss Anna Waston había desaparecido, llevando su tesoro a pesar de las observaciones de su doncella. ¿Qué queréis? No se puede pedir a una actriz de veintinueve años, de cerebro ardiente, sangre cálida y miradas dramáticas, que se mantenga en la justa medida como Elisa Corbett, de treinta y siete años, rubia, fría, y desde algún tiempo al servicio de su fantástica señora. La nota característica de la actriz era la de creerse siempre en el teatro; para ella las circunstancias más ordinarias de la vida eran situaciones, y cuando la situación se presenta…
El carruaje llegó a tiempo a la estación, y el cochero recibió la guinea prometida. Y ahora Miss Anna, sola con Elisa, en el fondo de un departamento de primera clase, podía abandonarse a todas las efusiones de que está lleno el corazón de una verdadera madre.
—¡Es mi hijo, mi sangre, mi vida! —repetía—. Nadie me lo arrancará.
Entre paréntesis. ¿Quién pensaba en arrebatarle a aquel niño abandonado y sin familia?
Elisa decía:
—Veremos lo que dura esto.
El tren marchaba con poca velocidad hacia Artheury, atravesando el condado de Galway, que lo pone en comunicación con la capital de Irlanda. Durante esta primera parte del trayecto, unas doce millas, Hormiguita no había recobrado el sentido, a pesar de los cuidados y de las frases tradicionales de la actriz.
Miss Anna Waston se había ocupado en primer lugar de desnudarle. Habiéndole desembarazado de sus harapos ahumados, a excepción del traje de lana, que estaba en bastante buen estado, le había hecho una camisa de una de sus camisolas sacada del saco de viaje, un vestido de un corpiño de paño, una manta de su chal. Pero el niño no parecía notar que fuese envuelto en ropas cálidas, ni oprimido junto a un corazón aun más cálido que las ropas.
En fin, en la línea de trasbordo, una parte del tren fue separada del resto y dirigido a Kilkrée, que está en el límite del condado de Galway, donde hubo media hora de espera. Durante este tiempo, Hormiguita no había recobrado aún el sentido.
—Elisa, Elisa —exclamó Miss Anna Waston—, es preciso ver si hay algún médico en el tren.
Informose Elisa, aunque asegurase a su señora de que la cosa no merecía la pena.
No había ningún médico.
—¡Ah! ¡Esos monstruos —respondió Miss Anna Waston— nunca están donde debieran!
—Vamos, señora, si no es nada. El niño acabará por volver en sí, si usted no le sofoca.
—¿Tú crees, Elisa? ¡Querido bebé! Qué quieres. Yo no sé. No he tenido hijos; ¡ah! si pudiese alimentarlo con mis pechos…
Esto era imposible, y además Hormiguita estaba en una edad en que se necesita una alimentación más sustanciosa.
El tren atravesó el condado de Clare, península arrojada entre la bahía de Galway al norte y la ancha desembocadura del Shannon al sur, un condado del que se haría una isla, abriendo un canal de unas treinta millas en la base de los montes Sliéve-Sughty. La noche era sombría. La atmósfera tumultuosa, barrida por los vendavales del oeste ¿No era éste el cielo propio para la situación?
—¡Este ángel no vuelve en sí! —no cesaba de exclamar Miss Anna Waston.
—¿Quiere que le diga una cosa, señora?
—Dila, Elisa, dila.
—Pues bien, yo creo que duerme.
Y era verdad.
Se atravesó Dromor, Ennis, que es la capital del condado, y donde el tren llegó a media noche; después Clare, después New-Market, Six-Miles, la frontera, en fin, y a las cinco de la mañana, el tren entraba en la estación de Limerick. No solamente Hormiguita había dormido durante todo el trayecto, sino que también Miss Anna Waston había acabado por ceder al sueño; y cuando se despertó, vio que su protegido le miraba con los ojos muy abiertos.
Y entonces le abrazó repitiendo:
—¡Vive, vive! ¡Dios, que me lo ha dado, no hubiera tenido la crueldad de quitármelo!
Convino Elisa en que Dios no hubiera podido ser tan cruel, y he aquí cómo nuestro héroe pasó casi sin transición del desván de la Ragged-School al hermoso cuarto que Miss Anna Waston ocupaba en el George Royal Hotel.
El condado de Limerick se ha señalado en la historia, pues en él se organizó la resistencia de los católicos contra la Inglaterra protestante. La capital, fiel a la dinastía jacobista, con Cromwell a la cabeza, sufrió un sitio memorable, y después, abatida por el hambre y las enfermedades, ahogada con la sangre de las ejecuciones, acabó por sucumbir. Allí fue firmado el tratado que lleva su nombre, el que aseguraba a los católicos irlandeses la igualdad de los derechos civiles y el libre ejercicio de su culto. Verdad que estas disposiciones fueron ultrajantemente violadas por Guillermo Orange. Preciso fue volver a tomar las armas, después de largas y cruel exacciones; pero a pesar de su valor, y aunque la Revolución francesa vió a Hoche en su socorro, los irlandeses, que se batían «con la cuerda al cuello» como ellos decían, fueron vencidos en Ballinamach.
En 1829, los derechos de los católicos fueron al fin reconocidos, gracias al gran O’Connell, que tomó en sus manos la bandera de la independencia, y obtuvo, o más bien impuso, el tratado de emancipación del gobierno de la Gran Bretaña. Y puesto que esta novela tiene Irlanda por teatro, seanos permitido recordar algunas de las inolvidables frases alzadas entonces a la faz de los políticos de Inglaterra. No se las considere extrañas a la obra; están grabadas en el corazón de los irlandeses y se sentirá su influencia en algunos episodios de esta historia.
—«¡Jamás ministerio alguno fue más indigno! —exclamó un día O’Connell—. Stanley es un wigh renegado; sir James Graham, algo todavía peor; sir Robert Peel, una bandera de quinientos colores, hoy amarilla mañana verde, y al otro de ninguno de estos colores; pero preciso es guardarse de que esta bandera se tiña de sangre. En cuanto a ese pobre diablillo de Wellington, nada más absurdo que haberle admirado tanto en Inglaterra. El historiador Alison, ¿no ha demostrado que había sido sorprendido en Waterloo? Felizmente para él, contaba con tropas decididas, con soldados irlandeses. Los irlandeses han sido adictos a la casa de Brunswick, cuando ésta era enemiga de ellos. Fieles a Jorge III, que les hacía traición; fieles a Jorge IV, que daba gritos de rabia acordándose de la emancipación; fieles al viejo Guillermo, a quien el ministerio dictaba un discurso intolerable y sanguinario contra Irlanda; fieles a la reina, en fin. Como a los ingleses Inglaterra y a los escoceses Escocia, a los irlandeses, Irlanda». Nobles palabras. ¡Pronto se verá cómo está realizado el deseo de O’Connell, y si el suelo de Irlanda es de los irlandeses!
Limerick es todavía una de las principales ciudades de la isla Esmeralda aunque haya bajado del tercero al cuarto rango, desde que Traléepa, se ha apoderado de una parte de su comercio. Posee una población de sesenta mil habitantes. Sus calles son regulares, largas, derechas; trazadas americana; sus tiendas, sus fondas, sus edificios públicos, están situados en plazas espaciosas. Pero cuando se ha franqueado el puente de Mond, cuando se ha saludado la piedra en la que fue firmado el tratado de emancipación, se encuentra la parte de la ciudad que ha quedado netamente irlandesa con sus miserias, sus ruinas del sitio, sus muros, el sitio de aquella batería negra, que las intrépidas mujeres, o Joana Hachette, defendieron hasta la muerte contra los orangistas. Nada más triste que tal contraste.
Evidentemente, Limerick está situada de forma que ha de llegar a ser un importante centro industrial y comercial. El Shannon, el río azul, le ofrece de esos caminos que marchan como Clyde, Tamise o Mersey. Desgraciadamente, si Londres, Glasgow y Liverpool utilizan su río, Limerick no hace lo mismo con el suyo. Sólo algunas barcas animan aquellas perezosas aguas que se contentan con bañar los hermosos barrios de la ciudad y sus campos. Los emigrantes irlandeses deberían llevar el Shannon a América, y seguramente los americanos sabrían aprovecharse bien de él.
Toda la industria de Limerick se reduce a la elaboración de jamones; es una agradable ciudad, en la que el elemento femenino es muy bello, cosa fácil de comprobar durante las representaciones de Miss Anna Waston.
Confesemos que estas actrices no son de una personalidad tal que reclamen un muro para su vida privada: no, lo que ellas harán más bien es construir sus casas de cristal el día en que los arquitectos sepan construirlas así. Después de todo, Miss Anna Waston no tenía por qué ocultar lo que había pasado en Galway. Desde el día siguiente a su llegada no se cesaba de hablar en los salones de Limerick de la Ragged-School. Extendiese el rumor de que la heroína de tantos dramas habíase arrojado en medio de las llamas para salvar a un niño, y ella no lo desmentía.
Tal vez llegóselo a creer ella misma, como sucede con frecuencia a muchos habladores… Lo cierto era que ella había llevado un niño a George Royal Hotel, un niño que quería adoptar, un huérfano al que daría su nombre, puesto que él no lo tenía.
—Hormiguita —había respondido cuando la actriz le preguntó cómo se llamaba.
Pues bien: Hormiguita vale tanto como Eduard o Arthur, y por otra parte, ella le prodigaría los baby, los bebery, los babiskly y otros equivalentes maternales usados en Inglaterra.
Convengamos en que nuestro héroe no comprendía nada de todo esto. Él dejaba hacer: no tenía costumbre de recibir abrazos, y se le abrazaba, ni besos, y se le besaba; ni a los buenos trajes, y estaba bien vestido; ni andar con zapatos, y le pusieron botinas nuevas; ni a peinarse, y sus cabellos fueron dispuestos en bucles; ni al buen alimento, y se le alimenta regiamente.
Amigos y amigas de la actriz acudieron a su departamento en George Royal Hotel. ¡Cuántas enhorabuenas recibió y con qué gracia las aceptaba! Repetíase la historia de la Ragged-School. Se exageraba el incendio, y después de veinte minutos de relato, se extrañaba que el fuego no hubiese devorado la ciudad de Galway entera; se podía comparar con él famoso que destruyó una gran parte de la capital del Reino Unido.
Se comprende que el niño no era olvidado en estas visitas.
Un día preguntó el niño:
—¿Dónde está Grip?
—¿Quién es Grip, mi niño? —respondió Miss Anna Waston.
Supo entonces quien era. Ciertamente Hormiguita hubiera perecido entre las llamas si Grip no hubiera arriesgado su vida para salvarle. Esto había estado muy bien por parte de Grip. Sin embargo, su heroísmo no podía empañar en nada la parte que en la salvación del niño correspondía a Miss Anna Waston.
En el supuesto de que la actriz no se hubiera encontrado providencialmente en el teatro del incendio ¿dónde estaría hoy Hormiguita? ¿Quién la habría recogido? ¿En qué cuchitril se le habría encerrado en compañía de otros andrajosos de la Ragged-School?
En verdad es que nadie se había informado de Grip. Nada se sabía de Hormiguita que acabaría por olvidarle, y no hablaría más de él. Se engañan; la imagen de aquél que le había alimentado y protegido no se borraría jamás de su corazón.
¡Qué distracciones encontraba el hijo adoptivo de la actriz en su nueva estancia! Acompañaba a Miss Anna Waston en sus paseos, sentado con ella en el carruaje, por medio de los hermosos barrios de Limerick a la hora en que el mundo elegante podía verla pasar. Jamás niño fue más atildado, más lleno de cintas, más decorativo, si se nos permite esta expresión. ¡Y qué variedad en los trajes! ¡Tenía un guardarropa de actor! Tan pronto era un escocés con plaid, tan pronto un paje vestido gris y escarlata, o un grumete de fantasía con blusa y sombrerete.
En verdad, él había reemplazado al perro dogo de su ama, un animal soso y mordedor, y si hubiese sido más pequeño tal vez ella le hubiera llevado en su manguito, no dejando fuera más que la rizada cabeza. Y ademas de los paseos a través de la ciudad, hacían excursiones hasta las estancias balnearias de los alrededores de Kilkrée con sus magníficos acantilados sobre la costa de Clare, Miltow-Malbay, célebres por sus terribles arrecifes que destrozaron en otra época una parte de la Armada Invencible. Hormiguita era exhibido como un fenómeno, designándolo como… ángel salvado de las llamas.
Una o dos veces se le llevó al teatro. Era digno de ver con traje de etiqueta y guantes, ¡guantes él!, en el primer puesto de un palco, bajo la fiera mirada de Elisa, no atreviéndose a moverse, y luchando contra el sueño hasta el fin de la representación. Si no comprendía gran cosa de la tragedia, creía, no obstante, que todo lo que veía era real, no imaginario.
Así, cuando Miss Anna Waston aparecía en traje de reina con diadema manto real, después como mujer del pueblo, y hasta como mendiga, vestida de harapos y cubierta con el sombrero de flores de los mendigos ingleses, no podía él creer que fuese aquella la misma que volvía a encontrar en el George Royal Hotel.
De aquí la profunda turbación de su mente infantil. No sabía qué pensar. Y por la noche, como si el sombrío drama continuase, tenía sueños espantosos en los que se mezclaban Thornpipe, el miserable Carker y los demás pillos de la escuela. Despertábase bañado en sudor, y no se atrevía llamar.
Conocida es la pasión que los irlandeses sienten por los ejercicios deportivos y en particular por las carreras de caballos. En tales días hay una verdadera invasión en Limerick por la gente de los alrededores, por los labradores que abandonan sus haciendas y por los miserables de toda especie que han logrado economizar un chelín o medio para apostarlo a caballo.
Quince días después de su llegada Hormiguita tuvo ocasión de exhibirse en mitad de un concurso de este género. ¡Qué tocado el suyo parecía!, más que un niño, un ramo; tan florido iba de los pies a la cabeza, un ramo que Miss Anna Waston hacía admirar, mejor diríamos, respirar sus amigos y conocidos.
En fin, no había más remedio que tomar a aquella criatura tal como era; un poco extravagante, pero buena y compasiva cuando encontraba medio de serlo con algún aparato. Si las atenciones de que colmaba niño eran visiblemente teatrales, si aquellos besos se asemejaban a las convencionales de la escena, que sólo de los labios salen, no era Hormiguita capaz de apreciar la diferencia. Y sin embargo, no se sentía amado como hubiera querido serlo, y tal vez se decía, sin conciencia de ello, que Elisa no cesaba de repetir.
—Veremos lo que esto dura, admitiendo que dure algo.