VII

SITUACIÓN COMPROMETIDA

ALGUNAS semanas pasaron de este modo, y no hay que asombrarse de que Hormiguita se acostumbrase a aquella agradable vida: puesto que se acostumbra uno a la miseria, no debe ser muy difícil acostumbrarse a la abundancia. ¿Pero Miss Anna Waston, que siempre se dejaba llevar del primer impulso, no se cansaría por la exageración y el abuso de su ternura? Los cimientos, como el cuerpo, están sometidos a la ley de la inercia: cuando cesa la fuerza adquirida, el movimiento se detiene. ¿Si el corazón Anna tiene un resorte, no se olvidará algún día de darle cuerda, ella de diez veces olvidaba nueve dar cuerda a su reloj? ¿Había sido el para ella un pasatiempo, un juguete… un reclamo? No: Miss Anna indudablemente era una buena mujer. Sin embargo, si sus cuidados no debían faltar al niño, sus caricias no eran ya tan continuas, ni sus atenciones tan frecuentes. Además, una actriz no tiene momento libre; papeles que estudiar, ensayos, representaciones que no dejan una noche. ¡Y luego las fatigas del oficio! En los primeros días hacía que le llevaran el niño al lecho; jugaba con él, haciendo de madre joven. Después, esto interrumpía su sueño, que tenía la costumbre de prolongar hasta muy tarde, y no lo pedía hasta la hora del almuerzo. ¡Ah, qué alegría al verle sentado en una silla alta que se había comprado expresamente, y verle comer con tan en apetito!

—¿Eh, está bueno eso? —le decía.

—¡Oh sí, señora! —respondió un día—. Tan bueno como lo que se come en el hospital cuando se está enfermo.

Una observación: aunque Hormiguita no hubiese jamás recibido lecciones de buenos modales, no eran Thornpipe ni tampoco mister O’Bodkins quienes se las hubieran podido dar, poseía una naturaleza tan discreta y reservada, un carácter tan dulce y afectuoso, que siempre había contrastado con las turbulencias y pillerías de los pensionados de la Ragged-School. Mostrábase el niño superior a su condición, como lo era a su edad, por los modales y sentimientos. Por aturdida que Miss Anna Waston fuera, no podía dejar de notarlo. De su historia no conocía más que lo que él había podido contarle desde la época en que fue recogido por Thornpipe. Era, pues, indudable que se trataba de un niño abandonado. Sin embargo, dado lo que ella llamaba su distinción natural, Miss Anna Waston vio en él al hijo de una gran señora, como en el drama corriente, un hijo al que, por razones desconocidas o por su posición social, su madre se había obligado a abandonar. Y de aquí forjó una novela que no brillaba por su novedad. Imaginaba situaciones que se podrían adaptar a la escena. Un drama de gran efecto. Ella lo representaría y sería el triunfo mayor de su carrera artística. Se mostraría enloquecedora, sublime, etc., etc. Cuando estaba en tal diapasón, cogía a su ángel, le estrechaba como si estuviera en escena, y le parecía oír los bravos de toda la sala.

Un día, Hormiguita, turbado por estas demostraciones, le dijo:

—Señora…

—¿Qué quieres, querido?

—Quería preguntarle una cosa.

—Pregunta, corazón mío.

—¿No me reñirá?

—¿Reñirte?

—Todos han tenido una mamá, ¿no es cierto?

—Sí, ángel mío; todos…

—Entonces, ¿por qué yo no conozco a la mía?

—¿Por qué?… Porque… —respondió Miss Anna Waston confusa—, porque hay razones… Pero un día… Tú la verás… sí… Tengo la idea de que la verás…

—La he oído decir que debía de ser una hermosa señora…

—Sí, ciertamente… una hermosísima señora.

—¿Y por qué?

—Porque… tu aire… tu cara… Después, la situación, la situación del drama exige que sea hermosa… una gran señora… Tú no puedes comprender…

—No… nada comprendo… —respondió tristemente el niño—. Algunas veces pienso que mi mamá ha muerto…

—¡Muerto!… No… No pienses en esas cosas… Si estuviera muerta no habría drama…

—¿Qué drama?

Miss Anna le abrazó, lo que era el mejor modo de responder.

—Pues si no ha muerto —replicó Hormiguita con la lógica tenacidad de sus pocos años—, si es una hermosa señora, ¿por qué me ha abandonado?

—Se habrá visto obligada a ello… ¡Oh! Y a su pesar… pero en el desenlace…

—Señora…

—¿Qué quieres?

—¿Mi mamá?

—¿Qué?

—¿No es usted?

—¡Quién… yo!… ¡Tú mamá!

—¡Cómo me llama hijo!…

—Esto se dice, ángel mío, esto se dice siempre a los niños de tu edad… ¡Pobre pequeño!… ¡Has podido creer!… No… ¡yo no soy tu mamá! ¡De serlo no te hubiera abandonado, no te hubiera entregado a la miseria! ¡Oh!… ¡No!…

Y Miss Anna Waston, infinitamente conmovida, terminó la conversación abrazando de nuevo al niño, que se alejó disgustado.

¡Pobre niño! ¡Qué perteneciese a una familia rica o a una pobre, era de temer que jamás llegase a saberlo como otros tantos encontrados en la calle!…

Al llevarle consigo, Miss Anna Waston no había reflexionado en la carga que su buena acción le imponía para el porvenir. No había pensado que el niño crecería y que sería preciso educarlo.

Si está bien colmar a un niño de caricias, mejor es darle la enseñanza que su espíritu reclama. La actriz entreveía vagamente este deber. Verdad es que Hormiguita apenas tenía cinco años y medio; pero a esta edad la inteligencia comienza a desarrollarse… ¿Qué sería? No podría seguir a la actriz de ciudad en ciudad, de teatro en teatro, sobre todo cuando ella fuese al extranjero. Se vería obligada a llevarle a un colegio… ¡Oh, en un buen colegio! Lo cierto era que jamás le abandonaría. Y un día dijo a Elisa:

—Él se muestra cada día más gracioso, ¿no lo notas? ¡Qué natural más afectuoso! ¡Ah! ¡Su cariño me pagará lo que he hecho por él! Y después… ¡qué precoz! ¡Qué afanoso por saberlo todo! ¡Encuentro que es más reflexivo de lo que debe ser un niño!… ¡Y pensó que era hijo mío! ¡El pobre!… ¡Yo no debo parecerme a su madre! ¡Ésta debe de ser una mujer seria, grave! Dime, Elisa, será preciso pensar…

—¿En qué, señora?

—En lo que haremos…

—¿En lo que haremos… ahora?

—No… ¡Ahora hay que dejarle crecer como un arbolillo! No… más tarde… más tarde… cuando tenga siete u ocho años. ¿No es ésa la edad en que se lleva al colegio a los niños?

Elisa iba a responder que el pequeño debía estar ya acostumbrado al régimen de los colegios, y se sabe a qué régimen había estado sometido, ¡al de la Ragged-School! Según ella, lo mejor sería enviarle a un establecimiento —más conveniente, se entiende—. Miss Anna Waston no le dejó tiempo para responder…

—Dime, Elisa…

—Señora.

—¿Crees tú que a nuestro querubín le gustará el teatro?

—A él…

—Sí. Mírale bien… Tendrá una bella cara; unos ojos magníficos, una presencia soberbia. Se ve ya esto, y estoy segura de que haría un adorable primer galán.

—¡Vamos, vamos!… señora.

—Yo le enseñaré. ¡El discípulo de Miss Anna Waston! ¿Ves tú el efecto?

—En quince años…

—En quince años, Elisa, ¡sea! Pero te lo repito, en quince años será el más encantador galán que soñarse puede. Todas las mujeres estarán…

—Celosas —respondió Elisa—. ¿Quiere que le diga lo que pienso?

—Dilo, hija mía.

—Pues bien, me figuro que este niño no consentirá nunca en ser actor.

—¿Y por qué?

—Porque es demasiado serio…

—Quizás es cierto… Sin embargo… veremos.

—Tenemos tiempo, señora.

Nada más justo: había tiempo, y si Hormiguita mostraba disposiciones para el teatro todo iría a maravilla.

Entretanto, Miss Anna Waston tuvo una atrevida idea, una de esas ideas wastonianas de las que parecía guardar el secreto, la de hacer debutar al niño en el teatro de Limerick.

¿Hacerle debutar? —se dirá—. ¿Pero aquella estrella del drama moderno estaba loca? ¿Loca? En el sentido propio, no. Además, esta idea, y sólo por una vez, no era mala.

Miss Anna Waston representaba entonces una de esas obras de larga permanencia en cartel que no son raras en el repertorio inglés. El drama, o melodrama, más bien, titulado Los remordimientos de una madre había ya hecho brotar de los ojos de toda una generación lágrimas bastantes para alimentar los ríos del Reino Unido.

En esta obra de Furpill había un papel de niño, niño que la madre no había podido conservar, abandonándole un año después de su nacimiento y que se encontraba pobre, etc., etc.

El niño no hablaba: reducíase su papel a dejarse acariciar, abrazar, oprimir sobre el seno materno, ir por un lado y por otro sin pronunciar una sola palabra.

¿No era nuestro héroe el más indicado para desempeñar este papel? Tenía la edad, la estatura conveniente, pálido el semblante y ojos que parecían haber llorado mucho. ¡Qué efecto cuando se le viera en el escenario y junto a su madre adoptiva, precisamente! ¡Con qué entusiasmo y fuego representaría ésta la escena quinta del acto tercero, la gran escena, cuando defiende a su hijo en el momento en que quieren arrancarle de sus brazos!… ¿Es que aquella escena no sería real? ¿No serían verdaderos los gritos de madre que se escaparían de la garganta de la artista? ¿No serían verdaderas lágrimas las que correrían por sus ojos?

Se puso al trabajo, y Hormiguita fue llevado a los últimos ensayos. La primera vez quedó asombrado de cuanto veía y oía: Miss Anna le llamaba hijo mío, recitando su papel, pero a él le parecía que no le oprimía con verdad entre sus brazos, que no lloraba al atraerle a su corazón. En efecto: ¿llorar en los ensayos no hubiera sido inútil? ¿Por qué abusar de los ojos? Bastante era verter lágrimas en presencia del público.

Nuestro héroe se sentía, además, muy impresionado. Los sombríos decorados, aquel aire húmedo, aquella sala espaciosa y desierta, cuyas ventanas del anfiteatro, que no dejaban pasar más que una luz gris, tenían el aspecto lúgubre de una casa en la que hubiera un muerto. Sin embargo, Sib, así se llamaba en la obra, hizo lo que se le pidió, y Miss Anna Waston no dudó en profetizar que obtendría un gran triunfo, y ella también.

¿Se justificaba esta confianza? La actriz tenía cierto número de envidiosos, y sobre todo de envidiosas entre sus buenas amistades. Habíalas herido a menudo por su personalidad encumbrada, con sus caprichos de artista, sin notarlo, ¿cómo había de notarlo?, y sin saberlo, ¿cómo había de saberlo? Y ahora, gracias a la exageración habitual de su temperamento, ella repetía a quien quería oírla que bajo su dirección aquel pequeño oscurecería la fama de Keant, de Macreat y cualquier otro gran actor del teatro moderno. En verdad, esto era demasiado.

Al fin llegó el día de la primera representación.

Era el 19 de octubre, un jueves. Claro es que Miss Anna Waston debía de encontrarse en un estado de enervamiento muy excusable. Unas veces cogía a Sib, le abrazaba y le sacudía con una impaciencia nerviosa, y otras su presencia la excitaba, y él no comprendía nada de todo aquello.

No hay que asombrarse de que aquella noche la afluencia de público al teatro fuera extraordinaria.

Además, el anuncio había producido un gran efecto.

Para las representaciones de

Miss ANNA WASTON

LOS REMORDIMIENTOS DE UNA MADRE

MAGNÍFICO DRAMA DEL

CÉLEBRE FURPILL

ETC. ETC.

Miss Anna Waston representará el papel de

Duquesa de Kendalle.

El papel de Sib estará a cargo de Hormiguita,

niño de cinco años y nueve meses, etc. etc.

Orgulloso habría quedado el niño si se hubiera detenido ante este anuncio. Sabía leer y su nombre estaba escrito con gruesas letras sobre fondo blanco. Desgraciadamente, muy pronto su orgullo sufrió: un gran disgusto le esperaba en el camerino de Miss Anna Waston.

Hasta aquella tarde no se había ensayado con vestuario, por no ser preciso. Había llegado al teatro con sus vestidos de siempre. En aquel camerino donde se preparaba el rico tocado de la duquesa de Kendalle, Elisa le da los harapos y se dispone a ponérselos. Sórdidos andrajos llenos de remiendos y deshilachados. En efecto, en este drama conmovedor Sib es un niño abandonado al que su madre encuentra con su ropa de pobre, su madre, una duquesa vestida de seda, de encajes y de terciopelo.

Cuando vio aquellos harapos, la primera idea de Hormiguita fue que iba a volver a la Ragged-School.

—Señora… señora —exclamó.

—¿Qué tienes? —respondió Miss Anna.

—No me lleve usted.

—Llevarte. ¿Por qué?

—Esos trapos.

—¡Cómo! Imaginas…

—Eh, pequeño. Espera un poco —dijo Elisa cogiéndole con mano ruda.

—¡Ah! ¡El querubín! —exclamó Miss Anna llena de ternura.

Y se pintaba las cejas con un pincel.

—¡El pobre ángel! ¡Si esto se supiese en la sala!…

Y se ponía colorete en las mejillas.

—Pero se sabrá, Elisa. Mañana se dirá en los periódicos… ¡Ha podido creer!…

Y pasaba la borla blanca por sus hombros.

—Es cosa que da risa.

—¿Risa, señora?

—Sí, es preciso no llorar.

Y con gusto hubiera vertido lágrimas, a no ser por el temor de malograr su maquillaje. Elisa le repitió, sacudiendo la cabeza.

—¡Vea, señora, cómo no podremos nunca hacer de él un actor!

Entretanto, Hormiguita, cada vez más turbado, con el corazón oprimido y los ojos húmedos, dejose vestir con los harapos de Sib. Miss Anna tuvo entonces la idea de darle una guinea; esto sería su marca de artista, y el niño, prontamente consolado, tomó la moneda de oro con satisfacción y la metió en su bolsillo, no sin haberla mirado mucho. Después Miss Anna, le hizo una última caricia y salió a escena, recomendando a Elisa que lo cuidara en el camerino, puesto que él no aparecía hasta el acto tercero.

Aquella noche el gran mundo y la clase baja llenaban el teatro desde los últimos asientos de la orquesta hasta las últimas gradas de la galería, aunque aquel melodrama no tuviese el atractivo de la novedad, por haberse ya representado muchas veces en los teatros del Reino Unido, como sucede con esta clase de obras, aun no siendo más que mediocres.

El primer acto transcurrió con normalidad; Miss Anna Waston fue calurosamente aplaudida, y lo merecía en verdad por la pasión, por el brillo de su talento, que emocionaban al auditorio.

Después del primer acto, la duquesa de Kendalle fue a su camerino, y con gran sorpresa de Sib, he aquí que cambia su vestido de seda y terciopelo por el de una simple criada, cambio exigido por las combinaciones del dramaturgo, tan complicadas como poco originales y sobre las que es inútil insistir.

Hormiguita observaba todo aquello, y se sentía cada vez más inquieto, más absorto, como si la fantástica transformación se operase por arte de magia.

Después, la voz del avisador, una voz fuerte que le hizo temblar, llegó hasta el camerino, y la criada le hizo un signo con la mano, diciéndole:

—¡Cuidado, niño! Pronto llegará tu turno.

Y salió a escena.

Segundo acto: en él la criada obtuvo un éxito igual al que la duquesa había obtenido en el primero, y el telón se volvió a levantar en medio de una triple salva de aplausos. Miss Anna volvió a su camerino y se dejó caer sobre el sofá, algo fatigada, aunque hubiera reservado para el acto siguiente su más grande esfuerzo dramático.

Todavía hubo un nuevo cambio de vestuario. Ya no es una madre, sino una señora con ropas de luto, menos joven, pues han pasado cinco años entre el segundo y el tercer acto.

Hormiguita abría los ojos, inmóvil en su rincón, sin atreverse a moverse ni a hablar. Miss Anna Waston, muy nerviosa, no le prestaba ninguna atención.

Sin embargo, cuando se volvió, le dijo:

—Pequeño. Te va a tocar a ti.

—¿A mí, señora?

—Y recuerda que te llamas Sib.

—¿Sib? Sí.

—Elisa, repítele bien que se llama Sib, hasta que vayas con él a escena para conducirle cerca de la puerta.

—Sí, señora.

—Y sobre todo, que no falte en su entrada. ¡No! Él no faltaría. Sib… Sib… Sib…

—Ya sabes —añadió Miss Anna, mostrando el dedo al niño—, o te quitaré la guinea, ¡ojo a la multa!

—¡Y a la prisión! —añadió Elisa abriendo los ojos que él conocía tan bien.

Sib se aseguró de que la guinea estaba en su bolsillo, decidido a no perderla.

Llegó el momento. Elisa cogió a Sib de la mano, y lo llevó a la escena. Sib sintiose aturdido por el movimiento del escenario y de las bambalinas. Veíase perdido en medio de aquel vaivén de figurantas y artistas que le miraban riendo. ¡Estaba avergonzado de los harapos que le cubrían!

Al fin sonaron los tres golpes. Sib tembló como si los hubiera recibido en la espalda.

Alzose el telón.

La duquesa de Kendalle estaba sola en escena; recitaba un monólogo. La decoración representaba una choza. Después la puerta del foro se abriría, entraría un niño que avanzaría hacia ella, tendiéndole la mano, y este niño sería el suyo.

Preciso es advertir que Hormiguita se había disgustado mucho en los ensayos al verse obligado a pedir limosna. Se recordará su orgullo nativo, su repugnancia cuando se le quería obligar a mendigar en provecho de la Ragged-School; y aunque Miss Anna le había dicho que esto era otra cosa, en su inocencia lo tomaba en serio, y acabó por creer que era verdaderamente el infortunado Sib.

Esperando el momento de la entrada, y mientras el director le tenía de la mano, miraba por las rendijas de la puerta. ¡Con qué desvanecimiento recorrieron sus ojos aquella inmensa sala, llena de gente y de luz, y con la enorme araña como un globo de fuego suspendido en el aire! ¡Era aquello muy diferente a lo que él había visto cuando asistía a las funciones desde el palco!

En aquel momento el director le dijo:

—¡Atención, Sib!

—Sí, señor.

—Sabes; vas derecho hasta tu mamá y cuidado con caer.

—Sí, señor.

—Y le tiendes la mano.

—Sí señor… ¿así? Y mostraba su mano cerrada.

—No… Eso es el puño… Tiendes la mano abierta, puesto que pides limosna.

—Sí, señor.

—Y sobre todo, no pronuncies una palabra… ¡ni una sola!

—Sí, señor.

La puerta de la choza se abrió y el director le empujó.

Hormiguita acababa de dar el primer paso en la carrera dramática. ¡Cómo le latía el corazón!

Un murmullo llegó de todos los lados de la sala; un murmullo de simpatía, mientras Sib, con la mano temblorosa, los ojos bajos y el paso incierto, avanzaba hacia la señora enlutada.

Se comprendía que tenía costumbre de vestir harapos; se le aplaudió, lo que le turbó más.

De repente, la duquesa se levanta, le mira, retrocede, y después le abre los brazos. ¡Qué grito se escapó de sus labios!… Uno de esos gritos conformes a las tradiciones que desgarran el pecho.

—¡Es él!… ¡Es él!… ¡Le conozco! ¡Es Sib!… ¡Mi hijo!

Y le atrae a sí, le oprime contra su corazón, le cubre de besos. Llora verdaderas lágrimas esta vez, y exclama:

—¡Mi hijo… mi hijo! ¡Este desdichado que me pide una limosna!…

Esto conmueve al pobre Sib, y aunque le han recomendado que no hable, dice:

—¿Su hijo, señora?…

—Cállate —murmuró en voz baja Miss Anna Waston.

Y continúa.

—El cielo me lo quitó para castigarme y hoy me lo devuelve.

Y entre estas frases, entrecortadas por los sollozos, devora a Sib a besos, le inunda de lágrimas. Nunca, nunca ha sido Hormiguita tan acariciado, tan oprimido contra un corazón palpitante. ¡Nunca se ha sentido tan maternalmente amado!

La duquesa se levanta como si le sorprendiera algún ruido.

—Sib —exclamó—, ¿no me abandonarás?

—No… señora Anna.

—Pero cállate —repitió ella a riesgo de ser oída en la sala.

La puerta de la choza se abre bruscamente. Dos hombres aparecen en el umbral. El uno es el marido; el otro, el magistrado que le acompaña para la información judicial.

—Coged a ese niño. Me pertenece.

—No. No es hijo suyo —responde la duquesa, estrechando a Sib.

—¡No es mi papá! —exclamó Hormiguita.

Los dedos de Miss Anna Waston le han oprimido tan vivamente el brazo que él no ha podido contener un grito. Después de todo, este grito no compromete la situación. Ahora es una madre la que le estrecha contra sí. No se lo arrancarán. La leona defiende a su cachorro.

Y, de hecho, el cachorro, que toma la escena en serio, sabrá resistir El duque ha llegado a apoderarse de él. Sib se escapa corriendo hacia la duquesa.

—¡Ah, señora Anna! —exclama—. ¿Por qué me ha dicho que no era mi mamá?

—¡Callarás, desgraciado! Quiero que calles —murmuró la actriz, mientras el duque y el juez quedan desconcertados ante estas réplicas no previstas.

—Sí, sí —responde Sib—, es mi mamá, ya se lo había dicho, señora Anna… mi verdadera mamá.

El público comienza a comprender que aquello no es de la obra. Se murmura, se ríe. Algunos espectadores aplauden por broma. Y debían llorar, pues era conmovedor ver a aquel pobre niño que creía haber encontrado a su madre en la duquesa de Kendalle.

Pero la situación era comprometida, pues por una u otra razón estallaban las risas en la escena en que debían correr las lágrimas.

Miss Anna comprendió el ridículo de aquella situación. Algunas palabras irónicas lanzadas por sus amistades llegaron a ella de entre bastidores. Perdida, aturdida, sintió un movimiento de rabia. Hubiera fulminado a aquel niño tonto, causa de todo el mal. Entonces las fuerzas la abandonaron y cayó desmayada en el escenario. El telón fue bajado mientras el público se entregaba a una risa desenfrenada.

Aquella misma noche, Miss Anna Waston, que había sido trasladada al George Royal Hotel, abandonó la ciudad en compañía de Elisa Corbett. Renunciaba a dar las funciones anunciadas para la semana. Rescindía su contrato y pagaría la indemnización. Jamás volvería a aparecer en el teatro de Limerick.

No se inquietaba por Hormiguita. Se desembarazaría de él como de un objeto que ya no gusta y cuya sola vista le hubiera sido odiosa. No hay cariño que valga ante el amor propio.

Hormiguita quedó solo, sin adivinar nada, pero comprendiendo que había debido de causar una gran desgracia. Erró toda la noche por las calles de Limerick a la aventura, y acabó por refugiarse en el fondo de una especie de vasto jardín, con construcciones esparcidas aquí y allá y losas sobre las que se veían cruces.

En medio se alzaba una enorme construcción, muy sombría por la parte que no estaba iluminada por la luz de la luna. Este jardín era el cementerio de Limerick, uno de esos cementerios ingleses llenos de árboles verdes, paseos enarenados y estanques, que son muy frecuentados. Las losas eran las tumbas; las construcciones, monumentos funerarios, y en medio, la catedral gótica de Santa María.

Allí encontró el niño un asilo y pasó la noche acostado en un escalón a la sombra de la iglesia, temblando al menor ruido, preguntándose si aquel hombre villano, el duque de Kendalle, no iría a buscarle. ¡Y la señora Anna que no estaría allí para defenderle!… ¡Oh! Le llevaría lejos… muy lejos… No volvería a ver a su mamá… y gruesas lágrimas nublaban sus ojos. Al llegar el día, le pareció a Hormiguita que alguien le llamaba. Un hombre y una mujer estaban junto a él. Un labrador y una labradora. Al cruzar el camino le habían visto. Iban a la administración de la diligencia que partiría para el sur del condado.

—¿Qué haces aquí, pequeño? —dijo el labrador.

El niño sollozaba, hasta el punto de no poder hablar.

—Veamos, ¿qué haces aquí? —repitió la mujer con voz más dulce. Hormiguita permanecía en silencio.

—¿Tu papá? —preguntó ella entonces.

—No tengo papá —respondió al fin el niño.

—¿Y mamá?

—Tampoco.

Y tendió sus brazos hacia la labradora.

Si el niño hubiera llevado buenas ropas, el labrador hubiera pensado que se trataba de un niño perdido y practicado las diligencias necesarias para devolvérselo a la familia; pero a juzgar por los harapos de Sib, no debía de ser más que uno de esos miserables que a nadie pertenecen.

—Ven, pues —concluyó el labrador.

Y levantándole, le puso en brazos de su mujer, diciendo con voz segura:

—Un colminillo más en la granja no pesará mucho, ¿no es verdad, Martina?

—No, Martin.

Y Martina enjugó con un beso las gruesas lágrimas de Hormiguita.

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