XI

PRIMA QUE GANAR

LA Hard quedó asombrada. Jamás se pretendía entrar en la choza. Además; ¿por qué llamar? No había más que levantar el pestillo.

Los niños se habían refugiado en un rincón, donde acababan de devorar la patata con glotonería, y con las mejillas hinchadas por los enormes bocados.

Llamaron de nuevo un poco más fuerte; pero este golpe no indicaba un visitante imperioso o impaciente. ¿Era un miserable, un mendigo del camino que venía a pedir una limosna? ¡Una limosna allí! Y sin embargo, aquel golpe parecía de un pobre.

La Hard se irguió, y afirmándose sobre sus piernas, hizo un gesto de amenaza a los niños. Podía ser un inspector de Donegal y no era preciso que Hormiguita y su compañera manifestasen su hambre.

Abriose la puerta y el cerdo huyó, lanzando un feroz gruñido.

En el umbral había un hombre. En vez de incomodarse, parecía más bien dispuesto a pedir excusas por su inoportunidad. Su saludo parecía dirigirse tanto al inmundo animal, como a la no menos inmunda dueña de la choza. ¿Por qué había de asombrarse de ver salir un cerdo de aquella porquera?

—¿Qué queréis? ¿Quién es usted? —preguntó bruscamente la Hard, impidiéndole la entrada.

—Soy un agente, buena señora —respondió el hombre.

¿Un agente?

Esta palabra la hizo retroceder. ¿Pertenecía este agente al Baby-farming, aunque las visitas fueron tan raras que jamás un inspector había ido a la aldea de Rindok? ¿Venía de la casa de caridad de Donegal, para inspeccionar a los niños enviados al campo? Quienquiera que fuese, desde que penetró en la choza, la Hard procuró aturdirle con su volubilidad.

—Perdón, caballero, perdón. ¡Llega en el momento en que me disponía a hacer la limpieza! ¡Vea cómo se portan estos niños! Acaban de devorar un gran plato de sopa de avena. La niña y el niño, se comprende, porque la otra está enferma, sí. Una fiebre que con nada se puede cortar. Iba a partir para Donegal en busca de un médico. ¡Pobrecillos! ¡Les quiero tanto!…

Y con su fisonomía salvaje y su feroz mirada, la Hard parecía una tigresa, que se esforzaba por ser gata.

—Señor inspector —siguió—; si la casa de caridad decidiese que se me entregara algún dinero para comprar medicinas… Sólo tenemos lo preciso para alimentarnos.

—Yo no soy un inspector, señora —respondió el hombre dulcemente.

—¿Quién es, pues? —preguntó ella con dureza.

—Un agente de seguros.

Era uno de esos corredores que crecen a través de los campos como los cardos en las tierras malas. Recorren las ciudades buscando asegurar la vida de los niños, en tales condiciones, que vale tanto como asegurar su muerte. Por algunos peniques al mes, el padre o la madre, ¡esto es horrible!, los parientes o tutores, las abominables criaturas como la Hard, tienen la seguridad de cobrar una prima de tres o cuatro libras a la muerte de aquellos seres. De aquí la tendencia al crimen, y un móvil tan poderoso que, por el aumento en una enorme proporción de la mortalidad infantil, ha podido llegar a ser un peligro nacional. A las abominables oficinas de esta clase, mister Day, presidente del Tribunal de Wiltshire, las ha tratado con justicia de escuelas de ignominia y de asesinato.

Después el sistema se ha mejorado por la ley de 1889, y no se extrañará que la creación de la «Sociedad nacional para la represión de los actos de crueldad con los niños» dé actualmente algunos buenos resultados.

¿Quién no se sorprenderá, quién no se afligirá, quién no se sonrojará de que a fines del siglo XIX haya sido preciso dictar semejante ley en una nación civilizada, una ley que obligue a los padres a alimentar a sus hijos, y que obligue a los tutores a cumplir las obligaciones que tienen con los menores que viven bajo su techo, y esto con penas cuyo máximo puede llegar hasta dos años de trabajos forzados?

Sí. Una ley para aquéllos a los que los solos instintos naturales deberían bastar.

Pero en la época en que esta historia comienza, la protección no se ejercía en provecho de los niños confiados por las casas de caridad a las matronas del campo.

El agente que acababa de presentarse en casa de la Hard era un hombre de cuarenta y cinco a cincuenta años, de cara hipócrita, modales persuasivos y palabra insinuante. Tipo de corredor que sólo busca el corretaje, para lograr el cual todos los medios son buenos. Afectar no ver nada del vergonzoso estado de las víctimas de la matrona, felicitarla, por el contrario, del cariño que ella testimoniaba: este procedimiento era el que usaba para hacer su negocio.

—Buena señora —repitió—. Si esto no la incomoda, ¿querría salir un instante?

—¿Tiene que hablarme? —preguntó la Hard recelosa siempre.

—Sí, buena señora; tengo que hablarle de esos niños y me reprocharía tratar delante de ellos de un asunto que podría causarles pena.

Los dos salieron, alejándose algunos pasos después de haber cerrado la puerta.

—Señora —dijo el agente—, tiene tres niños…

—Sí.

—¿Son suyos?

—No.

—¿Es pariente de ellos?

—No.

—¿Entonces, le han sido enviados por la casa de caridad de Donegal?

—Sí.

—Perfectamente, señora, y no han podido ser puestos en mejores manos. Sin embargo, a pesar de los cuidados más asiduos, sucede alguna vez que esos pequeños caen malos. ¡Es tan frágil la vida de un niño! Me ha parecido ver que una de las niñas…

—Hago lo que puedo, caballero —respondió la Hard, que consiguió que asomara una lágrima a sus ojos de loba—. Velo noche y día por esos niños. Me privo a menudo de alimento porque nada les falte. ¡Lo que la casa de caridad nos da es tan poca cosa…! Apenas tres libras, señor, tres libras por año.

—En efecto, es insuficiente, y preciso es un verdadero sacrificio de su parte para subvenir a las necesidades de esas criaturas. Decíamos que tiene actualmente dos niñas y un niño.

—Sí.

—¿Huérfanos sin duda?

—Es probable.

—La costumbre que tengo de visitar niños me permite calcular en cuatro y seis años la edad de las niñas, y en dos años y medio la del niño.

—¿Por qué todas esas preguntas?

—¿Por qué? Señora, va a saberlo.

La Hard le lanzó una torva mirada.

—Ciertamente —continuó él—, el aire es puro en este condado de Donegal. Las condiciones higiénicas son excelentes. Y sin embargo, esos niños son tan débiles que, a pesar de sus cuidados podría suceder… perdóneme si destrozo su corazón; podría suceder que perdiese a uno u otro de esos pequeños. Usted debe asegurarlos…

—¡Asegurarlos!

—Sí, en provecho de usted.

—¡En provecho mío! —exclamó la Hard, cuya mirada se animó.

—Sin gran trabajo lo comprenderá. En pagando a mi Compañía algunos peniques por mes, cobrará una prima de dos o tres libras si ellos mueren…

—¡Dos o tres libras! —repitió la Hard.

El agente explicó cómo su proposición podría ser admitida.

—Eso se hace generalmente, señora —dijo con tono melifluo—. Tenemos ya varios centenares de niños asegurados en las granjas de Donegal, y si nada puede consolar de la muerte de uno de esos pequeños seres a los que se ha rodeado de atenciones, al menos hay la compensación… bien pequeña, lo confieso, de cobrar algunas guineas en buen oro inglés, que nuestra Compañía es dichosa en ofrecer.

La Hard cogió la mano del agente.

—¿Y se cobra sin dificultad? —preguntó con voz bronca mirando en torno.

—Sin dificultades, señora. Desde que el médico ha certificado la muerte del niño, no hay más que ir a casa del representante de la Compañía en Donegal.

Después sacando un papel dijo:

—Tengo pólizas preparadas, y si consiente en poner su firma aquí abajo, estará menos inquieta por el porvenir. Y añado que en caso de que uno de sus niños muriese, lo que se ve a menudo, la prima podrá ayudarle a las necesidades de los otros. Lo que da la casa de caridad realmente es bien poco…

—¿Y qué me costará esto? —preguntó la Hard.

—Tres peniques por mes y por niño. O sea, nueve peniques.

—¿Asegurará también a la pequeña?

—Ciertamente, señora; ¡aunque me ha parecido muy enferma! Si sus cuidados no consiguen salvarla se le entregarán dos libras… ¿entiende?… ¡Dos libras! Y fíjese en que la obra de nuestra Compañía es moral, y tiende al bien de los niños… Tenemos interés en que vivan, puesto que su vida nos beneficia. ¡Quedamos desolados cuando sucumbe uno de ellos!…

¡No! No quedaban desolados aquellos aseguradores cuando la mortalidad no pasaba de cierto límite. Y ofreciendo asegurar a la moribunda, el agente tenía la certeza de hacer un buen negocio, como lo demuestra la siguiente respuesta de un director:

«Al día siguiente del entierro de un niño asegurado, hacemos más seguros que nunca».

Ésta era la verdad, como también lo era que algunos miserables no retrocedían ante el crimen para cobrar la prima; aunque los menos, apresurémonos a afirmarlo.

La conclusión es que estas Compañías y sus clientes deben ser vigilados muy de cerca. Pero en el fondo de una aldea semejante se estaba lejos de toda inspección. Así, el agente no temía entrar en relaciones con aquella odiosa Hard, aunque no dudase de qué actos era ella capaz.

—Vamos, señora —repitió con un tono aún más insinuante—, ¿no comprende su interés?

Ella dudaba en dar los nueve peniques, hasta con la perspectiva de cobrar muy pronto la prima de la niña muerta.

—¿Y esto costará? —volvió a preguntar como si hubiera esperado una baja.

—Tres peniques por mes y por niño; os lo repito. Total: nueve peniques.

—¡Nueve peniques!

Quiso regatear.

—Es inútil —replicó el agente—. Piense, señora, que, a pesar de sus cuidados, esa niña puede morir mañana… hoy, y que la Compañía tendrá que pagarle dos libras… Vamos… Firme… Créame… Firme.

Llevaba pluma y tinta. Una firma al final de la póliza y todo estaba concluido. Esta firma fue puesta, y de los diez chelines de su bolsillo, la Hard sacó nueve peniques que entregó al agente.

Después, al retirarse, añadió hipócritamente:

—Ahora, señora, aunque no tengo necesidad de recomendarle a esos queridos niños, lo hago sin embargo en nombre de nuestra Compañía que es su Providencia. Somos los representantes de Dios sobre la tierra, de Dios que devuelve centuplicada la limosna hecha a los desgraciados. Buenos días, señora, buenos días. El mes próximo vendré a recoger la pequeña suma, y espero encontrar a sus pensionistas en perfecta salud, hasta a esa niña a quien sus sacrificios acabarán por curar. No olvide que en nuestra vieja Inglaterra la vida humana tiene un gran valor, y que cada muerte es una pérdida para el capital social… ¡Hasta la vista, señora, hasta la vista!…

En efecto, en el Reino Unido se sabe exactamente lo que vale una existencia inglesa; ciento cincuenta y cinco libras, que es en lo que se estima el tipo en el que se mezcla la sangre de los sajones, de los normandos, de los cambrianos y de los pictos.

La Hard, inmóvil, dejó que el agente se alejara de la choza, de la que los niños no se habían atrevido a salir.

Hasta ahora sólo había pensado en las guineas que cada año le valía su existencia, y he aquí que su muerte le iba a producir otro tanto. ¿No dependía de ella no volver a pagar los nueve peniques que había entregado al agente?

Al entrar, ¡qué mirada lanzó la Hard sobre aquellos desventurados! La mirada del gavilán al pájaro acurrucado bajo la hierba. Parecía como si Hormiguita y Sissy lo hubiesen comprendido. Por instinto, retrocedieron como si las manos de aquel monstruo estuviesen dispuestas a estrangularles.

Convenía obrar con prudencia. Tres niños muertos, hubieran despertado sospechas. La Hard emplearía una pequeña parte de los ocho o nueve chelines que le quedaban en alimentarlos durante algún tiempo… Tres o cuatro semanas aún. ¡Oh, no más! Cuando volviera el agente recibiría los nueve peniques y la prima del seguro pagaría diez veces estos desembolsos indispensables. Ahora no pensaba en devolver los niños a la casa de caridad.

Cinco días después de la visita del agente, la niña murió sin que se hubiese llamado a un médico. Fue en la mañana del 5 de octubre. Habiendo ido la Hard a beber fuera abandonó a los niños, después de cerrar la puerta.

La respiración de la niña era estertórea. No se le podía dar más que un poco de agua para humedecer sus labios. Para suministrarle alguna medicina, preciso hubiera sido ir a Donegal y pagarla. La víctima no tenía ni fuerza para moverse. La abrasaba la fiebre. Sus ojos estaban como abiertos para ver por última vez y parecía decir:

—¿Por qué he nacido? ¿Por qué?

Sissy le humedecía dulcemente las sienes. Hormiguita, en un rincón, miraba como si mirase una caja que se va a abrir para dejar escapar un pájaro. A un gemido más doloroso que contrajo la boca de la niña:

—¿Es que va a morir? —preguntó tal vez sin darse cuenta de esta palabra.

—Sí —respondió Sissy— e irá al cielo.

—¿No se puede ir al cielo sin morir?

—No… no se puede.

Algunos instantes después, un movimiento convulsivo agitó a aquella débil criatura cuya vida no conservaba más que un soplo. Sus ojos se volvieron y su alma infantil se exhaló en un último suspiro.

Sissy cayó de rodillas. Hormiguita, imitando a su compañera, se arrodilló ante aquel cuerpo que no se movía.

Cuando la Hard volvió una hora más tarde se puso a lanzar gritos. Después, volviendo a salir:

—¡Muerta! ¡Muerta! —gritaba, recorriendo la aldea a la que quería tomar por testigo de su dolor.

Apenas si algunos vecinos le hicieron caso. ¿Qué les importaba a aquellos míseros que hubiese un desdichado menos? ¿No había ya bastantes sobre la tierra? ¡Éste es grano que no faltará jamás!

Representando aquella comedia, la Hard sólo pensaba en sus intereses, y en no comprometer su fortuna.

Primeramente era preciso correr a Donegal y reclamar la presencia del médico de la Compañía.

Si no se le había llamado para curar a la niña, se le llamaría para que certificase su muerte. Formalidad indispensable para el pago del seguro.

La Hard partió aquel mismo día, confiando la muerta a los dos niños. Abandonó Rindok hacia las dos de la tarde y como había que andar seis millas de ida y seis de vuelta, no estaría de regreso antes de las ocho o las nueve de la noche.

Sissy y Hormiguita quedaron encerrados en la choza. El niño, inmóvil cerca del hogar, apenas osaba moverse. Sissy prestaba a la niña cuidados que quizás nunca había recibido. Lavole la cara, peinole los cabellos, le quitó su androjosa camisa reemplazándola por una servilleta que se secaba en un clavo. Aquel cadáver no tendría otro sudario, como no tendría por tumba más que el agujero en que se lo arrojase.

Acabada su tarea, Sissy besó a la niña en las mejillas. Hormiguita quiso hacer lo mismo, pero se espantó.

—Ven… ven —dijo a Sissy.

—¿Dónde?

—Fuera… ven, ven.

Sissy rehusó. No quería abandonar a la muerta; además la puerta estaba cerrada.

—Ven… ven… —repetía el niño.

—¡No! ¡Es preciso quedarse!

—¡Está fría!… Y yo también tengo frío… tengo frío. Ven, Sissy, ven o nos llevará con ella, allá abajo donde está.

El niño era presa del terror. Tenía el presentimiento de que moriría así. La noche llegaba. Sissy encendió la luz y la colocó cerca del lecho.

Hormiguita sintió aún más espanto cuando la luz hizo temblar los objetos en torno a él. Él quería a Sissy, la quería como a una hermana mayor. Las únicas caricias que había recibido eran las de ella… pero ya no podía permanecer allí. No podía.

Y valiéndose de sus manos, llegó a cavar la tierra de un lado de la puerta, a quitar las piedras que soportaban el montante, y a hacer un agujero bastante ancho para poder salir.

—Ven… ven… —dijo por última vez.

—No —respondió Sissy—. No quiero. Ella quedaría sola. No quiero.

Hormiguita se arrojó a su cuello, y la abrazó. Después, pasando por el agujero, desapareció dejando a Sissy junto a la muerta.

Algunos días después, encontrado en el campo, cayó en manos de Thornpipe y ya se sabe lo demás.

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