XIII

DOBLE BAUTISMO

¡QUÉ alegría en casa de los MacCarthy! ¡Pat de vuelta; el joven marino en la granja de Kerwan; la familia completa; los tres hermanos reunidos a la misma mesa; la abuela con su nieto, Martin y Martina con todos sus hijos!

Además, el año se anunciaba bien. La recolección de forraje era abundante; la cosecha no lo sería menos. Y las patatas, las santas patatas, hinchaban el surco con sus tubérculos amarillentos o rojizos. Esto era el pan. No hay más que asarlas en la ceniza caliente y esto bastará en los hogares modestos.

Martina preguntó a Pat primeramente.

—¿Y vienes por todo un año, hijo mío?

—No, madre; por seis semanas solamente. No pienso abandonar mi oficio, que es muy bueno. Dentro de seis semanas es preciso que vuelva a Liverpool, donde de nuevo me embarcaré en el Guardián.

—¡Seis semanas! —murmuró la abuela.

—Sí; pero en calidad de contramaestre esta vez; y ser contramaestre a bordo de un gran navío, ya es ser algo.

—Bien, Pat, bien —dijo Murdock, estrechando afectuosamente la mano del marino.

—Hasta el día de mi marcha —dijo éste—, si tenéis necesidad de dos brazos fuertes en la granja, los míos están a vuestro servicio.

—Lo aceptamos —respondió Martin.

Pat conocía entonces a su cuñada, porque el matrimonio de su hermano había sido posterior a su embarque. Estaba encantado de encontrar en ella una tan excelente mujer, digna de Murdock, y creyó deber suyo darle las gracias por el sobrino que iba a darle, a menos que fuese una sobrina, antes de que él volviese a bordo. El ser tío le producía una gran alegría y abrazaba a Kitty como a una hermana que encontraba al volver de su viaje.

No se dudará de que Hormiguita no era insensible a aquellos esparcimientos, y con todo su corazón se asociaba a ellos permaneciendo en un rincón de la sala. Llegó su turno. Además ¿acaso no era de la familia? Contaron a Pat su historia: el valiente joven pareció muy conmovido. Desde ese instante los dos fueron grandes amigos.

—Y yo —decía el marino— ¡yo que le había tomado por un ladrón al verle con mi saco! Verdaderamente se ha librado de algunos pescozones.

—No, sus pescozones no me hubieran hecho daño, porque nada le había robado.

Y hablando así miraba a este vigoroso joven, bien plantado, con su aire resuelto, sus francas maneras y su cara tostada por el sol y la brisa. Un marino; esto le parecía un personaje de importancia, un ser distinto de los demás, un caballero que iba sobre el agua. Como se comprende, Pat fue el preferido de la abuela, que le tenía cogido por la mano como para impedir que les abandonase demasiado pronto.

Durante la primera hora no hay que decir que Pat había contado su historia, y explicado la razón por la que había estado tanto tiempo sin dar noticias suyas; tanto tiempo que llegaron a creerle perdido. Poco había faltado para que no volviese más al país. El Guardián había naufragado en uno de los islotes del mar de las Indias, en los parajes del Sur.

Allí, durante trece meses, sólo tuvieron por refugio una isla desierta, situada lejos de toda ruta marítima, sin ninguna comunicación con el resto del mundo. En fin a fuerza de trabajo se pudo poner a flote el Guardián. Todo se salvó: navío y cargamento. Y Pat se había distinguido tanto por su celo y su ánimo, que, propuesto por el capitán, la casa Marcuard de Liverpool acababa de reengancharle en calidad de contramaestre para una próxima navegación por el Pacífico. Las cosas estaban, pues, en buen camino.

Desde el siguiente día, el personal de Kerwan volvió al trabajo, y se demostró que el trabajador enfermo iba a ser bien reemplazado.

Llegó septiembre. La cosecha estaba a punto. Si, como de costumbre, el rendimiento del trigo fue bastante mediano, al menos el centeno, la cebada y la avena produjeron una abundante recolección. El cobrador podía presentarse antes de diciembre, si tenía prisa. Se le pagaría en buen dinero y quedarían reservas para el invierno. Verdad es que Martin no ahorraba: vivía de su trabajo, que aseguraba el presente, pero no el porvenir. ¡Ah, el porvenir de los labradores de Irlanda siempre a merced de los caprichos del clima! Ésta era la preocupación constante de Murdock. Así, su odio no cesaba de acrecentarse contra tal estado social, que acabaría con la abolición del landlordismo, y la entrega del suelo a los labradores.

—Es preciso tener confianza —le repetía Kitty.

Y Murdock la miraba sin responder.

En aquel mes, el día 9, sucedió el acontecimiento tan impacientemente esperado y que puso en fiesta la granja de Kerwan. Kitty dio a luz una niña. ¡Qué alegría para todos! Recibiose la recién nacida como a un ángel que hubiera entrado por la ventana batiendo las alas. La abuela y Martina se la arrebataban una a otra. Murdock corrió a besarla. Sus dos hermanos quedaron inmóviles ante el bebé con adoración. ¿No era el primer fruto que daba aquella rama del árbol de la familia, la rama Kitty/Murdock? La joven madre fue felicitada, rodeada de cuidados. Tiernas lágrimas corrieron. Hubiérase dicho que la casa estaba vacía antes del nacimiento de aquel pequeño ser.

En cuanto a Hormiguita, jamás tuvo emoción igual a la que sintió cuando se le permitió dar un beso al recién nacido.

No hay duda de que aquel suceso debía dar ocasión a una fiesta tan pronto como el estado de Kitty lo permitiera. Y esto no tardaría. Por lo demás, el programa era muy sencillo. Después de la ceremonia del bautismo en la iglesia de Silton, el cura y algunos amigos de Martin, una media docena de labradores del contorno que no dudarían en andar dos o tres millas, se reunirían en la granja. Un abundante y suculento almuerzo les esperaba. Aquella gente estaría muy gustosa de asociarse a las alegrías de aquella honrada familia en un cordial banquete. La dicha mayor era que Pat sería de la fiesta, puesto que su partida a Liverpool no debía efectuarse hasta últimos de septiembre. Decididamente, la diosa Lucina, patrona de los nacimientos, había arreglado bien las cosas, y se hubiera quemado un hermoso ciervo en holocausto a la misma a no ser de origen pagano.

Había que decidir una cuestión primero: ¿qué nombre se le pondría a la niña? La abuela propuso el de Jenny y no hubo ninguna dificultad, como tampoco para decidir quién había de ser la madrina. Se eligió a la abuela. Se tenía la seguridad de que sería proporcionarle un gran placer, y todos estuvieron conformes con la elección. Es verdad que cuatro generaciones separaban a la bisabuela de la biznieta, y es preferible sin duda que la niña pueda contar con su madrina, al menos durante su infancia. Pero en este caso había una cuestión de sentimiento que debía tenerse en cuenta antes que nada: era como dar a aquella anciana una nueva maternidad, y por sus ojos corrieron lágrimas de ternura cuando se le hizo la proposición con cierta solemnidad.

¿Y el padrino? ¡Ah! Aquello no se decidió tan pronto. ¿Un extraño? No había que pensar en ello, puesto que había en la casa dos hermanos; es decir dos tíos, Pat y Sim, que reclamaban tal honor. Sin embargo, designar al uno sería desairar al otro. Sin duda Pat, mayor que Sim, podía valerse de esto, pero era un marino destinado a pasar en el mar la mayor parte de su existencia. ¿Cómo había de serle posible velar por su ahijada? Comprendiolo él así y se quedó solo Sim.

Pero la abuela tuvo una idea que en el primer momento no dejó de causar sorpresa. Ella tenía el derecho de indicar un compadrino de su gusto… Y… designó a Hormiguita.

¿Cómo? ¿Aquel niño encontrado, cuya familia nunca se había conocido?…

¿Era esto admisible? Sin duda se sabía que era inteligente, laborioso, devoto a aquella familia; querido, estimado por todos en la granja… Pero… ¡Hormiguita!… Y además no contaba aún más que siete años y medio, corta edad para un padrino.

—¿Qué importa? —dijo la abuela—. Tiene de menos lo que yo demás. Así se compensarán los años.

En efecto, si el padrino no tenía ocho años, la madrina contaba setenta y seis, o sea ochenta y cuatro años entre los dos. Y la abuela afirmó que esto hacía cuarenta y dos años por cada uno.

—La fuerza de la edad —añadió.

Como se supone, aunque todos tenían deseos de complacerla, su proposición debía pensarse. Consultada la joven madre, no vio ningún inconveniente, pues profesaba a Hormiguita un cariño casi maternal. Pero Martin y Martina se mostraron bastante indecisos, pues nada sabían del estado civil del niño encontrado en el cementerio de Limerick y que no había conocido a sus padres nunca.

Murdock intervino y resolvió la cuestión. La inteligencia de Hormiguita, muy superior a su edad, su espíritu serio, su aplicación en todo aquello que se leía en su frente; es decir, que él se haría lugar algún día, decidieron al hijo mayor de Martin.

—¿Tú quieres? —le preguntó.

—Sí, señor Murdock —dijo.

Y respondió con tan firme tono, que causó asombro. Sin duda, tenía el sentido de la responsabilidad que contraía para el porvenir con su ahijada.

El 26 de septiembre, al alba, todos estaban prontos para la ceremonia. Vistiendo el traje de los días de fiesta, las mujeres en el carro y los hombres a pie, dirigiéndose alegremente a la parroquia de Silton.

Pero cuando entraron en la iglesia, el cura hizo surgir una complicación, una dificultad en la que nadie había pensado.

Cuando preguntó quién era el padrino, Murdock respondió:

—Hormiguita.

—¿Y qué edad tiene?

—Siete años y medio.

—¿Siete años y medio? Algo joven es… Por tanto no tendrá ningún impedimento… Decidme: ¿supongo que tendrá otro nombre además de Hormiguita?

—Señor cura, no le conocemos otro —respondió la abuela.

—¿No?… —dijo el cura.

Y dirigiéndose al niño le preguntó:

—¿Tú debes tener un nombre de bautismo?

—No lo tengo… señor cura.

—¡Ah! Hijo mío, ¿acaso no estás bautizado?

Hormiguita estaba en la imposibilidad de decirlo. La memoria no le recordaba nada de aquella ceremonia del bautismo. Asombro causará que la familia de MacCarthy, tan religiosa, tan devota, no se hubiera preocupado aún de esto. Lo cierto es que nadie había pensado en el asunto.

Hormiguita, imaginando que había un obstáculo insuperable para ser el padrino de Jenny, quedó inmóvil y confuso.

Pero entonces Murdock gritó:

—¿Eh? Señor cura, si no está bautizado, que se le bautice.

—¡Pero si lo está…! —observó la abuela.

—Pues bien; será dos veces cristiano —dijo Sim—. Bautizadle antes que a la niña.

—¿Por qué no? —respondió el cura.

—¿Entonces, podrá ser padrino?

—Perfectamente.

—¿Y nada se opone a que se hagan los dos bautismos uno tras otro? —preguntó Kitty.

—No veo ninguna dificultad en ello —respondió el cura—, si Hormiguita encuentra un padrino y una madrina para él.

—Yo lo seré —dijo Martin.

—Y yo —repitió Martina.

¡Ah! ¡Qué dichoso fue Hormiguita al pensar que se iba a ligar más estrechamente con su familia adoptiva!

—¡Gracias! ¡Gracias! —repetía besando las manos de la abuela, Kitty y de Martina.

Como hacía falta un nombre de bautismo se tomó el de Edit que era el del día. Edit, ¡sea!, pero lo más verosímil era que continuase llamándose Hormiguita. ¡Le era tan propio este nombre! ¡Se tenía tal costumbre de llamarle así!

El joven padrino fue, pues, bautizado primero. Terminada esta ceremonia la abuela y él tuvieron en la pila bautismal a la niña, que fue cristianamente bautizada con el nombre de Jenny, según el deseo de la madrina.

En seguida la campana lanzó sus más alegres notas, disparáronse cohetes al salir de la iglesia, y sobre los pobres del lugar cayó una lluvia de coppers. ¡Cuántos de aquéllos había en el pórtico! ¡Parecía que todos los pobres del condado se habían dado cita en la plaza de Silton!

Querido Hormiguita, ¿hubieras jamás podido prever que llegaría un día en el que figurarías en primera fila en una circunstancia tan solemne? El regreso a la granja se efectuó alegremente, con el cura a la cabeza de los invitados, unos quince vecinos y vecinas que se sentaron a la mesa dispuesta en la sala bajo la dirección de una excelente cocinera que Martin había mandado venir de Tralée. Los manjares eran de las reservas de la granja. Nada vino de fuera; ni el guiso de carnero, ni los pollos en salsa a las finas hierbas, ni los jamones cuya sabrosa grasa se desbordaba de los platos, ni los conejos en pepitoria, ni aun los salmones y sollos, puesto que habían sido pescados en las aguas de Cashen.

Inútil es añadir que en el libro de Hormiguita se apuntaban todas estas cosas, en la columna de salida, y que la cuenta estaba en regla. Podía, pues, comer y beber tranquilo. Además, tenía allí el ejemplo de robustos mozos, que poseían esos estómagos vigorosos a los que la procedencia de los manjares no inquieta nada, con tal de que sean abundantes. Nada quedó de aquel almuerzo ni de los postres, aunque el plum-pudding de arroz fue enorme, y hubo una torta de grosella por persona.

Había ginebra, stout, soda, usquebaugh que es una especie de whisky, brandy, grog preparado conforme a la famosa fórmula: hot, strong and plenty «caliente, fuerte y en abundancia». En fin, lo bastante para hacer rodar bajo la mesa a los mejores bebedores de la provincia. Así es que al final del almuerzo, que duró tres horas, los ojos estaban encendidos como brasas, y las mejillas rojas como carbones ardientes. La familia MacCarthy era sobria; no frecuentaba las tabernas de eter, reservadas a los católicos por desdén hacia las tabernas de alcoholes reservadas a los protestantes. Pero ¿no había de haber indulgencias un día de bautizo, y no estaba el cura para absolver a los pecadores?

Sin embargo, Martin no dejaba de vigilar a sus convidados, y encontró un auxiliar inesperado en su hijo segundo, Pat, que era moderado, al revés de su hermano Sim.

Y como un grueso labrador de los alrededores se asombrase de que un marinero fuese tan parco, respondió el joven:

—¡Es que conozco la historia de John Playne!

—¡La historia de John Playne!

—La historia o la balada, como queráis.

—Pues bien, cantádnosla, Pat —dijo el cura, a quien le agradó esta diversión.

—Es que es triste y larga.

—No importa. Tenemos tiempo para escucharla hasta el fin. Entonces Pat la cantó con una voz tan vibrante, que Hormiguita creía oír al océano cantar por su boca.

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