EL REGRESO
EN la actualidad Hormiguita era dichoso, y no imaginaba que fuese posible serlo más. Dedicado al presente, para nada pensaba en el porvenir. ¿Acaso el porvenir es otra cosa que un presente que se renueva todos los días?
La memoria, es cierto, le recordaba algunas veces las imágenes del pasado. Pensaba a menudo en aquella niña que vivía con él en casa de la miserable mujer. Sissy tendría entonces cerca de once años. ¿Qué sería de ella? ¿La había librado la muerte de sus tormentos como a la otra niña? Hormiguita pensaba que algún día la encontraría. ¡Le debía tanto reconocimiento por sus afectuosos cuidados! Era una hermana que deseaba volver a ver.
Después, existía Grip, el valiente Grip, al que confundía con Sissy en el mismo sentimiento de gratitud. Seis meses habían transcurrido desde el incendio de la Ragged-School de Galway, seis meses durante los cuales Hormiguita había sido el juguete de azares tan diversos. ¿Qué sería de Grip? Él no podía estar muerto.
Así razonaba Hormiguita hablando del asunto con los de la granja que se interesaban por la suerte de los amigos del niño. Martin MacCarthy había procurado informarse, pero no se olvide que respecto a Sissy no había resultado nada, puesto que la niña había desaparecido de la aldea de Rindok.
Por lo que se refiere a Grip, se había recibido una respuesta de Galway. El pobre mozo apenas curado de su herida, no teniendo empleo, había abandonado la ciudad, y sin duda vagaba de pueblo en pueblo, a fin de procurarse trabajo. ¡Gran disgusto causaba a Hormiguita sentirse tan dichoso mientras probablemente Grip no lo era! Martin lo hubiera empleado en su granja y Grip trabajaría con ardor. Pero se ignoraba su paradero. ¿Volverían a verse los dos pensionistas de la escuela? ¿Por qué no conservar la esperanza?
En Kerwan, la familia MacCarthy llevaba una existencia laboriosa y metódica. Las granjas más cercanas estaban a una distancia de dos o tres millas. Entre los arrendatarios de aquellos distritos poco frecuentados de la baja Irlanda no hay relaciones de vecindad. Tralée, la capital del condado, se encontraba a unas doce millas, y Martin y Murdock sólo iban a ella cuando los negocios les obligaban, los días de mercado. La granja dependía de la parroquia de Silton, situado a cinco millas, un pueblo de unas cuarenta casas, con cien habitantes. El domingo se enganchaba la calesa para llevar a misa a las mujeres, y los hombres iban a pie. Casi siempre la abuela quedaba en la casa con permiso del cura, atendiendo a su edad, a menos que se tratase de las fiestas de Navidad, la Pascua o la Asunción.
¿Y con qué ropa se presentaba Hormiguita en la iglesia de Silton? No era ya el niño andrajoso que se arrastraba por la catedral de Galway y se ocultaba tras los pilares. No temía ser echado, y no temblaba ante el levitón severo, el largo chaleco y el palo que constituyen el atrezo del pertiguero de la parroquia. No. Tenía su sitio en el banco, cerca de Martina y de Kitty; escuchaba los cantos sagrados, respondía con dulce voz y seguía el oficio en un libro con estampas que la abuela le había regalado. Era un mozo que se podía mostrar con orgullo, vestido decorosamente y siempre limpio, en lo que ponía gran cuidado.
Acabada la misa, subían al coche y regresaban a Kerwan.
Aquel invierno nevaba copiosamente. Todos tenían los ojos rojos por el frío y el semblante desencajado. De la barba de Martin y de sus hijos pendían cristales de hielo, lo que las hacía parecer de plata.
Verdad es que un buen fuego de raíces y césped, que la abuela había preparado, llameaba en el fondo del hogar. Calentábanse, se sentaban a la mesa, en la que humeaba algún pedazo de manteca con coles, de intenso olor, entre un plato de patatas con su piel rojiza, y una tortilla para la que los huevos habían sido cuidadosamente buscados según su número de orden.
Después pasábase el día leyendo o hablando, cuando el tiempo no permitía salir. Hormiguita, serio y atento, aprovechaba cuanto oía.
La estación avanzaba. Febrero fue muy frío, y marzo muy lluvioso. Se aproximaba la época en que debían comenzar las labores del campo. El invierno no había sido muy riguroso y no parecía que se prolongase. Las siembras se harían en buenas condiciones. Los colonos podrían responder a las exigencias de los propietarios para las próximas Pascuas sin exponerse a esas funestas evicciones de las que tantos distritos son teatro cuando la cosecha falta, y que despueblan parroquias enteras [4] .
Sin embargo, había un punto negro en el horizonte de la granja. Dos años antes el hijo segundo, Pat, había partido a bordo del buque mercante Guardián, perteneciente a la casa Marcuard de Liverpool. Habían llegado dos cartas de él, después de su paso a través de los mares del Sur. La última había llegado hacía nueve o diez meses, y desde entonces las noticias faltaban en absoluto. Claro es que Martin había escrito a Liverpool; pero la respuesta no fue satisfactoria. Nada se sabía ni por los correos ni por los corresponsales marítimos, y la casa Marcuard no ocultaba su inquietud sobre la suerte del Guardián.
Síguese de aquí que Pat era el objeto principal de las conversaciones en la granja, y Hormiguita comprendía el disgusto que la falta de noticias debía causar a la familia. Así pues, no es de extrañar la impaciencia con la que se aguardaba la llegada del correo. Nuestro héroe le esperaba en el camino que pone esta parte del condado en comunicación con la capital. Desde muy lejos reconocía el color de sangre de toro del carruaje, y corría a todo correr, no como esos chicuelos en busca de algunos coppers, sino a fin de saber si había alguna carta dirigida a Martin MacCarthy.
El servicio de correos está bien establecido hasta en los más apartados sitios de los condados de Irlanda. El coche se detenía en todas las puertas para entregar o recibir las cartas. En los muros se encuentran buzones señalados por una placa roja, y hasta sacos suspendidos de las ramas de los árboles que el correo cogía al pasar.
Por desgracia, a la granja no llegaba ninguna carta ni de Pat ni de la casa Marcuard. Desde la última vez en que el Guardián había sido visto a lo largo de Australia, no se tenían noticias de él.
La abuela estaba muy afligida. Pat había sido siempre su nieto predilecto. Hablaba de él sin cesar. Ya muy vieja ¿le vería antes de morir? Hormiguita procuraba consolarla.
—Él volverá —decía—. Yo no le conozco y es preciso que le conozca puesto que es de la familia.
—Y te querrá como nosotros te queremos —respondía ella.
—¡Qué hermoso es el oficio de marino, abuela! ¡Qué lástima que sea preciso alejarse por tanto tiempo! ¿No podría embarcarse con toda la familia?
—No, hijo mío, y la marcha de Pat me ha causado inmenso dolor. ¡Qué felices son los que jamás tienen que separarse! ¡Nuestro hijo hubiera podido permanecer en la granja, y trabajar en ella, y no estaríamos devorados por la inquietud! ¡No ha querido!… ¡Dios nos lo devuelva! ¡No te olvides de rogar por él!
—No, abuela, no lo olvido… por él y por todos vosotros.
Las labores empezaron desde los primeros días de abril. Gran trabajo, pues la tierra está aún dura y hay que ararla, apisonarla para igualarla y pasarle el rastrillo. Fue preciso hacer venir algunos trabajadores de fuera, pues Martin y sus hijos hubieran sido insuficientes para este trabajo. En efecto: los momentos son preciosos cuando se ha tenido que esperar a la primavera para sembrar. Y además que también había legumbres y en lo que concierne a las patatas hay que buscar aquellas cuyos ojos pueden asegurar una buena recolección.
Al mismo tiempo los animales iban a salir del establo. A los cerdos se les dejaba vagar por el patio y por el camino. Las vacas que se llevaban a las praderas no exigían una gran vigilancia. Se las llevaba por la mañana y se las volvía por la noche. Esto estaba al cuidado de las mujeres. Pero había que guardar carneros, que se alimentaban con paja, con berzas y nabos durante el invierno, y conducirlos al prado, tan pronto a uno como a otro; y parecía que Hormiguita era el indicado para ser el pastor de este ganado.
Ya se sabe que Martin MacCarthy sólo poseía un centenar de carneros, de esa magnífica raza escocesa de larga lana más bien gris que blanca, con el hocico negro y las patas del mismo color. Así, la primera vez que Hormiguita los dirigió hacia el prado, a una media milla de la granja, sintió cierto orgullo de ejercer sus nuevas funciones. Aquella tropa que desfilaba a sus órdenes, su perro Birk que hacía avanzar a los rezagados, algunos moruecos que marchaban en cabeza, los corderos que se apretaban contra sus madres, ¡qué responsabilidad si se perdiese alguno! ¡Si los lobos andaban por los alrededores! No. Con Birk y su cuchillo al cinto, nuestro héroe no temía a los lobos.
Partía de mañana con un huevo duro, una libreta y un pedazo de manteca en el fondo del zurrón para comer al medio día, esperando la cena. Al salir del establo contaba los carneros, y al volver hacía la misma operación, como con las cabras, que vigilaba también, y que los perros de los pastores dejaban en libertad de ir y venir.
Durante los primeros días, apenas amanecía, ya Hormiguita subía el camino tras su rebaño. Algunas estrellas brillaban aún.
Las veía ocultarse como si el viento las echase. Después los rayos del sol temblaban, haciendo resplandecer los guijarros y las gavillas. Miraba a través de la campiña. Generalmente, en el campo vecino Martin y Murdock dirigían el arado, que dejaba un surco derecho y negruzco tras ellos. En otro, Sim arrojaba con metódico movimiento la semilla, que el rastrillo cubría pronto de una ligera capa de tierra.
Hormiguita, aunque muy niño, mostraba más predilección por el lado práctico que por el lado curioso de las cosas. No se preguntaba cómo de un simple grano podía salir una espiga; pero sí cuántas espigas darían los granos de trigo, de centeno, cebada o de avena. Y se prometía contarlos cuando viniese la recolección, como contaba los huevos del corral, y a anotar el resultado de sus cálculos. Tal era su naturaleza. Más bien que admirarlas, contaba las estrellas.
Por ejemplo, acogía con alegría la aparición del sol, menos por la luz que por el calor que esparce. Se dice que los elefantes de la India saludan al astro del día cuando se eleva en el horizonte, y Hormiguita los imitaba, asombrándose de que sus carneros no dejasen oír un largo balido en señal de reconocimiento. ¿No es él el que disipa las nubes? ¿Por qué, pues, al mediodía, en vez de mirarlo frente a frente, aquellos animales se apretaban los unos contra los otros, con la cabeza baja, de tal modo que no se les veía más que el tronco? ¡Decididamente, los carneros son ingratos!
Era raro que Hormiguita no estuviese solo en los prados durante la mayor parte del día. Algunas veces, sin embargo, Murdock o Sim se detenían en el camino, no para vigilar al pastor, pues podían confiar en él, sino por el gusto de cambiar algunas palabras.
—¿Eh? —le decían—. ¿Está bien el rebaño? ¿Es espesa la hierba?
—Muy espesa, señor Murdock.
—¿Y tus carneros, son buenos?
—Muy buenos, Sim. Pregunte a Birk. Jamás tiene que morderlos.
Birk, un perro, si no hermoso, inteligente y muy animoso, había llegado a ser el fiel compañero de Hormiguita. Es cierto que hablaban durante muchas horas, diciéndose cosas que les interesaban. Cuando el niño le miraba a los ojos y le hablaba, Birk, cuyo largo hocico temblaba, parecía aspirar estas palabras, y movía la cola. Eran dos buenos amigos, aproximadamente de la misma edad, y que se entendían a maravilla. Con el mes de mayo el campo se cubrió de verde. Los forrajes formaban ya una cabellera en los prados. Los campos sembrados no tenían aún más que muchas hierbas, pálidas como los primeros cabellos que aparecen en la cabeza de un niño. Hormiguita sentía deseos de tirar de ellas para que crecieran. Y un día que Martin fue a buscarle le comunicó su famosa idea.
—Eh, niño —respondió el labrador—, es que si se tira de los cabellos ¿crees tú que crecen más pronto? ¡No! Eso estaría mal.
—Entonces, ¿no es preciso?
—No, no es preciso hacer mal a nadie, ni a las plantas; deja que llegue el verano, deja obrar a la naturaleza, y todas esas hierbecillas formarán grandes espigas y se las cortará para tener grano y paja.
—¿Cree que la cosecha será buena este año?
—Sí, todo lo anuncia así. El invierno no ha sido muy crudo, y en la primavera hemos tenido más días de sol que de lluvia. Quiera Dios que esto continúe durante tres meses y la cosecha pagará con largueza los tributos y el arriendo.
Sin embargo, había enemigos con los que era preciso contar.
Eran los pájaros voraces que pululan en el campo irlandés.
Pase por lo que se refiere a esas golondrinas que sólo se alimentan de insectos durante su estancia de algunos meses; pero los gorriones, atrevidos y golosos, verdaderos ratones del aire, que atacan los granos, y sobre todo los cuervos, son intolerables, ¡qué males causan a las cosechas!
¡Ah, cómo hacían rabiar a Hormiguita aquellos abominables pájaros! ¡Cómo parecían burlarse de él! Cuando conducía los carneros a través de los prados hacía levantar las bandadas negruzcas, que lanzaban gritos agudos y volaban con las patas pendientes. El niño las perseguía azuzando al perro, que ladraba. ¿Qué hacer contra ellos? Ellos esperan hasta a diez pasos… Después… ¡Krroa!… ¡Krroa!, y la nube deja aquel sitio.
Lo que más incomodaba a Hormiguita era que los espantapájaros colocados en mitad del trigo o de la avena no servían de nada.
Sim había construido maniquíes de terrible aspecto, con los brazos extendidos y los cuerpos vestidos de andrajos que se agitaban al viento. Los niños hubieran tenido miedo ciertamente; los cuervos, no. Tal vez convenía inventar una máquina más espantosa y menos taciturna. Fue una idea que tuvo nuestro héroe después de largas meditaciones.
El maniquí mueve los brazos cuando el viento es muy fuerte, pero no grita: era preciso hacerle gritar.
La idea era excelente, y Sim no tuvo más que colocar en la cabeza del aparato una carraca, a la que el viento hacía girar con ruido.
¡Bah! Si los señores cuervos se mostraron, si no inquietos, asombrados al menos, en los dos primeros días, al tercero no se inquietaron, y Hormiguita, fastidiado, los vio posarse tranquilamente sobre el maniquí, cuya carraca no podía luchar con sus graznidos.
—Decididamente —pensó—, todo no es perfecto en este mundo.
Aparte de esto, las cosas marchaban bien en la granja. Hormiguita era todo lo dichoso que es posible ser. Durante las largas veladas de invierno, había hecho progresos en la escritura y en el cálculo. Y ahora, al final del día, ponía en orden su contabilidad. Ésta comprendía los huevos de las gallinas, los polluelos del corral inscritos con la fecha de su nacimiento, y clasificados según su especie. Llevaba cuenta hasta de los lechones y conejos que forman numerosas familias en Irlanda. No era éste pequeño trabajo para el niño, y testimoniaba el espíritu ordenado que le animaba. Todas las noches Martin le entregaba el guijarro consabido, que él guardaba en su olla, guijarros que tenían a sus ojos tanto valor como chelines. Después de todo, la moneda es convencional. Además, la olla contenía también la hermosa guinea de oro que le había valido su salida al teatro de Limerick, y de la que no se sabía por qué no había hablado en la granja. Pero sin tener en qué emplearla, puesto que nada le faltaba, él le atribuía un precio menor que a sus piedras, las cuales atestiguaban su celo y su perfecta conducta.
Habiendo sido favorable la estación, se hicieron los preparativos para los trabajos de la siega del heno en la última semana de julio. Buena apariencia de cosecha. Todo el personal de la granja se puso a la obra. Cincuenta acres que segar; tal fue la faena de Murdock y Sim, y de dos trabajadores forasteros. Las mujeres les ayudaban, extendiendo el forraje fresco para que se secara antes de guardarlo en el interior de la granja. En un clima tan lluvioso, se comprende que no hay día que perder, y si el tiempo es bueno, hay que aprovecharlo. Quizás Hormiguita descuidó algo su rebaño durante una semana deseoso de ayudar a Martina y a Kitty. Trabajó con gran ardor.
Así transcurrió aquel año, uno de los más felices de Martin en la granja de Kerwan. Si se hubiesen tenido noticias de Pat, la satisfacción hubiera sido completa. Parecía que Hormiguita había traído la dicha. Cuando el recaudador de tributos y el de arriendo se presentaron, fueron pagados íntegramente. Al invierno sin grandes fríos y muy lluvioso, sucedió una precoz primavera que justificó las esperanzas que los labradores habían concebido.
Volviose a la vida de los campos. Volvió Hormiguita a sus largas jornadas con Birk y sus carneros. Vio reverdecer la huerta, y oyó el ligero ruido que hacen el trigo, el centeno y la avena cuando la espiga comienza a formarse… Y después se hablaba de otra cosecha esperada con impaciencia, y que hacía sonreír a la abuela. ¡Sí! No pasarían tres meses sin que la familia MacCarthy hubiese aumentado con un nuevo miembro, del que Kitty se preparaba a hacerle regalo.
Durante la siega de agosto, y en lo más fuerte del trabajo, uno de los trabajadores cayó enfermo de fiebre y no pudo continuar su faena. Para reemplazarle, era menester dirigirse a algún trabajador en paro si se encontraba aún. Lo malo era que Martin tenía que perder medio día en ir a la parroquia de Silton. Así pues, cuando Hormiguita se ofreció a ir, aceptó el ofrecimiento con gusto.
Podía fiarse de él para llevar un recado y ponerlo en conocimiento del destinatario. Cinco millas por un camino que conocía, puesto que todos los domingos lo andaba, no era cosa para preocuparle. Y hasta se proponía ir a pie, pues los caballos y el asno estaban ocupados en el acarreo del forraje. Saliendo de la granja al amanecer, se prometía estar de vuelta antes del mediodía.
Hormiguita partió al alba con paso decidido, llevando en el bolsillo la carta del labrador que debía entregar al posadero de Silton, y en su zurrón algo que comer en el camino.
El tiempo era hermoso, refrescado por una ligera brisa del este, y el niño anduvo alegremente las tres primeras millas.
No había nadie ni en el camino, ni el interior de las casas abandonadas. Todo el mundo estaba trabajando en el campo, A lo lejos, la campiña se mostraba cubierta de haces que no tardarían en ser llevados a las granjas.
En cierto sitio, el camino se encuentra con un bosque espeso que aquél rodea, alargándose en una milla por lo menos. Hormiguita pensó que lo mejor, a fin de ganar tiempo, era atajar atravesando el bosque, y penetró en él no sin experimentar ese miedo natural que el bosque inspira a los niños, el bosque donde hay ladrones, lobos y donde pasan todas las historias que se cuentan durante las veladas. Verdad que en lo que se refiere al lobo, Paddy ruega a los santos para que le conserven su buena salud, y le llama su padrino.
Apenas había andado el niño unos cien pasos por un estrecho sendero cuando se detuvo al ver a un hombre tendido al pie de un árbol.
¿Era un viajero que había caído en aquel lugar, o sencillamente un transeúnte que descansaba antes de volver a ponerse en camino?
Hormiguita le miraba inmóvil, y como el hombre no se movía, avanzó.
El hombre dormía con un sueño profundo, los brazos cruzados y el sombrero sobre los ojos. Parecía joven; veinticinco años lo más. En sus botas llenas de tierra, en sus polvorientas ropas, se notaban las huellas de una larga jornada, en la que había subido el camino de Tralée.
Pero lo que sobre todo atrajo la atención de Hormiguita fue que el viajero debía de ser marino… ¡Sí! A juzgar por su traje y por su equipaje, contenido en un saco de tela alquitranada. Sobre este saco tenía unas señas que nuestro héroe pudo leer cuando se aproximó:
—¡Pat! —exclamó—. ¡Es Pat!
¡Sí, Pat! Le hubiera reconocido solo por su parecido con sus hermanos. Pat, del que no se tenían noticias desde hacia tanto tiempo. Pat, cuyo regreso él esperaba con tanta impaciencia. Hormiguita estuvo a punto de llamarle, de despertarle. Se detuvo. La reflexión le hizo comprender que si Pat reapareciera en la granja sin que la familia estuviera preparada para recibirle, la emoción podía perjudicar a su madre y a la abuela. No. Mejor era prevenir a Martin. Él arreglaría las cosas con dulzura. Prepararía a las mujeres para la llegada de su hijo y nieto. En cuanto al recado para el posadero de Silton… y bien, se haría al día siguiente. Y además, ¿no valdría Pat tanto como otro para el trabajo? El joven marino estaba fatigado; había, en efecto, abandonado Tralée a medianoche, después de haber ido hasta allí en ferrocarril. De aquí que al ponerse en pie tuviera prisa por llegar a la granja. Lo esencial era precederle, a fin de que su padre y sus hermanos, advertidos a tiempo, pudieran llegar antes que él.
Era, en verdad, inútil dejarle su equipaje durante las tres últimas millas de camino. ¿Por qué Hormiguita no se encargaba de él? ¿No era fuerte para soportarlo en sus hombros? Además, ¡tendría tanto gusto en cargar con el saco de un marino!… ¡Un saco que había navegado!
Lo cogió por la cuerda, y tras sujetarlo sobre los hombros, se lanzó en dirección a la granja.
Una vez fuera del bosque, sólo tenía que seguir el camino que iba derecho durante una media milla.
No había dado quinientos pasos en esta dirección cuando oyó gritos detrás. No quiso ni parar, ni contener su marcha; al contrario, la apresuró.
Pero el que gritaba también corría.
Era Pat.
Al despertar no había encontrado su saco. Furioso, había salido del bosque y había visto al niño al volver el camino.
—¡Eh, ladrón! ¿Te pararás?
Se comprende que Hormiguita no escuchaba. Corría más. Pero con el peso del saco no era dudoso que sería alcanzado por el marino que debía tener piernas de gaviero.
—¡Ah, ladrón! ¡No te escaparás!
Entonces, sintiendo que Pat no distaba de él más que doscientos pasos, Hormiguita dejó caer el saco y se puso a correr con más libertad.
Pat cogió el saco y siguió persiguiendo al niño.
La granja apareció en el momento en que Pat, logrando alcanzar al niño, le tenía cogido por la ropa.
Martin y sus hijos estaban en el patio ocupados en descargar el forraje ¡Qué grito se escapó de su garganta!
—¡Pat! ¡Hijo mío!
—¡Hermano! ¡Hermano!
Y he aquí a Martina y Kitty, he aquí a la abuela, que corren para estrechar a Pat entre sus brazos.
Hormiguita estaba allí con los ojos resplandecientes de alegría, preguntándose si no habría una caricia para él.
—¡Ah, mi ladrón! —exclamó Pat.
Todo se explicó en algunas palabras, y Hormiguita, lanzándose hacia Pat, se colgó de su cuello, como si se lanzase al árbol de un navío.